¿Puede el amor más grande de tu vida durar sólo una noche? Esa pregunta se hacía desde el póster de la película de Richard Linklater que se terminaría convirtiendo en trilogía, “Antes del amanecer”. Esa pregunta sobrevuela gran parte de “El sol también es una estrella”, que narra la historia de ¿amor? entre dos adolescentes que se cruzan en un día muy particular. Ella es hija de inmigrantes y su familia está a punto de ser deportada, de hecho preparan todo para irse a Jamaica al día siguiente. Pero después de tantos años en la ciudad que nunca duerme, Nueva York, ella se niega a hacerlo y hasta último momento está dispuesta a seguir luchando entre la burocracia para poder quedarse. Ese último día Natasha se choca con Daniel, que justo ese día no fue al colegio porque tiene una importante entrevista para entrar a la universidad a hacer la carrera para convertirse en doctor. Si bien ambos provienen de familias de inmigrantes, poco más tendrán en común, aunque sí viven a la sombra de las decisiones que toman sus padres por ellos. A ella le apasiona la ciencia y por lo tanto no cree en el amor si no se puede probar empíricamente. Él es un romántico, escribe poesía y cree en las señales que le da el destino. Ese día en particular, el destino los llena de señales. Así, “El sol también es una estrella” terminaría siendo algo como una versión adolescente entre “Antes del amanecer” y “Serendipity”. En esos tiempos muertos entre una entrevista que se demora y otra que se posterga, ellos se permiten jugar. Él le propone enamorarla en un solo día. Ella, primero reacia, luego divertida y a lo último dejando lugar a su probable fracaso como jugadora, va cayendo en las redes de este muchacho olvidándose, sólo por un rato, de que por más que lo desee, al día siguiente todo se terminará porque no parecen haber opciones que la salven y la permitan quedarse. La directora de esta película es Ry Russo-Young (la misma de “Si no despierto”) y el guión, de Tracy Oliver, es una adaptación del best seller de Nicola Yoon (que escribió la novela “Todo, todo”). Sin duda estamos antes personas que conocen el público al que la película apunta. Un género romántico endulzado y con personajes protagonistas que se muestren cool con sus gustos particulares y su forma de desenvolverse ante el mundo. El problema es que, más allá de que la historia apunte bastante a eso, forzado y al mismo tiempo predecible. El único amor que logra transmitir es aquel a la ciudad de Nueva York, que termina pareciendo mucho más genuino que las múltiples deus ex machinas que se esfuerzan para juntar a los dos protagonistas. El film desborda un optimismo de manual y está cargado de frases hechas que podrían colgar en un local palermitaño. Todo en “El sol también es una estrella” resulta impostado, superficial. Ni siquiera la interpretación del secundario al que interpreta John Leguizamo consigue imprimirle un poco de naturalidad. Además introduce una temática que tiene mucho para profundizar y explorar, como lo es el tema de la inmigración, pero todo queda ahí, en esa superficie, sólo funcional para la historia de amor que se quiere contar, que por más que la disfracen de cósmica no tiene nada de especial porque ni siquiera logra que empaticemos con ellos.
Lo nuevo de los hermanos Luciano y Nicolás Onetti, Abrakadabra, es otra carta de amor al giallo italiano, esta vez con una historia enfrascada en el mundo de la magia. Después del slasher Los olvidados, los hermanos Luciano y Nicolás Onetti regresan para completar su trilogía giallo. Abrakadabra es el nuevo exponente que homenajea al subgénero tras Sonno Profondo y Francesca, ambas dirigidas por Luciano. La trama que gira en torno a un mago (hijo de otro mago que supo ser prestigioso pero murió en medio de un acto propio) resulta bastante simple, demasiado, más allá de que al principio parezca enrevesada y algo recargada, y sin embargo funciona porque dentro de su universo todo cobra sentido y cierra. No obstante, más allá de su efectivo guion (escrito por los hermanos junto a Carlos Goitia), lo que se destaca no es otra cosa más que el estilo. Si bien ya lo habían hecho antes, acá está llevado a un nivel de recreación llamativo a la hora de presentar una película como si fuese de la misma cuna donde floreció el subgénero que tanto aman los Onetti. En un ejercicio de estilo que sigue perfeccionándose, Abrakadabra está en cada detalle, desde el doblaje y los créditos en italiano, hasta los planos y movimientos de cámara, los looks de las actrices y la paleta saturada de colores. La música, compuesta por Luciano, termina de acentuar los climas buscados. En medio de esta serie de asesinatos sangrientos realizados por una figura misteriosa que no se revelará hasta el final, la resolución (sin adelantar nada), finalmente, se corre un poquito de ese eje y termina revelando una trama bastante simple de resumir. Aunque ese tipo de resolución narrativa más allá de efectiva pueda resultar algo decepcionante, el viaje que los Onetti nos tienen preparado hasta llegar a destino es más que suficiente para saber que valdrá la pena. También por ahí le falta un poco de construcción y dimensión a su personaje principal, de todos modos Germán Baudino se desenvuelve muy bien en su papel protagónico. No hace falta aclarar que convencerá principalmente a los seguidores de un subgénero que desde el nacimiento fue mutando hasta llegar a convertirse en uno que sigue reglas muy precisas y alejadas de todo registro realista, especialmente el que afloró durante la década del ’70 que más influye en los Onetti.
Escrita y dirigida por Alejandro Fadel (Los salvajes), Muere, monstruo, muere es un arriesgado exponente del cine de género. No hay mucho que convenga adelantar sobre lo que sucede en Muere, monstruo, muere. Cuando comienza, en un lugar de Mendoza, cerca de la Cordillera y en pleno invierno, empiezan a aparecer mujeres decapitadas. Pronto es señalado como el posible culpable, un joven que niega haberlo hecho pero que alega escuchar voces monstruosas. Alrededor se despliegan historias de personajes que se mueven en medio de la investigación, siendo protagonista un policía que padece de insomnio y mantiene una difícil historia de amor. Muere, monstruo, muere está construida a partir de potentes imágenes, ya sea de acercamientos a los horrores que se suceden, como de planos muy cuidados del paisaje que envuelve la historia, una Mendoza helada y montañosa; y cuenta con un muy buen trabajo de sonido. La imagen y el sonido, una combinación que estará presente en la película también a nivel narrativo. Es que a medida que la historia se sucede el film va revelando diferentes aristas y temáticas. Hay un interesante juego con el lenguaje y la psicología. Y también con lo sexual (en algún momento rememora a la mexicana La región salvaje y al mismo tiempo al Cronenberg que inspiró aquella) despegándose de la primera impresión que identifica al film como una película sobre la violencia de género. Al contrario, acá nada está nunca del todo definido. Aunque con una narración pausada y solemne, Fadel se mueve entre climas de horror y otros más bellos y ligeros, con algo de romanticismo y un poco de humor. En gran parte esto es logrado gracias al protagonismo de Víctor López (y esa voz penetrante), el personaje con el que uno empatizará, una persona con el corazón roto y con quien junto a Jorge Prado, como el jefe de policía, logran escenas de una candidez que contrasta con la oscuridad de la línea principal del relato. Con el personaje de Esteban Bigliani sucede algo distinto, es más difícil conectar pero porque el actor que interpreta al acusado, que termina encerrado en un psiquiátrico, se va transformando, mutando a medida que la película avanza, y sus líneas de diálogos se tornan cada vez más elocuentes y crípticas. Algo de eso pasa con la película que durante varios momentos peca de demasiado fría y distante. Además de los trabajos de fotografía y sonido a destacar, se encuentra el diseño de producción realizado con mucho cuidado.
Dirigida por Klaus Härö y escrita por Anna Heinämaa, “El artista anónimo” es un drama finlandés que narra la historia de un vendedor en una pequeña galería de arte que no vislumbra con mucho más futuro. Cuando en una subasta aparece un retrato sin firmar, se pone a investigar y cree descubrir que pertenece a un importante pintor, el ruso Ilya Repin. Esto lo lleva a ofrecer una cantidad de dinero que no tiene y que le costará recopilar con la esperanza de luego revelar la identidad y poder venderlo en una suma al menos diez veces mayor. El film va narrando de a poco cada una de las peripecias con las que el veterano protagonista se va encontrando, y aparece otro costado de la trama, más personal, con la aparición de su nieto. Ese muchacho al que no veía hace años le pide trabajo y luego se convertirá en su mayor cómplice, ayudándolo en cada uno de estos pasos. Primero lo que concierna a la investigación sobre la procedencia de esa pintura, luego cuando haya que conseguir el dinero para la subasta, que terminará siendo una suma mayor a la planeada. En el medio se encuentra por primera vez rearmando vínculos familiares que se encontraban rotos. Volver a compartir un almuerzo con su hija y su nieto lo enfrenta a todo aquello que perdió, que dejó atrás. Ella le reprocha no haber estado nunca, sobre todo cuando más lo necesitaba. Él, siempre enfrascado en su meticuloso trabajo, no supo darse cuenta de cómo se iban evaporando los vínculos hasta que de repente éste ya no existía más. Tres generaciones distintas intentando llevarse bien entre ellas. Este drama ligero consigue fusionar la historia principal sobre la aparición de este misterioso cuadro y la personal del hombre. Construido a través de pequeños momentos, algunos un poco más enfocados en lo sentimental, el film mantiene su interés hasta el último minuto. Hay un buen balance entre el retrato del mundo de las subastas y las galerías de arte que intentan mantenerse a flote, y la historia de un hombre que no pudo balancear él su vida personal y laboral. Si bien “El artista anónimo” no termina siendo ni una de misterio ni un drama familiar, resulta una película sólida sobre una búsqueda que puede ser la misma. Es un film bien construido, sin artificios quizás con la excepción de algún momento subrayado para apelar a lo emocional. Y, además, que no es poco, resulta una oportunidad casi única de ver cine finlandés en la cartelera.
Basada en una historia real plasmada en el libro de Simon Winchester, “Entre la razón y la locura” es un drama protagonizado por Sean Penn y Mel Gibson, con dos personajes que provienen de diferentes lugares y se terminarán encontrando (y reencontrándose consigo mismos) a partir de una meta en común, aunque los motivos sean distintos. De trasfondo queda entonces la historia de la primera edición del diccionario inglés de Oxford y una exploración sobre el lenguaje, un trabajo que lleva años y que en realidad nunca termina porque, como se debate bastante actualmente a causa del florecimiento del lenguaje inclusivo por ejemplo, éste no deja de mutar. Durante mediados del siglo XIX, el profesor James Murray (un hombre que ha recopilado una cantidad admirable de conocimientos y de idiomas pero de manera autodidacta, por lo tanto sin títulos) es contratado para trabajar en lo que menos pronto de lo esperado sería el Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa. El trabajo es arduo por lo que se le ocurre recurrir a la colaboración de voluntarios a los que se acerca a través de una carta que reciben con cada libro que compran. Uno de esos libros, y una de esas cartas, cae en manos del doctor William Chester Minor, recluido en una prisión para criminales con trastornos mentales por haber asesinado a un hombre corriente en medio de un ataque alucinatorio. Este hombre que no puede vivir consigo mismo porque desde que volvió de la guerra ve fantasmas que lo acechan por la noche, de repente encuentra en estos libros y en esta búsqueda frenética de palabras algo más que una distracción, una forma de abstraerse de sus demonios. La película, que está dirigida por Farhad Safinia (que había sido guionista de "Apocalypto" junto a Mel Gibson) comienza con dos líneas paralelas que tardan en juntarse. Así, Sean Penn y el personaje del doctor trastornado al que interpreta cuenta con una mayor y mejor construcción. Es que cuando sucede el asesinato, por supuesto tiene consecuencias. La persona a la que asesina no es más que un hombre común, en este caso marido y padre. Y entonces está ahí la viuda, una mujer que tiene varios hijos por mantener ahora sola y a quien el doctor quiere ayudar, consciente de que la mala pasada que su mente le jugó le costó una vida. Por eso lado se desplegará la parte más atractiva a nivel narrativo de la película. También resulta interesante ver cómo funciona el sistema en el que el doctor se encuentra encerrado. En una de sus primeras escenas asiste en un accidente a un oficial y a partir de ahí se gana el respeto de todos. Comienzan a ayudarlo, a hacerle la estadía más agradable, pero hay un tipo de ayuda que necesita que no consigue. Después, por el otro lado, somos testigos del difícil trabajo que será llevar a cabo este diccionario y la poca libertad que el profesor tendrá para hacerlo a su modo. Ahí también aparece también las ganas del profesor de poder ser reconocido más allá de su falta de títulos, de ser admirado. Casi a la mitad de la película ambos personajes se cruzan, cuando el profesor por fin recibe una cantidad de colaboraciones que le servirán y resulta que todas provienen de la misma persona. Viaja a conocerlo y esa amistad seguirá creciendo a través de cartas. Entonces estamos ante una trama llena de aristas y personajes interesantes y comandada por dos actores de renombre y talento, sin embargo “Entre la razón y la locura” nunca termina de funcionar a causa de un guion lleno de diálogos ridículos y una dirección poco inspirada. Todo fluye de manera forzada, apelando a la emoción fácil. Sean Penn aprovecha su personaje y entrega una interpretación con mucha fuerza, con pocos momentos de sutileza –que los tiene, son pocos pero los mejores. Al contrario, a Mel Gibson se lo ve desganado. Finalmente, se siente como oportunidad desaprovechada. Si bien la historia de la creación de un diccionario no parece a simple vista tener un gran atractivo, gracias a lo que concierne con el personaje del doctor la historia se torna mucho más atrapante. La exploración entre la locura y la inteligencia también termina quedando en un segundo plano y la amistad entre ambos personajes está construida de manera rápida, sin la fuerza necesaria, como si dos películas diferentes chocaran. Buenas intenciones y una reflexión atractiva sobre la posibilidad de encontrar amigos en los momentos más oscuros e incluso de utilizar la literatura (con el lenguaje en este caso) como escape no terminan siendo suficientes. “Entre la razón y la locura” es un drama regular que funciona para conocer esta fascinante historia y poco más.
Escrita y dirigida por Mateo Bendesky, Los miembros de la familia es un pequeño drama sobre dos hermanos distanciados que se reúnen en un pueblo costero con el fin de despedir a su madre. Gilda y Lucas viajan a un pueblo de la costa en pleno invierno, es decir, a un lugar casi desolado y frío. Entran a una casa ahora clausurada donde supo vivir su madre y que ni siquiera tiene un baño para ofrecerles. No importa, la idea es que sea una estadía muy breve. Llegan a ese lugar para arrojar al mar los restos de su madre fallecida en circunstancias aún poco claras para el espectador pero que se presienten complicadas. No obstante no son sus cenizas lo que tienen para esparcir sino su brazo ortopédico. Los miembros de la familia deambula entre el humor y el drama pero apostando siempre a la melancolía. De repente, ese viaje que sólo iba a ser de un día se alarga a causa de un imprevisto paro de transporte nacional. Esperando poder volver al día siguiente, cada uno de estos dos hermanos que hoy apenas se conocen intentan pasar el tiempo que les queda. Ella buscando un poco de sentido en libros o cartas de tarot que no logran brindar ninguna respuesta clara. Él, obsesionado con ejercicios corporales, conociendo gente y explorando una parte quizás desconocida suya con otro joven del lugar. A la larga, son dos hermanos en medio de esa transición entre la niñez y la adultez que parecen escapar de algo o de alguien. ¿De qué? De la vida, probablemente, o de relaciones fallidas y expectativas truncadas. Y ese pueblo balneario les sirve como un marco, a veces deprimente y otras casi surrealista, para explorar y explorarse. El film que escribe y dirige Mateo Bendesky opta mayormente por el punto de vista del hermano masculino. Este muchacho que duda de que el famoso novio de su hermana (quien estuvo un tiempo internada en un centro de rehabilitación) exista, que se escapa de ella para salir a deambular solo. Además de los buenos protagónicos de Laila Maltz y Tomás Wicz (quienes se desenvuelven con una gran química entre ellos), la película cuenta con pequeñas pero imprescindibles participaciones de los actores Sergio Boris y Edgardo Castro. La fotografía aprovecha los escenarios de este lugar que podría ser cualquiera y a la vez no es ninguno, con sus cielos grises, su mar tempestuoso y sus playas vacías.
El director de El patrón, radiografía de un crimen, Sebastián Schindel, regresa esta vez con una adaptación que Leonel D’Agostino hace de un cuento de Guillermo Martínez, Una madre protectora. El hijo cuenta una vez más con protagónico de Joaquín Furriel. Lorenzo (Joaquín Furriel) es un artista plástico que, después de un pasado alcohólico y de que su ex mujer se llevara a vivir con ella al exterior a sus hijos, se encuentra sobrio, en pareja y buscando un hijo. Ella es una bióloga noruega y se la percibe siempre un poco fría. Aun así sus amigos Renato y Julieta la reciben de buenas maneras en su círculo, pero cuando queda embarazada empieza a encerrarse, hasta dejar afuera al propio Lorenzo en cuanto a muchas decisiones. Una de las cosas que elige es tener un parto casero y para ello llama a una señora mayor que fue la partera que asistió a su madre. Estas dos mujeres hablan entre ellas en un idioma que Lorenzo no comprende y lo van aislando (perturbadora resulta una escena de parto a la cual no asistimos). La casa en la que viven se convierte en algo más que un refugio, casi una cárcel. Una vez que nace, la madre se obsesiona con que su hijo no se enferme y lo mantiene encerrado y a oscuras, lejos de médicos y lejos de cualquier actividad normal de una pareja que acaba de tener un hijo. Todo esto va creando en Lorenzo la idea de un horror invisible pero perceptible. ¿Hay algo raro o es en cierto modo normal que una madre primeriza resguarde así a su hijo? Si bien el film sigue casi todo el tiempo el punto de vista de Lorenzo, las situaciones que lo rodean generan diferentes perspectivas. En eso juega un papel primordial el personaje que interpreta Martina Gusmán, una mujer que intentó ser artista (así conoció a Lorenzo), mantuvo una relación, y hoy se encuentra en pareja con su amigo Renato, también buscando un hijo que no llega, y convertida ahora en abogada. Porque cuando Lorenzo ve a su hijo con fiebre se lo arrebata a la madre y lo lleva al médico y ella le hace una denuncia por violencia de género. El hijo tiene una estructura similar a El Patrón, radiografía de un crimen, donde los tiempos van y vienen para ir construyendo la trama desde el pasado y desde el presente: Lorenzo en problemas con la ley y acusado de problemas psiquiátricos al no reconocer a su hijo; y el Lorenzo previo, desde que intentan quedar embarazados. El guion está escrito por Leonel D’Agostino, quien hace un muy buen trabajo al adaptar el cuento de Guillermo Martínez (autor que ya había sido llevado a la pantalla grande ni más ni menos que por Álex de la Iglesia), cambiando un poco la construcción de los personajes que los rodean ya que la obra original cuenta con un narrador que funciona muy bien de manera literaria pero probablemente no así en una película. El hijo consigue momentos de mucha tensión y suspenso, sólo pierde, en comparación, con respecto a la ambigüedad buscada ya que, al seguir siempre la historia desde los ojos de Lorenzo, a veces resulta difícil dudar.
La nueva película de Juan Pablo Sasiaín (Choele) es un drama intimista que además lo tiene como protagonista en el papel de un joven artista y errante titiritero que regresa a su pueblo de Córdoba. Ya treintañero y con una novia venezolana, llegan a lo de su padre, de quien heredó el oficio, pero ese regreso se convertirá de a poco en un viaje personal que lo conectará con quién es y qué quiere de la vida. Martín se encuentra en una pareja estable con Julieta, quien le pregunta si no se encuentra ya aburrido y luego exclama para ella, al oír una de esas tantas historias que todo el tiempo tiene para contar, “Quién pudiera tener un amor así”, ante la historia de amor que sus padres tuvieron. Si bien se los ve bien, la pareja parece estar en un momento de transición, de decidir si ir o no más allá. Como si fuera poco, el regreso trae también un reencuentro con Coqui, una vieja amiga desde la infancia con quien supo tener una relación. A diferencia suya, ella se asentó en el pueblo y hoy tiene una nena, sin un padre. La película se mueve de manera tranquila, como su protagonista, entre funciones de títeres, comidas en la casa de su padre, conversaciones de alcoba con su novia y conversaciones con esta amiga que, a su vez, traen memorias de un Martín pasado. El registro al que apuesta siempre el director, guionista y protagonista es siempre naturalista. Así, algunos diálogos se tornan largos y reiterativos. Otra cuestión técnica que no termina de funcionar es la música, aunque incidental, monótona e intentando reforzar el tono melancólico buscado. También sorprende que, salvo en pocas escenas, no se termina de aprovechar el escenario, esos vastos exteriores donde la película fue filmada. Si bien el elenco funciona y se desenvuelve bien en este registro, es Guadalupe Docampo quien logra destacarse tanto por su interpretación como por su personaje, quien mayor vida le aporta al film. “Traslasierra” es una película chiquita y sencilla, con buenas intenciones pero con un relato monótono que no termina de despegar. En su afán de contar una historia de crecimiento personal, el film se regodea entre largas escenas, muchas veces apoyadas más en los diálogos que en otra cosa.
Después de su paso por Les Avant Premieres donde estuvo presente su director, llega a carteleras La guerra silenciosa, dirigida por Stephane Brizé y escrita junto a Olivier Gorce. La guerra silenciosa es otro drama con fuerte carga de contenido social que dirige Stephane Brizé. En eso se parece bastante a El precio de un hombre (también coescrita junto a Olivier Gorce), aunque acá el enfoque sea distinto. Además la tensión aumenta considerablemente hasta llegar a un final impactante. De nuevo con el protagónico de Vincent Lindon, nos encontramos ante un retrato de la larga lucha de unos trabajadores de una fábrica de partes de autos que cierra y los deja sin trabajo, incumpliendo un contrato. Entre conversaciones con políticos y empresarios, apariciones televisivas y protestas en la calle, se va desarrollando una historia que deja en evidencia el lugar menor que ocupa el trabajador cuando se trata de grandes empresas. La fábrica en cuestión les había prometido cinco años de trabajo y decide cerrar cuando sólo pasan dos, después de incluso haber aceptado recortes salariales con tal de mantener el trabajo que hoy les quitan. No hay una preocupación por el desarrollo de los personajes por fuera de este ámbito, aunque sí se hace mayor hincapié en el líder sindical al que interpreta Lindon, al verlo un poco en la cotidianidad de su casa y de su familia. Pero en general son personas comunes, con familias que mantener y por lo tanto con la necesidad de un trabajo que los provea en una pequeña ciudad de Francia donde resulta cada vez más arduo conseguir un empleo. Es una masa de personas que no saben cómo harán para sobrevivir mañana, que se encuentran ante un futuro próximo muy desalentador. Brizé narra la historia a través de largas escenas y con inserts de imágenes de televisión donde los canales de noticias exponen lo que sucede, focalizándose siempre en los momentos más violentos. Hay una buena construcción de climas tensos e inquietantes, que provocan mucha incomodidad y a veces hasta irritabilidad, con situaciones que se repiten una y otra vez, entre discusiones y gritos. “El protagónico de Lindon es uno de los platos fuertes del film. Logra imponerse como líder del sindicato y de la película a base de una interpretación intensa que nunca llega a la exageración, al contrario, sutil en gran medida”.