Dirigida por el documentalista Gilles de Maistre, Mi mascota es un león utiliza la ficción para hacer una denuncia real. La trama de Mi mascota es un león gira en torno a una niña cuya familia se muda, por cuestiones laborales de su padre, de Londres a África. Le permiten criarse junto a un león advirtiéndole de antemano que no debe encariñarse demasiado ya que sólo pueden compartir compañía durante sus primeros años de vida. Luego, el animal desplegará su espíritu salvaje y ella correrá peligro a su lado. Rodada durante tres años para que se pueda crear una relación real entre la joven actriz y el animal, la película sigue por un lado la relación con este león, y por el otro aquello que concierne al trabajo de su padre, lo que hace realmente y cuál puede ser el futuro del animal. La niña, que de a poco se convierte en adolescente, no aceptará nunca dejar a su querido amigo a merced de un destino cruel. En el medio, ambos van creciendo a la par. Lo curioso es que si bien estamos ante una película dedicada al público familiar, cuenta con un par de momentos aunque no meramente gráficos sí impactantes. Es que no importa cómo y dónde sea criado, el león es un animal salvaje. No obstante, al retratar el mundo de la caza de trofeos no se regodea en esa crudeza y suaviza el tópico. Es que si bien es un relato que pretende funcionar como denuncia sobre ese tema, también quiere ser una historia sobre la amistad. El argumento se desarrolla de manera bastante simple y predecible. Si bien tiene sus momentos de tensión y sus momentos más emocionantes y conmovedores, así como también otros tantos tiernos, no hay una construcción narrativa muy trabajada. Los conflictos son previsibles, se sienten impostados y parecen resolverse siempre sin muchas vueltas. A nivel cinematográfico, se nota el ojo del documentalista, con mucho registro de escenarios naturales, con los animales desenvolviéndose en medio de ellos. Pero allí también están los actores, destacándose, además de la naturalidad de la joven Daniah De Villiers, el rostro más conocido, el de Melanie Laurent, que logra aportar, al menos, una gama de emociones a un personaje tan plano como el resto. Así también, el personaje que funciona como villano, este hombre que quiere quedarse con el animal, da a entender sus intenciones desde su primera aparición. Mi mascota es un león es una fábula que cuenta una historia apasionante de una manera demasiado simplona. Es un film por momentos divertido y emocionante, y con una denuncia clara que al final subraya con una leyenda. Elige la ficción para crear conciencia sobre la caza, en especial la caza de trofeos, la que se hace sólo por placer y por deporte. Sin embargo es una película que aparenta tener destino de televisión antes que de cine.
El director de Historias cruzadas y La chica del tren se vuelca al terror con Ma, producida por Blumhouse y protagonizada por Octavia Spencer. Sue Ann, a quien pronto llaman simplemente Ma, es una mujer de vida solitaria y rutinaria hasta que el destino la cruza con un grupo de adolescentes que le piden un favor: que entre a comprarles alcohol ya que son todos menores de edad. Al observar a esos chicos algo se despierta en ella y decide no sólo ayudarlos con eso sino que ofrece poner el sótano de su casa como lugar de reunión y pronto se muestra compinche, quizá demasiado para un adulto. Pero poco preocupados están ellos pensando en por qué alguien de la edad de sus padres se comportaría de esa manera y prefieren aprovechar ese lugar alejado de progenitores y policías. Hasta que las cosas comienzan a enrarecerse y la personalidad de esta mujer se va tornando más y más intensa. Octavia Spencer es la villana protagonista de esta película de terror que dirige Tate Taylor (quien ya la había dirigido consiguiéndole un Oscar y quien, al mismo tiempo, ya había probado con el thriller en la fallida La chica del tren) y escribe Scotty Landes. La otra protagonista es la joven Maggie, interpretada por Diana Silvers (a quien se la podrá ver pronto en un capítulo de la serie Into the Dark y en la película Booksmart), como la adolescente que acaba de mudarse a este pueblo que para ella resulta nuevo pero no así para su madre (Juliette Lewis) que regresa al lugar del que se fue. Maggie sólo quiere encajar con este grupo de muchachos populares que rápidamente le permiten esa oportunidad, hasta que se ven arrastrados por las garras de Ma. Si bien sabemos que Ma esconde algo, más que nada intenciones poco ordinarias, la película se toma su tiempo para ir acrecentando más y más esta incomodidad que provoca el personaje de Spencer. Es recién en el último tramo cuando por fin sucede lo que sabemos que va a suceder, cuando la película explota, pero la resolución llega tan pronta y apresurada que se pierde bastante el efecto. En el medio, a través de flashbacks, se adelantan, aunque pretenda ser de a poco, de manera rápida y predecible, las posibles motivaciones de Sue Ann y las conexiones con el resto de los personajes. Pero esa galería de personajes secundarios está bastante mal trabajada desde sus construcciones, sin un desarrollo mínimo: uno es el noviecito, otro es el negro del grupo (que al menos aporta algún buen chiste y la excusa perfecta para un momento de ironía por parte de Sue Ann), otra es la chica popular, etc. Lo mismo pasa con los actores, en especial con Allison Janney, actriz totalmente desaprovechada en el papel de la jefa. Un poco más de suerte tiene Juliette Lewis, con esa madre joven y copada que esconde sus debilidades y la humillación que siente al tener que regresar al lugar del cual se escapó. La película está hecha para que se luzca Octavia Spencer y, más allá de tener a un personaje que pasa por una gama de registros que llegan a tornarse cada vez más exagerados, ella logra darle vida de una manera siempre creíble y sin lucir forzada. Ma es un producto que parte de una premisa que promete desde su atractivo inicial pero no termina nunca de desarrollarse como el thriller atrapante que pretende ser. Más allá de eso, y en parte gracias a la presencia de Octavia Spencer, resulta un film disfrutable, con algunos buenos momentos y poco más.
“Apuntes personales dramatizados de manera literaria”, describe el protagonista Sinan su libro que escribió y ahora quiere publicar. Pero para publicarlo regresa, luego de graduarse, al pueblo de donde salió y es allí donde busca el financiamiento necesario para lograrlo. En ese pequeño pueblo, un lugar que parece venido a menos y donde no parece haber muchos destinos posibles para las personas –o son maestros, o son policías-, él sueña con escribir un libro y que lo reconozcan como escritor. Alrededor, su familia con un padre sumido en deudas a causa del juego termina de pintar un entorno poco alegre y colorido. “El árbol de peras silvestres” está dirigida y escrita por Nuri Bilge Ceylan (“Winter sleep”) narra los encuentros y reencuentros de este joven aspirante a escritor, a través de largas escenas con diferentes personajes, que van desde potenciales financiadores a un escritor que logró hacerse un nombre en ese mismo pueblo, pasando por una joven que aunque fantasea con huir, se ve atrapada en ese lugar. Pero, claro, más allá de esa variada, colorida gama de personajes, los momentos más significativos tendrán que ver con la figura del padre. Ese padre al que uno cree conocer pero hasta el último momento continúa revelando nuevas aristas. Durante poco más de tres horas van saliendo a flote diferentes cuestiones. Quedarse, irse, ¿vivir la vida que uno quiere o que uno puede? Con el escritor, aquellas más relacionadas al oficio, sobre qué es ser escritor, qué es ser un artista. “Nada es tan ordinario como parece”, o “no hay una sola realidad”, entre los consejos que le ofrece el reconocido escritor de buenas maneras hasta que lo agobia la actitud de un aspirante al que le cuesta dejar de mirarse el ombligo. Todo esto sucede en Turquía, donde “la educación es una gran cosa, pero si querés sobrevivir en este país tenés que adaptarte” le dicen. Y sin embargo todo esto resulta tan universal. Salir, graduarse, ¿y después? Hacer algo. ¿Qué es hacer algo? Escribir un libro, publicarlo, que lo lean. ¿Todo depende de uno? ¿Todo puede depender siempre sólo de uno? Estamos ante un film que aunque presente diferentes personajes todo el tiempo y así diferentes temas, está contado con mucha naturalidad. La puesta de cámara también apunta a ese registro de una manera muy formal, aunque por momentos entrega algún plano más extraño e interesante. En cuanto al tono, podríamos decir que es un drama ligero, con algunos momentos de humor, de ternura y otros más emotivos. Así, “El árbol de peras silvestres” se termina convirtiendo en un relato universal sobre esa etapa de maduración, de aceptar lo que hay, lo que somos, lo que podemos hacer, y también la de mirar, ver de verdad al otro. Porque en ese viaje personal que realiza nuestro protagonista para conseguir publicar su libro, también va descubriendo y reencontrándose con su familia y el lugar del que salió.
Dirigida y escrita por Eloísa Tarruella y Gato Martínez Cantó, Bailar la sangre es una película sobre el proceso creativo de una puesta de Bodas de sangre, de Lorca, en versión flamenco. Los directores Eloísa Tarruella y Gato Martínez Cantó que, en un documental anterior, El objeto de mi amor, habían explorado de manera poética el universal sentimiento a través de historias reales, de ficción y el valor que pueden cobrar los objetos cuando se cargan emocionalmente, acá transmiten la pasión, esa pasión que caracteriza a los textos de Lorca, en especial a Bodas de sangre, al cual se homenajea de manera central. Eso de jugársela por amor, que ya estaba plasmado en el documental anterior, acá aparece con un mayor peso, con la pasión y la tragedia del texto lorquiano. La trama de la famosa obra gira en torno a un casamiento planeado que termina con la novia escapándose con un hombre casado con otra mujer, y sangre, la sangre que fluye en medio de esa tragedia que se desata. Allí está la figura del novio, que es hijo de una mujer que vio morir a sus otros hijos y carga con ese dolor eterno. Mimi Ardú es quien se pone en la piel de ese fuerte personaje, esa matriarca que tiene que hacer de madre y padre con el único hijo que le quedó vivo. En Bailar la sangre, la obra es representada a través de números musicales pero también de los textos que los actores se recitan entre movimientos. Si bien en ese detrás de escena nunca se percibe lo meramente cinematográfico, nos encontramos ante una apuesta teatral, donde predomina el movimiento de los cuerpos, las actuaciones teatrales. La idea de romper límites, que está presente en la obra, en el flamenco (como mencionan en algún momento, el único tipo de baile en el que la mujer dirige al hombre) y en lo social. El escenario utilizado es además una fábrica recuperada por sus trabajadores. Este pequeño documental narra el proceso creativo de una compañía de flamenco pero en algún momento se permite salir de eso y se incluye una valiosa entrevista a la actriz Cristina Banegas, quien se explaya sobre su experiencia interpretando en el escenario textos de Lorca. Así, esta película termina siendo un homenaje a la memoria del escritor andaluz, con escenas incluso de su actriz, la encargada de interpretar a la novia, recorriendo lugares de su historia, sentándose en el café Tortoni a pensar su personaje y leer más sobre el autor. Bailar la sangre narra el proceso creativo de una obra de Lorca que se resignifica al hacer apropiación de ella y representarla a través del flamenco en la ciudad de Buenos Aires. También es una película que se pregunta todo el tiempo qué significa Lorca, qué representa. Y una de esas respuestas es que sigue tan vigente como siempre.
Desde Rusia llega “Leto”, una película dirigida por Kirill Serebrennikov (quien estuvo en arresto domiciliario y terminó de editar esta película por lo tanto entre esas paredes) y basada en las memorias de Natalya Naumenko. En poco más de dos horas, el film retrata el mundo del rock en medio de la Unión Soviética de la década del 80. En “Leto”, un grupo de jóvenes que escuchan música extranjera (David Bowie, Lou Reed, T-Tex) tienen una banda con la cual logran tocar en algunos lados. En blanco y negro (con algún pequeño insert en color), Serebrennikov los muestra en los momentos de intimidad, componiendo canciones, escuchando a artistas extranjeros y también luchando por hacerse espacio en un lugar que no admite mucha libertad. Son tres los personajes principales. El cantante de la banda, su mujer, y un músico que conocen de casualidad y que se convertirá en su protegido, aprendiz, y también en una de las puntas de un triángulo amoroso. Ellos son la excusa por la que la película se va moviendo dentro de este retrato. Como está en parte basada en un músico real, el film en parte está contado en forma de una inspirada biopic pero lo hace sin caer en los lugares comunes, con una sutileza sorprendente y con mucha frescura. Por ejemplo, introduce videoclips con canciones muy conocidas (como "Psycho killer" de Talking Heads o "The passenger" de Iggy Pop), donde los personajes se mueven con la libertad con la que quisieran poder moverse, y un personaje con un cartel aclara: “Esto no pasó”. Entre esas cosas que no pasan, se encuentra una escena muy significativa que los muestra cantando en el escenario con un público eufórico que ante el sonido de la guitarra eléctrica baila y salta, o sea, que está de pie, al contrario que lo único que permiten: que los escuchen desde sus asientos, sin levantarse, apenas moviendo un poco la cabeza o los deditos sobre la rodilla. En algún momento un personaje dice que sueña con tocar en un bar, algo que parece tan chiquito e insignificante para cualquier banda con grandes aspiraciones. Así, el film va narrando este escenario desde tres perspectivas principalmente: la del músico más experimentado, la del que recién entra y la de quien lo mira un poco desde afuera y un poco desde adentro. El triángulo amoroso surge y se desarrolla de un modo elegante. “Leto” termina resultando un film interesantísimo tanto en contenido como en forma. Una propuesta audaz y fresca, un retrato sobre un mundo que a veces nos resulta lejano, y todo esto cargado de buena música, no sólo desde la que ellos escuchan sino la que ellos hacen, que colabora mucho con el hilo narrativo del film. Hipnótica, hermosa y de esas que se quedan con uno al salir, “Leto” parece influenciada por lo mejor de Todd Haynes e inspirada por las bandas de una de las épocas musicales más estimulantes de la historia.
El clásico animado de Disney llega con actores de carne y hueso, dirigido por Guy Ritchie y escrito junto a John August. Así como alguna vez Guy Ritchie decidió hacer una película con y para su mujer en aquel momento, Madonna, esta vez eligió hacer una para sus hijos. Y el proyecto que llegó a sus manos fue ni más ni menos que la versión live action de uno de los últimos clásicos animados de Disney: Aladdin, que se suma a la lista de estas películas reversionadas junto a La bella y la bestia, Cenicienta, Dumbo y la próxima El rey león, entre otras, que no hacen más que poner en foco la falta de originalidad de los grandes estudios en la actualidad. La historia es conocida porque cualquier persona a la que le guste el cine debe haber visto la versión animada ya muchas veces. A la larga, la historia de amor entre esa “rata callejera” y la princesa también se ha mantenido viva gracias a otros factores: por un lado la presencia de Robin Williams en el personaje del Genio de la lámpara mágica, y por el otro el buen puñado de canciones que se quedaban con uno hasta mucho tiempo después de escucharlas. En esta nueva versión tenemos, nuevamente, a los dos protagonistas enamorándose y a las canciones (aunque algunas reversionadas de una manera que pretende ser moderna), lo que no tenemos es ni a Robin Williams ni a nadie que hubiese logrado llenar sus zapatos. Es difícil imaginar quién y cómo podría haber funcionado en una versión live action, pero definitivamente Will Smith no era el adecuado. El actor, que es carismático, hace demasiado de sí mismo y eso sumado a unos pobres efectos especiales deriva en algunas escenas de humor muy forzadas. En cambio, Mena Massoud y Naomi Scott, logran convertirse en los creíbles Aladdin y la princesa Jazmín. Ambos se desenvuelven con confianza y talento, tanto juntos como por separado (ella hasta se permite una escena a lo Elsa de Frozen con una canción nueva). Se puede decir que la parte de “A whole new world” (Un mundo ideal) tiene mucha de la magia necesaria. Pero también es el personaje femenino un retrato más actual, alguien cuya meta no radica en quedarse esperando a conseguir un marido, sino en ocupar el rol que se supone debería ser del hombre: ser sultan(a). El otro personaje fuerte con el que contaba la película original era el de Jafar, el terrible villano. El actor Marwan Kenzari no consigue esa presencia, ni lucir nunca lo suficientemente temible y el personaje cumple con su función argumental y poco más. El guion no apunta a grandes cambios, más bien a algunos agregados que, a la larga, no hacen más que incluir otra innecesaria historia de amor. También, al ser una película con actores de carne y hueso, los personajes animales pierden peso argumental: sucede con el loro, el mono y el tigre. La dirección es desprolija, sin mucha inspiración, sin el sello del director (también nos podríamos preguntar: ¿cuál es el sello de Guy Ritchie?) a excepción de algún plano ralentizado de manera innecesaria, con una edición muchas veces acelerada y una dudosa elección de muchos planos. Más allá de eso algunas de las icónicas escenas (como cuando encuentran la famosa lámpara mágica entre otros tesoros y mucha arena) lograron ser bien traspasadas. Así, Aladdin funciona por momentos, generalmente en sus escenas más íntimas, no obstante en los números musicales grandilocuentes todo se siente tan artificial como la creación de ese país, Agrabah, que desde su comienzo es difícil de ver como algo distinto a un estudio.
La nueva película de Olivier Assayas es un retrato sobre el estado actual del mundo editorial y, al mismo tiempo, sobre las relaciones sentimentales de un grupo de adultos en Francia. El trabajo más reciente del director y guionista Olivier Assayas es una película bastante distinta a lo que había hecho en los últimos años, al menos a primera vista. Después de los dramas con aires inquietantes de El otro lado del éxito y Personal Shopper, incluso tras la película que escribió dirigida por Polanski, Basado en hechos reales, Doubles vies viene a traer un poco de aire fresco a su filmografía después de tanto intentar profundizar en las identidades personales. La historia es simple. Las historias, mejor dicho. Son dos parejas del mundo intelectual y las relaciones que se van entretejiendo entre ellos o con otra gente. Por un lado, Assayas retrata las vidas de estas parejas, sus vueltas, sus infidelidades, las relaciones emocionales y los enredos de estos personajes que superan ya la barrera de los cuarenta; y por el otro, expone un retrato del actual mundo literario y eso le sirve como excusa para que sus personajes cuestionen y reflexionen sobre la situación actual. ¿Se lee más, se lee menos? ¿Cualquiera es escritor? ¿Para vender libros hay que transformarlos en ebooks? ¿O peor, en audiobooks? Un escritor que sólo puede escribir desde sus propias experiencias amorosas aunque no lo reconozca demasiado, un editor que necesita sobrevivir en el mundo editorial y por lo tanto prestarse a las reglas de un juego que va cambiando, una actriz que no puede despegarse del papel que interpreta en una serie televisiva y una mujer que trabaja en relaciones públicas junto a un político, son los personajes burgueses que van y vienen durante toda la película. Si bien entre estas parejas habrá varios enredos amorosos, los diálogos grupales no suelen ir por ese lado. El film está compuesto de largas escenas dialogadas. En ese sentido, se siente un poco teatral. Es un Assayas que aunque retrate a un grupo de intelectuales lo hace sin tomarse tan en serio, tal como acostumbraba. Y los actores (con un elenco compuesto por Guillaume Canet, Juliette Binoche y Vincent Macaigne) se prestan a ese juego sin nunca mostrarse forzados, siempre convincentes aun tras los extensos e irónicos diálogos que pasan de la frivolidad a lo intelectual.
Dirigida por Jimena Monteoliva y escrita en conjunto con Diego Andrés Fleischer, Clementina es una película de terror que termina contando una historia sobre violencia de género de una manera distinta. Juana pierde un embarazo después de un ataque violento por parte de su marido, Mateo, que luego de dejarla inconsciente y desangrándose en el piso de la casa a la que acaban de mudarse, se da a la fuga. Así, queda sola, con las secuelas del ataque del que no habla ni con la asistenta social ni con el policía que le insiste para que haga la denuncia, en una casa que se encuentra casi sin muebles y con varias refacciones por hacer. De repente empieza a percibir cosas extrañas e inexplicables que la asustan, a escuchar ruidos como si hubiese alguien más con ella en esa casa. Juana es una mujer que está sola porque se “encierra”. A sus padres, que están lejos, no les cuenta nada. Evade las llamadas de la asistenta social. Aunque tenga semanas de reposo va a trabajar al estudio, y un caso atrae especialmente su atención: uno sobre violencia de género. Después, sólo se permite unos momentos de conversación distendida con su vecina, a quien le transmite sus dudas sobre lo que escucha en esa casa. Porque está sola pero siente que allí hay alguien más. Ruidos, mayormente golpes, que amenazan con hacerla enloquecer. ¿Por qué se queda en una casa donde parecen habitar fantasmas? ¿Por qué una mujer se queda con un hombre que la lastima? Clementina es una película chiquita, que se sucede casi en su totalidad dentro de esa casa y cuenta con pocos personajes. Jimena Monteoliva, con este promisorio debut como realizadora, no necesita más que esos pocos elementos para narrar esta historia sobre monstruos humanos. El protagónico de Cecilia Cartasegna (que había ganado el premio a Mejor Actriz en el Buenos Aires Rojo Sangre en el 2017, donde la película estuvo en Competencia Iberoamericana) resulta fundamental para llevar adelante una historia que comienza de manera algo lenta y reiterativa para sorprender en su último tercio, no quizás con la resolución referida a lo sobrenatural (la menos importante, de todos modos) que adelanta el personaje de su vecina en un diálogo quizás sobreexplicativo, sino en lo referido a ese maltrato que viene sufriendo. Es que el terror en Clementina proviene de hechos que quieren pasar por cotidianos y del miedo a volver a aquello que tanto daño ha hecho. Porque los peores monstruos siempre terminan siendo los humanos, porque son reales.
La nueva película de la directora Paula Markovitch (El premio) es una historia de ficción que sirve como homenaje a su padre, el artista plástico Armando Markovitch. Al igual que el protagonista de Cuadros en la oscuridad, Armando Markovitch pintó cientos de cuadros sin nunca llegar a exhibirlos. Su hija, la directora y guionista Paula Markovitch, homenajea su memoria y su legado a través de una historia de ficción minimalista rodada en Córdoba. Marcos es un hombre de más de sesenta años que trabaja en una estación de servicio, pero puertas adentro de su casa es un prolífico artista plástico. En su vida solitaria irrumpe un niño preadolescente, Luis, que entra a su casa creyendo que estaba deshabitada. Ese muchacho se termina convirtiendo en el único testigo de la obra de toda una vida. Markovitch narra su pequeña historia a través de, en su mayoría, largas escenas de contemplación. Con gran cantidad de escenas sin diálogos -y en las que lo tienen éstos suelen lucir, a simple vista, intrascendentes-, se pretende retratar estas dos soledades que se encuentran y al mismo tiempo permite toda una reflexión alrededor del arte. ¿Para quién creamos obras artísticas? ¿Qué objetivo tienen si nadie las ve? ¿Sirve una obra que no es vista por nadie y por lo tanto no puede ser debatible? ¿Puede el arte tener una función meramente individual? ¿Nos puede salvar el arte? ¿Acaso no es posible refugiarse en él? Pero no es lo único sobre lo que invita a reflexionar esta película chiquita. Además de pensar incluso en la permanencia del arte, también introduce el tema de la última dictadura, que el pintor vivió en primera persona y eso lo llevó a encerrarse y convertirse en un artista sólo en su casa, sin que nadie lo sepa. Así, la directora pone en foco un tema poco tratado: el insilio. Aunque está construida con mucha sensibilidad, y cada uno de los actores -incluso unos cuantos no profesionales-, se desenvuelven de manera natural, el film por momentos se siente reiterativo y se llega a sentir pesado en ese aletargamiento que, de todos modos, se siente buscado. Sobresale la dirección de arte, en especial con esa casa en ruinas, y de fotografía, aprovechando esas obras, logrando captar incluso texturas.
Era cuestión de tiempo para que alguien se interesa por un escritor que supo construir todo un universo, con lenguaje propio incluido, que supo desarrollar a través de varios libros y cuentos, no sólo la popular trilogía, El señor de los Anillos. Después de que Peter Jackson trasladara el mundo de la Tierra Media al cine (primero con esa trilogía, luego con El hobbit, que también la convirtió en trilogía), no sorprende que entre las biopics que cada tanto llegan a la cartelera, haya una con el nombre de él: J. R. R. Tolkien. No quedan dudas de que para haber creado toda esa obra se necesita de una mente muy inspirada. ¿Sería posible transmitir esas cualidades a una biopic, que no pretende más que contar cómo fue que se crearon esos universos, que nacieron desde lo más profundo de la mente de un muchacho pobre al que le gustaban las historias? Bueno, la película que dirige Dome Karukoski no consigue mucho de esa fascinación que la obra de Tolkien ha logrado. El film narra la historia del joven Ronald, interpretado por Nicholas Hoult, desde que se ven forzado a mudarse con su familia para poco después fallecer su madre y quedar a cargo de una señora adinerada que decide acogerlos. Allí conoce a otra muchacha de procedencia similar, Lily Collins interpretando a una especie de mujer elfa, de quien se enamora. Al mismo tiempo, la escuela le permite conocer a los hermanos que él elige, con quienes forman un grupo que intentará continuar unido aun cuando la guerra asole y tengan que enlistarse. El film introduce esta línea narrativa desde el principio, como flashazos en los que Tolkien parece ver monstruos pero resultan reales, el propio ser humano sumido en guerra. Así se van desarrollando las diferentes capas del personaje. El amor, la amistad, la literatura, los tres pilares de su vida. Pronto se podrá ser testigo de cómo comienza a introducir las ideas para un lenguaje nuevo cuyo desarrollo va avanzando. En el medio, claro, habrá algunos dramas por desencuentros o cuestiones económicos. Y entonces “Tolkien” no termina nunca de salir de las sendas más genéricas de la biopic. Alguna escena un poco más divertida, alguna un poco más inspirada (como el recital al que asiste la joven pareja y no sucede del modo en que lo tenían previsto) y otras tantas más dramáticas. El profesor y escritor que lo descubrirá e instará a seguir estudiando y escribiendo. Todo se siente narrado de un modo ligero, más interesado en el qué contar que en el cómo contarlo. Las escenas entre Hoult y Collins son las que mayor naturalidad desprenden. Esa historia de amor contenido es de lo mejor que tiene el film a nivel narrativo. Entretenido, a veces simpático, a veces más sensible, “Tolkien” servirá para conocer los orígenes de un escritor que todavía resulta fascinante. Lamentablemente poca de la magia que supo narrar se encuentra en cómo está contada su vida acá; aunque haya algunos atisbos con ciertas imágenes que lo prometían nunca parece terminar de adentrarse en la cabeza del escritor. El resultado es apenas correcto y funciona como homenaje.