Al cumplirse 100 años de la finalización de la Gran Guerra se le encomendó a Peter Jackson, el realizador de la trilogía de El señor de los anillos, un film conmemorativo. En base al material fílmico de archivo obtenido del Imperial War Museum y grabaciones de ex veteranos preservadas por la BBC, el resultado obtenido por el neozelandés es notable. Al teñir las películas originales con colores pasteles y ensanchar la pantalla, introduce al espectador en las trincheras con un realismo que impacta y conmueve, ya que se está frente a los verdaderos protagonistas de la contienda y no ante una mera ficción. La introducción es en blanco y negro, en formato cuadrado en 24 cuadros por segundo, con imágenes de noticieros de la época que dan cuenta del reclutamiento y la etapa de preparación de la tropa antes de ser enviada al frente. Las distintas voces en off cuentan el entusiasmo inicial, la gran convocatoria, la cantidad de menores de edad inscriptos con consentimiento de las autoridades, las vestimentas, la conformación del rancho, los ejercicios de orden cerrado. Al llegar al terreno de las acciones el film se desacelera, cubre toda la pantalla y aparece el color. En esta instancia el documental registra con toda crudeza el quehacer diario en aquellos parapetos donde no tenían un lugar determinado donde dormir, la pérdida de toda intimidad al usar las letrinas, la invasión de ratas y piojos, las gangrenas producto de las inundaciones de las fosas en el invierno y el lodazal que rodeaba las zanjas que se cobraba vidas cual arenas movedizas. Filmaciones, fotografías, dibujos y comentarios resaltan el horror de una conflagración que dejó más de treinta millones de muertos entre civiles y militares. El sonido tan auténtico de las minas que explotan y el retumbar de fusiles, ametralladoras y cañones, dotan a las escenas de una verosimilitud, que se manifiesta también en ciertos diálogos originales que se obtuvieron mediante la lectura labial. Los rostros desdentados que miran a cámara con cierta inocencia, los cuerpos desmembrados en el campo de batalla, las duras labores de estiba cuando no estaban en el frente, el esfuerzo de los caballos para transportar el material bélico son el reflejo del sacrificio y la tragedia de un largo calvario. Cuando regresan encuentran un país que les da la espalda. Cunde la desocupación, nadie los quiere contratar ni escuchar sus historias. La guerra es un tema del que mejor no hablar, es una página que hay que pasar y dejar atrás en el olvido. Nuevamente la pantalla retoma el formato original como un telón que lentamente se va cerrando para el público como para aquellos soldados que la memoria dejó atrás y que el cine rescató de manera espectral.
Las estrofas iniciales del tango Cambalache “Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé”, reflejan en cierto modo la conclusión a la que llega Laurent (Vincent Lindon), el protagonista del último film de Stéphane Brizé. Muy a tono con su anterior realización El precio de un hombre (2015), en el cual un desempleado intentaba insertarse en el sistema laboral, el director de Madmoiselle Chambon se centra nuevamente en la amenaza del despido, en este caso para cientos de obreros en una fábrica automotriz. El cierre de la planta y las demandas de los trabajadores adoptan por un lado los contenidos de un film de Ken Loach por la temática y planteos. Por sus formas, se acerca al cine de Laurent Cantet con un registro cuasi documental y una cámara inquieta, que sigue de cerca a los personajes con predominio de los primeros planos. Dos años atrás la fábrica francesa perteneciente a un grupo alemán había acordado con sus trabajadores un importante recorte salarial para mantener la compañía a flote. Sin embargo, en la actualidad, decide cerrarla porque la rentabilidad, si bien es positiva, no está dentro de los estándares aceptables por los accionistas. Los empleados liderados por Laurent Amédéo se niegan a aceptar una resolución tan injusta y comienzan sus exigencias. Tal es el planteo del nuevo docudrama de Brizé de tintes sociopolíticos. El conflicto trae aparejado tres tipos de reuniones: entre los distintos representantes sindicales, entre los obreros y las autoridades y una tercera en la que se suman representantes del gobierno. De un lado de la mesa de negociaciones está la cúpula directiva fría y soberbia, del otro lado los delegados gremiales temerosos y desafiantes, y en el medio los agentes del Estado que tratan de conciliar y ofrecer soluciones. Los duelos verbales en alta voz con réplicas a velocidad láser se suceden sin cesar, en un clima de tensión al borde del infarto. En este contexto se luce Vincent Lindon con una entrega total y un esfuerzo que pocos actores pueden lograr. Es David luchando contra Goliat, un animal que choca su cabeza contra un muro infranqueable y que sin embargo sigue adelante pese a todos los contratiempos y trabas en su derrotero. Una actuación realista plena de matices que emociona y asombra por la forma de representar el enojo y la ira contenida próxima a explotar. Alterna sus embates avasalladores con un lenguaje interno a través de gestos y miradas que reflejan su sufrimiento a flor de piel. El clima de agitación y nerviosismo se traslada al espectador con los reproches, reclamos y recriminaciones que se hacen entre las partes. Una excelente dramatización de una disputa laboral por momentos caótica con una sobresaliente interpretación de Lindon.
Quien escribe esta crónica realizó un curso de alemán a principios de 1968 en un remoto pueblo de Baviera. Los alumnos provenían de todas partes del mundo: brasileros, tunecinos, jordanos, vietnamitas y de países europeos. En una clase la profesora lanzó la siguiente frase para dar un ejemplo gramatical: “María Callas es tan famosa por su voz como por sus grandes escándalos”. Nadie pidió ningún tipo de aclaración sobre la persona o los hechos, todos sabían de quién se trataba. Su popularidad en aquel entonces para bien o para mal era universal. En su debut como realizador, Tom Volf recorrió todos los rincones del planeta, grabó numerosas entrevistas en una investigación que le llevó varios años. Finalmente decidió rescatar el valioso y en gran parte inédito material de archivo, para armar su film casi en exclusividad con ese componente. El hilo conductor es el reportaje televisivo que le concedió la Callas al periodista David Frost en 1970, del cual no había registro, pero que un aficionado había grabado con su cámara directamente del receptor en blanco y negro. Al escasear los reportajes a terceros, sólo se tiene el punto de vista de la cantante, siempre muy producida, que parece conocer el tenor de las preguntas, para dar respuestas afables sin profundizar en las múltiples polémicas en las que se vio envuelta. Su infancia en los Estados Unidos de donde es oriunda, los años del conservatorio en Grecia que coincidieron con la Segunda Guerra Mundial, los elogios de su maestra Elvira de Hidalgo, son el preámbulo de sus actuaciones en distintos escenarios del mundo en óperas y recitales siempre rodeada de un glamour que alimentaba la presencia de la realeza y las estrellas de cine del momento en sus apariciones. A partir de 1950 y hasta su muerte que tuvo lugar en 1977, Volf repasa los hitos de su carrera en esas casi tres décadas intercalando el cuestionario de Frost. El asedio de los fanáticos y los paparazzi por obtener la exclusiva, su casamiento y divorcio con Meneghini, el romance con Aristóteles Onassis, el rodaje de Medea junto al director italiano Pasolini, la disputa con el director Rudolf Bing del Met de Nueva York, el mal trago de una cancelación en Roma, son motivo de análisis por la diva. Nada se dice de su famosa rivalidad con la soprano Renata Tebaldi ni de los numerosos altercados, muchas veces alimentados por la prensa, producto de suspensiones de funciones por causas no siempre justificadas. En cambio, sí se detiene en su frustración al enterarse por la prensa del casamiento de Onassis con Jacqueline Kennedy, noticia que la sorprendió tanto como a los ocasionales transeúntes de Time Square que creyeron que se trataba de un chiste de mal gusto, al leer la noticia en los zócalos del punto neurálgico de Nueva York. La música, en especial la vertiente verista, se hace presente a través de recitales donde se destaca Casta Diva de la ópera Norma de Bellini, su caballito de batalla, en su debut en París y La Habanera de Carmen de Bizet en otra gala. O bien surge como acompañamiento de imágenes en distintas etapas de su vida como el Addio del passato de La Traviata de Verdi, un aria sin estridencias ni colaturas que surge límpida y conmovedora de la garganta de la Callas. Poseedora de una voz prodigiosa debido a su registro tan amplio, sumado a su fina silueta y sus dotes dramáticas la colocaron en el zenit del “Bel canto”. Al respecto son muy clarificadoras las declaraciones de los fans que hacen cola en su regreso triunfal al Met en 1964. ¿Cuánto de María hay en la diva Callas y cuánto de la artista en su quehacer diario? Un desdoblamiento de personalidades, la injerencia de una en la otra, es lo que trata de dilucidar el film. Con el correr de los minutos la música y la presencia escénica de la soprano se imponen, generando en el espectador una sucesión de emociones contenidas que estallan al final con un sonoro aplauso. Por último, los créditos se deslizan con la interpretación de O mio babbino caro de Gianni Schicchi de Puccini, en la cual una joven enamorada le ruega a su padre permitirle casarse con el amor de su vida, un anhelo que la Callas nunca concretó en la vida real y que encontró su refugio en numerosas ocasiones en la ficción.
La decisión, seleccionada por Irán para competir por los Oscar 2019 en la categoría “Mejor film de habla no inglesa”, se acerca más al cine de Asghar Farhadi (La separación – 2011) que al de Abbas Kiarostami (¿Dónde queda la casa de mi amigo? – 1989) o que al de Samira Makhmalbaf (La manzana – 1998). Los choques entre integrantes de la clase media, y cómo su accionar influye de manera negativa en las clases más bajas, están presentes en la segunda ficción de Vahid Jalilvand. Un doctor atropella una noche con su vehículo de manera involuntaria a una familia tipo que se moviliza en una moto. El culpable se opone a llamar a la policía (el seguro del auto está vencido y teme su incautación), en tanto que el padre opta por no llevar a uno de sus hijos al hospital, pese a las insistencias del conductor del auto debido a las contusiones recibidas. Las revisaciones que el facultativo le hace in situ son suficientes según su parecer. Dos días más tarde el niño de ocho años aparece muerto en el hospital donde el médico ejerce como forense. A partir de allí surgen dos líneas narrativas. La primera se centrará en las dudas que carcomen al facultativo en cuanto a su culpabilidad en los hechos, pese a que la autopsia dictaminó como causa de la muerte una intoxicación. La segunda se enfoca en las acusaciones mutuas de los padres por haber comprado alimentos en mal estado, y en el enfrentamiento del marido con el vendedor inescrupuloso artífice del trágico desenlace. Los designios del ser humano son impredecibles, los cargos de conciencia pueden llevar a reacciones y conductas impensadas que en el caso de La decisión arrastra a los protagonistas de un hecho que parecía banal, a un agujero negro que condicionará sus vidas. Al principio los hombres esconden sus secretos, a medida que se sueltan las mujeres que los acompañan cumplen roles disímiles. La esposa no dejará de criticar y acusar a su marido poniéndolo contra la espada y la pared, mientras que la colega del patólogo (responsable de la autopsia) trata de ahuyentar los fantasmas de culpabilidad que lo aquejan. Vidas ordenadas que se desbarrancan, malas decisiones que se expanden como un virus, la culpa como cargo de conciencia, explosiva o tortuosa, son los ejes de un intenso film realista que mantiene la incertidumbre hasta el final.
De un tiempo a esta parte las realizaciones cinematográficas suelen mezclar géneros. El típico western con todos sus códigos, el film bélico con sus convenciones preestablecidas o el melodrama en el que no faltaban las escaleras, dieron paso a tramas más complejas difíciles de encasillar en un solo estilo. As Boas Maneiras (Marco Dutra/Juliana Rojas – 2017) enriqueció el mito del hombre lobo al combinar de manera original el terror con el drama lésbico y el musical. Border, por su parte, le agrega al thriller nórdico lo fantástico y lo sobrenatural como metáfora de conflictos humanos junto a una trama, al igual que en el film brasilero, que cambia de rumbo de manera permanente con incógnitas que se resolverán hacia el final. Una inspectora de aduanas con un olfato potenciado, utiliza sus facultades extraordinarias para detectar irregularidades (introducción de drogas o bebidas alcohólicas) cometidas por los pasajeros a los que debe inspeccionar. Además, a través de ese sentido extra, desenmascara a personas con inclinaciones sexuales inmorales, involucrándose en un caso policial que está detrás de una red de pedófilos. Un día, en uno de los tantos controles rutinarios, se encontrará con un hombre con rasgos similares a los de ella del cual se enamora. A partir de esta nueva relación descubrirá qué es, sus ancestros, el engaño en el cual vivió en el pasado y hasta su sexualidad. Realidades que en un principio la harán dudar, para más tarde cambiar el destino de su vida. Una vez más, como sucedió en La favorita (Yorgos Lanthimos – 2018), ninguno de los personajes principales genera empatía en el espectador, pese a que los propósitos de la protagonista son honestos y genuinos. Tal vez sus rasgos deformados, producto del maquillaje que obtuvo una candidatura al Oscar, atenten contra una participación afectiva de la platea. El tema del distinto, del diferente al que la sociedad rechaza y maltrata, la venganza de esa minoría que aprovecha las bajezas humanas, es materia de análisis por parte del director y guionista iraní-sueco Ali Abbasi. En su primera mitad Border genera las clásicas expectativas de un film de suspenso, para más tarde introducir lo irreal, que puede gustar o no, como un rasgo diferenciado que llamó la atención de la crítica en los festivales en que se presentó. Una película polémica que despertará controversias, como así también sonrisas suspicaces por ciertas actitudes de los protagonistas y por asociaciones con parecidos de la política local.
Liam Neeson, con sus casi setenta años, sigue tomando la justicia por sus propias manos desde Búsqueda implacable (Pierre Morel – 2008) y seguirá, como John Wayne en su rol de cowboy, por muchos años más. Wayne hubiese seguido con las botas puestas y la pistola cargada en la cintura quizás hasta los noventa años, de no ser por la nefasta El conquistador (Dick Powell – 1956) que llevó a la tumba a más de la mitad del elenco y técnicos por cáncer. Neeson se ha convertido en un vengador anónimo, como el personaje que compuso Charles Bronson en su trilogía, si hasta el film comienza con la melodía de un piano que suena setentera. Nels Coxman (Neeson) es el conductor de un barre nieve que permite el tránsito de vehículos por caminos inaccesibles. Vive en lo alto de la montaña y desde allí observa la villa de esquí que se encuentra en el valle. Abajo están los turistas que contaminan el ambiente con la droga y otros vicios, arriba está él, elegido ciudadano ilustre de su comunidad, impoluto e intachable. Unos mafiosos de ocasión no tienen la mejor idea que matar a su único hijo por error, con una sobredosis de droga mediante una inyección. La policía se hace la distraída y encima le endilgan al padre el hecho de tener un hijo toxicómano. Claro está, que si las autoridades no se desentendieran del caso, no habría guión y el superhéroe no podría desplegar sus dotes pugilísticas y asesinas. Ante toda película protagonizada por Neeson, el espectador está expectante por la acción. A los ciento ochenta segundos asoman las primeras armas, refriegas y muerte. Cuando a los diez minutos Coxman, en su derrotero justiciero, ya cargó tres cadáveres que lanza por una catarata, el público comienza a no tomarse las cosas en serio, pero para beneficio del film el director y guionista Scott Frank tampoco, ya que el villano que se encuentra en la punta de la pirámide es un personaje caricaturesco y los chistes comienzan a aflorar. Una tribu de indígenas vinculados con el hampa y los estupefacientes, le ponen humor a la trama además de contribuir con los tiroteos y acrecentar el número de muertos. En el medio, Laura Dern, como la esposa afligida, recorre lánguidamente la primera parte del metraje hasta que se separa de su marido, para en cierta forma dejarle el campo libre para armar su represalia. El tono burlón también está dado por los intertítulos que surgen a medida que desaparecen los personajes, con sus nombres con el correspondiente ícono de la religión a la que pertenece el finado de turno, para culminar en los créditos finales con el orden del elenco por “desaparición”. Por otro lado, Venganza dejará satisfechos a las minorías y a sitios de internet como “Women Watch Films” que abogan por la diversidad en el cine, ya que están todos representados: indígenas, asiáticos, gays, indios, gente de color y judíos entre otros. En síntesis, Venganza es entretenimiento puro: un balde de pochoclos, alguna gaseosa, estirar las piernas y ¡a disfrutar!.
La historia de Ana de Gran Bretaña, la última de los Estuardo, que recrea el director griego Yorghos Lantihimos, no es precisamente la que hubiese filmado Michael Curtiz con Olivia de Havilland y Errol Flynn. En La favorita no hay ningún cartel al inicio que indique el año o ubique al espectador en el contexto histórico, y por supuesto mucho menos al final un discurso patriótico y enaltecedor como el de Flora Robson en El halcón de los mares (Curtiz -1940) en su rol de Isabel de Inglaterra. Sí está presente, pero solo en el discurso de los personajes, el conflicto bélico con Francia, la lucha política para prevalecer entre los tories y los whigs y la aparición esporádica en la pantalla del duque de Marlborough que comandó las fuerzas británicas. El director de La langosta (2015) se centra en tres personajes femeninos ninguno de los cuales produce el mínimo de empatía sino todo lo contrario rechazo y repulsión. La reina Ana, a cargo de una excelente Olivia Colman, es una majestad achacosa que se desplaza con bastones o en silla de ruedas, glotona, algo obesa, caprichosa, lésbica, rodeada de conejos para reemplazar los diecinueve hijos perdidos, que se deja manejar como una marioneta por la favorita de turno. Rachel Weisz, otra gran actuación, es Lady Sarah, prima de la soberana, ambiciosa y de temer, es una peligrosa influyente. Maneja las cuestiones del gobierno a su antojo mientras distrae a la reina con sus mimos sexuales, aprovechando la lejanía de su marido en los campos de batalla. Emma Stone, en el rol de Abigail, es la típica trepadora que poco a poco desplazará a Lady Sarah, usando todos los artilugios disponibles sin medir las consecuencias. Una aristócrata venida a menos que no está dispuesta a perder su escalafón. La lucha entre ambas por ganarse la preferencia de Ana marcará el rumbo del film. En tanto los hombres parecen pantomimas debajo de esas coloridas vestimentas, pomposas pelucas y maquillajes exagerados que serían el deleite de las drag queens de hoy en día. El marco que rodea las acciones se caracteriza por enormes cortinados que ornamentan ventanas y camas, paredes revestidas de gigantescos tapices, largos pasillos de madera que recorren los personajes en medio de una insuficiente y difusa iluminación nocturna con velas, oscura, que da un tono sórdido como los hechos que relata el film. Aquel espectador que busque un crowd pleaser (un producto que guste a multitudes) por premios y nominaciones recibidos, descubrirá que Lanthimos sigue fiel a su temática, nada cambia: estados anómalos, distopías, sentimientos abyectos, personajes infelices, el predominio de individuos sobre otros, la desesperanza en una sociedad enferma. El reinado de Ana, según el director, se parece a una parodia de gobierno que se caracteriza por los conflictos sexuales, la soledad en compañía, el sometimiento a la autoridad donde no falta la violencia física y verbal. Un banquete servido, en el cual el realizador de Alps se mueve a sus anchas, pero que no es para todos los gustos.
Shoplifters, título internacional de la última ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes, presenta una prole fuera de lo común: el padre, obrero de la construcción part time, enseña a su hijo a robar; la madre, que trabaja en una lavandería, se apropia de los objetos olvidados en los bolsillos de los clientes; la abuela cobra una mensualidad de su hijo para mantener a su nieta, y a su vez recibe una pensión por su difunto marido, siendo el principal sostén del grupo; la hija trabaja en un sex shop bailando con escasas ropas para clientes. Como si esto fuera poco, se apiadan y acogen a una niña maltratada por sus padres a la que entrenan también en el hurto (todos deben aportar). Comparten una pequeña vivienda donde duermen amontonados en los suburbios de Tokio. Somos Familia (su título en español) podría tratarse de una comedia agridulce de las tantas que ofreció el cine italiano de la mano de Dino Risi o Mario Monicelli. Pero no, estamos en Japón, en pleno siglo XXI guiados por Hirokazu Koreeda en una nueva exploración de lo que significa una familia. Su filmografía siempre giró en torno a los vínculos entre padres, hijos y hermanos como Un día en familia (2008), De tal padre, tal hijo (2013) o la más reciente Después de la tormenta (2016), pero es en su nueva realización donde los cuestionamientos son más profundos, las contradicciones más agudas y los roles del Estado más controvertidos. Koreeda pone el foco en un grupo marginal de la periferia de la capital japonesa, cuyos integrantes mezclan sus trabajos inestables con actividades fuera de la ley con tal de sobrevivir y llegar a fin de mes. No es una familia ordinaria o tradicional, solo llevan el rótulo, ya que más bien es un rejunte de personas que conviven bajo un techo común, donde cada uno a su manera contribuye para la alimentación, la vestimenta y hasta pequeños esparcimientos como el día de playa, sin estar ligados necesariamente de forma biológica. Una suerte de pandilla en la que nadie es lo que aparenta ser. En la media hora final, cuando la ley toma cartas en el asunto con sus procedimientos autoritarios, comienzan las dudas y las polémicas sobre lo que es justo y lo que no lo es para los miembros del grupo, en especial los niños, como en Lázaro feliz (Alice Rorhwacher – 2018). ¿Quién es el verdadero padre, el biológico o aquel que le ofrece cariño y comprensión?, ¿cuál es la verdadera hermana la sanguínea o la mejor amiga?, ¿deben ser separados los menores para reubicarlos en hogares donde reinan la soledad y el desinterés? Interrogantes, puertas abiertas que deja el director para el debate y la deliberación. Koreeda tergiversa un concepto tradicional y ancestral para ubicarlo en un nuevo escalafón, más acorde con los nuevos tiempos en que la genética deja su sello.
Sábado 17, revuelo total en la ciudad por la aparición del Ara San Juan, se tejen miles de conjeturas. Afuera en la calle diluvia, se camina sorteando grandes charcos, son muchos los que se trasladan en taxi al Auditorium en medio de cataratas que caen del cielo. La película de clausura vale cualquier clase de sacrificio. Los créditos iniciales muestran el patio de una casona limpiado con agua que tira desde un balde Cleo (la mucama de raíces indígenas), para expandirla con un escobillón. Una, dos, tres veces, el agua va y viene como el flujo de la vida. Sobre el líquido se refleja un avión, son tiempos de cambio en la ciudad de Méjico a principios de los años setenta. Roma, de Alfonso Cuarón, es el nombre de un barrio de la ciudad en la cual se crió el director. Un homenaje, recuerdos de su niñez. El epicentro es Cleo, que junto a una colega deben atender a una familia compuesta por una esposa, un padre ausente, una abuela y cuatro niños en una casa de varias plantas, numerosos cuartos espaciosos y muchos libros. Para contar la historia de la protagonista Cuarón elige determinados elementos estilísticos como el lenguaje visual en blanco y negro, la ausencia de banda sonora y los desplazamientos laterales de la cámara. Pero lo que más llama la atención es el acertado uso de planos generales, ya que la crónica de Cleo es pequeña y personal en medio de multitudes. Se encuentra rodeada de un marco caótico y multitudinario, desde la casa en la que sirve, su paso por el mercado, sus salidas con el novio, las visitas al hospital. Los planos amplios le permiten enfocar dos cuartos al mismo tiempo donde suceden hechos simultáneos como Canijo en Sangre de mi sangre (2011). O bien, aprovechar la profundidad de campo, en la excelente toma que tiene en primer plano a la izquierda a la familia entristecida tomando un helado por las noticias que les transmitió la madre, y a la derecha al fondo una pareja de recién casados de festejo mientras un fotógrafo reproduce el momento. Por último decide en muchas de las grandes tomas no seguir con la cámara a los protagonistas, como en la salida del cine o la llegada al hospital (Cleo en la primera y la abuela en la segunda), son una más en medio de una marea humana mientras se desplazan por el plano. La gran duda que queda flotando, es si estos pequeños detalles que hacen a la esencia del film se podrán apreciar en Netflix, plataforma en la cual será exhibido. Cleo no es una criada cualquiera, forma parte de la familia, los niños la adoran y la patrona le brinda toda su ayuda durante su embarazo. Tiene un novio que la abandona al enterarse del futuro hijo, practica artes marciales (otra gran escena durante el entrenamiento masivo) y termina formando parte del grupo paramilitar, Halcones, que reprimió de manera violenta a una manifestación de estudiantes el día de Chorpus Christi en 1971, hecho que se conoce como el Halconazo. Intensos y conmovedores momentos que enfrentan a los novios en medio de la masacre que culmina con el parto. Roma es un tributo a las mujeres, tanto Cleo como su patrona sufren la ausencia del hombre pero saben cómo salir adelante. En cuanto al espíritu de la obra conjuga el humanismo de algunos directores del neorrealismo y la estilística de Antonioni y Hanecke.
Bohemian Rhapsody es un tributo a la famosa banda de rock Queen, su música y a su cantante insigne Freddie Mercury. El film muestra lo que la mayoría de la gente quiere ver: como un humilde maletero de aeropuerto nacido en Zanzíbar de origen indio, se convierte de manera fulgurante en estrella mundial de rock. Al igual que Billy Elliot (Stephen Daldry – 2000), Rocky (John G. Avildsen – 1976) y Good Will Hunting (Gus Van Sant – 1997) el público sabe que se transformarán en grandes bailarines, atletas o matemáticos. Lo interesante es cómo llegan, su proceso, y allí entra en juego la mirada del director que puede ser acertada o no. Sus comienzos, el encuentro fortuito con Brian May y Roger Taylor, su entorno familiar, el vínculo con los representantes de la banda, su primera grabación, la exitosa gira por los Estados Unidos son reflejados por Bryan Singer de manera lineal, cronológica, clásica y rutinaria, sin ningún atisbo de innovación. Sigue paso a paso las etapas de las películas de formación musical: acercamiento a la música, veloz transformación de los protagonistas en excelentes músicos y compositores, epílogo con concierto final consagratorio. El guión bastante pueril, presenta al típico padre castrador que se reconcilia al final con el hijo junto a la madre que todo lo consiente. Por otro lado, la homosexualidad de Mercury se muestra de manera naïve, como si los productores apuntasen a una baja categorización del ente calificador, para así alcanzar la mayor cantidad de público posible. Los roces entre los integrantes del conjunto se minimizan en pos de una armonía, mucho más placentera de ver. Para aquel que no conoce los entretelones del grupo, el film resultará una interesante wikipedia con las distintas etapas por las que atravesaron. Entonces, ¿qué tiene de atractivo para fascinar a una audiencia numerosa y estar varios meses en cartel? En primer lugar la música: poderosa, contagiante, estimuladora, palpita dentro de cada espectador. Imposible permanecer indiferente. Cada compás, la percusión apoyada con movimientos de pies y manos, los primeros acordes de una melodía inmediatamente reconocida, producen una sensación de placer difícil de describir, penetra por todos los poros, cambia el estado de ánimo llevándolo a una felicidad plena. Por otra parte la perfomance de Rami Malek, al principio algo afectada, va creciendo a medida que avanza el film en un gran despliegue actoral y físico. Por último, el típico concierto final, en este caso el Live Aid en Wembley organizado para combatir el hambre en Etiopía, considerado por muchos como la mejor actuación de todos los tiempos de una banda de rock en vivo. El director de la saga X-Men se encuentra cómodo con el manejo de cámaras cuando enfrenta a multitudes o debe utilizar efectos especiales. Sigue los desplazamientos de los músicos por el escenario con buen uso del decoupage, intercala imágenes de los espectadores y de los íntimos que acompañaron a Mercury, descartando por suerte los planos de aprobación. Pone ritmo y agilidad a las acciones en concordancia con la excelencia de los temas que van desfilando. Es el clímax al cual apuntó toda la película y lo logra con creces.