"Viral": una película que suma un punto al subgénero de epidemias Viral es una película austera y efectiva, que suma un punto al subgénero de epidemias. El Departamento de Salud ha emitido una cuarentena nacional. La situación se cree que es causada por un pequeño parásito parecido a un gusano. La llaman “gripe del gusano”. Los síntomas incluyen incremento del apetito, fiebre, tos con sangre y, en algunos casos, convulsiones. Sólo puede propagarse por transmisión de sangre. Esta es toda la información que se da al comienzo de Viral, la nueva película de la dupla integrada por Henry Joost y Ariel Schulman, dos directores a quienes hay que tener en cuenta (hace poco también se estrenó Nerve, una interesante fantasía de neón dominada por adolescentes que no se desprenden de sus celulares). Para los realizadores no hace falta explicar las causas ni nada que entorpezca el mecanismo de una historia sencilla. Se centran en la acción, en el manejo de la banda sonora, en el trabajo de los actores, en la construcción del suspenso. Viral es una película modesta, pero decidida, que sabe que el cine no tiene que subestimar al espectador con explicaciones redundantes e innecesarias. Las protagonistas son dos jóvenes hermanas que llegan al pueblo con su padre, un profesor de biología recién separado de su mujer. Todo es como si fuera una típica película de adolescentes norteamericana: pasillos de colegios, una chica que se enamora de un chico, rivalidades entre compañeros, bromas, fiestas. Uno de los aciertos del filme es que Emma (Sofia Black-D’Elia) y Stacey (Analeigh Tipton) parecen hermanas de verdad. El trabajo de las actrices es verdaderamente convincente. Los diálogos son directos, simples y efectivos. Y como en la anterior película de los directores, acá también hay un pueblo habitado básicamente por adolescentes. Son los jóvenes quienes luchan contra el virus y los contagiados convertidos en una especie de zombis asesinos. Viral conoce sus límites y se mueve dentro de ellos. Su ambición más grande es la de ser austera y directa, simple y rendidora. Y cuando se empiezan a quemar los papeles, los directores le ponen fin. La puesta en escena no cae ni en la de películas de epidemias a escala mainstream ni en la de bizarreadas de bajo presupuesto. El filme se ubica más bien entre ambos extremos y todo está en su justa medida.
El gran mérito de "La última fiesta" es su osadía Comentario de la comedia argentina protagonizada por tres tipos sin cerebro metidos en una aventura peligrosa. A La última fiesta hay que tenerle paciencia para poder entrar en su juego. Si bien cae simpática de entrada, recién en la mitad de la trama se comprende su descabellada lógica y su desvergonzada propuesta. La película empieza con un prólogo ambientado unos años atrás en el que se ve a tres niños: Alan, Dante y Pedro. Están esperando a los invitados en el cumpleaños de uno de ellos. Como no llega nadie, lo festejan solos y piden un deseo en voz alta para sellar su amistad. Alan quiere que sus fiestas sean increíbles; Dante anhela ser un dibujante; y Pedro, el lelo del grupo, sólo pide ser su amigo. Pero en la actualidad sus vidas son muy distintas. Alan (Nico Vázquez), el más canchero de los tres, es un vendedor inmobiliario con cierto éxito. Dante (Alan Sabbagh), el pusilánime, es un dibujante frustrado y guardia de seguridad en un museo. Y Pedro (Benjamín Amadeo) es el freak bueno que tiene que estar medicado para no descontrolarse. Dante se pelea de su novia y Alan aprovecha que se queda a cargo de una mansión por un fin de semana y le organiza una fiesta para levantarle el ánimo. En la casa hay un cuadro importante que roban y los tres amigos tendrán que recuperarlo. La excusa perfecta para dar rienda salta a una seguidilla de gags comandados por el mal gusto. Brutal osadía El principal mérito de La última fiesta es su bruta osadía, su atolondrada libertad. Rocambolesca, grosera, ordinaria, absurda, escatológica, ambiciosa, desenfadada, falocéntrica, sexista, mediocre, pornográfica, torpe, incómoda, atrevida, onanista, ridícula, estúpida. ¿Cómo abordar una película que reúne todas estas características? La dupla conformada por Nicolás Silbert y Leandro Mark (los mismos directores de Caídos del mapa) vuelve a demostrar interés por la mezcla de géneros y elementos tan disimiles como irreconciliables. En este caso, conjugan la comedia de adolescentes al estilo Proyecto X con el subgénero de guantes blancos y mafiosos. Increíblemente el resultado es aceptable: un filme simpático que hace reír más por lo tonto que por lo inteligente. Hay muchas subtramas y muchas vueltas de tuerca. La película se oscurece pero luego se aclara y sale adelante, mientras desfilan una serie de personajes tan desopilantes como patéticos. Si la forma cinematográfica hubiera sido arriesgada como su contenido, quizás estaríamos ante una película de culto. Pero La última fiesta termina siendo un alegre desliz del cine argentino. Reír para no llorar.
El drama sobre la amistad de dos chicos de barrio es uno de los estrenos mejor calificados de la semana. Los cambios siempre son visibles, pero también hay cambios invisibles, que se producen en el interior de las personas. Filmar esos cambios imperceptibles parece ser la tarea de Ira Sachs en Por siempre amigos. Jake (Theo Taplitz) es un joven de 13 años que se muda con su familia a Brooklyn después de la muerte de su abuelo. Se van a vivir a la casa de barrio donde vivía la familia paterna. El padre de Jake, Brian Jardine (Greg Kinnear), es un actor sin éxito, condenado a actuar en obritas de mala muerte. En el lugar también viven Tony (Michael Barbieri), un adolescente de la misma edad de Jake, y su madre Leonor (Paulina García), una costurera chilena y vieja amiga del abuelo de Jake que atiende el local de la planta baja de la casa. Los padres de Jake le piden a Leonor que firme un nuevo contrato de alquiler, para hacer las cosas legalmente, y de paso ayudar a la hermana de Brian, que es a quien corresponde la parte de la propiedad que ocupa Leonor. Esto desencadena una disputa entre los mayores, ya que Leonor se niega a firmar. Mientras tanto, los jóvenes empiezan a hacerse amigos y a descubrir la vida en el barrio, los pequeños placeres y los divertimentos propios de la edad. La amistad que nace entre ambos es verdadera, pura, incontaminada. Juntos irán a sus primeros boliches, jugarán al fútbol, se encerrarán a jugar a los videojuegos y a estudiar, patinarán por las veredas de Brooklyn y soñarán con entrar a una prestigiosa escuela de artes. Las discusiones entre los padres, la amistad entre los jóvenes y el conflicto por la casa son tratados con el mismo tono, entre intimista y contemplador, con una cámara delicada, capaz de observar con sutileza los gestos de los personajes, cómo se desenvuelven y actúan en el día a día. Ira Sachs (también dirigió El amor es extraño y Keep the lights on) ve todo sin subir el volumen en ningún momento. La amabilidad y la frescura con las que filma son una acertada decisión de puesta en escena. Por siempre amigos es una película sobre grandes cambios, interiores y exteriores: la muerte del abuelo, la mudanza, el descubrimiento de la amistad y la forzada separación, el desalojo. Lo grandioso del filme es que trata estos cambios con la templanza del observador paciente, que detecta los grandes cambios allí donde sólo se ven personajes que viven en su cotidianidad.
Es una obligación ir a ver Los siete magníficos. Pero no porque sea excelente, sino porque es una película que sabe adónde va. Es una obligación ir a ver Los siete magníficos. Pero no porque sea excelente, sino porque es una película que sabe adonde está parada y adónde va. Antoine Fuqua es uno de los pocos directores mainstreams que demuestra tener conciencia de la tradición de cine a la que pertenece. En Los siete magníficos se mete con el western, el género norteamericano por antonomasia. Más que una remake de Los siete samuráis, de Akira Kurosawa, de la que toma la estructura del guion, el filme es una remake del western Los siete magníficos (1960) de John Sturges (también basada en el guion de Los siete samuráis). La historia es conocida. Corre el año 1879 y los habitantes de un pequeño pueblo son sometidos por el tirano Bartholomew Bogue (Peter Sarsgaard), quien se adueña de todo y los obliga a trabajar para él. El pueblo es un infierno de cobardes incapaz de rebelarse y luchar por sí mismos. Una de ellos, la joven Emma Cullen (Haley Bennett), después de presenciar el asesinato de su marido, decide buscar cazarrecompensas que quieran ayudarlos a defenderse del tirano a cambio del poco dinero que tienen. Primero da con el misterioso pistolero Chisolm, interpretado por Denzel Washington. Luego, es el mismo Chisolm quien se encarga de reclutar al resto, mientras se los va presentando brevemente. La corrección política asoma sus narices, sin dañar la película, en la variedad étnica del elenco multiestelar, que incluye no sólo al afroamericano Washington sino al asiático Byung-hun Lee y al mejicano Manuel García-Rulfo. Antoine Fuqua vuelve a trabajar con Ethan Hawke y Denzel Washington juntos, como ya lo hizo en la excelente Día de entrenamiento (2001). Y con Washington repite por tercera vez (la anterior fue en la enorme El justiciero). Es la inmensidad de Denzel Washington la que abarca todo el plano. Su figura es la de un mito popular. Las referencias no pasan sólo por las obligatorias a John Ford y Howard Hawks. La conexión con Infierno de cobardes de Clint Eastwood es evidente (por cómo lo presenta al personaje de Washington, por cómo lo hace cabalgar el caballo, y porque Chisolm está más cerca del sin nombre de Eastwood que del personaje de Yul Brynner en la clásica de Sturges). Es en esa mezcla de películas representativas del género donde está la erudición (y el acierto) de Fuqua. Los siete magníficos tiene un pragmatismo efectivo y la innovación se basa en su aparente conservadurismo, como si para Fuqua el cine ya estuviera hecho, como si no hiciera falta hacer más nada, sólo revisar los géneros de la manera más respetuosa posible. Ya lo saben: hasta el western más irregular es una buena película.
Elogio de la natalidad Narra una aventura apta para todo público, protagonizada por humanos y cigüeñas en busca de sus padres. "Papá, ¿cómo nací?”. “Te trajo la cigüeña, hijo”. De pequeños, muchos fueron víctimas de este mito delirante usado por padres que quieren zafar de la incómoda pregunta. En Cigüeñas, animación a cargo de los directores Nicholas Stoller y Doug Sweetland y producida por los estudios Warner Bros. Animation, el mito es la realidad y los bebés son fabricados por las cigüeñas después de ser pedidos, a través de cartas, por los humanos. Junior, el protagonista principal, es una cigüeña que trabaja en la fábrica de bebés con ganas de ascender. Tiempo atrás, un pedido falló y una beba llamada Tulip se quedó a vivir con las cigüeñas. En el presente, Tulip es una adolescente traviesa que desea encontrar a su familia, aunque le cuesta alejarse de su familia postiza. El percance con la entrega de Tulip hizo que el jefe de la fábrica decidiera cambiar la entrega de niños por la entrega de paquetes. Mientras tanto, un niño de nombre Nate, hijo único de un joven matrimonio, se siente poco atendido por sus padres y decide escribir él mismo una carta a las cigüeñas para pedirles un hermanito. A la acción Después de la presentación de estas dos historias, se da inicio a una desopilante aventura entre humanos y cigüeñas en busca de sus padres. Cigüeñas es desquiciada y tierna a la vez. Desquiciada porque confunde celebración de la vida con incitación a la procreación indiscriminada (aquí se trata de llenar el mundo de bebés). Y es tierna porque son justamente las escenas dulces y afectivas las que conmueven. Cuenta con un par de gags efectivos y con algunos giros en la trama que resultan ocurrentes y graciosos, como hacer que una manada de lobos pueda transformarse en lo que sea (submarino, camioneta, puente). En el mundo de Cigüeñas no existe la sexualidad. Pero no por ser un tema tabú ni por tratarse de un producto infantil, sino porque desentonaría con la realidad de la película.
Como en todas las películas de espías o de "topos", en El infiltrado también están reunidos los elementos obligatorios del subgénero. Allí está el agente encubierto que quiere salir, pero que vuelve al ruedo una y otra vez porque el objetivo último es agarrar al pez gordo. También están la misión imposible con consecuencias fatales y las complicaciones típicas de este tipo de historias, con sus personajes que matan a sangre fría, soplones soplados, traidores traicionados, sospechosos que sospechan. La historia está basada en un caso real y está ambientada en la década de 1980 en Florida. En los Estados Unidos gobierna Ronald Reagan. El infiltrado es Robert Mazur, interpretado por el tardíamente reconocido actor Bryan Cranston (famoso por la serie Breaking Bad), quien trata de desbaratar el Cartel de Medellín, liderado por el temible Pablo Escobar. Ya se sabe, la mafia y el negocio del narcotráfico incluyen lavado de dinero y corrupción en todas las instituciones imaginables. Es así que Mazur aprovecha para hacerse pasar por un experto en lavado de dinero para dar con Escobar y su banda. Lo acompaña Emir Abreu (John Leguizamo), el personaje que le pone la dosis de humor y locura a la historia. Mazur tiene un matrimonio feliz. Pero el trabajo siempre trae problemas. Las cosas se complican aún más cuando a Robert le designan como compañera a Kathy Ertz (Diane Kruger), con quien se empieza a encariñar de a poco hasta hacer trastabillar su relación matrimonial. Es aquí donde el director Brad Furman (Apuesta máxima) pone en juego la moral de Robert. La película reúne todos los requisitos del subgénero, respeta todos sus lugares comunes, pero el problema es lo que hace con con ellos o, mejor dicho, cómo lo hace. Por ejemplo, la trama nunca llega transmitir tensión, los momentos dramáticos se resuelven de manera poco dramática, los personajes están envueltos en situaciones peligrosas pero nunca llegan generar sensación de peligro. La construcción del suspenso está a años luz de la de los grandes exponentes del género, como Scarface, Los infiltrados, Los intocables, Donnie Brasco, Miami Vice, entre otros. El infiltrado es un thriller tibio con grandes actores secundarios, que respeta mecánicamente las vueltas de tuerca propias del subgénero. Todo está tratado con liviandad y la trama se mantiene en un mismo nivel, sin levantar vuelo en ningún momento.
Terror con alta tensión No respires es un intenso thriller de terror que mantiene la tensión todo el tiempo. Es la segunda y consagratoria película del director uruguayo Fede Alvarez. Lo más importante en una película es la puesta en escena. Son los planos y los movimientos de cámara los que van a determinar eso que se conoce como atmósfera. Y si se suman situaciones y actuaciones verosímiles, la armonía entre forma y contenido está asegurada. Esto es lo que logra el uruguayo Fede Alvarez en No respires, su segunda película después de la bien recibida Posesión infernal (Evil Dead, 2013), remake de la clásica de 1981 de Sam Raimi, quien además figura como productor. El filme cumple con los tres requisitos básicos de toda buena película de terror: atmósfera, tensión, verosimilitud. Desde el comienzo, Fede Alvarez atrapa con un plano secuencia aéreo e instala el misterio para luego desarrollar la historia de tres jóvenes que entran a robar dinero en la casa de un veterano de guerra ciego. Lo que los jóvenes no saben es que el anciano no es un ciego inofensivo, sino un monstruo capaz de recorrer la oscuridad de su casa como si fuera el alien en el Nostromo, la nave de El octavo pasajero. El principal mérito de Fede Alvarez es que mantiene la tensión durante toda la película. Es una historia que tiene algo de tiempo real, ya que casi siempre transcurre dentro de la casa del ciego. El filme tiene vueltas de tuerca efectivas. Y aunque aparezcan algunos descuidos, nunca alteran el producto ni llegan a quebrar la verosimilitud. Entre las muchas virtudes de No respires, están su habilidad para moverse en espacios reducidos y su capacidad para que el espectador se sienta identificado con las víctimas, gracias a los movimientos de la cámara subjetiva (que imita los movimientos de la cabeza). El guion es simple pero autoportante y monolítico, centrado más en el desplazamiento de los personajes por la casa que en los diálogos, convirtiéndose por momentos en una micro coreografía con niveles de tensión muy altos. Cuando el personaje del ciego cobra voz (enorme interpretación de Stephen Lang) es uno de los mejores momentos del filme, porque le da una dimensión perversa que refuerza el suspenso. La voz del ciego no hace más que reafirmar el mal que ejerce. No respires tiene imágenes de película de terror, pero el ritmo es el de un thriller intenso y clásico. Cuando las historias funcionan, el espectador empatiza con los personajes, se sienten identificados. No respires hace participar al espectador y este es su verdadero triunfo.
"Satanic", una película de terror que ni siquiera provoca un susto El filme de Jeffrey Hunt cuenta la historia de cuatro amigos que viajan a la ciudad de Los Ángeles con planes de realizar un "tour" satánico. Pero la intención se pierde en el camino. "El infierno no es un lugar. Es una hermosa confusión”. La idea general de Satanic: El juego del demonio podría resumirse con esta frase. El director Jeffrey Hunt intenta en todo momento poner en imágenes esta ambiciosa premisa, pero los recursos que usa están tan mal empleados que hacen que en todo momento se noten las inconsistencias. Las malas actuaciones, las innecesarias transiciones aéreas de Los Ángeles, el torpe uso de la música (que a veces entra y sale a destiempo) y la mezcla de ritual satánico con terror sobrenatural hacen que se parezca más a un menjunje indigerible que a un buen exponente del cine de terror clase B. Satanic: El juego del demonio es una modesta película con aspiraciones al “mainstream” plagada de debilidades en el guion (tiene varios problemas lógicos), en las resoluciones formales y en la decisión de puesta en escena. El clima de toda película de terror es fundamental, sin embargo aquí aparece descuidado en todo momento. El filme cuenta la historia de un grupo de amigos que viaja hacia la ciudad de Los Ángeles para recorrer los lugares donde se llevaron a cabo algunos famosos asesinatos en rituales satánicos. A partir de esa anécdota, Jeffrey Hunt intenta desarrollar una idea ambiciosa aunque no hace más que meterse en un callejón sin salida. Y lo peor es que lo hace sin lograr el más mínimo interés en sus momentos decisivos. El director da tantas vueltas desde que comienza a relatar la historia que recién hacia el final nos damos cuenta de su intención narrativa. Pero los pasos previos que da derrumban el final, al que se podría calificar de tímidamente bueno. Satanic: El juego del demonio es un producto al que le falta espíritu y una construcción de clima mucho más esmerada. Es muy probable que quienes paguen la entrada en busca de emociones se retiren de la sala sin haber sentido nada de miedo. Ni siquiera, un leve sobresalto de susto.
"Nerve": con pulso de videoclip El filme Nerve: un juego sin reglas presenta un atrayente mundo de adolescentes, que entretiene gracias a su ritmo y sus colores hipnóticos. La pantalla lumínica con sus múltiples ventanas abiertas, el sonido del tecleo rápido, la vida mediatizada por internet. Hoy todo transcurre en la pantalla chica de un celular inteligente, y los jóvenes están inmersos en una especie de Pokémon GO real. ¿Cómo representar esa simbiosis entre vida y tecnología? En Nerve: un juego sin reglas, los directores Henry Joost y Ariel Schulman creen que la mejor manera de hacerlo es con una puesta en escena cargada de colores atractivos y planos de videoclip (no tanto por su duración como por su estética). El diseño de la película es como el de una fantasía de neón copada por adolescentes que no se despegan de sus iPhones, un juego de seducción magnético que entra tanto por los ojos como por los oídos. Nerve es un juego de 24 horas en el que sólo existen dos categorías: observadores y jugadores. Los observadores pagan para ver. Los jugadores juegan para ganar. El mundo de Nerve es altamente competitivo. Tiene tres reglas. La primera es que todos los desafíos deben ser filmados con el celular del jugador. La segunda es que hay sólo dos formas de ser eliminado: fallar o huir. Y la tercera es que los soplones son eliminados. El reduccionismo del filme es asombrosamente certero. La joven Vee Delmonico (Emma Roberts) decide entrar al juego para poder ligar con el chico que le gusta. Elige ser Jugadora y su primer desafío consiste en darle un beso a un extraño en un restaurante. El muchacho al que besa es Ian (Dave Franco), un experto en Nerve. Pegan onda de inmediato y forman una pareja infalible, que no sólo empieza sumar dinero sino fama y seguidores. La película da cuenta de un mundo en el que no hay espectadores inocentes ni pasivos. Tiene escenas que son un verdadero goce visual, debido principalmente a su belleza cromática. Y el ritmo del montaje no permite la distracción ni el aburrimiento. Nerve es una pequeña perla fluorescente que se desprende de toda tradición para anclarse en el más puro presente, en esos jóvenes que lo único que hacen todo el día es interactuar con una pantalla de celular.
La película “Miedo profundo” del español Jaume Collet-Serra.conjuga aventura, terror, suspenso y acción. Y tiene una protagonista que se luce: la actriz Blake Lively. Algunos dirán que sus imágenes están demasiado estetizadas y que su puesta en escena se parece a la de una publicidad de celulares veraniega. Todo esto es cierto, pero Miedo profundo va más allá de su forma. La película dirigida por Jaume Collet-Serra (responsable de La huérfana y Una noche para sobrevivir, entre otras) es buena porque logra que sintamos lo que siente su protagonista, que suframos con ella, que nos comamos las uñas de la desesperación, que vivamos la tensión de la situación, que nos empapemos de su atmósfera. Todo el tiempo estamos en el agua con Nancy Adams (interpretada por Blake Lively). Sus lastimaduras nos duelen como a ella, nos ponemos de su parte, nos involucramos, hacemos fuerza para que llegue a la orilla de la playa sin ser devorada por la enorme bestia que la acecha. El filme atrapa e impacienta como sólo lo sabe hacer el mejor cine de suspenso, el mejor cine de aventuras, el mejor cine popular. El triunfo de Miedo profundo es que nos convence de que el cine es una gringa texana que lucha sola contra un tiburón asesino. Nancy es una surfista aficionada que visita una playa secreta en México, donde solía ir su madre fallecida. El lugar es un paraíso terrenal. Pero lo que no sabe es que en las profundidades ronda un enorme tiburón blanco. Y lo peor es que el enorme pez parece andar con mucho hambre. ¿Qué hacer? ¿Cómo luchar contra tamaña máquina de matar? Jaume Collet-Serra utiliza mucho la cámara lenta, el plano cenital, el plano nadir (apuntando al cielo), el plano detalle para mostrar la anotomía de la protagonista. El director de origen español se aprovecha de la estética publicitaria para hacer cine. Y demuestra talento para conjugar aventura, terror, suspenso y acción. El trabajo de Blake Lively es superlativo. Su modo gracioso de hablar español es encantador. Ella es un arquetipo, la extranjera en busca de nuevas aventuras en lugares paradisíacos y exóticos. El otro gran acierto es la incorporación de una gaviota herida que acompaña a Nancy todo el tiempo, como si fuera una mascota. Miedo profundo tiene más elementos en común con Gravedad (de Alfonso Cuarón) que con Tiburón (de Steven Spielberg), ya que acá también hay una mujer que está luchando sola en un hábitat hostil, sin demasiadas herramientas para defenderse. La película apuesta por la experiencia sensorial, pero también invita a la alegoría y a la libre interpretación. El cine de género tiene una buena representante.