El grado cero del terror En junio de este año se estrenó El pacto (Nicholas McCarthy), una película de 2012 que pasó por el Festival de cine de Sundance y que narra la historia del asesino serial Charles Barlow, más conocido como Judas, una especie de espectro de carne y hueso que vive en el sótano de una casa y que de vez en cuando sale para hacer de las suyas. El estreno tardío de aquel filme se puede entender como un pretexto para justificar el ingreso a la cartelera de Regreso del infierno, la innecesaria secuela de un producto menor y fallido. En esta oportunidad la protagonista ya no es Annie (Caity Lotz), quien vuelve a participar en un papel secundario, sino June Abbott (Camilla Luddington), una joven cuyo trabajo consiste en limpiar las escenas del crimen. A June le gusta dibujar lo que parecen ser cuadros de historietas y vive con su novio, un policía del que se sospecha desde el comienzo, quizás por culpa de los directores Dallas Richard Hallam y Patrick Horvath, que no tienen el tacto para ocultar pistas evidentes en el arranque. Como en la primera entrega, la mezcla de lo sobrenatural con la realidad hacen que la presencia de Judas sea confusa, ya que nunca se sabe muy bien de qué materia está hecho ese ente que deambula en cueros por la casa (le gusta salir de las alfombras, esconderse en altillos y aparecer en el baño cuando alguien cierra el espejo del botiquín, recurso que a veces funciona y a veces no). Otro personaje que vuelve es el de la ciega (Haley Hudson), que en la primera fue un hallazgo pero que aquí se la ve más ridículamente maquillada y con un rol inútil en la trama. Sus directores están todo el tiempo alargando, viendo cómo hacer mejor la película. Arriesgan poco, no se animan a construir el miedo de otra forma que no sea con golpes de efectos sonoros y apariciones abruptas y bobas. Regreso del infierno cae en una especie de letargo y las vueltas de tuerca parecen estar falseadas porque nunca logran ceñir la historia. Es un filme insignificante, con un guión que no encuentra el rumbo y con una abundancia de planos televisivos que despiertan el deseo de mandarla al mismísimo infierno para que no regrese más. Pero esto último no podrá ser ya que se parece a esos jugadores de fútbol que erran dos penales seguidos e insisten en patear el tercero. Regreso del infierno Terror Mala Dirección: Dallas Richard Hallam, Patrick Horvath. Elenco: Caity Lotz, Camilla Luddington, Scott Michael Foster, Patrick Fischler, Haley Hudson, Nicki Micheaux, Mark Steger. Fotografía: Carmen Cabana. Música: Carl Sondrol. Duración: 96 minutos. Apta para mayores de 13 años. Complejidad: nula. Sexo: bajo. Violencia: alta.
En un momento de Hasta que la muerte los juntó, un personaje dice algo así como que los hombres correctos son aburridos y decepcionantes. Y he aquí su problema principal. La nueva comedia de tono dramático de Shawn Levy es correcta, y por lo tanto aburrida y decepcionante. Judd Altman (Jason Bateman) trabaja en una emisora de radio, en un programa cuyo jefe y conductor es un ser despreciable. En el día del aniversario de su matrimonio, Judd llega a casa con una torta para sorprender a su esposa, pero la que lo sorprende es ella, que está en la cama con el jefe de su marido. Y las cosas siguen empeorando en la vida de Judd: recibe una llamada telefónica de su hermana Wendy (Tina Fey), quien le informa que el padre acaba de fallecer. Shawn Levy, conocido por haber dirigido la saga Una noche en el museo, se mete con un argumento conocido: los hermanos (a Wendy se le suman Paul y Phillip) tienen que volver al pueblo natal para el velorio del padre y cumplir con su último deseo: el ritual shivá, una tradición judía que consiste en pasar siete días de luto en la casa paterna, inmediatamente después del funeral, como un momento de condolencia, respeto y remembranza, y donde podrán ponerse al día y reavivar el espíritu familiar. Es ahí, en el pueblo, donde Judd se reencontrará con Penny (Rose Byrne), una exnovia a la que siempre amó sin darse cuenta, quizás por estar concentrado en seguir los típicos planes del pueblerino que se va a la ciudad con la idea de hacer una vida mejor. Sin embargo, Shawn Levy demuestra que no sabe qué hacer con el encuentro de los protagonistas y, peor aún, está convencido de que el chiste reside en contar intimidades en las reuniones. Cree que es gracioso hacer público lo privado. Y una y otra vez vuelve a hacer el mismo chiste inefectivo y sin gracia, como cuando la madre (Jane Fonda) se explaya en el tamaño del péndulo de carne que colgaba entre las piernas del finado. El filme está lleno de esa clase diálogos que dicen que la vida no es perfecta, que las cosas nunca salen como las planeamos y que lo que predomina es lo impredecible (otro punto flojo para destacar es la forzada incorporación de la homosexualidad, como si el realizador no quisiese desentonar con los tiempos que corren). En Hasta que la muerte los juntó todos los personajes son infelices, salvo el niño que defeca en una pelela a cada rato, el único elemento lúcido, como si con eso nos dijera que la felicidad les está vedada a los adultos. Shawn Levy deja la impresión de que no sabe trabajar con los lugares comunes, con las reglas y los requisitos del género en cuestión, y a medida que avanza la cinta empieza a estancarse, a dudar, a no darse cuenta de qué es lo que tiene que hacer con ellos: dónde van, cuándo, cómo. Esto hace que a todas las escenas les falte algo, y que la película no llegue a ser ni una comedia ni un drama. Hasta que la muerte los juntó Comedia, Drama Regular Dirección: Shawn Levy. Elenco: Jason Bateman, Tina Fey, Jane Fonda, Rose Byrne, Adam Driver, Corey Stoll. Música: Michael Giacchino. Fotografía: Terry Stacey. Duración: 103 minutos. Apta para mayores de 13 años. Complejidad: nula. Violencia: nula. Sexo: bajo.
La hermana de Mozart cuenta la historia de Maria Anna, opacada por el genio de Wolfgang y obligada a vivir en segundo plano. La familia Mozart sale de viaje por distintos pueblos y ciudades para ofrecer su gran número: Wolfgang, el niño con capacidad prodigiosa en el manejo del violín, el fenómeno que años después será conocido como el maestro del Clasicismo. Maria Anna, su hermana mayor y a la que llaman cariñosamente Nannerl, también tiene talento: compone unas partituras descomunales. Pero el siglo en el que vive no le permite ser. El padre se niega a darle clases como lo hace con el joven Mozart, la sociedad es prominentemente masculina y las mujeres están relegadas al papel de amas de casa o a convertirse en monjas, símbolo por antonomasia del celibato social. La coerción que ejerce la época sobre el género femenino, con el sistema monárquico como instrumento principal, opaca y deja en la sombra a Nannerl, quien a su vez es la sombra de su hermano menor, muy a pesar de Leopold, el padre. La independencia y el triunfo personal son casi imposibles para cualquier mujer. A Nannerl no le queda otra que ayudar a su hermano a componer en el piano, a anotar las notas que se le ocurren cada mañana. A la joven y talentosa muchacha le ganan la resignación, el silencio y la paciencia. El genio de la familia es su hermano, un niño inquieto y juguetón, pero serio y educado a la vez. Lo que hace el director René Féret en La hermana de Mozart es colocar un eslabón más en esa especie de subgénero al que nos tiene acostumbrados el cine francés: el qualité de época, películas con sensatez y sentimientos y buenas intenciones pero que inevitablemente caen en el tedio soporífero. Pero hay algo en la cámara de Féret que llama la atención y permite seguir el hilo de una historia aburrida desde el vamos, donde los personajes hablan como si estuvieran susurrando algo grave y el violín de Wolfgang se hace oír entre la aristocracia, mientras Luis de Francia conoce a su hermana y le propone escribir su propia música. El filme no aporta demasiado, hace todo un despliegue escénico y de vestuario para decir poco. Quizás su gran problema estribe en la falta de profundidad en el tema. Su director no se juega por una postura al respeto y al tratar de ser objetivo naufraga entre candelabros y palacios y pelucas a tono con el momento histórico. La película es prosaica, de encuadre correcto y sin ningún giro o vuelta tuerca o ingrediente desestabilizador que ponga en tensión la historia, y su linealidad narrativa nos lleva lentamente hasta un final, que cumple pero no satisface del todo, que es necesario pero no suficiente.
El último héroe de acción Línea de fuego es una película que se inscribe en la tradición del cine de acción y presenta como protagonista al último de los héroes del género, Jason Statham. El cine norteamericano de acción es tan perfecto como polémico. Perfecto porque es directo, simple, de trazo grueso y brocha gorda, con rivalidades bien marcadas y definidas. Polémico porque para hacer funcionar su esquema, la justicia por mano propia y la idea de la autodefensa son la constante peligrosa y políticamente incorrecta. Desde la década de 1970 se lo viene puliendo para que sea como es: un cine duro, físico, en el que todo cierra, en el que casi nunca falta nada y en el que lo que sobra siempre suma (disparos, piñas, explosiones). El estereotipo más grosero es su regla principal. Y su característica prominente es, en el contexto de su propia lógica, la predictibilidad reconfortante, que entretiene y satisface. Sus herederos más reconocidos son los que se encargaron de continuarlo, y acá no se puede dejar de mencionar a uno de sus grandes referentes: Sylvester Stallone, quien firma el guion adaptado de la nueva película con Jason Statham, el último gran héroe de acción. La apertura de Línea de fuego (Homefront, en su título original) es potente: Phil Broker (Statham) se infiltra en una banda de motoqueros narcotraficantes para desbaratarla y se arma una trifulca espectacular. El adrenalínico prólogo, que sirve para presentar al protagonista, culmina con una balacera aplastante. La cámara de Gary Fleder, su director, sigue con virtuosismo el curso de la acción en medio de la noche urbana, como en la mejor tradición del género. Dos años después de este hecho, Broker intenta dejar atrás su etapa de agente de la DEA (Administración para el Control de Drogas) para empezar una nueva vida junto a su hija de 10 años (Izabela Vidovic), en un pueblito aparentemente tranquilo. Pero ya se sabe, todo pueblo chico es un infierno grande, en el que ningún forastero es bienvenido, y menos si tiene facha y sabe pelear. Víctima del bullying, la pequeña Maddy aplica las enseñanzas de su padre y golpea al niño que la molesta hasta hacerlo sangrar. El problema es que el niño es hijo de la hermana del criminal número uno del lugar, Gator Bodine, interpretado por James Franco, quien nos recuerda al gánster fumón de la película Spring Breakers, de Harmony Korine. Gator es una locura a punto de suceder, y, si bien al comienzo se niega a meterle miedo al padre de la niña que instala la discordia, muy pronto va a averiguar quién es realmente ese extranjero misterioso. Gary Fleder entiende los tiempos, sabe cuándo tiene que llegar la acción, prepara el terreno para la pelea final con enfrentamientos que van de menor a mayor en dificultad. También demuestra inteligencia al alternar, de manera bastante equilibrada, los momentos lentos con los momentos movidos, sin caer jamás en el tedio. Y si bien el tema de la defensa de la propiedad privada es reluciente, no opaca el resultado final, que no defrauda y le da al espectador lo que espera.
Cabeza borradora Como suele pasar con muchos actores de Hollywood, toda película con Nicole Kidman como protagonista se convierte en una película de Nicole Kidman, como si se tratara de una marca actoral registrada. Para algunos, su sola participación es suficiente para ir al cine, corriendo el riesgo de toparse con un bodrio mayúsculo pero sabiendo que en la pantalla aparecerá su belleza inmaculada. Antes de despertar tiene a la esbelta pelirroja (aquí rubia) con piel de porcelana como actriz principal. El argumento es más que interesante (aunque un poco trillado): Christine Lucas (Nicole Kidman) es una mujer casada, tiene 40 años y sufre de una amnesia muy particular. Durante el día almacena información pero a la noche, mientras duerme, se olvida de todo y se levanta como nueva, con la memoria que tenía a los 20 años (¿qué es ser libre sino vivir en un estado de olvido permanente?). Sin embargo, Rowan Joffe, su director, no logra hacer rendir semejante idea, y las fallas se empiezan a notar cuando la historia comienza a dar giros torpes con algunas vueltas de tuerca manipuladoras. La situación de Christine se complica cuando empezamos a percibir que su marido Ben, interpretado por Colin Firth, no es para nada confiable. La pobre mujer se levanta todos los días a su lado y le pregunta quién es, lo que obliga a Ben a repetir el mismo discurso cada mañana. Y es aquí donde Joffe introduce un elemento que permite el avance de la historia. Es con la ayuda de un pequeño objeto tecnológico con el que Christine va a averiguar qué le pasó, por qué adquirió esa rara enfermedad de borrar todo mientras duerme. El otro elemento que permite la evolución de la cinta es la llamada telefónica de un tal Dr. Nasch (Mark Strong), encargado de informarle a Christine, todas las mañanas, que perdió la memoria y que tiene que ir al placard de su habitación a buscar la camarita donde tiene guardado lo aprendido el día anterior, una especia de ayuda memoria. A pesar de ser una película con todas las buenas intenciones, el resultado es fallido: la pobreza de recursos cinematográficos y la repetición de algunas piruetas formales (como el plano detalle del ojo seguido de un travelling hacia atrás), son algunos de sus problemas. Joffe pilotea una especie de thriller melodramático, basado en la novela de S. J. Watson, con un aceptable manejo del suspenso pero con una puesta en escena fría y sin personalidad. El homenaje a Ojos bien cerrados con el desnudo de espalda completo de Kidman es lo más celebrado por la platea cinéfila. La presencia de algunos títulos conocidos como Hechizo del tiempo y Memento, y algunas de este año como Perdida y Al filo del mañana, ayudan a enmarcarla pero no a salvarla.
En Delirium, ópera prima de Carlos Kaimakamian Carrau, hay al menos una idea interesante, un momento genial y un solo plano cinematográfico, que se parece muy vagamente a otro de Simplemente sangre, de los hermanos Coen. La nueva película con Ricardo Darín (quien hace de sí mismo junto a otras figuras de los medios) podría haber sido mejor si en vez de hacer lo que critica con socarronería, su director hubiera hecho lo contrario. Es decir, cine. Federico (Miguel Di Lemme), Mariano (Emiliano Carrazzone) y Martin (Ramiro Archain) son tres amigos que están cansados de la vida que llevan. El primero trabaja en un kiosco, el segundo reparte volantes y el tercero es un lector de Tolkien medio flojo de papeles. Quieren ganar dinero pero no se les cae una idea. Hasta que un buen día uno de ellos, Federico, ve un informativo que habla del último gran éxito de Ricardo Darín, una producción japonesa llamada Taiko. A Federico se le prende la lamparita y se le ocurre contratar al exitoso actor para hacer una película con la convicción de que eso le hará ganar mucho dinero. El problema es cómo van a convencer a Darín de que acepte la oferta. Y es aquí donde queda planteado el tema de fondo del filme: ¿cómo filmar esa película en el caso de que Darín les dé el Ok? La misma pregunta que Carrau deja flotando en la ficción debería habérsela hecho antes de hacer Delirium, ya que está filmada como si se tratara de una publicidad de cerveza barata. Una de las ideas que subyace en la cinta es que para empezar bien en el cine hay que hacerlo con pretensiones. Y una de esas pretensiones es que hay que filmar con estrellas, aunque no se tenga experiencia ni presupuesto. Pero esta idea aparece para plantear otra: hay que pensar en grande, pero una vez alcanzado el objetivo hay que destruirlo y superarlo. Derribar lo mainstream, lo canonizado, lo instituido. Hay que matar a los grandes y empezar de cero. Es en esa idea magnicida donde reside su punto fuerte. El momento genial es cuando están en el bar y el actor mira con deseo a la moza que lo va acompañar en el rodaje, y le pregunta al trío dinámico cuántos años tiene la hermosa muchacha. Delirium se enfrenta con una larga y demoledora tradición de películas que usan el recurso del cine dentro del cine. Y a pesar del embate que recibe tras meterse con lo metacinematográfico y lo autoparódico, Carrau encuentra una cierta irreverencia que hace que su primera película no llegue a ser mala.
Bastardo sin gloria Cuenta la leyenda que Zeus tuvo un hijo con Alcmena, una reina mortal, y que Hera, su verdadera esposa, se puso tan celosa que juró perseguir al hijo de ambos hasta matarlo. El hijo era Hércules, el semidiós viril y musculoso de la mitología griega, el hombre más fuerte del mundo, el poderoso protector de Atenas. Con el relato en voz en off de esta historia comienza Hércules, el nuevo péplum prensado de Hollywood, dirigido por Brett Ratner, protagonizado por Dwayne “La Roca” Johnson e inspirado en el comic de Steve Moore. Pero la verdad quizás esté muy lejos de lo que cuenta la leyenda, la verdad quizás sea mucho más mundana: Hércules es en realidad un huérfano que creció solo, pateando chapitas en las calles de Atenas. De joven fue reclutado por el ejército, en el que pudo destacarse gracias a su extraordinaria fuerza y, lo más importante, no es un dios ni un héroe como muchos creen, sino un mercenario hecho y derecho. Tracia está dividida por la rebelión de un grupo llamado “los centauros”. El conflicto huele a una inminente guerra civil. El rey Cotys (un anciano John Hurt), manda a su hija Ergenia a pedirle ayuda a Hércules. El grandote y sus amigos deben preparar un ejército para luchar contra los hombres-caballo liderados por Rhesus (Tobias Santelmann), quien quiere apoderarse de Tracia. La primera batalla parece hecha en el siglo pasado, cuando los efectos computarizados todavía no estaban tan incorporados en el cine mainstream de acción. En esta oportunidad, y este es un punto a favor, todo está ambientado en escenarios naturales, las estampidas no están tecnologizadas, las tropillas son con caballos de verdad y las peleas son más físicas y analógicas que digitales (aunque también hay escenas que están hechas con esta tecnología). Las batallas campales muestran la hemoglobina necesaria para darle un cierto realismo, y ver salir de debajo de la tierra a los pelados tatuados con cara de pocos amigos es un acierto del director. Sin embargo, el resultado no deja de ser insípido. Los diálogos cumplen pero tímidamente, los pocos chistes no logran ser del todo efectivos y los descuidos típicos relucen en las sonrisas blancas de los actores. La recurrencia al manual de autoayuda, las tomas aéreas de los paisajes, los planos cenitales de los enfrentamientos y los insulsos ralentíes no hacen más empujar al filme al bajo puntaje. Y, mal que les pese a sus seguidores, La Roca no es Arnold Schwarzenegger, quien era capaz de llenar y sostener un plano con sólo pararse frente a la cámara.
En el nombre del hijo En una estación de Madrid, un niño negro camina como si estuviese buscando algo, mientras mira a su alrededor con los ojos de quien ve todo por primera vez. Dubitativo ante el chequeo de equipaje, sube solo a un tren con destino a Barcelona. Una vez a bordo, el pequeño saca su celular y se pone a jugar. Los primeros planos de Ismael, la nueva película de Marcelo Piñeyro (Tango feroz, Caballos salvajes), quien vuelve a filmar en tierras españolas después de El método (2005), son prosaicos pero seguros. La forma convencional de sus imágenes se mantendrá durante todo el filme. Ismael (Larsson do Amaral) tiene 8 años y lo único que quiere es conocer a su padre, a quien nunca vio. Por eso decide emprender el viaje como un adulto, sin el permiso de su madre, una española nacida en Nigeria llamada Alika (Ella Kweku), ni el de su padrastro (Juan Diego Botto). El padre biológico y ausente hasta el momento es sólo un nombre: Félix Ambrose (Mario Casas). Cuando Ismael llega a Barcelona, va a la casa de su progenitor y lo atiende Nora (Belén Rueda), la madre de Félix. Al comienzo se niega a hacerlo pasar, pero luego de leer una carta que Ismael lleva consigo, Nora le abre la puerta y decide ayudarlo. Félix es docente de secundaria y da clases a un grupo de chicos con problemas de conducta. En su vida amó a una sola mujer, la madre de Ismael. En los ocho años que transcurrieron desde el embarazo de Alika hasta el presente, Félix no dejó de pensar en ella. Después llegan los encuentros en la casa a orillas del mar donde vive Félix y en la de su amigo Jordi (Sergi López), quien pronto seducirá a Nora, que se mantiene atractiva y elegante a pesar de sus años. El problema principal de esta comedia romántica interracial es que su director cree que el único modo de contar una historia es haciendo que sus personajes expliquen ante la cámara sus pasados, que expresen sus rencores, que confiesen sus miedos. Piñeyro podría haber utilizado algunos recursos más para enriquecer la película (por ejemplo, flashbacks en los recuerdos, o elipsis que ayuden a entender situaciones y a evitar explicaciones explícitas). Pero no, Piñeyro prefiere la cámara delante de sus personajes contando cosas. La mayoría de los planos son iguales, lo cual no está mal (lo que está mal es que se tornen monótonos). Las emociones son expresadas a través de una misma forma visual, con una gramática monocorde y un vocabulario cinematográfico pobre. Piñeyro parece que se olvidó de que hay ciertas herramientas visuales que se utilizan para que un filme sea mejor.
Hijo de Dios es la adaptación cinematográfica de la miniserie “La Biblia”, de History Channel, y cuenta la historia de Cristo. Hay algo innegable en Hijo de Dios (Son of God, 2014), y es que su director, Christopher Spencer, tiene un dominio de la edición tan adecuado como sorprendente: logra hacer de una miniserie de televisión una película de menos de dos horas y media que sale airosa en un contexto donde el mainstream de la industria da cada vez más tropiezos. Esta adaptación al cine de la exitosa serie La Biblia, que History Channel transmitió el año pasado, se suma a una larga tradición del género bíblico y lo hace destacándose en la seguridad de su director para contar, mediante un montaje económico y ágil, la historia del Mesías, el Rey de los judíos, el hombre que fundó una religión y cambió la Historia de occidente para siempre. Spencer narra sin dar vueltas y con dinámica el nacimiento, los años de predicación y enseñanza, la crucifixión y la resurrección. Algunos de los aciertos del filme son la emoción lacrimógena que provocan las escenas acompañadas por los arreglos emotivos de Hans Zimmer, las elipsis, el flashback para mostrarnos el evangelio según Juan y los primeros planos a Jesús, interpretado por el actor portugués Diogo Morgado. Ya se sabe: se lo acusa de blasfemia, de amenazar con destruir el templo de Dios y de incitar a una rebelión que podría acabar con Jerusalén. Se lo condena a muerte. Cada frase que Jesús pronuncia cae con la fuerza de un martillazo: "Denle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", "Quien crea en mí no morirá jamás", "Soy el principio y el final". Todo es posible con Dios, dice Jesús. Todo es posible en el cine. Si bien la película está hecha con una dosis justa de efectos especiales, lo negativo es que los personajes no se relajan en ningún momento y hablan todo el tiempo en un tono excesivamente dramático, con mucho llanto de por medio. También juegan en contra el efecto del agujero en la mano de Jesús (que puede considerarse una torpeza), su look ultra hippie (el detalle del morral está de más), el descuido alevoso de los dientes que brillan por su blancura y la mala elección de la actriz que interpreta a la madre María (hubiese sido preferible un rostro con menos cirugías). Sin embrago, Hijo de Dios posee una extraña capacidad para reavivar en los espectadores, aunque sea por un rato, la llama del catolicismo, sobre todo en los que dudan hasta el último como Tomás y en los que tienen poca fe como Pedro.
Pompeii, película de aventuras y romance ambientada en la ciudad de Pompeya minutos antes de la erupción del Vesubio, se torna solemne y poco creativa. Quizás haya sido Ed Wood, el famoso peor director de la historia, el genio iluminado que inventó, sin querer, ese género aún no reconocido por el público y la crítica especializada llamado "películas malas". ¿Y cuál sería hoy el equivalente, con alto presupuesto y alta tecnología y una industria de respaldo, de esos entretenimientos desastrosos pero de culto del Hollywood de antaño? Sin dudas que Pompeii, la furia del volcán (2014), el nuevo péplum irrisorio dirigido por el padre de las sagas gamer Mortal Kombat y Resident Evil, Paul W. S. Anderson, está a un paso de sumarse a ese género y a esa tradición inaugurados por el monstruo creador de esa no menos monstruosa rareza clase Z conocida como Plan 9 del espacio exterior. Pero el filme de Anderson no aprueba el examen de ingreso al exclusivo club de películas malas que se convierten en buenas con el paso del tiempo, y no lo hace por el simple hecho de cuidarse demasiado en parecer seria y solemne. La historia transcurre en el año 79 D.C. en la ciudad de Pompeya, cuando está a punto de ser enterrada por la erupción del volcán Vesubio. Las primeras escenas muestran a un niño presenciando el asesinato de su familia. Pasan 17 años y el joven Milo (Kit Harington) es ahora, además de esclavo, gladiador de Corvus (Kiefer Sutherland), el senador romano malvado de turno. La bella Cassia (Emily Browning) conoce a Milo y, después de que éste la ayuda con un caballo desvanecido, se enamora. En el medio hay peleas en el coliseo y latigazos sin sangre. Cuando el volcán estalla, Milo tiene que salvar a su amada y a Atticus, un amigo gladiador con el que compartió celda. El final, si bien es lo mejor que tiene porque respeta la lógica de los cierres de este tipo de películas, no hace más que hundirla en la lava del volcán. La cinta de Anderson cae en todos los lugares comunes habidos y por haber. Los diálogos están tan mal elaborados que resultan espantosos. Salvo por una línea que demuestra que, dentro de todo lo negativo, hay una conciencia detrás de cámara: en los tramos finales, Cassia le dice a Corvus que lo que están viendo no es deporte, a lo que el villano responde: "No, esto no es deporte, esto es política". El único pasaje digno de un filme de Godard.