Tirando la Casa (Blanca) por la ventana… de nuevo. Para el canon del cine de súper acción, la situación es típica: un villano tiene acorralado al presidente de Estados Unidos, y decide explicarle su diabólico plan, mezclando su visión patriótica con burlas y negando que “la pluma sea más poderosa que la espada”. Tras un largo discurso digno del manual básico del antagonista, el líder del mundo libre ofrece una reinterpretación de las palabras de Edward Bulwer-Lytton; en otras palabras, le da un plumazo en el cuello. Si bien el remate es gracioso, no quita la fatiga y la solemnidad fallida de la escena. Esos momentos resumen tanto todo lo bueno y malo de El Ataque (White House Down, 2013) como la carrera de su director, Roland Emmerich. Y, aún con varios de los elementos favoritos del realizador presentes en este último esfuerzo, se puede notar que el rey de la destrucción no aprende de sus errores. La película porta varios de los fetiches del responsable por Día de la Independencia, El Día Después de Mañana y 2012, arrancando con el padre que tiene que volver a conectarse con su familia. En este caso, él es John Cale (Channing Tatum), veterano de Afganistán y policía, quien no para de decepcionar a su hija Emily (Joey King). Por suerte, él consigue una chance de redención al concertar una entrevista de trabajo con el Servicio Secreto. Por supuesto, esto atrae a su nena, fanática de la Casa Blanca a un nivel enfermo: a la tierna edad de 11, se levanta temprano para ver las noticias políticas, mientras compila datos de WikiLeaks y demás enciclopedias virtuales. Pero cuando la visita a la residencia de Washington es interrumpida por la visita nada amistosa de un grupo paramilitar, el será forzado a probar su valentía al tener que rescatar a su hija, acompañar al presidente James Sawyer (Jamie Foxx) y detener un complot que podría resultar en una guerra nuclear mundial. Todo, claro, entre un sinfín de explosiones, tiroteos, peleas, escombros y cenizas. Si piensan que esta sinopsis suena bastante familiar, entonces deben estar pensando en Ataque a la Casa Blanca (Olympus Has Fallen, 2013), estreno que pasó hace apenas meses por las carteleras del mundo. El choque de proyectos similares ya es costumbre en Hollywood: un año son comedias sobre amigos con beneficios, el otro son reversiones de la historia de Blancanieves y, este, son calcos de Duro de Matar en la Oficina Oval. Pero, aunque el film de Antoine Fuqua con Gerard Butler como salvador de la bandera roja, blanca y azul salió primero, en realidad la preproducción de la película del alemán arrancó antes, con la compra del guión de James Vanderbilt por la friolera suma de tres millones de dólares (cantidad bastante cuestionable al ver el resultado en pantalla). Vale la pena comparar brevemente estos dos proyectos: la película de Fuqua es una visión más directa, sangrienta, conservadora (allá, los malos eran rebeldes norcoreanos, y había cantos patrios por doquier) y barata (70 millones de dólares), que la versión de Emmerich, que presume de forma limpia su presupuesto de 150 millones a un público más amplio, valiéndose de la excusa políticamente correcta de enemigos internos para darle rienda suelta a la extinción de todo edificio, vehículo o persona al alcance. De todas formas, la mayoría del film se basa en las espaldas de Tatum, quien tras probar su rango con Comando Especial y Magic Mike hace una buena transición al rol de líder de tanque pochoclero, y Foxx, quien sigue manierismos y tics para entregar a un Obama que tiene siempre listo el discurso de paz, pero que también está más que dispuesto a tomar las armas (cualquier similitud con la realidad es mera coincidencia). La química entre los dos es apoyada por algunos eternos intérpretes rendidores, como Maggie Gyllenhaal, James Woods y Richard Jenkins. Todo esto divertiría bastante, si la mayoría de la película no insistiera en meterse en terreno que no conoce. La obstinación en subtramas sobre un trato de paz en Medio Oriente y las maquinaciones de las industrias armamentísticas de defensa hace ver a la película con la mentalidad de un chico de 9 años que ve CNN e insiste sin éxito en repetir lo que acaba de escuchar, y la devoción a la bandera norteamericana cansa bastante. Es por eso que el film solo vuela cuando abandona la lógica y se divierte, como cuando se burla del uso de la herramienta expositiva/narrativa/emotiva que es la hija del protagonista, o cuando muestra al hombre común y al presidente esquivando balas y dando vueltas en una limusina por el jardín de la avenida Pennsylvania al 1600, antes de empezar a disparar un lanzacohetes. Por eso, la autoconciencia de Emmerich es lo que salva a El Ataque de caer completamente en el adormecedor territorio del protocolo nacionalista, o del mismo cliché. Esta es la tercera vez en la que el director destroza la Casa Blanca pero, aún con ese simbolismo básico, uno no puede evitar volver a tener simpatía por la destrucción.
Terror en primera persona. Piensen en esas reuniones con amigos donde todos están empecinados en hacer enfocar sus cuentos, que bailan entre el detalle de la realidad, la percepción y la pura imaginación. Esa extraña candidez, que supera los típicos altibajos de los relatos, es el elemento clave que atrae a la gente hacia la antología. Por eso, no resulta difícil encontrar rastros de esa sensación en Las Crónicas del Miedo, donde un conjunto de voces nuevas del horror y el cine mumblecore (esa mezcla indie de amiguismo, actores amateurs y diálogos casi improvisados) aprovecharon las libertades técnicas, económicas y narrativas de la última tecnología para dar rienda suelta a un sangriento grupo de historias políticamente incorrectas. Aunque el resultado final terminó estancado en el terreno mixto, la reacción de la audiencia garantizó una continuación, por lo cual ahora Las Crónicas del Miedo 2 (V/H/S/2, 2013) trae más realizadores, más tipos de pesadillas y más hemoglobina. Y, de nuevo, los resultados varían entre lo regular y lo singular. A través de cinco cortos (incluyendo al que provee el marco para los otros cuatro), el polémico subgénero del found footage (o material encontrado) es usado como excusa para unir relatos. Todo arranca con el indiferente segmento Tape 49, de Simon Barrett, que encuentra a dos investigadores privados en una noche normal de trabajo, siguiendo infieles a moteles de mala muerte, para luego filmarlos en el peor momento y chantajearlos (una de las muchas conexiones al voyeurismo que no van a ningún lado). Las cosas se ven interrumpidas cuando les toca visitar el hogar de un joven desaparecido, donde lo más llamativo que encuentran es un rejunte de misteriosos VHS con material snuff (algo curioso, porque todo lo mostrado es filmado digitalmente, así que de entrada el argumento no tiene sentido). Por supuesto, los detectives caerán en el error de ver cassette tras cassette, quedando atrapados en una trampa diabólica. La primera de las cintas es Phase I Clinical Trials, de Adam Wingard (quien ya participó en el film original y ahora está por estrenar Cacería macabra), que encuentra a un joven recuperándose de un accidente de auto, con una particular prótesis: un ojo biónico. Aunque el aparato le permite ver con normalidad, también corre con la desventaja de ser un instrumento de prueba, que graba todo para luego mostrarlo a la empresa fabricante. Pero la privacidad será el menor de sus problemas (una lástima, porque el subtexto de la premisa sirve sólo como excusa para poder filmar el segmento) cuando su nuevo órgano empiece a hacer que note la aparición de fantasmas. Si bien esto suena bastante parecido a El ojo, la ejecución plana y predecible de estos minutos (que caen en el típico error del susto barato) no se acerca a la efectividad del J-horror de los hermanos Pang. Después, es el turno de A Ride In The Park, que viene de la mano de Eduardo Sánchez y Gregg Hale, quienes fueron co-director y productor en El proyecto Blair Witch, aquel film que inspiró el fenómeno de la cámara en mano. En esta oportunidad, el film se vuelca al terreno de la comedia, al mostrar los incidentes de un joven que atraviesa un parque a toda velocidad con su bicicleta, grabando todo con la cámara GoPro pegada a su casco. Todo arrancará cuando, tras ver a una mujer perseguida, se encuentre víctima de un grupo de zombies, lo que causará una reacción en cadena digna de verse. Con un buen ritmo y un par de momentos visuales que recuerdan la locura de la violencia splatstick de Sam Raimi y Peter Jackson, este segmento supera la falta de trama gracias al humor y al encanto. Tras eso, se da lugar al que sin dudas es el mejor segmento del film: Safe Haven, co-dirigida por Timo Tjahjanto y Gareth Evans. Si el último nombre suena familiar, es porque él es el realizador responsable por la obra maestra de acción The Raid. Ahora, se muestra la misma demente pasión al llevar a la pantalla la pesadilla de un equipo de noticias que queda atrapado en los rituales de un culto satánico indonesio. Contar mucho sería un crimen en esta ocasión, así que sólo vale la pena decir que tanto la forma en la cual los directores elevan el clima de tensión e incertidumbre (desde la duda sobre las intenciones de la enigmática secta hasta el terror del explosivo desenlace) como el respeto por la historia fuera del escalofrío merecen ser estudiadas por algunos de los colegas que contribuyen en la película. Considerando la longitud de la parte anterior (la más larga de la producción), uno creería que la cosa acabaría ahí. Pero, en realidad, todo concluye con Slumber Party Alien Abduction, de Jason Eisener (el maniático detrás del delirio de exploitation Hobo With a Shotgun). Los protagonistas son unos púberes fanáticos de las películas caseras y fastidiar a los demás, que reciben la visita de unas criaturas del espacio. Pero estos no son los extraterrestres de Super 8, sino más bien los típicos aliens grises con ojos largos y negros que gustan de raptar gente. Eso da lugar a la típica y cansada persecución que uno encuentra a montones en Youtube. En resumen, es básicamente lo que promete el título, y nada más. Como la mayoría de las películas que compilan cortos, Las Crónicas del Miedo 2 es una montaña rusa, debido a las muchas diferencias entre sus realizadores. En algunos casos, hay un dominio del estilo, el mensaje y la pasión del pánico; en otros, sólo queda como memoria el vago y reprochable uso de la cámara movediza. En conjunto, la película queda a mitad de camino. Aunque, como con tantas antologías, las opiniones varían más que lo normal. @JoniSantucho
Viajar al espacio ya colonizado. En 2009, el estreno de la secuela, precuela y reinicio Star Trek - El futuro comienza hizo que el entonces ajeno J.J. Abrams (más conocido por su rol como productor de hits televisivos como Lost y Alias) matara dos pájaros de un tiro, entregando un origen que atraía a las audiencias masivas, pero que al mismo tiempo complacía a los fieles seguidores de las historias de la tripulación de la nave Enterprise (e incluso se ataba a la continuidad previa). Ahora, todo el equipo vuelve en Star Trek: En La Oscuridad (Star Trek Into Darkness, 2013), una odisea espacial que mantiene la energía y la aventura del film predecesor, a pesar de algunos percances serios a la hora de explorar nuevos territorios. Arrancando con una vibrante misión que no hubiera quedado fuera de lugar en la serie de los años sesenta, la película reintroduce el choque entre la decisión apasionada de Kirk (Chris Pine) y el pensamiento lógico de Spock (Zachary Quinto), durante una situación en la cual el último corre riesgo al quedar atrapado en un volcán mientras trata de salvar un planeta lejano. El vulcano se prepara para abrazar la muerte, pero el capitán lo salva, al costo de revelarse a una civilización primitiva, romper las reglas de Starfleet y perder su posición. Sin embargo, eso queda al costado cuando un misterioso terrorista (Benedict Cumberbatch, de Sherlock, luciendo su gran presencia en un personaje muy cercano al Hannibal Lecter de Anthony Hopkins) atenta contra los cuarteles de la flota espacial, acabando con casi toda la cadena de mando. Tras descubrir la locación del atacante en el territorio enemigo de los klingons, los exploradores son armados por el almirante Marcus (Peter Weller) para ir y tomar venganza, sin importar las consecuencias. Pero cuando el culpable de la tragedia resulta ser más de lo que parece, las traiciones, conspiraciones y revelaciones pondrán en peligro al mundo de 2259. Todo está balanceado a través del ojo de Abrams, quien mezcla con ritmo y facilidad la química del elenco (casi una familia, a esta altura) en sus escenas íntimas sobre sacrificio y tradición, con la astucia e invención de las escenas de acción, pasando de persecuciones a través de tierra, aire y el cosmos a batallas de buques, phasers y puños. Es realmente remarcable la habilidad del realizador de Misión Imposible 3 y Super 8, que domina la un universo en el punto medio entre el idealismo tecnológico de ayer y hoy, como enseña el estilo retrofuturista de la producción, acompañado por excelentes efectos especiales e incluso un buen uso del 3D. Este film es prueba suficiente de que J.J. está listo para cruzar la vereda a su mayor desafío, que será el próximo episodio de la saga Star Wars, en 2015. Además, hay un pequeño lugar para un mensaje en línea con las ideas expresadas hace casi 50 años por Gene Roddenberry, esta vez manejando claras críticas al manejo de la política intervencionista occidental de los últimos tiempos (es curioso como frases clásicas como “las necesidades de la mayoría tienen más peso que las necesidades de los pocos” se pueden volver más siniestras por el contexto actual), que se alinean con lo tocado previamente este año en Iron Man 3. Si bien en ambos casos el mensaje no entra en profundidad, son interesantes muestras del cine comercial post-11/9. Por desgracia, no todo el recorrido es placentero, debido a la insistencia de los verdaderos enemigo que desafiaron la calidad del primer film: los guionistas. Ahora que Roberto Orci y Alex Kurtzman (Transformers) usaron el relato de origen, no saben que hacer, y no ayuda que se les sume Damon Lindelof, responsable en las polémicas Prometeo, Guerra Mundial Z y el final de Lost. Por un lado, la mayoría de los personajes originales son olvidados: excepto por las idas y vueltas de los camaradas Kirk y Spock (que repiten sus arcos del film anterior; uno es demasiado inmaduro, y el otro tiene problemas con su lado humano), y por la asistencia cómica de Scotty (un estupendo Simon Pegg) y Bones (el siempre subestimado Karl Urban), el equipo queda en el fondo; las mujeres -Zoe Saldana como Uhura y Alice Eve- están casi pintadas a la escenografía. Por otra parte, la construcción del misterio central (esa gran debilidad de Abrams) y del inescapable guiño lleva a una inmensa cantidad de inconsistencias y errores dentro y fuera de la historia, que plagan la mente horas después de que uno sale del cine. Y todo esto lleva a la peor parte de la película, de la cual no se puede deslizar mucho sin entrar al terreno de los grandes spoilers. De todas formas, basta con plantear unas preguntas: ¿para qué meterse en tantos problemas con crear un nuevo comienzo del universo conocido, cuando van a tirar todo por la borda por forzar a un personaje clásico de la mitología trekkie (cuya identidad revelada es insustancial para los que no vieron los films, e inconsistente para los que sí conocen su iracunda personalidad) y calcar escenas de hace tres décadas? ¿Es este el futuro de la franquicia, el modelo de la vieja banda que sólo saca álbums de grandes éxitos reversionados, una y otra vez? Es esta frustración la que invade el final del film, que se pasa en destrucción sin sentido y vueltas tan predecibles como seguras. Después de todo, es cierto lo que cantó alguna vez Anthony Kiedis: “El espacio puede ser la frontera final / Pero está filmado en un sótano de Hollywood”. Pero aún a pesar de toda la pereza disfrazada de homenaje, es imposible resistir el encanto que el equipo de Star Trek: En La Oscuridad entrega. Sólo esperemos que, la próxima vez, los creativos se atrevan a ir donde nadie fue antes.
Ayer versus hoy. ¿Qué pasó con Robert Redford como director? Cuesta creer que el responsable de Quiz Show - El dilema haya caído tanto, aún después del daño de Leones por corderos y El conspirador, que bordearon por el coma de la intención soporífera. Lamentablemente, Causas y Consecuencias (The Company You Keep, 2013) tampoco escapa del martillo moral del realizador, aunque al menos presenta más signos de vida que sus previos esfuerzos. En la adaptación de la novela de Neil Gordon, Redford interpreta a Jim Grant, un abogado viudo que vive con su hija en Nueva York. Su paz es interrumpida con el anuncio de la captura de una prófuga activista del grupo Weatherman acusada de asesinato, hecho que motiva la visita del periodista Ben Shepard (un correcto Shia LaBeouf). Cuando la investigación del joven escritor revela su verdadera identidad como ex miembro de la infame organización terrorista, Grant es forzado a huír de la ley para encontrar a sus vínculos del pasado, con la esperanza de limpiar su nombre. Mediante esta excusa, el guión de Lem Dobbs (Vengar la sangre, La traición) viaja con su protagonista a lo largo de Estados Unidos, mientras que las reuniones con viejos compañeros de causa indican la única dirección a la que apunta la brújula ideológica del film. Lo que arranca como una buena contextualización de las acciones de los grupos insurgentes durante los años sesenta y setenta se vuelve un planteo orgulloso y unilateral por los resultados del idealismo, que ignora la trágica corrupción del sueño para dar un mensaje que básicamente se reduce a la añoranza de “en mis días, nosotros sabíamos como rebelarnos”. Sumemos frases potentes pero carentes de justificación real, como “El periodismo está muerto” (este film tiene más golpes a la prensa que una temporada entera de The Newsroom) y argumentos de que los chicos de hoy se olvidan de la acción social gracias a Facebook y demás, y tenemos al activista transformado en ese abuelo cascarrabias con el que nadie quiere hablar durante la cena familiar, sólo que con un toque más de peligrosidad. También uno podría argumentar que la película está más preocupada por los conflictos internos de sus personajes, pero la verdad es que no tienen una verdadera profundidad: Grant es un sabio mártir, y Shepard es el típico novato insensato que, sí o sí, va a aprender una lección de vida antes del final de la historia. De nuevo, una dinámica cada vez más común en la filmografía de Redford. Si agregamos la inmensa cantidad de personajes atrapados en roles limitados por tiempo o propósito, tampoco queda mucho por ampliar, lo que termina afectando en las vueltas del extenso film. Es que el elemento que simula esa profundidad, e incluso casi salva a la producción, es el calibre de su gran elenco, desde el rol principal del carismático Redford hasta los estelares secundarios, incluyendo a Julie Christie, Susan Sarandon, Stanley Tucci, Nick Nolte, Richard Jenkins y muchos más. Lástima que tengan que trabajar con un material tan poco recompensante. A fin de cuentas, Causas y Consecuencias está lo suficientemente bien filmada y actuada como para ser pasadera, pero el vacío en su discurso es tan masivo que ni un equipo de primera puede vencer su negación de las huellas de la historia. Si tan solo Robert y compañía no hicieran oídos sordos.
Cuando The Rock conoció a Susan Sarandon. Podrán salvar el día de criminales, ataques terroristas o invasiones militares, pero las estrellas de acción no suelen salir de la zona de confort cuando están fuera de la pantalla. Claro, siempre habrá gente como Jason Statham o Sylvester Stallone, mezclando el golpe y la patada con el ocasional proyecto fuera de género. Pero, por su mayor parte, los héroes no escapan de su área establecida. De todas formas, eso no impide que gente como Dwayne Johnson busque ampliar sus habilidades, en estrenos como El infiltrado (Snitch, 2013), un drama con tintes de thriller que se queda corto a la hora de desarrollar su planteo inicial. La historia “basada en hechos reales” (esa etiqueta en la que ya no se puede confiar) nos presenta a John (Johnson), un dueño de una compañía de construcción, que descubre que su distante hijo fue atrapado con una gran cantidad de éxtasis, lo que lo hace merecedor a una condena de por lo menos 10 años en prisión. Sin embargo, el joven no es un dealer, sino que fue engañado por un amigo arrestado que quiso reducir su sentencia. Tras negociar con la fiscal distrital (Susan Sarandon), el padre entiende que la única opción para acortar los años de cárcel de su muchacho es entregar él mismo la cabeza de un gran capo de los narcóticos. Presionado por el daño sufrido por su chico tras las rejas y por la culpa propia, John se mete en el inframundo criminal, arriesgando su vida al hacerse pasar por un transportador que busca tratos en ambos lados de la frontera entre Estados Unidos y México. Con esta base, uno se inclinaría a pensar que se va a establecer un film que analice el lado humano detrás de las inconsistencias de la Guerra contra las Drogas. Pero en las manos del doble de riesgos vuelto director Ric Roman Waugh y el guionista Justin Haythe (El llanero solitario, Sólo un sueño), el tema es pura superficie, una mera excusa para el melodrama. Los pocos indicios de temas a desarrollar (el aprovechamiento político, la contradicción de la culpabilidad) son voces débiles, escondidas por el foco a los estereotipos de familias americanas separadas en busca de esperanza y oscuros criminales de carteles y barrios de clase baja., y ahogadas para la hora del forzado clímax, única muestra real de la acción que prometen falsamente los adelantos publicitarios. Estas condiciones no son las mejores para probar un nuevo terreno, pero, en algunas instancias, Johnson tiene éxito. A esta altura, el carisma es su marca registrada (como ya se vió antes este año en G.I. Joe: El contraataque y Rápidos y furiosos 6), y su presencia ayuda a levantar algunos baches del libreto, aunque también salen problemas de esto: durante las escenas íntimas, uno no puede ver al padre típico de clase media que busca el argumento, sino al ex-luchador con appeal masivo que se atrajo por las salas. Se nota más al observar el elenco secundario, que lo ayuda casi tanto como lo opaca, pasando de Sarandon a Michael K. Williams y Jon Bernthal (conocidos por sus trabajos en The Wire y The Walking Dead, respectivamente), quienes se lucen a pesar de lo estereotípico de sus personajes. Pero, fuera de la buena labor de sus actores, hay poco que separe a El infiltrado de esas producciones hechas directamente para canales de cable. Así, la inacción de esta pequeña historia termina creando la droga menos deseada para una película: el somnífero.
Todo por ese Malbec. Hoy en día, el circuito del cine comercial argentino se siente como una suerte de secta. Entre el prejuicio popular y la homogeneidad en propuestas de género, el interés de las audiencias por algo que no invoque a Campanella, Darín, Francella o Suar en el poster es casi inexistente. Es un terreno cruel para los nuevos autores, pero, en los últimos años, algunas figuras lograron atravesar la barrera del público. Una de ellas es Ariel Winograd, quien en 2006 sorprendió con su retrato personal de la vida de country durante la burbuja menemista, en el desborde judaico de Cara de Queso, al que seguiría con un mayor éxito de taquilla en la historia de enredos a lo screwball de Mi Primera Boda. Ahora, el director mueve sus talentos para el terreno de la comedia policial, en Vino Para Robar (2013). El film arranca introduciendo a Sebastián (Daniel Hendler), un ladrón de guante blanco, que se arma de una actitud fría y directa para planificar hasta el más mínimo detalle de sus trabajos. Pero aún con su manía por el control, siempre hay un elemento que puede bajar las defensas, y en este caso es su debilidad por Natalia (Valeria Bertuccelli), una estafadora que se hace con su último botín. Tras viajar a Mendoza y atraparla, el criminal cree que tiene todo resuelto. Pero de nuevo, la sorpresa lo aguarda, y él queda atrapado junto a su colega en las amenazas de un empresario (Juan Leyrado), dispuesto a matar para poner sus manos sobre una preciada botella de vino de 1845, proveniente de una rumoreada selección favorita del mismísimo Napoleón Bonaparte. Con esa base, el guión de Adrián Garelik se vuelve una fuente de constantes vueltas de tuerca (algunas que funcionan, otras que no), que se amplía mientras Sebastián y Natalia se traicionan, se alejan y se acercan, sin saber lo que vendrá. Pero por otra parte, los deseos de Winograd son bastante claros desde el inicio. Aunque líneas como “Tu nombre en clave es Bond. Juan Bond” y la aparición especial de una remera de Intriga internacional sean un poco demasiado, es cierto que el director ejecuta un digno homenaje estilístico a la saga de 007 y a grandes films del Hollywood clásico como Para atrapar al ladrón y Charada, aunque también uno podrá ubicar a El caso Thomas Crown, La gran estafa o Los simuladores en el cartón de influencias. Con una visión firme y una puesta en escena que raramente se encuentra a nivel nacional, el egresado de la Universidad del Cine y su equipo juegan a la ligera con las reglas del subgénero y encuentran el encanto cinematográfico de la tierra del sol y del buen vino, sabiendo como atraer y al mismo tiempo mantenerse fuera de lo que afecta a tantos otros productos del país: el síndrome del infomercial turístico (si, ya entendimos, San Luis es el paraíso del realizador subsidiado). Al mismo tiempo, su devoción por las normas es su base y su defecto: la película raramente se atreve a salir de lo familiar, y por lo tanto hay varios aspectos en los que se queda sólo con las ganas de más. Pero claro, es difícil pensar en eso gracias al dúo protagónico: es una dinámica conocida, pero el choque entre copas del discreto Hendler y la histriónica Bertuccelli genera una química digna de verse. De todas formas, ellos están respaldados por un grupo secundario bastante acertado, en el cual los principales ladrones de escenas son Martín Piroyansky y Mario Alarcón, que dan energía a los típicos roles del secuaz nerd que cierra su conexión con el mundo y el familiar conservador que se aprovecha de turistas, respectivamente. A su vez, Leyrado se divierte un poco al interpretar al villano de turno, mientras que Pablo Rago y Alan Sabbagh aparecen por un rato, sin llegar al tiempo necesario para aprovechar sus papeles. Así, Vino para Robar termina siendo un esfuerzo simpático, que funciona gracias a las dotes de su realizador y la capacidad de su elenco, a pesar de la familiaridad que fue invitada al argumento. Con un ritmo confiado y un rebote veloz entre sus actores, es un destacable tributo a la picardía del séptimo arte de los años cincuenta y sesenta, en su más mínimo detalle (mención especial a los créditos finales, que enorgullecerían al mismo Saul Bass). A brindar por Winograd.
Entre dos mundos. Cuesta creer que hayan pasado trece años desde que un grupo de mutantes dirigido por Bryan Singer revivió a un subgénero casi muerto, estropeado por el Batman en neón de Joel Schumacher. Es que, desde el estreno de X-Men en 2000, los superhéroes dieron sus vueltas en el celuloide, pasando de la lucha clásica entre el bien y el mal al combate con el mundo que quedó tras los atentados del 11 de septiembre. Eso sí, la popularidad de los justicieros sigue en aumento. En un 2013 en el que las audiencias del mundo ya corrieron a ver las ocurrencias de Iron Man y los lamentos de Superman, Hugh Jackman sale del musical y vuelve a la acción en Wolverine: Inmortal (The Wolverine, 2013), un testamento a lo mejor y lo peor que puede ofrecer el género. Basada en una aclamada serie limitada de comics por Chris Claremont y Frank Miller de 1982, la película arranca con un interesante prólogo ubicado en Nagasaki. ¿El día? 9 de agosto de 1945. Los que sepan algo de historia ya conocerán por qué esa jornada es fatídica, así como lo hará Logan (Jackman) cuando cubra a uno de los oficiales japoneses que lo tienen prisionero, rescatándolo de la destrucción atómica. En minutos, la destrucción da oportunidad para la redención, y un hombre queda en deuda. Décadas después, Logan está en el otro lado del mundo, aún culpándose por haber matado a su último amor para salvar al mundo. Mientras lleva una vida de ermitaño, en la que su única compañía es el tormento de las visiones de Jean Grey (Famke Janssen), él es contactado por la mortal Yukio (Rila Fukushima), quien lo lleva a Tokio para hablar con el ya moribundo ex-captor que salvó en la Segunda Guerra Mundial. Pero cuando la bestia con garras de adamantio sea tentada con la oportunidad de perder su indestructibilidad, se iniciará una lucha entre varias facciones en busca de Mariko (Tao Okamoto), una mujer que heredará el poder para dominar el país, y que dependerá de Wolverine para sobrevivir. Desde ahí, el director James Mangold (responsable por trabajos respetables como Johnny & June - Pasión y locura y la remake El tren de las 3:10 a Yuma, así como fiascos al estilo de Encuentro explosivo y Kate & Leopold) usará la tierra del sol naciente como escenario de una historia centrada en ser la versión definitiva del antihéroe de Marvel, aspirando más arriba que el casi no mencionado desastre de X-Men Orígenes – Wolverine. En un presente donde la mayoría de los films sobre superhumanos parecen seguir el modelo de sufrimiento y destrucción masiva sin importancia patentado por Christopher Nolan, es bueno ver una producción que se distancie y vuelva a darle ánimo a las cosas, dejando que la performance dispuesta de Jackman exprese las capas de su sufrimiento perpetuo, sin necesitar pasar al territorio hueco del estereotipo depresivo. Pero por supuesto, el verdadero coprotagonista de la producción es Japón, que muestra con estilo de western (en su hermoso paralelo al subgénero de espadachines) a los ninjas, yakuzas, trenes balas, sushi, y muchas influencias, pasando de los honorables duelos entre samuráis de Akira Kurosawa hasta las sangrientas luchas de los yakuzas de Takeshi Kitano, y metiendo elementos de manga y animé. De esta manera, los primeros dos tercios del film son atractivos y refrescantes, para lo que es la norma habitual hollywoodense. Eso es, hasta que el temido modelo se hace fuerte y claro. Hay que pensar que esta película no se hubiera hecho si no fuera por las recientes bondades de la taquilla internacional; si no, fijense como más estrenos, como Looper – Asesinos del futuro y Iron Man 3, apelan a hacer escenas extra para las ediciones del creciente mercado chino. Con la demanda internacional por productos que normalmente fracasan en Estados Unidos, se está generando un giro en la fabricación de películas. De todas formas, los estudios también tienen que cuidar el ámbito local, y en la búsqueda por satisfacer a todos los cuadrantes, quedan víctimas como esta película, que tiene cambios tan abruptos que hacen sentir a uno como si hubieran reemplazado los rollos por los de otro film, y eso se nota particularmente durante el final: una catarata de giros innecesarios, revelaciones apuradas, villanos incomprensibles y luchas rutinarias que vimos demasiadas veces en el pasado. Sumémosle un 3D que está de más y altos niveles de efectos especiales sin terminar, y queda una muestra del daño del comercialismo de los estudios. Por eso, Wolverine: Inmortal es una pelea a mitad de camino entre lo mejor de Oriente y lo peor de Occidente. Igualmente, Logan sobrevivirá; si esperan un poco durante los créditos, verán un adelanto de lo que se vendrá para el regreso de los mutantes en X-Men: Days of Future Past, para mayo de 2014. El equipo está; esperemos que, la próxima, aparezca el valor por hacer algo más que un producto olvidable.
Memorias de una estrella. Allan Stewart Konigsberg se sienta en su cama. Rodeándolo, hay tiradas decenas de papeles amarillentos, pensamientos fugaces que atrapó durante su paso por hoteles. Él los agarra y observa, mientras sujeta sus anteojos negros de marco grueso. Todas son ideas de películas. Escaneando tranquilo entre los detalles de anécdotas y chistes por algo especial, el diminuto hombre no es el inquieto neurótico de la pantalla. Igualmente, no puede detenerse; para él, parar es morir. Pasó las seis décadas de carrera, pero sigue encerrado en su trabajo, buscando otra historia. Lo más probable es que vuelva a estar insatisfecho, pero así es Woody Allen. Tras insistirle por más de 20 años, Robert B. Weide (director de How to Lose Friends & Alienate People y varias temporadas de la serie Curb Your Enthusiasm) convenció al realizador neoyorkino de dejar a un lado su desprecio por las entrevistas y abrirse para un especial para la cadena televisiva estadounidense PBS. Ahora, ese programa llega a los cines en la versión editada Woody Allen, El Documental (Woody Allen: A Documentary, 2012), que quiere responder todo lo que usted siempre quiso saber sobre el prolífico director, pero que a la vez presenta varias cuestiones que no se atreve a preguntar. En la primera parte de la película, donde se narra el origen y el ascenso del artista de Nueva York, se propone un juego bastante interesante. Siendo una mirada a la vida de un director altamente autobiográfico, el reflejo entre la biografía ficticia que el director nos mostró a lo largo de estas décadas y la historia real que se nos presenta ahora es algo divertido. No, él no vivía debajo de una montaña rusa ni acosaba chicas a los 6, pero el cruce de mito con verdad en proyectos como, por ejemplo, Días de Radio, es lo suficientemente fascinante para analizar la descarga del neoyorkino en el séptimo arte. Al mismo tiempo, hay un tour por su viejo barrio en Brooklyn (“No parece mucho, y no lo era”, dice), en el que él repasa lugares como la odiada escuela (incluyendo el patio de atrás, donde una vez casi lo atropellan de chico) o, más tristemente, su cine favorito, que hoy es reemplazado por una clínica de cirugía ocular. Su cariño por el pasado también se hace notar cuando él muestra su primera y única máquina de escribir, que desde hace más de 60 años es la única forma de pasar cada guión, ensayo y broma que cruzó su mente. ¿Cómo hace Allen para editar sus textos en la era digital? Escribe un cambio en la vieja Olympia, la corta con tijera y la abrocha a la hoja del libreto. Junto a la parte final, que muestra la relajada y abierta forma de trabajar de Woody detrás de la cámara durante la realización de Conocerás al Hombre de tus Sueños, estos segmentos presentan la verdadera peculiaridad y las barreras melancólicas del romántico de la Gran Manzana, y son lo más profundo y mejor realizado de la producción. Pero, por supuesto, la mayoría del film está dedicada al paso cronológico de la obra de Allen, desde sus días como escritor adolescente de chistes, hasta su último resurgimiento popular con Medianoche en París. Entre esos puntos, están sus años de cómico stand up y habitante de late night shows, la fallida primera colaboración con el cine en Qué hay de nuevo, Pussycats?, la decisión por tener el control total de sus producciones, el éxito como director, guionista y actor en sátiras como Robó, huyó y lo pescaron, El Dormilón y Bananas, el paso a trabajos más maduros con los clásicos Annie Hall y Manhattan, la crisis con los fans de sus comedias por sus deseos de emular a sus ídolos Ingmar Bergman y Federico Fellini y su eventual balance de films como Zelig y Hannah y sus hermanas. Aparte de Allen, los testimonios pasan de colaboradores íntimos (su hermana y productora Letty Aronson, su manager Jack Rollins) a musas que se volvieron algo más (Diane Keaton, Louise Lasser) a estrellas de sus films (Scarlett Johansson, Sean Penn, Penélope Cruz), otros neoyorkinos reconocidos (Martin Scorsese, Chris Rock) y más. Es en estas escenas tradicionales del género que los seguidores del director se dividirán. Por un lado, los datos serán básicos para los acérrimos analizadores, aunque es posible que disfruten como el espectador casual al oír las anécdotas (como cuando Allen terminó Manhattan y se sintió tan avergonzado que le ofreció al estudio dirigir gratis a cambio de que la oculten) salir de las bocas de los mismos protagonistas. La producción también peca de esquivar casi completamente su período más controversial: si bien los sesenta, setenta y ochenta son tratados en detalle, los noventa apenas se rozan y, aparte de Match Point y Vicky Cristina Barcelona, la primera parte del siglo XXI es inexistente. En otras palabras, el escándalo de su ex-esposa Mia Farrow y el romance con la hija adoptiva de esta, Soon-Yi Previn, queda como una presencia fantasmal colgando por encima de los testigos, que va en contra del espíritu celebratorio construído antes (en un momento, Doug McGrath, co-escritor de Disparos sobre Broadway, habla sobre como la filmación era constantemente interrumpida por misteriosos llamados a Allen por la batalla de la custodia), e insinúa con mostrar un lado oculto de él que al final queda sin resolver; solo logrando que uno se dé cuenta de la poca verdadera intimidad que se llegó a ver en esta película. Pero en sus pocos momentos de recuerdos fuera de la entrevista, Allen logra darle suficiente vida a la pantalla. Se han gastado decenas de miles de horas en analizarlo, adorarlo, destruirlo y complacerlo, pero para él solo está su banda de jazz (que se recomienda ver en Wild Man Blues, un documento más íntimo sobre el director), sus Knicks, su esposa y su trabajo. El resto no importa. Para ser una persona que desde hace mucho tiempo representa a la hipocondría en el séptimo arte, vale la pena tratar de seguirlo.
El esquizofrénico Oeste. Si hay algo que se puede aprender de El Llanero Solitario (The Lone Ranger, 2013), es que uno no puede tener todo. El proyecto estaba fijado a lo épico desde el inicio, cuando el productor Jerry Bruckheimer decidió resucitar al héroe del western para crear la próxima gran franquicia tras Piratas del Caribe. Fue solo cuestión de tiempo hasta que la mayoría del equipo que lo acompañó en esa serie se sumara, incluyendo a los guionistas Ted Elliott y Terry Rossio, el director Gore Verbinski y la estrella Johnny Depp. Parecía bien, especialmente al considerar que los últimos dos ya habían tenido experiencia mostrando vaqueros e indios, e incluso colaboraron en el gran homenaje animado Rango. Pero como muestra el resultado final, la pelea entre el estilo comercial de Disney y la reverencia comprometida del realizador resulta en un film que vaga sin una clara personalidad. Los problemas con la falta de seguridad arrancan con el protagonista. Aunque, desde su creación para la radio en 1933, las aventuras del Llanero fueron lo suficientemente populares para saltar a la pantalla chica y a la grande, la película se siente insegura por el reconocimiento de su personaje principal (aquí interpretado por el querible Armie Hammer, conocido por su doble papel en Red Social), y le entrega las riendas a su cómplice, el comanche Toro (Depp, que baja un poco la sobreactuación y entretiene), quien relata como ellos se conocieron y se volvieron leyendas, en su búsqueda por ajusticiar al criminal Butch Cavendish (William Fichtner), con quien ambos tienen una cuenta personal. Era claro que no le iban a dar una película de 200 millones de dólares a un desconocido, así como que no iban a perder la oportunidad de captar a la audiencia en busca del nuevo Jack Sparrow. De todas formas, lo que esto logra es agregar otra historia más que desarrollar, que encima tiene que evitar ofender a las tribus nativa americanas. Pero donde las cosas se salen de rieles (más que en las variadas escenas de acción sobre las vías del tren) es con el tono del film. En Rango, quedó claro que Verbinski es un fan del lado más oscuro del western, mediante los homenajes al cine de John Ford, John Huston y Sergio Leone, que se balancearon con seguridad entre la lisergia, la acción y la comedia slapstick. Sin embargo, en esta oportunidad el director entrega un trabajo más solemne, con influencias que van desde El maquinista de La General hasta Dead Man, aunque de donde parece que los responsables tomaron más material es el spaghetti de Leone Érase una vez en el Oeste (incluyendo una banda sonora de Hans Zimmer que quizás ponga furioso a Ennio Morricone). El asunto es que el deseo del realizador y los escritores por tocar de forma sucia el clásico tema del paso destructivo del progreso choca de manera estrepitosa con la intención de la casa del ratón por hacer una aventura ligera para toda la familia. Así, el film termina como un tire y afloje fallido entre la caricatura y la realidad, lo infantil y lo terrorífico, lo solemne y lo cínico. Es difícil estar seguro de que película se está viendo. En un momento, el villano le arranca el corazón a un sheriff vivo y le pega un mordisco desesperado, frente a la reacción de asco (e incluso el vómito) de sus secuaces. Segundos después, hay una rutina de comedia con Tonto. Ese es el desnivel del film, en segmentos que van de lo absurdo (bromas con conejos carnívoros y pájaros muertos) a lo ofensivo (incluyendo la sangrienta masacre de una tribu comanche entera, que es seguida al instante por el acto de un caballo actuando raro). Para cuando llega el enfrentamiento final en una inventiva e intensa persecución con dos ferrocarriles dando vueltas por las montañas, al ritmo de la icónica obertura Guillermo Tell de Rossini, la película de repente recuerda tener diversión y alma. Pero para entonces, es demasiado tarde para salvar las cosas. Quizás el film hubiera tenido mejores chances sin el alargue de la historia a dos horas y media. La narración de Depp en maquillaje de anciano (al estilo de Dustin Hoffman en Pequeño Gran Hombre) sólo interrumpe y no aporta, así como la corta participación de Helena Bonham Carter, quien es desperdiciada como una madame con pierna de marfil. Ella no es la única mujer que sale perdiendo de esto, ya que también hay una demasiado fina subtrama amorosa entre el Llanero y una vieja flama (Ruth Wilson), sólo usada como damisela en apuros. Además, el intento de Verbinski por seguir la estructura lenta y evocativa de sus ídolos lo termina perjudicando, porque él no tiene nada original que mostrar en esta ocasión. Por todo esto, el tiroteo entre el estudio y el director hace que El Llanero Solitario salga perdiendo. Sin alcanzar con éxito el inicio de una serie, ni el homenaje a sus figuras centrales, ni la veneración a los grandes del género de vaqueros, ni la denuncia política sobre los pueblos originarios, este estirado producto deambula en el desierto de la nada, donde cada vez más tanques hollywoodenses van a morir. @JoniSantucho
Estrellados. Es curioso que, para ser un realizador famoso por sus vueltas de tuerca, la mayor sorpresa orquestada por M. Night Shyamalan haya sido la de su propia carrera. Después de todo, cuesta creer que la misma persona que una vez peleó por el Oscar e incluso fue llamado “el próximo Spielberg”, hoy sea un remate hollywoodense, casi un paria. Es que, al final, la condición de ser el primer director hipérbole de la era web fue tanto bendición como maldición. Los que antes lo tenían en la gloria por los remarcables dramas sobrenaturales Sexto Sentido y El Protegido fueron los primeros en tirarle piedras por sus siguientes películas, en particular el combo asesino de La Dama del Agua, El Fin de los Tiempos y El Último Maestro del Aire. No importó el hecho de que su tendencia por lo pretencioso y lo obvio, sus personajes con comportamiento extraterrestre y sus giros obligatorios fueran marca registrada de su filmografía previa. Ahora, con Después de La Tierra (After Earth, 2013), el hindú se cuelga de una (¿última?) oportunidad comercial, un proyecto encargado e ideado por Will Smith, quien sigue en su odisea por hacer franquicias de sus hijos. La película, que transcurre un milenio después de que la humanidad arruinara el mundo y se mudara, cuenta la historia de Kitai (Jaden Smith), un joven soldado que vive tratando de complacer a su padre, el héroe de guerra Cypher (Will), con quien tiene fricción debido a una tragedia familiar. En un esfuerzo por acercarse, ellos se suman a la tripulación de una misión de rutina, pero los planes acaban cuando una lluvia de asteroides hace que la nave caiga en el planeta azul, dejando al dúo como únicos sobrevivientes. Con su papá casi incapaz de moverse, Kitai tomará la responsabilidad de viajar a buscar un transmisor para pedir ayuda, teniendo que enfrentarse al mortífero ambiente terrícola, que cuenta con aire dañino, cambiantes temperaturas y animales de mayor tamaño. Y como si eso fuera poco, una bestia alienígena suelta lo obligará a enfrentar sus miedos, tanto metafórica como literalmente. Lo que sigue es un intento de pase de antorcha, tanto dentro como fuera de la pantalla: mientras el personaje lucha por salvarse y ganar el respeto de su padre, el actor nada en las aguas del tanque y busca el lugar de su progenitor, una de las últimas estrellas en un mundo cada vez más selectivo. Lamentablemente, esta última intención falla porque, si bien de pequeño Jaden había mostrado signos de carisma con En Busca de la Felicidad y la remake de Karate Kid (en las cuales el príncipe de Bel Air también metió las manos), el chico aún no está listo para grandes cosas. Es difícil culparlo, de todas formas: el púber trata lo más posible y a veces saca algún rasgo de inseguridad adolescente a su rol, pero el empujón que le da su padre es demasiado repentino, encima que el material con el que trabaja es hueco a más no poder. Igual, él no es el único al que le pasa: a pesar de prestarse para el rol secundario de apoyo, Will no tiene casi nada que hacer; postrado en una silla durante la mayor parte de la película, el Smith mayor cae víctima del estereotípico papel del militar frío y desconectado, que le quita su personalidad fotogénica y lo transforma en un tronco que sólo da instrucciones, duerme y tira frases para el póster. Es que, a pesar de poseer un camino narrativo básico (chico viaja de punto 1 a punto 2) y un conflicto emocional ya visto decenas de veces antes (el rebelde y audaz joven que quiere la aprobación de su duro superior), la película no arranca más. Primero, por tomar una eternidad estresando referencias obvias y mensajes superadores que se acercan a lo peor del new age, haciendo un melodrama con flashbacks innecesarios, pasajes sin sentido y personajes con tan poca profundidad como atractivo. Esto, sumado al ritmo de Shyamalan, hace que este relato básico se vuelva casi agonizantemente lento. Las cosas no mejoran con la llegada a La Tierra. Si bien la producción muestra ingenio a la hora de crear la arquitectura y las herramientas de este universo (como un traje que usa el protagonista, y que cambia el color según el peligro), parece que la creatividad se agotó antes de pensar en el diseño de la flora y la fauna del nuevo mundo, simplemente optando por mostrar una selva de clima indeciso con animales un par de tallas más grandes. En este lugar en el que no pasa mucho se llevará a cabo una estructura narrativa no tan lejana a la de un videojuego, aunque con peores efectos especiales y con la desventaja de dejar a la audiencia en el rol pasivo. Para la hora en la que Smith Jr. tenga su inevitable enfrentamiento con el monstruo alien de procedencia conocida, uno se dará cuenta que la acción escaseó bastante en esta historia, aunque hay que marcar que M. Night mejoró un poco en la dirección de estas escenas. Al final, Después de La Tierra no logra ninguno de sus objetivos. Entre una historia poco desarrollada, una visión casi sin originalidad y un dúo de actores que no salvan las papas del fuego, el aburrido producto falla como drama familiar, como aventura de ciencia ficción, como traspaso de poder entre familiares y como retorno de un director que hoy es saco de boxeo para los críticos y el público. Esas son las vueltas de la vida.