El director de La casa del fin de los tiempos (película venezolana que exploraba varios tópicos propios del cine de terror con una vuelta original), dirige su primera película en inglés y que, como el título indica, se adentra dentro de esa especie de subgénero que son las películas de exorcismos que tienen como padre a William Friedkin. El exorcismo de Dios, menos modesta que su antecesora y escrita por Hidalgo junto a Santiago Fernández Calvete, se muestra influenciada por El exorcista desde el primer momento, con plano homenaje casi calcado. En su interesante prólogo vemos al protagonista, un cura norteamericano instalado en México, intentando llevar a cabo un exorcismo que no está autorizado a realizar porque no está preparado para tal, todo para poder salvar la vida de la joven poseída que, bajo los efectos del demonio, se le presenta provocadora, seductora de la manera menos sutil. Un poco después entenderemos que el exorcismo salió «bien», que la mujer pudo expulsar a su demonio pero también que este cura oculta un secreto al respecto. Admirado y querido por el pueblo que lo ve como a un santo, teme confesar el pecado que cometió, bajo el influjo del demonio, y cuyas consecuencias está a punto de enfrentarse dieciocho años después. Aquí sí contará con la ayuda de otro cura que viaja especialmente para que los errores no se repitan. El plan es salvar a la joven ahora poseída, que tiene una conexión muy personal con aquel primer exorcismo, en el escenario de una cárcel de mujeres. Hay algo de telenovela en ciertos aspectos de la trama a la que las interpretaciones acentúan; interpretaciones que además arman un licuado de acentos entre el inglés y el español. Eso le da un tono extraño que a veces la aleja de las buenas escenas de terror, algunas más logradas que otras, que Hidalgo consigue construir con un presupuesto ajustado pero bien utilizado. Los efectos visuales y de maquillaje, el diseño de producción son para destacar; no suman los constantes golpes de efecto y sonido, la manera más fácil y aburrida de crear un sobresalto. Pero detrás de toda esta parafernalia en la que incluso aparece un Jesús poseído, hay una idea atractiva. Hacia el final, en el que se apuesta por el más es más, es que todo se siente un poco forzado en su afán de llegar al momento al que el título refiere y presenta una especie de vuelta al subgénero que amenaza con gastarse pronto. En el medio, una crítica esbozada a la institución. Un poco más de profundidad a la situación del pecado que comete ese padre en lugar de simplemente justificarlo con la posesión demoníac podrían haber dado lugar a un abanico de matices, sobre todo en un terreno tan amplio y lleno de grises como lo es el religioso, mucho más ricos y complejos en los que no termina de ahondar. Más allá de la trama, El exorcismo de Dios apunta a un terror de efectos, que va creciendo hasta llegar casi al desborde y esos golpes a veces le juegan en contra a los climas logrados de tensión. Hay algunos personajes interesantes y otros más desaprovechados. El concepto está, la ejecución se queda a medio camino pero de todos modos es una película que tiene sus buenos momentos y que nunca aburre.
Dirigida y escrita por Esteban Tabacznik, Los paseos es un primer largometraje de ficción, un ligero drama romántico con una fuerte presencia del escenario que rodea a sus protagonistas: la ciudad de Buenos Aires. Diego es un estudiante de arquitectura que aún vive con su padre y trabaja en una librería. Belén es una estudiante de chef que trabaja cuidando y acompañando a una señora mayor. El destino, o un amigo del protagonista, los reúne a ambos en unos paseos en auto alrededor de la ciudad con esta señora cuando le propone, sin mucha opción en realidad, que sea el conductor. Diego es un joven porteño que, como muchos de su generación, se encuentra un poco desesperanzado y perdido. La idea del para qué flota en el aire todo el tiempo. Es evidente que la arquitectura es un tema que le apasiona: a lo largo de esos paseos comparte sus observaciones y conocimientos sobre los lugares por los que pasan: lo que fue y lo que es. Un punto interesante al respecto es que si bien empieza con lugares del mapa muy transitados y conocidos luego empieza a moverse, aunque nunca se sale de Capital Federal llegando como mucho a Villa Lugano -que algunos se olvidan que no es provincia-, destino que lo atrae por la apariencia de abandono que según él es lo que le permitió crecer de un modo más libre. «Como si el tiempo pasara de otra forma». Belén es paraguaya y vive con una amiga que viajó y tuvo más experiencias que ella. La insatisfacción del presente de Diego se contrapone a la pulsión por construir un futuro que tiene Belén. Hay un cambio en la película y sobre todo en Diego tras la noche que tienen sexo: algo se despierta en él y las cosas a su alrededor empiezan a mutar -¿para bien o para mal? Depende de cómo se vea. Despedido de su trabajo, forzado a mudarse a un departamento caja de zapato pero que al menos tiene un lindo balcón como respiro, inquietudes sobre si seguir o no con una carrera que no sabe a dónde va. En cambio, Belén sabe lo que quiere: su trabajo es temporal y su ambición está en otro lado y no cede ante lo que decide cuando lo decide. Los paseos narra el ir y venir desde el punto de vista mayormente del personaje masculino. Pero nunca se logra profundizar demasiado en el corazón de estas inquietudes tan universales: el miedo al futuro. Tampoco ayudan muchas de las interpretaciones, algunas entre anodinas y mecánicas. Se destaca Camila Peralta que consigue impregnar a su Belén de diferentes matices. «Buenos Aires es como que no se termina nunca» mientras la inmadurez de uno y las ganas de progresar de la otra chocan entre sí. La música de Bach, las películas en blanco y negro, los libros siempre en plano son algunos aspectos poco sutiles que empantanan la aparente sencillez del relato y la tiñen de cierto snobismo. Despareja, con un interés que tarda en aparecer y un desarrollo más atractivo pero una resolución que no aprovecha sus ideas, Los paseos es una mirada porteña a lo que implica crecer y hacerse en una ciudad que siempre está a mil y a la que veces olvidamos detenernos a contemplarla y admirarla.
La película comienza con la muerte de Jesús López, un joven piloto de carreras que fallece en un accidente en su moto. Su ausencia marca a todo el pueblo. Y en ese pueblo está también Abel, un adolescente primo de Jesús que de a poco empieza a ocupar sus lugares, a relacionarse con la gente que él se relacionaba, a pasar tiempo con su familia, a acercarse a su novia, a su perro, y finalmente a manejar su auto. Hasta el punto de convertirse en él y traerlo de vuelta para que el espíritu que se fue enojado pueda encontrar la paz. Un juego de espejos, a los que el psicoanalista Otto Rank relaciona con la idea del doble: «El pensamiento de la muerte resulta soportable cuando uno se asegura una segunda vida después de ésta, como doble.» Como podemos imaginar, Jesús López es la historia de un duelo. En este caso un duelo colectivo pero también personal; es también la historia de crecimiento de Abel. Y lo que hace el director junto a su coguionista, que viene de escribir una gran novela que se emparenta con esta película, No es un río, es imprimirle un toque mágico que nos haga creer que todo es posible. Hay un cambio de tono cuando irrumpe lo surreal, lo onírico; un tono que rompe con el registro meramente realista pero no con el tono emocional que nunca abandona. Un extrañamiento propio de esos momentos que irrumpen en la realidad a la que estamos amoldados y nos confunden y al final son más comunes de lo que nos gustaría. Están muy logrados esos climas enrarecidos, como apenas corridos de lo cotidiano y consiguen algunos momentos de una tensión in crescendo. Desde el apartado técnico la película presenta un sonido impecable y una fotografía que enamora en especial con sus atardeceres. La lluvia y el fuego se convierten en protagonistas y en ritos de pasaje. También destaca la destreza de Schonfeld con una notable escena de carrera. Jesús López se siente una película calculada y medida y no por eso fría. Cada plano, cada escena, todo resulta muy preciso. Schoenfeld sabe lo que quiere contar y con qué elementos cuenta y consigue que una historia que podría ser simple se torne profunda y emotiva, y la carga de poesía. El duelo contado de una manera original y bella, con un entorno rural y húmedo como escenario, y un conjunto de personajes que rodean a sus protagonistas Abel y Jesús y terminan de colorear una película que además juega mucho con lo que se ve y no se ve, con esa ambigüedad propia de lo que está fuera de cuadro o de foco. La realidad y lo místico se enredan, sobran las referencias religiosas y hacen de Jesús López una película prolija y cuidada que funciona como un reloj. Y allí la idea de encontrarse en el reflejo del otro para poder encontrarse con uno mismo. Y después aprender a soltar, dejar ir.
Después de El robo del siglo, Ariel Winograd regresa a las salas argentinas tras un largo retraso a causa de la pandemia con esta película que inicialmente iba a ser estrenada en el 2020. En ella, Leonardo Sbaraglia interpreta a David Samarás, un productor de un programa de televisión llamado Hoy se arregla el mundo, en el que simulan situaciones con personajes extravagantes que consiguen superar los problemas entre ellos. David es un hombre que vive mirando su ombligo, encerrado en una vida de aparente éxito, a quien pronto el mundo se le empieza a trastabillar. Por un lado, el programa se encuentra en decadencia y su puesto ya pende de un hilo. Por el otro, tiene un hijo al que ve poco y con el que apenas se entiende. Un día lo va a buscar al colegio y se da cuenta de que no sabe, o no escuchó, que hace unos años se había cambiado. Ese hecho y una conversación con la madre, interpretada por Natalia Oreiro, que le pregunta si lo quiere, si realmente quiere a ese hijo, anticipan lo que vendrá. En esa misma conversación algo que ella dice le hace pensar a él que quizás no es el verdadero padre, pero no llega a obtener respuestas de ella, que sale disparada y es atropellada por un auto que le quita la vida. Con ese hecho trágico y novelezco se da comienzo a una especie de viaje que realizan David junto a Benito en busca de su verdadero padre tras comprobar con un estudio de ADN que efectivamente no comparten genética. Acá es cuando mejor se despliega el estilo Winograd: una comedia ligera que se va sucediendo entre los posibles candidatos, algunos bastante absurdos. Esto también le permite presentar toda una galería de actores de renombre a los que sólo se les dedica unos pocos minutos de pantalla que les sirve para lucirse. Mientras su mundo laboral se desmorona, sin darse cuenta por primera vez se permite conocer y conectarse con ese nene que de un día para el otro se queda sin madre y sin padre. La química entre Sbaraglia y el joven Benjamín Otero es suficiente para que el relato funcione y cause risas y también una emoción genuina. La relación entre ellos de pronto se va consolidando al mismo tiempo que nunca deja de estar presente la posibilidad de encontrar a su verdadero padre. ¿Pero qué hace a un padre? ¿Acaso un lazo sanguíneo puede reemplazar un lazo emocional? En el medio de una historia bastante simple y predecible hay otro tipo de enredo porque al dúo se le suma el personaje de una amiga de la madre y coach del niño. Charo López se pone en la piel de esta mujer que quiere ayudar al niño y es la única cómplice de esta travesía que los dos realizan en secreto. Como suele suceder, Winograd se aleja del costumbrismo y apela a un estilo de cine más parecido al norteamericano comercial, o más universal si se quiere, y se nota no sólo en el tipo de comedia aparentemente pasatista (que lo es en parte pero no se queda en ese registro nada más) sino también en la puesta en escena. La Buenos Aires que presenta el film no se parece mucho a la que conocemos la mayoría, quizás sólo una parte menor y más privilegiada, a veces es difícil distinguirla incluso. La sencillez de la historia contrasta con ese submundo presentado. Hoy se arregla el mundo comienza de la manera más trillada pero mejora a medida que una va siguiendo a sus protagonistas, conociéndolos y siendo testigos de las transformaciones que sufren. Aunque la película esté cargada de rostros conocidos, ninguno logra opacar lo que se genera entre los dos protagonistas. Y además, algunos personajes como por ejemplo el de Soledad Silveyra, terminan relegados a una sola función y sin nada que les permita desarrollarse un poco. Con su resolución, Winograd apela a un poco más de sutileza y deja que unos gestos digan mucho más que lo que pueden expresar las palabras. Eso sucede también gracias a las dos sólidas interpretaciones que sitúan a Otero como toda una revelación y a Sbaraglia como uno de los actores más talentosos de nuestro país. En resumen, una película simpática, entretenida y con corazón.
Hacer que una de las sagas más exitosas e icónicas de Wes Craven continuara su legado sin él no podía ser tarea fácil. El director que falleció en el 2015 supo redefinir el género slasher y marcó una especie de subgénero en las películas de terror adolescente que le siguieron. Lo hizo sin crear algo nuevo sino a través de una relectura y crítica que, con terror, sangre y autorreflexión, inició por 1996 y continuó con algunas secuelas, siempre tras la cámaras del propio Craven, que no lograron estar a la altura de la primera entrega. En el 2011 llegó la cuarta parte que pretendía, o así lo hubiese querido Craven, ser el inicio de una nueva trilogía y, más allá de ser una versión renovada y eficaz, resultó un fracaso en taquilla. Ya sin su presencia, con el visto bueno del guionista Kevin Williamson como productor, la continuación cayó en manos de Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett, dos directores que nos habían sorprendido con Ready or Not (Boda sangrienta), una película de terror con comedia y mucha sangre. La Scream original fue una película hecha para fanáticos del género. Sus villanos así lo eran y además siempre estaba el experto que utilizaba lo que había aprendido viendo la incontable cantidad de slashers realizados para sobrevivir a un asesino en serie. El blanco principal era Sidney Prescott, una adolescente virgen que vive sola con su padre. A su alrededor, se encontraba un grupo de amigos, cada uno con roles bien definidos, y se sumaba la presencia de un policía, joven y poco preparado aún, y de una ambiciosa cronista. Este trío protagonista fue el que apareció en cada una de las sagas y una pudo ser testigo de cómo los personajes crecían dentro de ella, siempre enfrentados a enrevesados asesinos seriales que se esconden bajo la máscara de Ghostface a los que lograban sobrevivir. En esta nueva Scream, que se llama igual que la primera pero es la quinta parte, hay un poco de secuela y un poco de reboot y una de las nuevas protagonistas expertas lo llama «recuela»: una continuación de la historia conocida con personajes nuevos y viejos. Porque acá también aparece esta idea de estudiar no quizás el género en sí pero sí cómo éste va mutando hasta llegar al terror que consumen hoy los adolescentes, personas que ya no se entretienen con la idea de un asesino que mata sin piedad y necesita que haya algo más detrás. Los directores tampoco pretenden superar lo que hizo Wes Craven (lo dicen de manera casi explícita ya que, para no hablar de Scream, los protagonistas siempre hablan de Stab, la ficción dentro de la ficción en la saga), sino que se ponen en el lugar de admiradores e intentan ser respetuoso de todo lo logrado. De todos modos es la primera de las películas la que se referencia constantemente, del resto apenas se puede sugerir algún detalle. El nuevo grupo de adolescentes protagonistas tiene como centro a dos hermanas distanciadas. Una de ellas es atacada y eso hace que la mayor regrese al pueblo del que se fue: Woodsboro. Lo que nadie sabe, o solamente el asesino, es que guarda un secreto familiar del pasado. Porque si algo aprendimos con Scream es que el asesino siempre tiene que algo ver con el pasado. De pronto las muertes se multiplican y el grupo de amigos cercanos se miran con desconfianza entre ellos: quien está detrás de la máscara siempre es alguien del círculo íntimo, otra cosa que aprendimos. Y si no las aprendimos, se las enumeran a cada rato para demostrarnos que estamos ante personajes que ya vieron estas películas, aunque parezcan más interesados en el mal llamado «terror elevado». Tanto rejunte de reglas y misterio alrededor de quién es el, la, o los asesinos por momentos la hace parecer un juego. Lo mejor de la película llega con el llamado a aquellos personajes queridos a los que vimos superar cada uno de estos asesinatos. Los actores originales regresan y se hacen parte de la trama de manera orgánica hasta apoderarse casi del protagonismo; son versiones más adultas y quizás un poco más suavizadas de las que conocemos. Pero a la larga son ellos a quienes queremos ver sobrevivir mientras que el grupo de adolescentes, salvo algunos con menos minutos en pantalla, no resultan nunca tan interesantes. Los directores y sus guionistas James Vanderbilt y Guy Busick demuestran su admiración por Wes Craven y realizan una digna continuación, con mucha sangre -aquí los asesinatos son retratados con la brutalidad necesaria-, humor, alguna cuota de drama, y mucho amor por los personajes con los que una siente que creció. Quizás Craven hubiese sido más sutil a la hora de muchas citas y reflexiones en torno a la mirada actual del género, y a veces la repetición constante de escenas que conocemos de memoria se tornan un poco reiterativas -cada una con algún cambio que representa la actualidad, claro-. Hay además algo un poco forzado y subrayado en esta especie de versión para los jóvenes de ahora, que tienen otros tiempos y otros intereses y también una mirada sobre el fanatismo que puede generar una película. Y sin embargo Scream en su versión 2022 es una entrega muy digna de la saga, porque la entiende y la respeta y no intenta ponerse en un lugar superior. Y además es muy divertida.
Lo primero que aparece en pantalla, el prólogo es una escena porno de estilo amateur, sexo explícito en primer plano. Ese video de pocos minutos cambia el rumbo de la profesora Emi porque éste se filtra y su carrera y reputación pasan a correr peligro. Toda la primera parte es un seguimiento del personaje a través de la ciudad de Bucarest en medio de la reciente pandemia que aún nos azota. Allí se pueden ver situaciones que ahora nos parecen de lo más cotidiano, todo esto con un tono que tira más hacia lo absurdo. Situaciones en la calle, locales cerrados, escenas en supermercados. En el medio algunos detalles y diálogos que nos ponen en contexto, como la reunión con su familia. Es la segunda parte de la película quizás la más extraña desde lo narrativo: todo un capítulo que irrumpe dedicado a un diccionario audiovisual en el que, de manera mordaz y divertida, aparecen temas como la violencia, la religión, el sexismo y tantos otros, todos definidos de manera inteligente y crítica en complemento con la imagen. Si bien en un principio uno podría asociarlo en parte con el Manual Sadomasoporno de Laiseca (en el que el escritor hace una especie de rejunte lúdico de ideas que se van tornando cada vez más narrativas), esta parte del film en un momento se empieza a sentir un poco larga y te aleja de la historia principal en torno a la profesora. Casi podría ser un cortometraje en sí mismo. Sí hay que decir que hay un sentido estético muy logrado: Radu Jude consigue con una imagen decir un montón de cosas de la manera más irónica. Ya para su último acto seremos testigos del juicio: una reunión con los padres de los alumnos que puede definir el futuro de su carrera. Como J. G. Ballard escribió una vez (en el prólogo a su libro Crash): «la pornografía es la forma narrativa más interesante políticamente, pues muestra cómo nos manipulamos y explotamos los unos a los otros de la manera más compulsiva y despiadada». Después de ese largo e insoportable juicio en el que Emi tiene que escuchar los discursos más absurdos e hirientes -porque además siempre suele ser la mujer la protagonista y el centro de las acusaciones lapidarias en estas situaciones-, llega su explosivo final, una sorpresa que le suma puntos a una película original pero algo reiterativa en su transcurso. Una escena que rompe la realidad para que Emi pueda apoderarse de ella como la mujer libre y poderosa que es, hasta el momento forzada a callarse y bajar la cabeza. En una cartelera con pocas y obvias opciones, Sexo desafortunado… es una comedia distinta, no convencional, a veces incómoda, que abre a la reflexión y al reflejo como sociedad al poner sobre la mesa temas como los prejuicios, la hipocresía, los límites cada vez más borrosos entre lo público y lo privado, y la forzada corrección política que nos quiere arrastrar hacia la cancelación constante.
El cine, como nosotrxs y como todxs, ha tenido que adaptarse a los tiempos que corren. Mientras la pandemia continúa su largo recorrido, surgieron desde el año pasado varias películas rodadas como desde la pantalla de una computadora. Una manera de found footage que, como siempre sucedió con las películas de ese estilo, fue más asiduo de utilizarse para películas de terror. Ahora la actriz Natalie Morales eligió para su ópera prima contar la historia que quería de este mismo modo y lo cierto es que no sólo no le queda para nada forzado, sino que nunca se vuelve monótono o aburrido como suele suceder en muchos de estos casos. A un click de distancia está escrita y protagonizada por la directora junto a Mark Duplass, un actor que se ha mostrado bastante versátil a lo largo de su carrera y que quizás si no logró destacarse más es porque siempre se mantuvo en el rango independiente. En la película interpreta a Adam, un muchacho al que su marido lo sorprende cuando le regala un paquete de 100 clases semanales para que aprenda a hablar bien en español. Aunque viva en una mansión en Oakland junto a su adinerado marido, es un hombre simple y bastante solo que se siente privilegiado por haber podido cambiar tanto su vida en poco tiempo, desde lo económico pero también desde lo social y personal. Si bien no cuesta que entre Adam y la profesora Cariño haya buena conexión, y no hablamos de internet, lo que termina de conectarlos de un modo más profundo es algo que sucede a los pocos minutos: una fuerte pérdida. A partir de ese momento se intercambian algunas menos sonrisas y frases triviales en español por conversaciones más personales en las que uno se permite mostrarse vulnerable. A partir de una premisa simple, dos personas que se conocen de manera online y de a poco incrementan frecuencia e intensidad de las conversaciones, Natalie Morales dirige una película que fluye siempre muy bien, sobre todo teniendo en cuenta que es algo difícil de lograr cuando lo único que vemos todo el tiempo es la pantalla de una computadora o de un celular. Más allá de la excusa del lenguaje que hace que esté casi toda hablada en español, Morales construye sus escenas de manera lograda y efectiva, dándole tiempo a cada uno de sus protagonistas de desarrollarse como personajes complejos. Eso sumado a dos actores con mucho carisma, sus interpretaciones frescas y una química innegable aún cuando la pantalla que comparten es dividida le imprimen un tono ameno de comedia dramática, a veces tierno. Es fácil enamorarse de los protagonistas, es algo que se consigue en los primeros minutos y nunca se pierde. También hay una forma sutil e inteligente de tratar mucho de los tópicos que elige. Cuando una podría pensar en un golpe bajo o lugar común, el propio guion pronto le da una vuelta diferente. Tampoco es menor el hecho de que se haya elegido eliminar el contexto actual que nos azota y nunca hacer referencia a la pandemia: los problemas de comunicación y de distancia no son nuevos. El resultado es una película sobre la amistad que con una buena historia simple, dos actores y pocas locaciones es capaz de movilizarnos y emocionarnos porque a la larga, como rezaba el tagline de una película a la cual se refiere desde el póster original de esta, Perdidos en Tokio (Lost in translation en su título original, más relacionado con esta en cuestión): todos queremos ser encontrados. Y en tiempos difíciles y de incertidumbres esto se intensifica y es necesario saber que no estamos solxs y que del otro lado hay una persona que al menos está dispuesta a acompañarnos y tratar de entendernos.
Es normal, como mujer, que al menos en algún momento de la vida observemos a nuestra madre y nos preguntemos no sólo cómo era ella cuando tenía nuestra edad sino si hubiésemos podido ser amigas, porque con la diferencia de edad y los roles asignados puede que a veces no sea fácil comprenderse mutuamente. Sciamma parte de esa premisa pequeña y así es como mantiene su historia. Con poco y de manera simple, sin que por eso estemos ante una película menor, al contrario. Nelly es una niña a la que se le muere su abuela y acompaña a su madre a la casa de su infancia que pronto deberá ser vaciada. Pero esa madre, Nina, vive el duelo como puede y en un momento necesita irse y Nelly se queda con su padre, esperando. Saben que no es una huida definitiva, que es algo que la mujer necesita hacer o al menos lo único que puede hacer. Y en esos días de espera, Nelly sale a jugar al bosque y se encuentra con una niña de su edad y muy parecida a ella. Como en un cuento de hadas, sin apelar a situaciones lógicas y explicadas, Nelly se encuentra con recuerdos más contundentes de lo que esperaba de su madre y ambas pasan unos días como buenas amigas. Ese bosque se convierte en una especie de umbral que la traslada al mismo lugar pero a otro tiempo. La película de Sciamma se mueve por este tono de realismo mágico, donde la protagonista no intenta entender cómo es posible esto sino que aprovecha para conocer a su madre desde otra perspectiva para, al fin y al cabo, descubrir que son más parecidas de lo que creía. Todo fluye con naturalidad y delicadeza aun en ese terreno extraño y familiar al mismo tiempo, incluso con la presencia de fantasmas. Apostando por el minimalismo, pocos actores, pocas locaciones, breve duración (apenas supera la hora), Sciamma consigue plasmar una historia pequeña y tornarla mágica y conmovedora. Ayuda y mucho la interpretación de las dos niñas (Josephine y Gabrielle Sanz) que se conocen entre juegos y se mueven con toda la naturalidad que la película desprende. Además la película cuenta con una fotografía muy cuidada y a nivel técnico es muy prolija. Más allá de ser una película de historia simple y pequeña, Sciamma empieza a moverse por un terreno que es nuevo en su filmografía y tiene que ver con una especie de realismo mágico, al mismo tiempo que plantea cuestiones femeninas que ya han aparecido a lo largo de su impresionante filmografía. Acá aparece con fuerza no sólo el tema de la maternidad como algo que se sale del color rosa con el que suelen pintarla, sino también el rol que tiene la hija. Tierna y de esas que una siente que le hacen bien al alma, una historia sobre el encuentro entre generaciones de mujeres. Aunque empiece con una muerte no estamos ante una película triste, sino dulce aunque sí conmovedora, a la larga retrata una manera de lidiar el duelo desde la perspectiva de la niña y lo hace con la magia propia de un cuento de hadas. Sciamma sigue consolidándose como una talentosa y sensible realizadora a la que dan muchas ganas de seguir en todo lo que haga.
Más allá de su fama como comediante, cuando Jordan Peele se embarcó en una nueva carrera, esta vez como realizador, optó por otro género: el terror. Con Get out (Huye) se presentó como un director con una interesante búsqueda artística que continuó su camino con Us (Nosotros), poniendo en foco a gente de color como él pero sin que ése rasgo los defina. Ahora con esta nueva película, mucho más ambiciosa, va más allá y juega con las fusiones de géneros para contar una historia monstruosa pero también homenajear al cine como artefacto. Y con riesgo de caer en un lugar común voy a decir que es una película que debería ser vista en pantalla grande. Peele, que es tan guionista como director, va sembrando intrigas en el medio del relato que gira en torno a dos hermanos recientemente huérfanos: él es parco, de pocas palabras, retraído; ella es extrovertida y alegre. Con el fallecimiento de su padre, el entrenador que trabajaba para Hollywood y además descendientes de un jinete leyenda de la historia del cine, los hermanos quedan desamparados también en lo económico, quizás no sólo porque no consiguen desenvolverse como él supo sino también porque los tiempos son otros, distintos, todo avanza a otro ritmo, más acelerado. Cuando aparece algo extraño en el cielo, algo que rompe con lo cotidiano (como una nube que permanece quieta durante días enteros), se entusiasman ante la idea de algo que viene de afuera. Pero el entusiasmo no pasa más que por lo económico y esas ganas que a la larga todos tienen, en especial en ese lugar, de triunfar: quieren poder registrarlo, grabarlo y hacerse reconocidos por eso. Esta historia le sirve a Peele para jugar con los géneros: a veces es una comedia, otras un western, o una de ciencia ficción, una monster movie… pero su momento más logrado es el de puro terror. Un terror visceral que te deja muda. Y todo este pastiche de géneros se sucede con mucha fluidez, de manera auténtica. Incluso en la trama resulta creíble que estemos ante dos personajes totalmente distintos a los que vemos en típicas películas de terror: son inteligentes, precavidos pero también ambiciosos y obstinados. Además de estos dos hermanos hay toda una galería de personajes bien construidos y dimensionales. Como el muchacho que tiene un espectáculo pero también guarda en el pasado una traumática escena en el mismo ambiente de trabajo. O el empleado de un comercio de electrónica que acaba de ser dejado por su novia y se arrastra interesado por lo que se traen entre manos estos dos hermanos y sus cámaras. O el director de cine empecinado en registrarlo todo, en entregarse por completo a su oficio. En Nop! Peele se perfila como un gran arquitecto de historias, donde cada trama y personaje tienen su lugar y su espacio y no se pisan ni aplastan. Todo resulta calculado pero no frío ni forzado, desde esa primera enigmática escena que se expande en mitad del relato. Al mismo tiempo visualmente es siempre prolijo y acá crea planos inolvidables, desde los abiertos con ese cielo a simple vista normal en el que se percibe lo extraño hasta otros cerrados que sugieren lo peor en los momentos de ese terror escalofriante. Este tercer largometraje lo demuestra en pleno crecimiento y lo afianza como un realizador arriesgado y talentoso, ya no es una promesa nada más. Nop! resulta una experiencia alucinante, gratifica ser espectadora de una película tan bien construida y capaz de generar tantas sensaciones. Es una galería de influencias y también una carta de amor al cine desde el corazón de éste. Y claro además de todo lo que puede sugerir esta amenaza exterior sobre la que conviene no contar demasiado, una crítica al mundo del espectáculo y sus contradicciones, ese lugar hermoso que te devora. Cómo puede herirte lo que luce tan atractivo, se preguntaba Madonna en su canción Hollywood.
Más allá de su título, que parece vender una novela de Cris Morena o un best seller romántico, la ópera prima de Daniel Werner, Amor bandido, es un curioso thriller erótico en el que nada es lo que parece. Joan (Renato Quattordio) es un adolescente de 16 años hijo de un poderoso juez y por lo tanto miembro de una familia adinerada. Soporta las exigencias de su recto padre, intenta llegar con los deberes de su escuela, toca el violonchelo… y tiene un affaire con una profesora. Con Luciana (Romina Richi) siente toda la intensidad del despertar sexual y se expone a su primera decepción romántica. Aunque sea extraño, polémico, peligroso incluso él se deja llevar por la situación sin planteárselo demasiado, dominado más que nada por las hormonas tan propias de le edad. Cuando Luciana amenaza con desaparecer, él la busca, la encuentra y deciden escaparse al menos durante un fin de semana largo a una casa familiar que ella tiene en las afueras. Pero lo que parecía algo idílico pronto empieza a tornarse cada vez más extraño hasta que otro personaje irrumpe entre ellos y revela lo que Joan no podía ver. La primera mitad de la película podría parecer la historia de un tórrido amor prohibido entre el adolescente y la profesora aunque Werner va dejando indicios en el camino, como si el hecho de que una mujer adulta se fuese con un adolescente no fuese suficiente, para que, cuando se revele la verdad oculta, ésta no resulte tan sorpresiva. Escaparse, esconderse, dos cuerpos que se desean y se entregan con seguridad al otro. Y la ingenua ilusión del adolescente enamorado que no concibe esto como mera calentura. Quizás porque, como dice una de las tías de Sabrina, la bruja adolescente, «cuando tenés dieciséis años, siempre es amor verdadero». Cuando la película termina de dar el volantazo y se convierte en un thriller más convencional pierde un poco lo atrapante y el tercer acto resulta bastante decepcionante para su propuesta inicial que se presentaba tan atractiva como osada. A esta altura todo se resuelve de manera apresurada y por momentos ridícula. El trío de actores principal cumple cada uno muy bien su rol, destacándose Romina Richi como esa mujer seductora y fatal, tan deseada como deseante, con bailecito a lo To Die For de Gus Van Sant incluido, esta vez con Charly García de fondo. Quattordio tiene la difícil tarea de pasar por estadios muy opuestos e intensos. Y Rafael Ferro con su irrupción entrega algunos momentos realmente incómodos. Werner rueda sus escenas de una manera muy prolija, desde los planos más abiertos hasta la intimidad de los cuerpos. La música es otro componente que, con una acotada pero potente selección, se queda con una al salir de la sala. La propuesta de Amor bandido es interesante y llamativa, en especial teniendo en cuenta lo poco que lo erótico se explora en el cine actualmente. Pero no se queda en eso y despliega una trama más oscura que pone en foco la pérdida de la inocencia. Aunque decaiga bastante en su último tramo, es una audaz ópera prima.