Encontrarse entre el honor y la realidad. El año es 1879. El lugar, un desconocido rincón montañoso argentino. El conflicto del joven Takeo (el debutante Nicolás Nakayama) es decidirse por cual camino tomar. Por un lado se encuentra su padre, quien tras el exilio de Japón trata de integrar a su familia en esta nueva tierra. Por el otro, está su abuelo, quien se aferra al hogar del cual fueron desterrados, y alimenta a su nieto con lecciones y cuentos del mundo samurai. Entre esas historias, se eleva Saigō Takamori (si no recuerdan, era aquel que fuera interpretado por Ken Watanabe en El último samurai), líder de los rebeldes que conocieron su fin tras la Rebelión de Satsuma, en la cual el moderno emperador Meiji abrió fuego y acabó con la cepa de guerreros, así como con las esperanzas de esta pequeña familia de inmigrantes. Es cuando muere el anciano de la familia, tras gastar sus últimas fuerzas para lamentar y delirar por el fracaso del ideal de Saigō, que el inocente Takeo entiende las cosas mal y cree ser enviado a buscar a la legendaria figura, no solo creyendo el rumor de que Takamori se oculta y arma su ejército, sino también convenciéndose de que lo hace en este país. Rechazando el plan de su progenitor de plantarse a sembrar, el muchacho sale con su caballo a buscar el mito. Sin embargo, el verdadero descubrimiento llegará mediante el cruce cultural con el gaucho Poncho Negro (Alejandro Awada), lisiado veterano de la Guerra del Paraguay. Deceptivo y misterioso, es uno de esos sujetos que ganan la fama de personajes solo por lograr mantener deudas y rencores en cada madriguera imaginable, pero que afina con el chico: después de todo, el sistema también lo expulsó, aunque las botas que lo aplastaron fueron las de los presidentes fundacionales Mitre, Sarmiento y Avellaneda. Con la etiqueta de bárbaro pegada, Poncho Negro guiará al adolescente, mostrándole el lado sucio de otra sociedad que con la excusa del progreso los tildó de marginales, los aisló y, extrañamente, los unió. Así, el director Gaspar Scheuer vuelve al terreno de la épica gauchesca antes abordado en su ópera prima El desierto negro, ahora sumando un drama de tradición con raíces en la tierra del sol naciente, y mezclando estos elementos a través del western, quizás el género más melancólico de todos. Agregando un rico aprovechamiento visual de los paisajes de San Luís, un guión bien marcado en las peripecias y conflictos de sus personajes, y un muy buen trabajo por parte del dúo protagónico, el resultado final es un particular film de iniciación, que mira de forma lenta e introspectiva el choque entre el honor del pasado y el precio de la prosperidad presente. Por eso, esta pequeña coproducción entre Argentina y Francia es una intrigante propuesta para los que quieran encontrar un relato de un tiempo tan olvidado como sus parias. @JoniSantucho
Días de bunkers y desamores. El tiempo pasa, la Tierra gira, y las cosas cambian. Esas verdades universales no parecen demasiado importantes para Ginger (Elle Fanning) y Rosa (Alice Englert), dos chicas londinenses unidas desde que nacieron. Hasta los 17 años, ellas escapan a compartir juegos, verdades y sueños, en particular el de crecer en una forma más libre que sus madres, esclavas del rol de amas de casa, pudieron. Saben que es un tiempo de vueltas, para bien y para mal: mientras ellas descubren el gusto de los labios de un chico o alguna rutina para conseguir un aventón tardío, los capitalistas y los comunistas se enfrascan en una decisiva discusión por los misiles soviéticos descubiertos en Cuba. Pero poco a poco, sus placeres las inclinan a rutas distintas. Mientras la callada Ginger se fascina por la poesía y la protesta, Rosa prefiere probar el audaz camino de la revolución sexual. Sin embargo, las grietas en la amistad se marcan con Roland (Alessandro Nivola), el padre intelectual de Ginger, que se aleja más y más de su devastada esposa (Christina Hendricks), todo mientras Rosa toma un interés especial en él. Desesperada por la traición de su compañera y su familia, Ginger sentirá que su mundo está a punto de acabarse, lo que la impulsa a tratar de hacer lo posible para evitar la catástrofe. Aunque sin importar lo que pase, ella no puede dejar de sentir el ritmo del Reloj del Apocalipsis, que se acerca con certeza a la medianoche. La intención principal del drama de Sally Potter (Orlando, Las lágrimas de un hombre) es aprovechar un recurso narrativo clásico, que es mezclar las consecuencias de un evento histórico (en este caso, la crisis de misiles de 1962, el punto más candente de la Guerra Fría) con el despertar de un individuo, creando una unión entre contexto y sociedad. El problema en el enfoque de la directora es que ella se estorba al forzar sin resultados interesantes la relación entre la crisis personal y la crisis global, lo que va en contra del ritmo de la historia introspectiva de Ginger, quien es lentamente arrastrada sin querer hacia el desastre. Pero al menos Potter tuvo la habilidad de elegir a alguien que pudiera cargar el film en sus espaldas, y esa persona sin dudas es la joven Fanning. Si bien ella ya había mostrado su talento en Somewhere – En un rincón del corazón y Super 8, en Ginger y Rosa prueba más, poniéndose en la piel de una persona varios años mayor que ella y llevando acento británico, pero por sobre todas las cosas, dominando la pantalla con su capacidad para contener con sutileza un océano de emociones, pasando de la despreocupación y felicidad adolescente a la desolación de un presente sin claridad. El hecho de que ella eclipse a intérpretes como Annette Bening, Timothy Spall y Oliver Platt es una señal del gran futuro que tiene en el séptimo arte. Si no fuera por el grupo de actores liderado por la fotogénica Fanning, Ginger y Rosa sería un intento completamente obvio y calculado. Pero el elenco logra encontrar el aspecto cálido del relato, haciendo que uno no pueda evitar meterse un poco. Después de todo, cuesta no lamentar como el planeta marcha, sin tiempo para preocuparse por la vida de una pequeña poetisa.
El funeral del humor. Usualmente, cuando un crítico agarra un estreno como base para anunciar la “muerte del cine”, conviene esperar una exageración hecha para la pura repercusión; la idea del fin del medio es ridícula, sin importar los vientos en contra. Pero si hay algo que se acerca a la demoledora naturaleza de ese término, debe ser el grupo de “parodias” estrenadas en los últimos años, dedicadas a regurgitar lo último que pasa por la boca popular, sin importar si es cine, televisión o puro chimento. El más reciente espécimen de esto es Scary Movie 5 (2013), la peor entrega de la franquicia que marcó el modelo a seguir para la masacre. No toda la serie fue tan mala, de todas formas. El primer film, lanzado en 2000 e ideado por los hermanos Wayans, sacaba un buen número de risas al tocar el mensaje y la respuesta del subgénero de terror adolescente (que en ese entonces era revolucionado por Scream y El proyecto Blair Witch) y mezclarlo con lo más grosero del humor stoner, que se trasladó en menor forma a la segunda parte. E incluso en las terceras y cuartas películas, cuando el director David Zucker (responsable de clásicos como ¿Y dónde está el piloto? y La pistola desnuda) tomó las riendas, quedaron pequeños rastros de la locura slapstick que antes funcionaba. Pero igualmente, la superficialidad y predictibilidad de los chistes fue aumentando con el paso del tiempo, lo cual culminó en esta abominación barata, que ni siquiera fija objetivos, decidiendo solo exhibir y reiterar una fórmula oxidada. Tomemos la primera escena, que se burla (si por burlar entendemos “imitar completamente la escena mencionada, pero terminarla con una flatulencia, un golpe en las partes bajas, un insulto o la aparición de un rollo”) de Actividad paranormal, al mismo tiempo que continúa la tradición de poner cameos famosos al inicio: en este caso, los desvergonzados actores son Charlie Sheen y Lindsay Lohan, quienes leen sin ganas o pasión chistes sobre sus escándalos públicos, las primeras de muchas ocurrencias gastadas que incluso podrían ser pensadas por un infante tras un rato de navegar en Internet. Y, sin embargo, esa escena es lo mejor de la película. Mala señal. El verdadero argumento (si se puede llamar así) arranca cuando las hijas de Sheen son encontradas tras haber pasado meses perdidas en el bosque, y se van a vivir con sus tíos. Es ahí cuando las seguirá una presencia fantasmal, que aterrorizará el nuevo hogar. Si están pendientes a la cartelera, seguro adivinaron que esa es la historia de Mamá, film estrenado hace cuatro meses. Y, como también deducirán, hay un problema con esto. En su lucha contra el esfuerzo, los realizadores solo agarraron estrenos de los últimos cuatro años, yendo de El cisne negro hasta la remake Posesión infernal (que se estrenó solo una semana antes de este film en Estados Unidos), y pasando por producciones ajenas al horror, al estilo de El origen y El planeta de los simios: (R)evolución. De paso, conocidos de la poca talla de Snoop Dogg y Mike Tyson, así como estrellas de realities que jamás llegaremos a mirar, pasan a buscar sus cheques, e incluso se menciona al hit literario de ventas 50 sombras de Grey. ¿Qué tiene esto que ver con algo? Nada. ¿Cuál es la gracia? Ninguna. Si los chistes tuvieran astucia, timing o actores que no pestañearan a la cámara (cuanto les faltó aprender de Leslie Nielsen), se perdonaría la falta de estructura. Pero con la dirección de Malcolm D. Lee, el resultado final es una floja serie de episodios filmados a último momento con la calidad de un producto mandado directo a DVD, que rehace los mismos pasos una y otra vez hasta el cansancio y más allá. Al ver este film es inevitable pensar en en el efecto del tiempo. Así como sus chistes, Scary Movie 5 pronto se hundirá en el vacío del olvido. Tal vez sea al minuto de salir de la sala, tal vez sea un mes después, tal vez sea un año. Considerando que es un producto vago, barato y completamente libre de risas y da vergüenza ajena, el destino efímero suena bastante bien.
Adolescente fluorescente. Sin importar el tiempo, comparar la juventud de ayer con la de hoy es un ritual inevitable, que siempre termina con la última siendo señalada como especial en su pérdida de sentido o moral. Para los ojos más adultos, la “generación perdida” nunca se va, aunque las razones de la atracción adolescente por lo desaprobado varían según quien responda: “¿Es la violencia en los medios?”, “¿Será la sexualización de la cultura?”. El problema es que, a veces, se ignora cuán arduo es el camino hacia la madurez para algunos que, como manotazo de ahogado, idealizan cualquier influencia para tratar de construir un mundo personal. Esto es lo que el bizarro realizador Harmony Korine sugiere en el centro de la espectacular Spring Breakers: Viviendo al Límite (Spring Breakers, 2013), un crudo, sincero e intenso viaje al fondo de una extravagante fantasía de nenas, armas y excesos situado en el reino de los hijos de la era MTV y el imperio Disney. La afinidad de Korine por el mundo adolescente se remonta al inicio de su carrera, con los guiones de Kids y Ken Park, retratos de púberes de clase media baja (en especial, de la llamada “basura blanca”) perdidos frente al sexo, las drogas y las expectativas de la cultura estadounidense. Ahora, el realizador vuelve a tocar ese universo de dudas y malas decisiones en una película que, si bien es su producción más comercial, no deja de ser más controversial que casi todo lo que llega a la cartelera local hoy en día, con su ostentación de mujeres en bikinis, sustancias y dealers repletos de armas, así como la destrucción de la imagen pura de las figuras de la fábrica de Mickey (Selena Gomez, Vanessa Hudgens y Ashley Benson). Después de todo, era imposible que el mismo tipo que ideó a los homicidas con placer por los tachos de basura de Trash Humpers saltara de la nada a hacer una película de fiesta al estilo de Proyecto X. Para probarlo desde el primer fotograma, Korine arranca con un lento y largo pasaje de la playa de Miami, tierra prometida para nuestras comunes protagonistas, Faith (Gomez), Candy (Hudgens), Brit (Benson) y Cotty (Rachel Korine, esposa del director). Las mujeres desnudas quedan atraídas casi de forma magnética a la cámara, los hombres transpiran y escupen cerveza sobre ellas, la música está a todo volumen, la imagen salta de la pantalla al borde de la saturación, y el descontrol vacila entre lo subversivo y lo decadente al estilo de un producto como Jersey Shore o Girls Gone Wild. Pero para las chicas, es el escape perfecto de la rutina y, quizás, un portal al paraíso. Por eso, ante la falta de dinero para cumplir sus sueños e irse de vacaciones de primavera (una tradición anual de los estudiantes de América del Norte), Candy, Brit y Cotty roban un restaurante para cubrir los gastos (“Pretendan que es un jodido videojuego”, se dicen como preparación). Al llegar a la tierra del sol y del neón, las cuatro chicas quedan enceguecidas por el ambiente de rebeldía y llevan la locura del momento al máximo nivel, al destrozar el orden público y agarrando cualquier droga o bebida para tragarla como caramelo. Pero la diversión en algún momento tiene que parar, y la policía arresta a las muchachas. Sin dinero e indefensas ante la ley, su salvación viene en la forma del hipnotizado Alien (un demente e irresistible James Franco, en uno de los mejores roles en lo que va del año), rapero y criminal de poca monta, uno de los tantos seguidores de la búsqueda del sueño americano según el gangsta rap y la figura del Tony Montana de Scarface, que se la pasa todo el día presumiendo su plata, su arsenal, sus perfumes y sus shorts de todos los colores. Este blanco en ropas de negro, que lleva su obsesión estética por la cultura del hip hop a un extremo deliciosamente ridículo, será el encargado de llevar al rebaño de chicas a las verdaderas calles salvajes, en donde la pérdida y el redescubrimiento se unirán al peligro y la muerte. El cuento de Korine varía entre dos ritmos: por un lado, está el puro descontrol que homenajea al videoclip y al juego, con la banda de sonido del dubstep de Skrillex; por el otro, se encuentra una parte introspectiva adornada con las notas de Cliff Martinez. Combinados con la cautivadora y vivaz fotografía de Benoît Debie, se crea un mundo que bambolea entre el sueño y la pesadilla de nuestras protagonistas. Es que este es el punto del film que, a pesar del frenetismo, de la unión de géneros y de la irreverencia, evita la explotación barata y se sumerge en lo profundo de la vida adolescente sin glorificar, apuntar dedos o ahogar con ironía, iluminando el período en la vida en el que la percepción de la inocencia se derrumba y rompe en pedazos. Todo queda claro en el punto más alto del film, cuando el personaje de Franco aprovecha un atardecer junto al mar para tocar en su piano y cantar con las chicas el tema Everytime, de Britney Spears, dando pie a un montaje de caos que es tan estúpido como hermoso. Para entonces, no es difícil adivinar que Korine (otro bad boy más) se encariñó de sus sujetos, ya que nos invita a entender a estos marginales que, si bien no tienen el mejor juicio y cometen errores terribles, cuentan con una pasión tan ardiente por descubrir la vida ideal que es imposible no admirar. Incendiaria, bella, hilarante, reflexiva y brutal, Spring Breakers merece el estatus de culto que seguramente tiene guardado para dentro de unos años.
Cabeza borradora. No sorprende que, en su momento, Danny Boyle haya saltado en la escena cinematográfica con un film sobre la vida de un grupo de drogadictos; después de todo, su estilo es como una dosis inadulterada de adrenalina, que supo perdurar durante toda su carrera. El tiempo supo recompensarlo con los premios por las tan populares como discutibles Slumdog Millionaire - ¿Quién quiere ser millonario? y 127 horas, y el interrogante era obvio: ¿Y ahora qué sigue?. Para el director británico, la respuesta fue un regreso a su tierra natal con una historia al estilo de sus primeros films, Tumba al ras de la tierra y Trainspotting, relatos plagados de intriga, traiciones, peligro y sexo. Por eso, en su tiempo libre del maquinado de la ceremonia de apertura de Londres 2012, Boyle preparó En trance (Trance, 2013), un thriller que con gusto da vueltas alrededor de la mente humana, pero que no entrega razones claras para viajar en primer lugar. En-trance-2-locoxelcine La película arranca con Simon (James McAvoy) recitando a la cámara las reglas en su lugar de trabajo, una casa de subastas de arte. Pero este no es un candidato a empleado del mes, ya que él planea robar una pintura valuada en millones, con la ayuda de un grupo de matones liderado por Franck (Vincent Cassel). Todo sale a la perfección, excepto por un pequeño detalle: debido a un golpe en la cabeza hecho en el medio de la acción, Simon no recuerda dónde dejó la obra. Cuando la tortura no da resultados, la única opción disponible es la hipnosis, por lo cual llaman a Elizabeth (Rosario Dawson), una doctora con intenciones ocultas que iniciará una riesgosa lucha por el control, un viaje que tomará lugar tanto dentro como fuera de la realidad. Es en este trayecto en el cual Boyle deleita a la audiencia con un vibrante misterio, un enigma surreal con ritmo de videoclip claramente influenciado por David Lynch y Brian de Palma, aunque muchos también sabrán compararla con otro film que hacía dudar lo que pasa dentro de la mente, El origen. Gracias al cinematógrafo Anthony Dod Mantle y al compositor Rick Smith, el relato sabe entretener y, estilísticamente, se vuelve una suerte de rave, en la cual las identidades, los reflejos y las dobles caras de nuestros protagonistas (McAvoy, Cassel y Dawson, haciendo un muy buen trabajo al turnarse como víctimas y victimarios) hacen un interesante juego de gato y ratón (o ratones). En-trance-3-locoxelcine Pero es cuando el viaje empieza a llegar a su fin, y lo que antes parecían giros inesperados se vuelven insensateces que no encajan, que uno se da cuenta que la experiencia es hueca, porque el cuento no tiene más razón que la de acumular vueltas de tuerca. En la última media hora, el guionista John Hodge pierde la ambigüedad y entrega una serie final de roscas (que, para evitar contar demasiado, no se explicarán en este texto) que casi arruinan totalmente las intenciones de Boyle y compañía, tornando el argumento en una ridiculez al estilo de lo último de M. Night Shyamalan. Pero a pesar de la manía por la sorpresa que vuelve amargo el resultado final, En trance es un entretenido, sexy y violento thriller que gracias al liderazgo de su realizador, a la fuerza de sus actores y al talento en lo visual y sonoro, continúa el éxtasis de la marca Boyle. @JoniSantucho
El discreto desencanto de la burguesía. Calificación - 3/5 Adaptar una obra de teatro al cine tiene sus riesgos. Si bien los diálogos y las performances pueden funcionar perfectamente en el primer formato, pasarlo a la pantalla grande requiere de sumar una nueva visión sonora y auditiva, de agitar el aspecto estático del escenario. Al mismo tiempo, el traslado a un medio audiovisual no debe evitar que se pierda el alma del libreto original, lo que en casos particulares implica un debate entre el contenido y su actual exploración. Ese dilema es lo que afecta a la muy graciosa comedia francesa El Nombre (Le Prénom, 2012), que trata de encerrarnos en las paredes de las relaciones entre un grupo de acomodados pero que a la vez termina atrapada por su previo formato. Vincent (Patrick Bruel) es un playboy inmaduro, que recién después de las cuatro décadas pudo acomodarse con una chica, Anna (Judith El Zein). Y ahora que están esperando un hijo, la habitual cena con amigos y familia se enfoca en ellos. Pero el drama se oculta tras los otros comensales: la hermana de Vincent, Élisabeth (Valérie Benguigui), está ahogada entre el trabajo y el rol de madre, mientras que su esposo Claude (Guillaume de Tonquedec), es adicto al mundo del intelectual; y por otro lado, el compañero Pierre (Charles Berling), parece esconder una faceta fuera de su vida de músico. Pero en esta reunión, una simple broma sobre el nombre del bebé empezará a disolver sus disfraces, y dará lugar a una batalla en la cual la verdad volará por encima de los platos. Escrita y dirigida por los autores de la exitosa obra original (que incluso ahora tiene una versión argentina, dirigida por Arturo Puig), Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patelliére, la película arrasó en la taquilla de su país (donde vendió más entradas que Los Vengadores) y consiguió cinco nominaciones a los Premios César. El amor popular tiene sentido: el guión se vale bien de las carcajadas, usando la astucia gala y la química de los actores mientras los personajes pasan de discutir el sentido de un nombre (“¿Creés que Hitler no hubiera sido Hitler si se hubiera llamado Pepito?”) a cuestionar sus estilos de vida, jugando a ver qué vale más a los cuarenta: un conocimiento monumental sobre literatura o un auto cero kilómetro. Pero a la vez, no se puede evitar notar que los creadores se enamoraron demasiado del formato teatral, de tal forma que, tras la introducción, el estilo del film decae al confinarse en el apartamento del banquete. Eso hace que, con 109 minutos, la historia sobrepase su bienvenida para el cine, en especial al considerar que los films sobre pequeñas luchas burguesas ya son casi un género (y no solo en su tierra natal, si consideramos las similaridades con la reciente Un Dios Salvaje (Carnage) de Roman Polanski). De todas formas, El nombre es una opción pasable para ir y reírse un poco, aunque la memoria no pueda esforzarse mucho para guardar algo sustancial. Si uno busca una versión más barata de la obra, se podría decir que es un insólito descuento.
Olvido, sorpresa y déjà vu. El atractivo de la ciencia ficción es el de un eterno cuestionamiento: “que pasaría si...”. Una chispa sobre lo que no existe hace explotar de repente un nuevo territorio, que le da espacio a las grandes ideas así como a las historias masivas. Es en la unión de estos dos últimos elementos en la cual lo irreal se vuelve cercano, y en la que una obra más se transforma en un clásico. El cine ya nos dió decenas de grandes relatos como estos, llevando al espectador a lugares tan recónditos como los confines del espacio pero, al mismo tiempo, sumergiéndolo en las profundidades de la naturaleza humana. Ahora, Oblivion: El tiempo del olvido (Oblivion, 2013) presenta pretensiones de llegar a estas alturas y, a la vez, entretener a las audiencias con una aventura de misterio y acción. Si bien la película no puede lograr lo primero, tiene bastantes aciertos en el segundo como para dejarla pasar. El film se transporta a la Tierra post-apocalíptica de 2077, solo consistente en restos de la guerra interplanetaria que 60 años atrás arrasó con todo. En el área de Nueva York, quedan Jack (Tom Cruise) y Victoria (Andrea Riseborough), quienes tienen la tarea de limpiar el desastre y juntar recursos naturales para transportarlos al resto de la civilización, ahora mudada a una de las lunas de Saturno. Por fortuna para ellos, solo quedan dos semanas más de trabajo, pero la curiosidad de Jack y la llegada de una sobreviviente con secretos (Olga Kurylenko) iniciarán una serie de revelaciones que cambiarán sus perspectivas y al mundo que conocen. Joseph Kosinski (Tron: El Legado) plantea una historia de descubrimiento con un ritmo más lento que el de los tanques hollywoodenses habituales -casi moviéndose como un western clásico-, para construir los interrogantes y al mundo que rodea a Jack. Aunque la lentitud pierde sentido cuando aparecen las respuestas hacia la parte final del film, el diseño visual de la producción es espectacular, haciendo gran uso de la mezcla del relieve estéril de Islandia y unos excelentes efectos especiales, llevando a la pantalla un futuro digno de ser visto en la pantalla grande. No sorprende el hecho de que el realizador haya sido profesor de arquitectura: los mundos de sus dos films están meticulosamente armados; en este caso, uniendo en protagonismo a la desolación de desiertos y montañas con la frialdad geométrica de las máquinas y hogares del mañana, al mismo tiempo que deja en lugar secundario a las ruinas de La Gran Manzana. Otros recursos de Kosinski para mantener el interés son escenas de acción bien fluidas y enfocadas, una pulsante banda de sonido por M83 (variando entre el tecno noventoso y el estilo bombástico de un seguidor del compositor Hans Zimmer) y con el amuleto que es su protagonista principal. Cruise siempre fue una estrella clásica con los pies en el presente, al estilo de George Clooney: su personalidad básica provee suficiente carisma para sostener el film, a pesar de no estirarse más allá de eso (excepto, claro, por casos como Colateral y Magnolia). Pero claro, en la segunda mitad empiezan a notarse los problemas, principalmente cuando el director (quien también fue autor de la historia original, luego reescrita por reconocidos como William Monahan y Michael Arndt) continúa apuntando a lo grande, todo mientras sigue tomando elementos obvios de más y más clásicos de ciencia ficción de los últimos 50 años: desde imágenes de 2001: Odisea del Espacio y Star Wars a temas y personajes vistos en Solaris, Matrix y En la Luna. Este el punto en que muchos se dividirán, diciendo si es un manifiesto de influencias o un atraco a plena vista. De todas formas, Kosinski parece evitar lo último, compensando con su coherencia estilística para atar su universo. Eso sí, es inevitable pensar la gran frase de comparación: “Esto ya lo ví en algún lado”. Es una lástima que, a pesar de todo el esfuerzo puesto en la experiencia sensorial del film, no se haya elaborado lo mismo en lo ideológico y lo argumental. Temas como la voluntad propia, la existencia del alma y la lucha del individualismo contra la convención social son introducidos pero no desarrollados, dándoles sólo una resolución veloz. Y la historia del film, si bien es interesante, tiene varios baches y no demasiada profundidad con la historia de los humanos aparte de Cruise, dejando a los actores para valerse por sí mismos: mientras Riseborough y Kurylenko salen a flote con lo poco que les da su material, una subtrama con un grupo de sobrevivientes liderado por el personaje de Morgan Freeman (quien aparece por aproximadamente 15 minutos), queda oculta excepto por cuando se necesita desesperadamente su uso. A fin de cuentas, Oblivion es una de esas grandes producciones que, a pesar de estar hecha de partes usadas, tiene suficiente espectáculo y ritmo para entretener y distraer por un par de horas. Si podrá esquivar el olvido, se verá más adelante. @JoniSantucho
Cómo aprender a vivir después de la muerte. Es un día más en una gélida escuela primaria de Montreal. Los alumnos reconocen el inconfundible sonido del timbre para huir al patio, aprovechando la breve libertad del recreo para hacer lo de siempre: jugar, hablar, reír. Pero mientras la mayoría se divierte, un retraído chico decide regresar al edificio. Y así, en una cruel mezcla de azar y destino, él encuentra lo inesperado: el cadáver colgado de su maestra, que decidió dejar su vida en el aula. De esta forma, arranca Profesor Lazhar (Monsieur Lazhar, 2011), un drama franco canadiense dedicado a mostrar lo que pasa con la gente dejada atrás después de la muerte. En esta historia -basada en una obra unipersonal escrita por la dramaturga canadiense Évelyne de la Chenelière-, el verdadero cambio inicia con la llegada al colegio de Bashir Lazhar (Mohamed Saïd Fellag), un inmigrante argelino en busca de la posición recién dejada vacía. Lo que él encuentra es un curso que, debido a los intentos de los adultos por evitar tocar los trágicos eventos ocurridos, quedó congelado en el tiempo. Viendo esto, Lazhar decide oponerse a los planes de la directiva y los padres, animando a los estudiantes a abrirse sobre las formas en las que fueron tocados por la muerte. Pero detrás de sus buenas intenciones, existe una parte oculta de su pasado que aún no terminó de cerrarse. El premiado film escrito y dirigido por Philippe Falardeau (que incluso consiguió una nominación al Oscar por Mejor Película Extranjera en 2011) usa una estructura demasiado conocida: la del docente nuevo que se propone revolucionar la vida de su alumnado, cueste lo que cueste. Sin embargo, donde se empieza a girar es en el aspecto del trato del luto; esa forma en la cual los idos dominan las vidas de los vivientes, tal como una presencia fantasmal. La película juega entre tres formas de lidiar con la pena: la elusiva postura oficial, el confrontativo y emocional método de Lazhar, y el curioso proceso de descubrimiento de los pequeños. Por la mayor parte esto funciona pero, lamentablemente, en el tercer acto el guión no termina de profundizar lo suficiente para cerrar la historia debidamente. De todas maneras, las performances son el verdadero foco del film, y afortunadamente no fallan. Como el personaje del título, Fellag mezcla la cantidad justa de humor, carisma y peso dramático, haciendo su cicatriz presente, pero no de forma obvia. Mientras tanto, la mayoría del elenco infantil cumple con sus interpretaciones a través de una corriente de sensaciones; un logro remarcable, considerando la rareza de los pasables artistas menores. A pesar de parecer un cuento familiar, de algún ocasional golpe bajo y de la falta de un desenlace adecuado, Profesor Lazhar es un buen resultado debido al destacable trabajo de los actores y a la leve vuelta argumental con respecto a otras propuestas de este tipo. @JoniSantucho
Jugando con soldaditos. La franquicia de G.I. Joe no se caracteriza por el realismo o la verosimilitud. Como con su compañera Transformers, las cosas arrancaron durante la explosión comercial de los años ochenta en Estados Unidos, con una serie de figuras de acción. La popularidad llegaría más tarde, con la aparición de comics y una serie animada que, en realidad, servían como publicidad para los juguetes, vendiéndole a los niños la idea de grandes batallas entre militares y terroristas. Décadas después, los números generados por la nostalgia lograron que la lucha fuera llevada a la pantalla grande en la olvidable G.I. Joe: El Origen de Cobra, una adaptación decepcionante que solo se parecía al material original por las actuaciones ‘a lo muñeco’ de algunos miembros del elenco. Ahora, el director Jon Chu (cuyo historial previo incluye dos films de Step Up y el documental Justin Bieber: Never Say Never), trata de dar vuelta el rumbo y complacer a los fans con la secuela G.I. Joe: El contraataque (G.I. Joe: Retaliation, 2013). Tras los eventos de El Origen de Cobra, los Joe siguen cumpliendo misiones alrededor del mundo, sin saber que su lider, el Presidente de los Estados Unidos (Jonathan Pryce) fue reemplazado por el imitador Zartan (Arnold Vosloo). Y, antes de que se den cuenta, ellos son atacados sin piedad por el villano, quien ejecuta a casi todos los miembros del grupo de elite. Ahora, con Roadblock (Dwayne Johnson), Lady Jaye (Adrianne Palicki), Flint (DJ Cotrona) y Snake Eyes (Ray Park) como únicos sobrevivientes, queda poco tiempo para formar una resistencia antes de que el impostor Zartan, junto al Comandante Cobra (Luke Bracey), el ninja Storm Shadow (Byung-Hun Lee) y Firefly (Ray Stevenson), dominen el mundo. Usualmente, las secuelas de los tanques hollywoodenses tienden a agrandar lo que la gente probó en el primer film. En el caso de Chu y los guionistas Rhett Reese y Paul Wernick (los mismos de Tierra de Zombies), parece que el caso es contrario: en esta oportunidad, los objetivos son complacer a los fans y borrar lo más posible de lo que vino antes. Esto queda bastante claro cuando Duke (Channing Tatum), el previo protagonista, es eliminado a los 15 minutos de iniciada la producción, dándole paso a Johnson para probar su reputación como icono de acción del presente y mejorar el asunto. Liderando un elenco dispuesto con carisma (especialmente Jonathan Pryce, sobreactuando y comiendo todas sus apariciones con gusto), el ex-luchador profesional está a gusto en el energético mundo de Chu, que se mata para satisfacer a los entusiastas y se despacha con escenas de acción variadas y fluidas. Así, la película se siente como el producto de un chico que imagina una aventura con sus juguetes, ignorando el hecho de que la realidad no permite cosas como peleas entre ninjas colgados sobre montañas. Sin embargo, el film también sufre por esa falta de pensamiento. A pesar de ser una básica historia de ‘buenos contra malos’, el desarrollo del film es bastante lento, de tal forma que recién en la mitad empiezan a moverse todas las fichas del tablero. Encima, todo es demasiado superficial: se tiran decenas tras decenas de personajes (incluyendo a un desperdiciado Bruce Willis, quien aparece por menos tiempo que Tatum) para complacer a los apasionados, pero para después atropellarlos y darle paso a explosiones, tiros y tomas que tratan de justificar un olvidable 3D. Es el sistema de un videojuego, pero sin el alma necesario para que uno realmente se interese. Al final, esto solo logra que cueste bastante recordar algo tras salir del cine. Pero de todas formas, G.I. Joe: El Contraataque divierte por el tiempo que está en pantalla. No será memorable o especial, y los no conocedores se sentirán algo excluidos, pero la acción y los protagonistas sabrán complacer a los que busquen enlistarse por una dosis de escapismo.
Los hombres que no amaban a las mujeres. En el ojo popular, el género masculino es experto para armar muros a través de las emociones. Mientras las mujeres son caracterizadas por algunos como libros abiertos, el género masculino es concebido como estoico y firme, usando como modelos a toda clase de guerreros. Ahora, el director catalán Cesc Gay (Hotel Room, Krámpack) usa la crisis de la mediana edad para mostrarlos a ellos en su lado más frágil, en Una Pistola en Cada Mano (2012), un film en el que las palabras son todo lo necesario para bajar la guardia. A través de cinco episodios que transcurren a lo largo de un día, esta comedia dramática toca las dudas usuales que llegan a la mente de un tipo que rodea los 40: el temor al futuro, el remordimiento por errores pasados, y el desdén de la rutina del presente; todo, por supuesto, rodeándolas a ellas, presentes en temas como el amor, el sexo y el paso del tiempo. Lo particular sobre todo esto es que, en este caso, todo se da simplemente mediante conversaciones casuales. Las situaciones son cotidianas, pero variadas: un fracasado pero feliz ebrio (Eduard Fernández) se encuentra con su amigo, un exitoso pero atemorizado adicto a las pastillas (Leonardo Sbaraglia); un sujeto arrepentido (Javier Cámara) que deja a su hijo en la casa de su ex-mujer (Clara Segura) y trata de iniciar un intento de recuperación, sin saber que lo espera una sorpresa; un marido receloso (Ricardo Darín) que mientras sigue al supuesto amante de su esposa se encuentra con un conocido (Luis Tosar) y choca con la dura realidad; un hombre de familia (Eduardo Noriega) que busca sin resultado efectuar una aventura con una compañera de trabajo (Candela Peña) y, finalmente, dos amigos (Antonio San Juan y Jordi Mollá) que descubren más de lo que imaginaba cada uno sobre el otro, gracias a sus confiadas parejas (Leonor Watling y Cayetana Guillén). Así, en seis conversaciones, se abre la puerta a revelaciones que, si bien son cómicas y amplias, sufren por ser demasiado aisladas y ligeras, solo unidas por un flojo nexo argumental que aparece bien al final de la producción. Además, la dirección de Gay es demasiado estática y teatral, lo que es un pecado grave para una película construida enteramente en diálogo. A pesar de eso, la mayoría del elenco estelar tiene suficiente presencia y timing comédico para que esto no se vuelva un defecto irremediable aunque, como en muchas historias corales, se ve la suba y baja de calidad con cada segmento que pasa (aunque nadie se sorprenderá al saber que el corto con Darín y Tosar es el más repleto de humor). Al final de cuentas, Una Pistola en Cada Mano es una disfrutable aunque leve mirada al costado desesperado del hombre en el medio de la ruta, quien seguro podrá sintonizarse con placer. Un film apto para los señores de las cuatro décadas. @JoniSantucho