En su tercer largometraje tras Ciencias Naturales y El Pampero, Matías Lucchesi escribió junto a Mariano Llinás el guion de un western que tiene como protagonistas a dos mujeres en medio de la zona pre cordillera de Mendoza. Las rojas empieza con una escena curiosa. Un programa de televisión italiano entrevista a Carlota (Mercedes Morán), una paleontóloga argentina que asegura hallarse en posesión de restos de una criatura mitológica, una especie de grifo. Que no es un grifo, aclara ella una y otra vez, de mal humor y mal predispuesta desde el comienzo de una entrevista que termina abandonando harta de sentirse boludeada. Tras ese prólogo, se nos presenta a Constanza (Natalia Oreiro) que viaja hacia una zona andina donde la paleontóloga se encuentra instalada trabajando, un lugar al que no es fácil acceder y al que encima llega demasiado temprano. Constanza y Carlota no se llevan bien desde el primer minuto y sus miradas y fuertes posturas las muestran enfrentadas; Carlota quiere seguir trabajando tranquila en su proyecto y Constanza fue enviada para atender aparentes irregularidades. Pero la montaña y el hombre, en la piel de Freddy (Diego Velázquez), las va uniendo más allá de sus diferencias. Freddy y Carlota son enemigos y colegas y están detrás de lo mismo, algo que por el momento se encuentra bajo el poder de la mujer y el hombre le quiere arrebatar. Cada personaje sin embargo esconde más de lo que muestra. Si bien sucede en medio de la montaña, entre mulas y carpas algunas más cómodas y grandes que otras, hay cierta rusticidad y suciedad que le falta a una película demasiado prolija y calculada. Es una producción de grandes despliegues visuales y sonoros que de todos modos permite a sus reconocidas protagonistas que se luzcan en medio de un duelo actoral en el que ninguna desentona: una en el papel de la mujer experta y dominante, la otra más joven pero no por eso ingenua. Dos personajes con sus fortalezas e inseguridades. Sin embargo, el tono de la película es difícil de captar, desde esa extraña escena inicial que roza la parodia, pasando por el drama áspero hasta llegar a una resolución sorpresiva y apresurada que deja ganas de mucho más. Parecería que hay algo ahí que podría haberse explorado más con algo de riesgo; la presencia de Llinás se siente con más fuerza en ese acercamiento a lo fantástico con el que juguetea. En el medio, un interesante juego de personajes bien definidos y la latente sensación de peligro hacen de Las Rojas una película intrigante y entretenida que a medida que se sucede va perdiendo un poco de lo cautivante. Una producción atípica que viene a refrescar la cartelera con la importancia defender las riquezas de la naturaleza.
Lo nuevo del director y guionista Mike Mills (Beginners, 20th Century Women) es otra historia que gira alrededor de los vínculos filiales, esta vez con el foco puesto en un solitario hombre y su sobrino al que se acerca tras mucho tiempo sin verse para cuidarlo durante unos días. Mike Mills elige el blanco y negro para viajar a través de algunas diferentes ciudades de Estados Unidos junto a su protagonista Johnny (Joaquin Phoenix), quien trabaja para la radio y se encuentra enfocado en un proyecto de entrevistas a niños y adolescentes a los cuales aborda sobre la temática compleja que es el futuro y todo lo que tiene que ver con él. Es que esas son épocas muy particulares, que nos exponen al mundo sin muchas protecciones ni conocimientos y al mismo tiempo es el momento en que, además de vulnerable, más abierto y receptivo está uno; después se sigue siendo vulnerable pero nos vamos cerrando en corazas cada vez más difíciles de atravesar. Johnny tiene a una hermana, Viv (Gaby Hoffman), a la cual no ve prácticamente desde que murió su madre. A lo largo de la película se profundiza un poco más en qué fue lo que los distanció pero hoy, cuando ella le dice que necesita irse a buscar al padre de su hijo en otra de sus recaídas, él se dispone a cuidar de Jesse (Woody Norman), un niño poco corriente, solitario, imaginativo y con inesperadas reacciones. Aunque su trabajo consista en escucharlos, con su sobrino se dará cuenta que no es tan fácil entenderlos. Lo que al principio parece incluso divertido, tanto para uno como para el otro, en un momento se va tensando: primero porque los días se convierten en semanas y luego por las cosas que no se dicen, por la incertidumbre por lo que vendrá, por el miedo a perder lo que se recupera. Ninguno de los dos tiene muchos amigos y su familia es un lugar tan pequeño que a veces asfixia. Encontrarse es posible pero también desencontrarse, querer salir corriendo y gritar aunque la presión en el pecho nos lo quiera impedir. Más allá de su elegante fotografía en blanco y negro que en otro casso poddría haber resultaado artificial, el film respira mucha autenticidad gracias a recursos como las escenas de entrevistas que rozan lo documental, la banda sonora de los hermanos Dessner y en especial esas naturales interpretaciones, desde la actuación profesional y ya reconocida de un actor enorme y siempre arriesgado como lo es Joaquin Phoenix, hasta la del pequeño Woody Norman, pasando por la de Gaby Hoffmaan, actriz aún no lo suficientemente valorada pero dispuesta siempre a entregarse a sus personajes. Así, C’mon C’mon resulta una película sencilla y encantadora que emociona y nos abre preguntas. Sobre las relaciones, sobre el modo de vincularnos, sobre la manera de salir mundo y también sobre la necesidad de expresar lo que nos pasa, ya sea a través de lo que se escribe en un cuaderno, de lo que se habla frente a un micrófono, de un llanto desconsolado o de un grito hacia el cielo. Con algo de road movie y un claro tono intimista, la conexión con sus personajes se genera con rapidez y se convierten en hermosos compañeros de este viaje. En ese miedo al futuro y esa añoranza por el pasado y el temor a olvidarnos, aprendemos junto a sus protagonistas que planear no garantiza nada y las cosas aunque lleguen a cumplirse lo van a hacer a su propio modo porque todo resulta incierto e impredecible. Así que sólo resta seguir, seguir adelante.
Con un poco de retraso, ni más ni menos que el año en que su director estrena la secuela de ésta, llega a cartelera una película de terror británica que se suma a aquellas producciones baratas y escondidas que sólo encuentran su lugar en huecos que llenan, la mayoría de las veces, sin mayores sorpresas. The Jack in the Box, película del 2019, es uno de estos casos. Hay seres, criaturas y objetos que con su sola presencia generan si no es terror cierta incomodidad. Los payasos son uno de ellos. Y el cine de terror los ha explotado, algunos con tanto éxito que han sabido crear figuras que se convertirían en icónicas del género. The Jack in the Box pone toda su fe en un muñeco payaso que sale de una vieja caja de madera cerrada a la que uno le da cuerda. El susto, en este caso, no radicará en esa aparición sorpresa sino en lo que sucede después, cuando se descubre que es una entidad diabólica y primitiva que busca almas a las que llevarse con él. Una historia poco original pero con elementos del terror que deberían funcionar y la imagen rica y poderosa de este muñeco no son suficientes para una película de terror en la que fallan unos cuantos aspectos pero en especial aquel que suele ser imprescindible: el clima. Un breve prólogo nos muestra a un hombre que encuentra en la tierra una caja que se lleva a su casa para que luego el payaso que habita en ella, cobrando vida de la talla humana, se lleve a su mujer. Pronto conocemos al protagonista, Casey: un joven que acaba de llegar a Hawthorne para trabajar en el museo local. El mismo día que llega, junto a la otra empleada, una joven lugareña, revisan objetos viejos que reciben para saber qué cosas pueden servir y cuáles son simplemente basuras. Tal como podemos suponer, la caja aparece y llama la atención. Si bien detrás del personaje de Casey se halla una historia de redención y arrepentimientos que podría haberse explotado mejor, en general la película se sucede entre previsibles y anodinas escenas que, por un lado se encargan de delinear al personaje sin mucha magia (como las aburridas escenas de conversación con su compañera) y por el otro la historia de terror que tampoco profundiza demasiado en la mitología que tiene de trasfondo, con el conteo de las almas que va captando el siniestro payaso que pretende generar un in crescendo. Esto hasta que se hilen cabos y se intente detenerlo. Todos los lugares comunes y trillados: un protagonista al que no le creen, extrañas desapariciones, un escenario llamativo (el museo, aunque no logra destacarse como tal), un experto en estas cuestiones demonológicas. Su director y guionista Lawrence Fowler ni siquiera consigue resaltarse a la hora de mostrar las sangrientas muertes; se suceden todas de manera rápida y poco original o directamente fuera de cámara, lo cual no permite generar emoción alguna, ni la impresión que pueden causar suculentas y sangrientas escenas ni la risa que a veces unos efectos artesanales y exagerados pueden crear. Todo sucede como un trámite. El arte del muñeco, tanto como tal como cuando cobra vida, es la parte más destacable de la insustancial propuesta. En una película más terrorífica o divertida justamente habría tenido oportunidad de convertirse en objeto de disfraces o arte inspirado en él. Pero no alcanza con decir lo evidente: los payasos dan miedo, de por sí, y eso solo no hace una película de terror. Sin embargo vale destacar que a principio de este año el director estrenó en streaming en UK la secuela, llamada como la original con el agregado «The Awakening» (El despertar). No la he visto y desconozco si llegará a salas, lo cierto es que me genera nula expectativa. Porque Fowler repite como director y como guionista y en esta primera falla en ambos roles.
Ellos son los tipos malos: el Lobo, la Serpiente, el Tiburón, la Piraña y la Tarántula. Un grupo de animales que tienen la peor fama por ser simplemente lo que son y ellos pretenden llevarla con orgullo. Cuando roban otra vez un banco, no lo hacen por el dinero: lo hacen por placer, porque ser malo se siente bien, provocar temor e incomodidad con su sola presencia es una sensación indescriptible. Pero cuando tras un ambicioso plan fallido son capturados, la sociedad quiere forzarlos a convertirse en buenas personas. Lo que parece un juego fácil y divertido, fingir que se reforman, toma otros tintes cuando su protagonista, el Lobo al que le pone voz el encantador Sam Rockwell a la versión original, descubre que quizás haya algo que se sienta mejor que ser malo: ser bueno, ayudar a otra criatura, ser admirado en lugar de temido. ¿Será tarde para cambiar? En un mundo en el que conviven humanos y animales, sin mucha explicación, al que se entra sin cuestionarse, esta pandilla hace de las suyas siempre en conjunto, lo que los lleva a considerarse amigos, con excepción de la desconfiada y fría víbora (bajo la voz del actor Marc Maron). Un animal al que siempre se lo considera traicionero solo por su naturaleza. En cambio, un conejillo de indias conocido por ser lo más bueno del mundo, así se presenta el poderoso y admirado Profesor Mermelada (Richard Ayoade), es víctima del robo y aun así quiere ayudarlos a convertirse en mejores personas, lo que la gobernadora Diane, un personaje con varias sorpresas, acepta no del todo confiada. Pero quizás las apariencias engañen y juzgar sin antes conocer no sea lo adecuado; quizás nadie es lo que parece ser y todo lo que mostramos no son más que máscaras que nos ayudan a sobrevivir en el mundo. El lobo al que le pone voz Rockwell bien podría ser interpretado por el actor en carne y hueso en su versión humana: seductor, canchero, divertido, no alejado de lo que hizo en Matchstick Men por poner un ejemplo, aunque Los Tipos Malos vaya más por el lado de los planes elaborados y colectivos de Ocean’s Eleven. El humor es básico, a veces surge de manera más inesperada que otra, pero siempre funciona; los mejores gags le pertenecen al Tiburón bajo la voz de Craig Robinson. La animación tradicional sin muchos artificios le sienta bien y hasta se permite su obligado número musical. Esta nueva película del estudio Dreamworks está dirigida por Pierre Perifel; es su primer largometraje pero ya tenía experiencia trabajando en los departamento de animación de películas como las Kung Fu Panda. Escrita y producida por Etan Cohen (guionista de Idiocracy, Tropic Thunder y Madagascar 2, entre otras), narra una historia modesta con moraleja simple pero le suma estilo y un conjunto de personajes carismáticos que le aportan humor y algunas cuotas de ternura. En resumen, todo lo que necesita una película dirigida al público familiar: entretener tanto a niños como a adultos y dejar una agradable sensación al salir de la sala. ¿Qué más se le puede pedir?
Sophie es una joven ciega que se vio obligada a renunciar a su sueño de convertirse en esquiadora profesional. Sin embargo no acepta verse como vulnerable ni como víctima. Ahora pasa sus días haciendo trabajos de cuidado de casas y mascotas en otras casas mientras sus dueños no están. Es una mujer que ha aprendido a manejarse sola y no quiere que su discapacidad le quite más de lo que ya siente que le quitó. Se la percibe enojada, con un poco de bronca, y por eso apenas puede mantener sus vínculos, por eso o porque quizás siempre ofrecen ayudarla y ella no quiere ser la persona que siempre necesite ayuda y cuando así sea la pedirá. Durante un trabajo más de estos que consigue, en una casa enorme a la que la dueña, reciente divorciada, la deja con sus gatos durante un par de días, las cosas dan un vuelco imprevisto. Mientras duerme aquella primera noche la despiertan sonidos de unos hombres que entraron, sin tener ellos tampoco previsto esta otra presencia, e intentan abrir la caja fuerte. Con su celular acude a una app que le habían recomendado y probado un poco antes, See for me, en la cual se conecta con una persona que del otro lado la asiste teniendo acceso a todo lo que ve y escucha. A partir de esa premisa se desarrolla un thriller con algunos vuelcos y momentos interesantes. No obstante, un guion preciso que se encarga de sembrar cada semilla sin mucha sutileza, lo transforma en bastante previsible. Así, A ciegas se mueve un poco entre películas como Hush (una muy buena película de Mike Flanagan que suele quedar olvidada sobre una mujer sorda que vive sola y un día un enmascarado irrumpe en su casa al mejor estilo Los extraños pero a quien no la define su discapacidad) y No respires (el thriller de Fede Alvárez sobre un grupo de jóvenes que entran a robar a la casa de un hombre ciego al que subestimaron). Se la diferencia de aquellas con la presencia que tiene la tecnología en forma de esta mencionada aplicación pero sobre todo por la construcción que se hace del personaje principal (interpretada con solidez por Skyler Davenport, actriz no vidente en su primer rol en el cine): no tardamos en descubrir que no es del todo honesta, quizás con este enojo y frustración como razón. Así, un aspecto rico del film es que cuando las cosas se ponen feas no apunta a defenderse, sino a atacar directamente, algo de lo que no se duda sobre todo porque del otro lado de la pantalla, reunidas gracias a la aplicación, tiene la voz guiadora de una ex veterana, curioso personaje que nos deja con ganas de más. Allí donde muchas de estas home invasion movies suelen ser un poco tibias, al menos en un principio, acá no se duda. Entretenida, con pocos elementos y un ritmo que no decae, A ciegas quizás se queda a medio camino por lo poco original e imprevisible del guion, que tampoco termina de aprovechar dilemas morales que siembra con su personaje protagonista, una heroína con la cual cuesta conectar.
La llamada final es una de esas películas que llegan a cartelera con mucho retraso y que si consigue llamar algo de atención lo será gracias a dos nombres que hoy es imposible despegar del cine de terror: los de Lin Shaye y Tobin Bell. El único atractivo de una película fallida desde muchos aspectos. Un grupo de adolescentes a fines de la década de los 80s molestan a una anciana a la que acusan de la desaparición de la hermana menor de una de ellos. Pero tras otro ataque, al que se sumó el chico nuevo, ella muere y el grupo es convocado por su marido para invitarlos a jugar un juego (quien los invita no es otro que Tobin Bell, el que siempre nos invita a jugar en la saga de SAW). A través de un teléfono se reencontrarán con las partes oscuras del pasado que cada uno ha intentado esconder. Desde el póster nos las venden como una película de los creadores de Destino Final porque Jeffrey Reddick es productor y en su momento fue uno de los guionistas. Pero acá nada más; el director es Timothy Woodward Jr. y el guionista Patrick Stibbs. Escribir sobre La llamada final será inevitablemente hacer una enumeración de sus problemas. Se entiende la idea de situar la película hace varias décadas, donde no había celulares y las llamadas eran desde teléfonos fijos. Pero lo cierto es que salvo por algún detalle menor, nunca se siente la ambientación adecuada sin siquiera aprovechar para jugar con la estética como productos más actuales, como Stranger Things por mencionar uno muy popular, lo han hecho. Desde lo técnico y formal, nos encontramos con saltos de escenas inconexos y problemas de sonido en escenas, como la del carnaval, que requerían un trabajo de capas: los protagonistas se mueven a través de juegos y luces y gente y sólo se los escucha a ellos hablar; es una escena que descoloca por el casi nulo trabajo de sonido ambiente que tiene. A esto le sumamos escenas que no aportan nada a la historia y otras que parecerían haberse perdido en el camino (por ejemplo la anterior a los jóvenes llegando a la casa tras ser llamados). Hay algunas imágenes que podrían haber funcionado pero el terror nunca se sucede, apenas algún sobresalto a base de un golpe de efecto, y en general la película de una duración breve se siente repetitiva y larga. Tampoco ayuda lo poco interesante de su grupo protagonista: cuatro adolescentes interpretados sin un ápice de pasión por sus protagonistas. Lin Shaye y Tobin Bell, en cambio, entienden el juego pero no es suficiente. Todo lo que podía desatar algo más rico y complejo, como la brujería, el satanismo, el paso de un mundo a otro, el carnaval como escenario (como Darren Lynn Bousman, un director que me suele parecer de mediocre para abajo, lo supo aprovechar para su The Devil’s Carnival) termina plasmado apenas por unas pinceladas y toda imaginería de pasillos, tarot, espejos, quedan en el tintero. Entre clichés, escenas sin mucho sentido, poca sangre y muerte en escena (a veces a una película de terror de la que nada esperamos al menos le pedimos un poco de eso, sobre todo si se elige ambientarla en una época que nos brindó una linda variedad de slashers) y una historia que en manos hábiles podría haber sido un poquito interesante, La llamada final es una de esas películas que llegan a cartelera como relleno y que muchos esperarían a ver en streaming desde la comodidad de su casa. Es cierto que parecería estar apuntada a un público más adolescente pero en ese caso no consigue ni siquiera la «onda» de películas como Fear Street. Todo resulta demasiado lavado e insulso.
Después de su Muerte en el Nilo, Kenneth Branagh retornó a sus orígenes y se volcó a una historia personal sobre los tumultos de la década de los 60s en Irlanda del Norte. Una película en blanco y negro, con la perspectiva de una mirada infantil, y un acercamiento ligero y dulce que hoy la posiciona como una de las posibles ganadoras al Premio Oscar. Buddy (un carismático y expresivo Jude Hill) es un niño que juega en las calles de su barrio cuando una manifestación asedia las calles de manera violenta e intentan destruir los hogares o echar a las familias católicas. Las bombas molotov estallan y una madre intenta proteger de la violencia al niño que pasó de jugar con la tapa de un tacho metálico de basura a utilizarla como escudo. La familia funciona como motor mientras las tensiones crecen en la calle. Buddy criado por dos padres (Jamie Dornan y Caitriona Balfe como dos opuestos que se complementan a la perfección) que intentan criarlo de la mejor manera y también protegerlo; la madre que se queda con ellos y el padre que necesita ir y venir por trabajo. «No puedes estar con ellos todo el tiempo. Tampoco puedes quitarle su infancia». Las contradicciones propias de toda etapa de cambio. «A la gente siempre le cuesta el cambio». La figura y presencia de los abuelos, interpretados acá de la manera más encantadora por Judi Dench y Ciarán Hinds, con quien el niño tiene la fortuna de pasar mucho tiempo. El de Brannagh es ante todo un retrato de la infancia. Mientras Buddy se mete en problemas como casi cualquier niño junto a su prima, sueña con jugar al fútbol o se enamora por vez primera, sus padres intentan sortear las dificultades económicas. Belfast muestra el conflicto irlandés a través de los ojos de un niño. Por eso quizás la película no indaga mucho más que para contextualizar en lo histórico y lo político. Es una película más sencilla y menos profunda de lo que uno esperaría; no es la opción adecuada para conocer más sobre este conflicto conocido como The Troubles, sino el modo que el realizador parece haber encontrado para recuperar recuerdos y homenajear al pueblo de donde salió. Hay allí varios temas, con mayor o menor importancia, dando vueltas. Uno es la religión, algo inevitable para la historia. La importancia del respeto entre creencias es algo que se le intenta inculcar a Buddy: no importa si sos católico o protestante, le enseña el padre que sueña con una convivencia pacífica. Y como no podía ser de otra manera en una historia con tintes autobiográficos, aparece el cine como algo más que un entretenimiento, como una manera de verse y pensarse, aun desde historias que parecen ajenas, pero sobre todo de escaparse, de transportarse a otro lugar. Nostálgica, por eso de las imágenes actuales de su ciudad natal saltamos de manera inmediata al pasado en blanco y negro, un blanco y negro en el que por momentos se colarán algunos detalles a color. La banda sonora conformada mayormente por canciones de Van Morrison le brinda un toque de belleza extra. Aunque resulte poco profunda, algo despolitizada y liviana, a veces un poquito subrayada, Belfast es una agradable película que nos conecta con los recuerdos de una época y lugar que en algún momento dejamos atrás. A la larga no importa si nos fuimos o nos quedamos, sino nunca olvidar de dónde vinimos. Eso es lo que Brannagh parece querer plantearnos con su película más personal.
Chica conoce a chico. Se conocen del otro lado del mundo, intercambiando palabras en diferentes idiomas. Ella habla cinco idiomas pero de repente él habla catorce y estudia para seguir expandiendo su lenguaje. Lo que empieza como algo intempestivo, con dos personalidades diferentes que chocan y se encuentran y se reencuentran, pronto los halla como una pareja. Una pareja formada pero todavía sin esos planes que a veces la sociedad parece hacerte creer que son obligatorios para todas las parejas, como casarse y tener hijos. Pero aquella relación que en un principio pueden controlar, decidir entre los dos qué, cuándo, hasta dónde, toma un vuelco con una noticia que amenaza con romper toda trama pre establecida. Cuando la tragedia toma forma, todo lo de alrededor se modifica, se deforma y una queda en el medio, improvisando mientras intenta nunca bajar los brazos. Que es el amor la fuerza que nos mueve, dicen. Pero es difícil aferrarse a esa idea cuando la correntada parece ir tan fuertemente en contra. La película que escribe y dirige Romain Cogitore empieza como una película romántica enmarcada por la expatriación, los lenguajes, la palabra -él quiere hablar muchos idiomas, ella quiere escribir-. Pero pronto toma un tono más dramático propio de un argumento fuerte que pone a prueba a estos dos protagonistas que indudablemente se aman, eso lo sabemos. Narrada desde la mirada de su protagonista, Maria (interpretada por Deborah François), es ella quien mueve el relato, quien se mueve para que la historia avance; eso lo vemos desde los primeros pasos de seducción. Así la vemos transitar con él las diferentes etapas de una pareja promedio hasta que una fuerza anterior rompe los moldes y los pone a prueba de manera dura y veloz. Hay una química innegable con su contraparte Paul Hamy como Olivier. Cogitore sortea con elegancia los golpes bajos en los que podría haber caído con mucha facilidad. Incluso hacia el final le escapa a los clichés y los lugares comunes y hasta por momentos consigue bellas escenas poéticas y sensoriales -surrealistas como la ducha entre los dos que de repente de convierte en nieve. ¿Hasta cuándo se puede seguir estando juntos si una de las partes tiene que sacrificar gran parte de sí? Ahí radica el centro de esta historia. Por eso no estamos ante una película color rosa. Un fuerte drama narrado con mucha sensibilidad y también realismo. Al principio, la voz en off de la narradora se pregunta: ¿qué nos queda? Quizás eso, el amor.
Tres días por Navidad. Son sólo tres días los que tiene que pasar Diana en el castillo real y sin embargo se le hacen eternos. Cansada de interpretar a otro personaje, a una mujer que sonríe cuando en realidad quiere llorar o gritar. De que siempre la estén mirando y juzgando, lo que hace que cada pequeña actitud la transformen en una peligrosa rebeldía. De tener cuidado de cada cosa que dice y sólo poder conectarse de manera genuina con unas pocas personas: sus dos hijos niños y la asistenta que se convierte en amiga. De que la traten como a un objeto precioso y frágil. De no poder hacer lo que quiera, tan simple como eso. Después de su acercamiento a la figura de Jackie Kennedy, el director chileno bucea en la tristeza de la princesa de Gales conocida como Lady Di, que regalaba sonrisas al público y terminó muerta en un sospechoso accidente, esta vez con un guion de Steven Knight. Esta vez la actriz encargada de dar vida al querido personaje es la norteamericana Kristen Stewart, que ensayó mucho para personificarla con un acento adecuado y sus gestos y movimientos. A Larraín le son suficiente estos tres días para introducirse en el interior de Diana y lo hace con una película que por momentos parece un thriller o una de terror porque a la propia Diana su vida a veces le parece una pesadilla de la que no puede salir. La música de Jonny Greenwood ayuda a resaltar estos climas inquietantes en los que incluso a veces realidad y fantasía a veces se confunden hasta casi no poder distinguirlos. Diana no puede comer como una persona normal cuando tiene un estómago que se le revuelve y los ojos de todas las personas encima. No puede elegir qué ponerse ni romper el collar de perlas que su marido le regaló que es igual al que previamente le regaló a otra mujer. No puede correr libre por el campo hasta llegar al espantapájaros que su propio padre instaló. Pero no quiere encerrarse en esa jaula y por eso la fama de rebelde. «Ahora déjeme sola. Me quiero masturbar. Le puede decir a todo el mundo que dije eso». Larraín y Knight construyen la trama a través de escenas más expresivas y sugerentes que expositivas. Allí aparece la figura de Ana Bolena que se encarna y la ayuda a Diana al menos a sentirse menos sola. Los diálogos por momentos le brindan una sensación de estar todo siempre muy calculado, con líneas más literarias que también apelan mucho a la metáfora a la hora de expresarse la princesa. A lo largo de las dos horas que dura la película, somos testigos del espiral descendente en el que se ve envuelta Diana, incapaz de escapar. Su ritmo a veces denso y ominoso pretenden transmitir algo del hastío y descontento. Poética, absorbente, arriesgada, no estamos ante una biopic ni nada tradicional. Aunque por momentos se percibe algo subrayada, es un interesante estudio de personaje el que se realiza. El arte y el vestuario son impecables. Kristen Stewart sorprende con su lograda interpretación aunque por momentos se la siente no impostada pero sí demasiado calculada en sus poses; suficiente para que la nominaran a los próximos premios Oscars. La rodean un par de secundarios muy precisos como Sally Hawkins y Timothy Spall, dos rostros opuestos en medio de esta tragedia real. Spencer es la historia de un encierro. Por eso la vemos casi siempre ir y venir y cruzándose con obstáculos. Un encierro que también tiene que ver con el tiempo, un tiempo detenido que no va ni hacia adelante ni hacia atrás: un presente que teñido de pasado sin atisbos de un futuro.
Al ver el póster de la nueva película del director Anders Thomas Jensen uno podría imaginar que nos encontraríamos con una de acción de esas que en Hollywood serían protagonizadas probablemente por Liam Neeson. Sin embargo, Justicieros es mucho más que eso: es una licuadora de géneros que se entrelazan muy bien para así contar una historia simple de la manera más sorprendente, divertida, incómoda y tierna al mismo tiempo. La premisa detrás de esta película es simple: la vida está formada de hechos que a veces están encadenados entre sí. Todo lo que sucede, sucede porque antes sucedió otra cosa y así, como una mamushka. Al menos eso creen un grupo de marginados fanáticos de las estadísticas. El robo de una bicicleta hace que madre e hija terminen optando por el auto que, después de recibir la noticia de que su marido soldado no volverá a casa por unos meses más, al no arrancar las lleva a tomarse un tren. Otra formación choca contra aquella, después de que uno de los del grupo mencionado en el párrafo anterior le cediera amablemente el asiento a la mujer que pierde la vida en ese ¿accidente? La trama comienza a abrirse como un abanico: por un lado tenemos a la hija que se queda sin madre, una adolescente que necesita algo más que la presencia de su padre, un hombre parco y temperamental con el que no se entiende, para superar el difícil momento; por el otro, un sobreviviente del choque que siente que hubo algo raro, quizás premeditado, y decide unirse junto a un par de amigos al viudo convenciéndolo de que detrás de ese hecho fortuito hay una organización culpable. A partir de allí es que el director y guionista (tras una idea de Nikolaj Arcel) va desarrollando a sus personajes, un grupo de personas rotas que se unen por eso que tienen en común, a través de situaciones que van desde la más extraña cotidianeidad hasta la espectacular violencia. Justicieros tiene algo de acción, algo de thriller, algo de drama, algo de comedia familiar, algo de enredos, y todo con un tono de incorrección política que a veces genera momentos tan divertidos y tiernos como incómodos y sorpresivos. Un combo explosivo que funciona como un reloj. Si bien el rostro principal es el del ya reconocidísimo Mads Mikkelsen (actor de una versatilidad y crecimiento imparables y frecuente colaborador del realizador), lo acompañan todo un grupo de intérpretes mayormente masculinos a los que cada uno entabla con mucha sensibilidad y naturalidad y generando entre ellos una innegable química. Un grupo de personajes que sí, están rotos, pero también aprendieron a vivir y sobrevivir con esa rotura. A encontrar un poco de calidez hogareña en medio de un escenario tan frío. Estamos ante una película muy prolija desde lo técnico y muy interesante desde lo narrativo. De esas experiencias que el cine ofrece quizás con menos frecuencia en estos tiempos, viscerales y extrañas y al mismo tiempo tan fácil de conectar con ella desde lo emocional. No hay miedo ni un lugar seguro para tratar temas complejos como lo son el abuso, los traumas, las discapacidades; hay un uso brillante del humor negro. Sin dudas es la primera gran sorpresa del año. Una película que nunca decae y en la que suceden un montón de cosas con el fin de que nos preguntemos: ¿Existen las casualidades o es posible que todo tenga que ver con todo siempre? ¿No será que acaso todo lo que nos rodea es simple caos?