Psicosis manufacturada. Hoy en día, casi no es necesario aclarar la influencia monumental de Alfred Hitchcock en el séptimo arte. Tras décadas de trabajo, se volvió un ícono asociado directamente al enigma, ganando el apodo de ‘maestro del suspenso’. Pero de todas formas, su vida privada resulta igualmente apasionante: aún después de tanto tiempo, hay gente interesada con su obsesión con las rubias, su amor excesivo por la comida, su personalidad en la pantalla o su relación con su esposa, Alma Reville. De esto han salido muchos relatos, y el último de todos es la biopic Hitchcock (2012), que pretende mostrar al interior del hombre, de la mujer detrás de él y de la que quizás sea su producción más recordada, Psicosis. Pero, mientras que el film de 1960 perdurará en la historia de celuloide, es difícil ver a este simple y artificial relato resistir el olvido tras un rato después de haberlo visto. Es complicado crear un producto tan efímero, considerando lo increíbles que son los hechos reales. En 1959, tras el éxito de Intriga internacional, Hitch (Anthony Hopkins) busca su próximo proyecto. Esta vez, sus manos están sobre algo inusual y shockeante: un libro ficcional basado en la historia del asesino serial Ed Gein (Michael Wincott), y que cuenta la perturbadora relación entre un hombre llamado Norman Bates con su violenta "madre". Intrigado por las posibilidades de esta propuesta, el director lleva el proyecto al estudio Paramount, solo para recibir un “no” en la cara, debido a la similaridad con Vértigo (un fracaso en su época). Pero el británico no lo acepta, y accede a financiar el film por su cuenta, en el inicio de una arriesgada lucha que luego invocaría la ira de los censores. Unos realizadores con algo de perspicacia y respeto habrían podido hacer un relato sobre esta batalla y sobre la producción del film que redefinió al cine de terror, pero el director Sacha Gervasi (que antes nos dió el documental rockero Anvil! The Story of Anvil) y el guionista John J. McLaughlin (El Cisne Negro) agarran el libro de no ficción Alfred Hitchcock and the Making of Psycho, lo trituran y dejan lo más básico sobre la mesa, todo para darle espacio al verdadero foco del film: la relación fantasiosa entre Hitch y Alma (Helen Mirren), que entra en crisis por las manías clásicas del director, así como por la entrada en escena de Whit (Danny Huston), un seductor y ambicioso guionista. Aquí es cuando se nota uno de los grandes problemas de esta producción: con tantas cosas que abarcar, los responsables de este retrato recurren una y otra vez al resumen brutal, dejando que la pelea por Psicosis y los problemas de la realización se vuelvan solo mínimos intermedios, mera trivia entre las discusiones de Hitch y Alma. Esto sería perdonable si los personajes tuvieran una interesante caracterización, pero la sustancia de los roles no podría ser más chata: desde la falta de material para Scarlett Johansson, Toni Collette, James D’Arcy y Michael Stuhlbarg, hasta la simpleza de la exploración de Hitchcock y Reville, que cuando no son caricaturas de los seres reales, parecen salidos de un culebrón, debido al melodrama del forzado triángulo emocional con Whip. En un momento, Vera Miles (Jessica Biel) le dice en el camarín a Janet Leigh (Johansson) que Alfred es como el obsesivo personaje de James Stewart en Vértigo, para que luego aparezca la sombra del perfil regordete que conocemos del director. Luego, martillando el punto en los cráneos de la gente, Hitchcock también se imagina teniendo conversaciones de par a par con el psicópata Gein. Estas superficiales metáforas, explicadas hasta el punto del cansancio, conforman el núcleo de la biografía, que también sufre al ser filmado por Gervasi como un telefilm más. Y ni siquiera Hopkins puede sacar las papas del fuego. Enterrado vivo bajo el maquillaje y los prostéticos, el actor no puede sacar a luz el aspecto humano de Hitch; cuando mueve su rostro, se limita a hacer una imitación básica del hombre. La única persona que sale adelante de todo esto es, como siempre, la gran Mirren (que, a esta altura, puede leer la guía telefónica y aún así dar una gran performance), quien a pesar del material logra involucrar a uno en el dilema de una artista encerrada en la sombra de su pareja. Pero a pesar de esto, Hitchcock es mucho ruido y pocas nueces. Después de verla, no se siente que hayamos entrado en la mente de uno de los directores más influenciales de la historia, ni que logramos apreciar a la persona que aguantó sus tormentos, o que nos metimos en el detrás de escenas de la película que inició el subgénero slasher. Ningún homenaje va a arreglar el vacío que queda sobre la figura de Alfred, un misterio que aún sigue sin resolver. @JoniSantucho
Un hogar entre las tinieblas. En el inconsciente colectivo, la madre siempre es sinónimo de protección, ya sea de las amenazas del presente como de las opacas conjeturas del futuro. Pero, después de todo, ella es humana, así que algunas cosas son inevitables: tarde o temprano, todos nos enfrentamos con la dura realidad. ¿Pero que se puede hacer cuando se destruye esa barrera? Esa idea parece haberle interesado al productor Guillermo del Toro, quien junto con el co-guionista y director argentino Andrés Muschietti transformó a un aterrador corto de tres minutos en un largometraje que mezcla un oscuro cuento de hadas con un drama psicológico sumido en la realidad. Esto es Mamá (2013). Desde los primeros segundos, el film muestra esta unión: aparece en la pantalla un “Érase una vez...” con la indudable letra de un chico, y al instante la acción se traslada al colapso financiero de 2008. Mientras las bolsas caen y el pánico aumenta, Victoria y Lilly son llevadas lejos de casa por su padre, prácticamente en lágrimas. Ellas notan algo raro, pero no están cerca de imaginarse lo que pasó; después de todo, como podrían saber esas pequeñas niñas que su papá asesinó a sus compañeros de trabajo, que acabó con la vida de su madre mientras se preparaban para salir, y que él también planea matarlas a ellas y suicidarse, para acabar con el sufrimiento. Las cosas cambian cuando la familia entra en una tenebrosa cabaña en lo profundo del bosque, tras lo cual las nenas desaparecen, así como los rastros de la inocencia. Eso no detiene a Lucas (Nikolaj Coster-Waldau), el tío de las chicas, quien gasta tiempo, esfuerzo y dinero al buscarlas sin descanso. Y finalmente, cinco años después, Victoria (Megan Charpentier) y Lilly (Isabelle Nélisse) reaparecen, aunque actuando como criaturas salvajes. Asombrados por el hecho de que hayan sobrevivido tanto tiempo, Lucas y su novia Annabel (Jessica Chastain) las reciben y tratan de iniciar el proceso de reinserción a la sociedad. De todas formas, nada parece progresar: desde el regreso, las chicas sólo piensan en “Mamá”, ese misterioso y dominador personaje que, según ellas, las salvó de la muerte. Al principio, Lucas y Annabel no entienden la causa de esta locura, pero tras ruidos, ataques y tragedias, el espectro hace sentir sus mortales demandas en el hogar. Por la mayor parte de su ópera prima, Muschietti hace un muy buen trabajo al adaptar su trabajo previo y construir el temor, dejando la trastornada conducta de las chicas, la sombría presencia secundaria de la criatura fantasmagórica y la fría e íntima estética como elementos suficientes para generar un clima terrorífico. Pero, sin embargo, el elemento en el cual la película funciona más es en su dedicación a mostrar las dificultades de la inclusión de Victoria y Lilly, y la relación que tienen con Annabel, quien de repente tiene que ponerse en el rol de madre. Es en este aspecto en el que la película logra el mayor éxito en distanciarse de otras producciones, principalmente debido a la labor de la camaleónica y estelar Chastain (en esta oportunidad, una morocha con el look del punk rock), así como al sorprendente trabajo de las pequeñas actrices con las que interactúa. Sin embargo, el film decae cuando se aleja de su centro para atravesar una ruta demasiado conocida, como suele pasar con muchas historias de horror. Y lo que finalmente arruina algo de la atmósfera es la obligatoria revelación de Mamá, con el uso de efectos especiales que varían bastante, así como la llegada de sustos no tan bien pensados como los que recurrían a su naturaleza oculta. De todas formas, el film se levanta con su conclusión, que cuenta con el misticismo, la belleza y el evidente toque especial del padrino que nos supo dar El Laberinto del Fauno y El Espinazo del Diablo en el pasado. A pesar de ciertas obviedades durante su segunda mitad, Mamá es un perturbador viaje hacia el lado tenebroso de la incertidumbre, que gracias a un remarcable elenco, unos personajes bien marcados y un tema debidamente explorado, toca el miedo de forma cercana. Sin abrigo, sin clemencia. @JoniSantucho
Todo al descubierto. En los tiempos duros, la gente tiene que rebuscársela. Por el día, Michael (Channing Tatum) no se diferencia mucho de la clase trabajadora que fue golpeada por la crisis; haciendo varios trabajos a la vez, planeando a futuro sin idea de como cumplir sus metas. Pero cuando el sol cae y las luces del escenario se prenden, el treintañero se transforma para satisfacer a las mujeres de Florida, como el stripper Magic Mike. Este ritmo de vida es desconcertante para muchos, incluyendo a Adam (Alex Pettyfer), un chico de 19 años que anda perdido por la vida. Eso cambia cuando Mike decide apadrinarlo y meterlo en el mundo del desnudismo, con la ayuda de su jefe y colega Dallas (Matthew McConaughey). Pero con el paso de los meses, las cosas cambian, y mientras Adam se vuelve adicto a su nueva profesión, Mike se empieza a cuestionar el rumbo de su vida. El nuevo (y quizás penúltimo) film del multifacético Steven Soderbergh vuelve al ámbito de la gente que lucra con su cuerpo, un lugar en parte ya explorado por su previa obra Confesiones de una Prostituta de Lujo, aquel drama experimental protagonizado por la pornstar Sasha Grey, y curiosamente también situado durante la el caos económico de 2008. Sin embargo, mientras que Confesiones... era un trabajo frío y distante, Magic Mike lo tiene en un ritmo más cándido, energético y veloz. Poniendo el foco en el lado de la rutina de los muchachos (una interesante vuelta, al considerar la cantidad de películas en las que las mujeres son quienes se quitan la ropa), la película hace un muy buen trabajo al mostrar la camaradería y las vivencias de esta gente en un negocio que a veces es estimulante, mientras que en otros momentos es ridículo. Mezclando risas con carne para ambos sexos, la falta de pudor del film le da el toque fresco que evita el territorio de fracasos como Striptease o Showgirls, films cuya infamia definió al stripper en el cine. Y esto en parte se debe a la ayuda de Tatum, quien sin dudas sabe de la profesión: después de todo, la producción está basada en su experiencia real como nudista a los 18 años en Florida. Ahora, él interpreta a un personaje que tiene bastantes similaridades al Tony Manero de Fiebre de Sábado por la Noche: rey en la oscuridad, mendigo en la luz. Él usa esta oportunidad para explotar de nuevo el carisma honesto que le ayudó el año pasado en Comando Especial, y a la vez enseña su viejo talento con una naturalidad sorpresiva. Pero, aunque él y sus jóvenes compañeros de show divierten bastante, la verdadera estrella del espectáculo es el personaje del imperdible McConaughey, quien sigue recuperándose de los años de malas comedias románticas y hace su rol más memorable desde Rebeldes y Confundidos, metiéndose en la piel de un Atlas megalómano y empresario. Sin embargo, la película se retrae en el tercer acto, cayendo en un vacío de moralidad que es tan apurado como predecible, y que encima contradice sin continuidad el estilo previo del film. Pero, aún considerando esta decepción de previsibilidad en el resultado final, Magic Mike funciona por la personalidad de sus actores y la entrega de Soderbergh. Una salida para olvidarse de todo. @JoniSantucho
Hasta que la muerte los separe. El cadáver descompuesto de la anciana domina la atención de los bomberos. Ellos ya habían sido sorprendidos antes durante la visita a ese departamento burgués, aunque eso fue por las puertas bloqueadas y el nauseabundo olor del lugar; simples gajes de un oficio ingrato. Pero el cuerpo, dejado durante días, recostado sobre una cama cubierta de flores algo frescas y alejado de todo París, no es algo que se ve todos los días. En esta, la primera escena de Amour (2012), Michael Haneke evita las vueltas y anuncia el inicio de un duro y honesto viaje hacia la inevitable realidad. Anne (Emmanuelle Riva) y Georges (Jean-Louis Trintignant) son una pareja de profesores de música retirados que, a pesar de haber pasado la barrera de los ochenta años, se conservan bien: la movilidad no es un gran problema, la chispa del matrimonio se mantiene, y los frutos de sus décadas de labor como padres e instructores están libres para disfrutar. Sin embargo, el cambio no se puede cancelar, y un día Anne tiene un breve episodio en el cual queda catatónica. Preocupado, su marido la obliga a hacerse ver, y ella descubre que tiene una arteria bloqueada, lo cual requiere una operación. Por desgracia, la cura resulta peor que la enfermedad y, como resultado del fracaso de la cirugía, la mujer queda más paralizada, y destinada a una silla de ruedas. Lentamente empieza el verdadero deterioro, que no solo carcome la salud de Anne, sino que también alcanza la mente y el espíritu de la pareja. El último film de Haneke (Funny Games, La Cinta Blanca) toca una amenaza tan aterradora como auténtica: la vejez. Uno puede cuidarse todo lo que guste, pero la enfermedad siempre llega, y el temor a la pérdida (ya sea de la vida, de la motricidad, del ser amado o de la cordura) es la fuerza motivadora de esta producción particular, ganadora de la Palma de Oro en Cannes y nominada a cuatro Oscars (Mejor Película, Guión Original, Actriz Principal y -el premio asegurado- Película Extranjera). El director nos mete en la posición de una persona con todas las defensas bajas, que se frustra al no poder manejarse por su propia cuenta, y que se vuelve espectadora de su irreversible putrefacción. Para eso, el austríaco genera un clima claustrofóbico y hace del departamento el tercer protagonista de la historia, situando casi toda la película dentro de él (excepto por cinco minutos al principio del film, nunca abandonamos el hogar de la pareja). Además, el uso de recursos como las tomas fijas y la carencia de música (que, en otras circunstancias, le darían al film el defecto de ser demasiado teatral) ayuda a generar esta sensación de impotencia e inutilidad. Considerando el nivel de tortura que sufren los personajes de esta historia, vale la pena pensar que, en las manos equivocadas, todo podría haber resultado terriblemente mal. Pero el enfoque de Haneke (que esquiva el melodrama y va por lo cierto) y el trabajo de los actores logra algo que es verdaderamente especial. El dúo principal plantea aflicciones distintas. Por un lado, Riva somete su cuerpo de manera impresionante y se vuelve algo ajeno a lo humano, que lucha por acabar con todo pero que últimamente no puede escapar a la humillación de su antiguo ser. De todas formas, si bien los elogios y premios hacia Emmanuelle son bien merecidos, es sorprendente que menos gente destaque el igualmente excelente trabajo de Trintignant, que muestra con excelencia la obsesión que deriva de los intentos de su personaje por cuidar y proteger a su amor. Y si, “amor” es la palabra clave en el film. A pesar de todo el dolor y el castigo que se invoca, son los pequeños momentos entre ellos dos los que hacen que todo valga la pena. Se entiende porque a Anne le angustia el miedo de volverse una molestia sin sentido, se asimila como Georges puede llegar al borde de la locura por la congoja de su mujer. Es por esto que el film evita el sadismo. Al final, Amour es un recorrido apasionante, estremecedor y demoledor que merece ser visto. ¿Es para todos? No, seguramente habrá gente que no esté apta para aguantar tanto. Pero los que si sientan que pueden, deben ir a ver esta gran obra.
La oveja negra de la familia. Es imposible evitar el cambio. Imperios surgen y caen; familias nacen, crecen y mueren; y las historias se reformulan. Un ejemplo de lo último arrancó en 1989, durante el apogeo del guerrero invencible en el cine de super acción, cuando apareció la bocanada de aire fresco que fue John McClane en Duro de matar: un simple policía neoyorquino con la peor suerte, tan apto a acumular problemas personales como a tirar insultos y golpes, pero finalmente dispuesto a salvar el día y a destrozar su cuerpo en el proceso. Inmortalizado por Bruce Willis, que encontró el punto justo entre antihéroe y hombre cualquiera, este personaje atrajo a la gente por su disposición de ser presionado al límite y aún así seguir avanzando, siempre armado con un latiguillo al estilo de “Yippie-ki-yay, motherfucker”. Pero con la llegada de cada secuela, la filosofía hollywoodense de agrandar las continuaciones lo fue transformando en una suerte de superhéroe, capaz de saltar de jets y de lanzar autos hacia helicópteros. Y la pérdida de humanidad terminó siendo el talón de Aquiles de McClane, que vuelve con Duro de matar: Un buen día para morir (A Good Day To Die Hard, 2013), la quinta entrega de una franquicia que sin dudas merece descansar en paz. En esta oportunidad, John traslada la destrucción a Rusia, en donde su lejano hijo Jack (Jai Courtney) está arrestado por asesinato. El asunto es que el crimen está conectado con el anticipado juicio de Yuri Komarov (Sebastian Koch), quien va a arriesgar su vida declarando en contra del corrupto y peligroso oficial Chagarin (Sergei Kolesnikov). Y, justamente, cuando McClane va a visitar a su primogénito a la corte, un grupo de mercenarios agita las cosas y provoca un atentado. Sin embargo, Jack tiene una sorpresa: en realidad, él es un agente encubierto de la CIA, dispuesto a recuperar un misterioso objeto oculto por Komarov. Ahora, de nuevo en el lugar y momento equivocado, John tendrá que unirse a su chico para sortear decenas de asesinos, descubrir la verdad y terminar la misión. En esta sinopsis, se puede empezar a notar uno de los dos grandes problemas con esta película, que vendría a ser el guión por parte de Skip Woods (también culpable por los libretos de Hitman, Agente 47, X-Men Orígenes - Wolverine y Brigada A), quien parece haberle sacado el polvo a una vieja historia de espionaje para luego agregar a último momento a John McClane. Se nota la influencia de films como Los Indestructibles, en las que los fornidos ochentosos aceptan y se burlan de las arrugas y del género. Sin embargo, donde se equivoca Woods es en trabajar con la exacta inverosimilitud del film de Stallone: mientras que Los Indestructibles reconoce su ridiculez y la usa como ventaja, esta Duro de Matar se olvida del chiste y mete misiones, villanos y riesgos que parecen directamente quitados de una película de James Bond, pero que chocan con la astucia y la intriga de los previos capítulos de la saga. Como si esto fuera poco, durante la mayoría de la producción, el personaje de John casi es dejado atrás para darle espacio al argumento familiar y a la introducción de Jack (lo que hace sospechar sobre el deseo de los productores de continuar la franquicia con sangre joven). Bruce sigue con el mismo carisma de siempre, pero acá el uso para él está limitado a tres cosas: contar chistes, disparar y poner la cara en los momentos bizarros (piensen en cuanta gente saldría bien después de verse agarrada de un camión colgado sobre un helicóptero volando sobre las ruinas de Chernobyl -no pregunten-). Ni siquiera se puede desarrollar la relación entre padre e hijo que se construía tanto al principio del film: un par de segundos de disculpas a escondidas y se acabó la historia entre Willis y Courtney; aunque, considerando la poca química que tienen, no es tan difícil entender por qué. A pesar de todo esto, es cierto que un buen director sería capaz de, al menos, crear un producto mirable con esta fundación. Por desgracia, el responsable de esto es el irlandés John Moore, quien ya usó sus infames manos en la remake de La Profecía y la película de Max Payne, mostrando de nuevo una falta de seguridad remarcable a la hora de filmar acción. Recurriendo demasiado a la cámara en mano, al exceso de malos efectos especiales, a la fotografía “de moda” (ese infame look azul y naranja) y a una edición inentendible, Moore logra solo por segundos captar el trabajo del resto de la gente detrás de cámaras. Al final, solo los que busquen acción sin sentido tendrán su cometido porque, exceptuando a Willis (quien eleva todo con cada aparición), Duro de matar: Un buen día para morir va en contra de los elementos que hicieron clásicos a los primeros films. Quién hubiera imaginado que el fin de McClane no llegaría por ladrones o terroristas, sino por realizadores de cine.
Deconstruyendo el horror. A pesar de resistir desde hace décadas en el cine comercial, el terror a menudo parece muerto. Es que, debido a la rareza del éxito y por el espacio cerrado para trabajar, las fórmulas se suelen repetir una y otra vez, hasta un punto que pasa el cansancio. Los clichés se usan tanto que llegan a volverse conocidos para los fanáticos del género, quienes empiezan a ver los films de forma más monótona (el gran motivador de frases como "¿Por qué subís por las escaleras cuando te persigue un asesino?" o "Tuvieron sexo, es decir que están muertos") o, por el contrario, de manera más confiada. Sabiendo todo esto, La Cabaña del Terror (The Cabin in the Woods, 2012) aprovecha la situación actual de terror para entregar una obra intrigante e impredecible que invita a temer, reir e incluso reflexionar. Digan si no conocen esta historia: cinco amigos distintos (un atleta medio pasado, una rubia libidinosa, un fanático de los libros, un fumado sin neuronas y una chica dulce y amable) van a pasar un fin de semana "lejos de la civilización", plagado de fiesta, drogas y sexo. Pero cuando llegan al destino (la cabaña del título), se encuentran con un letal y oscuro secreto, que los eliminará uno por uno. Pero lo que en primera instancia parece predecible se vuelve una de las muchas sorpresas preparadas por el director debutante Drew Goddard y del ahora megapopular productor y co-escritor Joss Whedon (quienes trabajaron juntos en las series Buffy, la Cazavampiros y Angel), cuando esta premisa da lugar a un misterioso cuarto de control, manejado por los personajes de los geniales Bradley Whitford y Richard Jenkins, quienes van a asegurarse de que las muertes de los jóvenes salgan paso a paso como suelen esperarse. Y es en estas interacciones, entre la historia dentro de la cabaña del título (que pretende seguir las convenciones de la trama popularizada por la saga de The Evil Dead) y los problemas en las oficinas del centro de monitoreo (que emula cierto aire a The Truman Show), en las que esta producción cobra vida, y logra hacer una verdadera subvención de los films dedicados al susto. Esa tarea no es nada fácil: incluso Scream, el film más mencionado por notar las fallas comunes del género, caía en el error de seguir transitando por el camino previamente criticado. Pero La cabaña... usa de forma fresca las acciones de los "titiriteros" en control y los intentos de las jóvenes víctimas de escapar del destino de horror como una plataforma para tocar y reirse de los estereotipos (la rubia tarada, el anciano profeta) y lugares comunes (los errores estupidos y el crecimiento de hormonas de los protagonistas), y luego se libera aún más para unir a todo el espectro de terror, en un alocado y sangriento recorrido que pasa a referenciar desde las antiguas obras de H.P. Lovecraft hasta el tan infame como popular subgénero del torture porn. Y entre tanto desparrame de guiños y de hemoglobina, Goddard y Whedon usan a Jenkins y Whitford (claros avatares de los fanáticos del género) para dar espacio a pensar: ¿Sigue valiendo la pena invertir tiempo en propuestas que, en su mayoría, son tan vacías, manipuladas y predecibles que podemos saber todo lo que viene? ¿O debemos dejar vivir estos intentos? Este dilema, que sabiamente fue dejado enterrado de forma indecisa por los responsables del film, fomentará la discusión apasionada afuera de la sala de cine. Mientras tanto, La cabaña del terror es el raro remedio a tanta monotonía en el terror hollywoodense, que merece ser tomado por todos los espectadores, incluso aquellos que creen saberlo todo; para todos, será un laberinto difícil de escapar.
Whisky, sudor y sangre. 1931. Mientras la Ley Seca sigue causando caos en las ciudades de Estados Unidos por el dominio de los gangsters, el área de las montañas es el centro de la producción de alcohol. Y en el estado de Virginia, pocos contrabandistas tienen la reputación de los hermanos Bondurant: por un lado, está el duro e incansable Forrest (Tom Hardy), por el otro, el bruto y arrebatado Howard (Jason Clarke). Afuera de ellos, está el joven y creído Jack (Shia LaBeouf), que busca ansiosamente entrar al negocio familiar. Así, ellos dominan el circuito de la bebida, sin tener que preocuparse por policías o la competencia. Pero como las cosas nunca se quedan como están, una ola de cambios altera el clima del condado de Franklin. Primero, aparece en el pueblo Maggie (Jessica Chastain), una chica que conserva claras cicatrices del pasado. Mientras tanto, Jack se encuentra con Martha (Mia Wasikowska), la hija del pastor local, y trata de conquistarla. Pero lo que empeora todo es la llegada del agente especial Charlie Rakes (Guy Pearce), un sádico y corrupto oficial que busca obligar a los hermanos a que se pongan a sus pies. Pero los Bondurant no se inclinan, y pronto inician una guerra sin cuartel que los va a afectar para siempre. Esa es la historia de Los ilegales (Lawless, 2012), el nuevo film de John Hillcoat, quien en el pasado trajo el muy buen western Propuesta de muerte y el drama post-apocalíptico La carretera. Esta vez, basándose en el libro de no ficción The Wettest Country In The World, de Matt Bondurant, Hillcoat entrega un giro refrescante al típico film de mafiosos situado en la era de la Prohibición, al usar el ámbito rural para contar un relato sobre leyendas y villanos. Violenta y clásica, la película hace gran uso del gran elenco y de los aspectos técnicos para dar una visión nostalgicamente oxidada de la época de la Gran Depresión. Pero es en esta ambición en la cual surge el problema, con el guión escrito por el músico Nick Cave (quien también aporta melodías). En su búsqueda por crear una historia épica de campesinos contra la ley, y por su obligación a darle algo que hacer a todos, Cave no termina de desarrollar sus personajes o las subtramas (el negocio del licor, el enfrentamiento entre las posturas de Jack y Forrest, la lucha de los hermanos contra Rakes, las relaciones de los muchachos con Maggie y Martha). Así, termina quedando una mezcla mixta, que depende de los talentos de los actores para combatir la falta de resolución del argumento. El verdadero protagonista de la producción es el personaje de LaBeouf, quien hace tiempo viene mostrando sus deseos por expandirse más allá de los roles en grandes producciones, y esta vez mezcla bien el carisma con algunos momentos serios. Por otra parte, es un placer y una lástima ver a Hardy y Chastain en la pantalla: por un lado, ellos prueban su lugar entre los mejores actores trabajando en la actualidad, definiendo a Forrest y a Maggie con solo miradas y gestos; por el otro, el tiempo limitado que se les da es una prueba de que tan mejor podría haber sido esta obra. El resto del elenco también sufre del desperdicio: ya sea por el tiempo (como es el caso de Clarke y Gary Oldman, que solo aparece en un par de escenas innecesarias y olvidables), o por la dirección, como le pasa a Guy Pearce y a su caricaturesco antagonista. Pero a pesar de los desniveles del guión, Los ilegales vale la pena gracias a un buen elenco y a una mirada distinta a los años de la Prohibición. A brindar por la oportunidad.
La tierra de las oportunidades. En la reciente Cosmópolis, de David Cronenberg, se tomaba como base una resonante cita del poeta polaco Zbigniew Herbert (“Una rata se volvió la unidad monetaria”), para iniciar una hipnotizante crítica a los responsables por la última crisis económica. Mientras el canadiense aplicaba su mensaje de forma fría y calculadora al ponerse en el lado de los grandes infractores, el realizador neozelandés Andrew Dominik parece haber tomado nota de la misma frase, para entregar una sucia, violenta y ardiente poesía contra Estados Unidos con el thriller Matalos suavemente (Killing Them Softly, 2012). Basada en la novela de 1974 Cogan’s Trade, de George V. Higgins, la película elige situarse en la Nueva Orleans del 2008, una época en la que la gente aún trataba de recuperarse de las consecuencias del huracán Katrina, y en la que tenían que empezar a prepararse para la tormenta producida en Wall Street. La historia es simple: tres criminales de poca monta (Scoot McNairy, Ben Mendelsohn y Vincent Curatola) deciden robarle a la mafia durante una noche de póquer, haciendo al poco confiable manejador Markie (Ray Liotta) el chivo expiatorio. Furiosas, las víctimas llaman al sicario Jackie Cogan (Brad Pitt), para que se haga cargo de los culpables. Pero, a pesar de toda su experiencia, el asesino a sueldo tendrá una buena cantidad de problemas para hacer el trabajo a su manera, incluyendo las políticas de su contratador (Richard Jenkins) y los problemas personales de su colega Mickey (James Gandolfini). En esta oportunidad, Dominik (también responsable por Chopper, retrato de un asesino y El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford) entrega un muy buen film, plagado de drama, humor y suspenso. Aplicando su estilo visual (variando entre el ritmo del video musical y la atmósfera de un western) a las típicas convenciones del cine de gangsters, él le otorga el mismo atractivo a una sencilla escena de conversación entre dos ladrones de mala muerte que a una elaborada secuencia de Cogan mostrando su talento para acabar con alguien. Esto, sumado a la riqueza de los personajes (algo elaborados de forma tarantinesca) y a las grandes actuaciones de absolutamente todo el elenco, crea un mundo apocalíptico, en el cual la única opción para sobrevivir es aplastar al resto, sin mirar atrás. A pesar de la negación con los valores del país del norte, la verdad es ineludible: en esta nueva era, cada uno se cuida a sí mismo, y a nadie más. Sin embargo, el potencial de la película se ve arruinado por una cosa: la forma en la cual Dominik hace claro el mensaje. Desde el primer minuto, el archivo de discursos de George W. Bush, John McCain y Barack Obama sobre las causas y las consecuencias de la caída de la bolsa es repetido una y otra vez, apareciendo en todos los televisores y radios posibles. De la misma forma, incluso los personajes paran el argumento varias veces para ponerse a decir frases fuera de sus contextos sobre los eventos de la época. Al principio, es efectivo (a pesar de su inexistente sutileza, provoca un cierto aura interesante), pero luego de continuar por 90 minutos, los martillazos del escritor y director hacia los cerebros de los integrantes de la audiencia son más fuertes y duros que cualquiera de los disparos, choques o golpizas que ocurren dentro del film. Dentro del odio metido en su mente, Dominik pierde la cuenta por remarcar algo que no necesitaba resaltarse; sin estos toques, la ideología igualmente se hubiera notado, y el resultado final hubiera sido mejor. Entre el thriller adictivo y la ira destructiva de una línea obvia, Matalos Suavemente termina ganando, aunque da lástima notar las posibilidades que tenía esta producción de ser mejor. Aún así, una muy buena dirección, un elenco de grandes actores y un grupo de personalidades interesantes hacen que la fórmula funcione. Es la tormenta del sueño americano.
Con amigas como estas, ¿quién necesita enemigas? Con el estreno de Damas en guerra el año pasado, se derribó el mito de que las mujeres no podían replicar el humor sucio de los varones y tener el apoyo de las grandes audiencias, todo mantenido con una buena historia y personajes queribles. Con esos mismos ahora llega Despedida de soltera (Bachelorette, 2012), una comedia dramática que, si bien entretiene, no encuentra el balance entre las risas y los momentos serios. Las bodas acercan a todos, para bien o para mal. Por eso, Becky (Rebel Wilson) invita a su grupo de amigas de la secundaria, para que sean damas de honor en su casamiento. Ellas son la dedicada y obsesiva Regan (Kirsten Dunst), la lenta y aprovechada Katie (Isla Fisher) y la libre y desgastada Gena (Lizzy Caplan). Las tres tienen algo en común: están mucho más interesadas por armar una fiesta alocada que por la ceremonia en sí. Pero cuando se mandan un error y terminan rompiendo el vestido de la novia horas antes del gran día, las desinteresadas jóvenes tendrán que correr de un lado al otro para arreglar la falta, lo que las llevará a encontrarse con algunas duras verdades sobre ellas mismas. Hay que destacar que, en su debut en el cine, la directora Leslye Headland supo conseguir a las actrices adecuadas para traer a la vida el aspecto cínico y políticamente incorrecto de su guión. Los personajes de Dunst, Fisher y Caplan son horribles en sus acciones, pero a la vez uno no puede evitar simpatizar con ellas, debido al encanto, el ritmo y las interacciones que tienen entre ellas, mientras pasan por situaciones absurdas en escenarios como la ceremonia o un club de strippers. Lamentablemente, la historia no puede definirse bien. Por la primera mitad del film, es básicamente una versión femenina y más limitada de ¿Qué pasó ayer?, que por la mayoría del tiempo funciona debido a como se abraza el descontrol y la irreverencia de las protagonistas. Pero en el tramo final, se retroceden varios casilleros cuando, de pronto, se siente una necesidad de justificar las acciones de ellas, y se insertan subtramas más reales (involucrando temas como el aborto, el suicidio y la bulimia), que no encajan con el unidimensional y festivo compás llevado antes, y que encima no tienen mucho desarrollo o cierre. Al final, Despedida de soltera vale la pena debido al muy buen trabajo de sus damas principales, que se mantienen firmes a pesar de los altibajos del indeciso guión. Si se puede aprender algo de todo esto, es que las groserías valen para ambos sexos.
Sin respeto por la realidad. En este momento, Argentina sufre un problema con la toma de ideologías. Es una división, impuesta por los poderes y aplicada por la mayoría del pueblo, que nubla la razón e impide la discusión civilizada: la idea de que todo lo que se dice sobre el ámbito político del país es una declaración de principios a favor o en contra del gobierno actual. Es en este contexto en el cual parece difícil hablar sobre un documental acerca del ex presidente que dió inicio a esta parte de la historia nacional, en especial cuando cada comentario positivo o negativo sobre el film, una entidad aparte, es tomado erróneamente como una decisión influenciada por una postura. Por eso, Néstor Kirchner, La Película es una prueba perfecta de la falta de profundidad, respeto y delicadeza que padece una parte del pensamiento en el país. El proyecto, originalmente a cargo de Adrián Caetano (cuánto de su versión quedó en el producto final, casi nadie sabe) pero luego pasado a Paula de Luque (directora de Juan y Eva), tiene muchos problemas, arrancando con sus intenciones. Es claro que esto fue hecho con el objetivo de ensalzar las virtudes del kirchnerismo y de su líder, fallecido en 2010. El problema con esto es como, en lugar de aprovechar el formato del documental para mostrar la dualidad de Kirchner como político y como ser humano, así como el impacto de sus ideas en los últimos tiempos, de Luque siente la necesidad de ignorar las convenciones vitales del género, introducir elementos de ficción y añadir asuntos relevantes de hoy, generando una mezcla que se aleja de la realidad y entra con todo al terreno de la propaganda. Los primeros minutos son una advertencia. Tras un texto de la directora y un testimonio algo forzado por Máximo, el hijo de Néstor, hay un collage de planos (acompañados por la música de Gustavo Santaolalla, el único buen elemento) que apuntan con todo al golpe bajo: chicos jugando y saltando en slowmotion, gente mirando directamente a la cámara de forma solemne, amplias tomas de campos, glaciares y demases marcas naturales del país. Este montaje idílico transcurre por varios minutos, hasta que se pasa a un resumen de las trágicas protestas de diciembre de 2001. El tacto y la sutileza de este fragmento van a continuar por el resto de la película. Y lo que sigue no es mejor. El film recurre a dos tipos de testimonios: por un lado, los de los seres queridos (como Máximo o la hermana Alicia; sorprendentemente, no hay declaraciones de su esposa Cristina o de su hija Florencia); por el otro, los de gente inspirada por Kirchner. ¿Cuál es el inconveniente? Es que de Luque elige no identificar las testificaciones anónimas, lo que se podría interpretar como una forma de representar al pueblo en general, pero que choca, distrae y confunde en el formato del documental. Se muestra a un puñado de gente anónima que supuestamente fue ayudada por el presidente, pero no hablan en función de un grupo de un grupo, sino por ellos mismos. Nunca hay una sensación popular, sino de rejunte haciéndose pasar por nación. Uno podría argumentar que lo mencionado recién no importa, en tanto que se profundice acerca de la figura de Kirchner. Podría ser, pero desafortunadamente este no es el caso: no entramos casi nunca a conocer al hombre detrás del poder, excepto por un par de declaraciones por parte de su madre y escasos clips. De Luque prefiere convertirlo en santo, compilando los grandes éxitos y discursos de su carrera política, y esquivando varios períodos temporales. Es en este compendio en el cual vuelve a actuar la tijera amarillista, con una edición nefasta que agrega eventos y sensaciones que nunca ocurrieron. Un ejemplo de esto es la escena en la cual se toca la recordada visita de Kirchner al Colegio Militar en marzo de 2004, en la cual mandó descolgar los cuadros de los ex presidentes de facto Jorge Rafael Videla y de Roberto Bignone. Sin dudas, un fuerte momento, que no requiere de mucho trabajo para encapsular un costado de la presidencia de Néstor, ¿verdad? Según la producción del film no, porque mediante el zoom, el montaje y la música, era necesario mostrar de forma antagónica a un par de oficiales en el fondo con expresiones de furia y descontento. ¿Ocurrió algo alrededor de eso? No. Pero de todas formas, la huella de la última dictadura es usada para la emoción fácil, en otra muestra del juego de beatificar o demonizar la historia. Este tipo de trucos baratos arruinan los eventos e intenciones reales, y desinflan los cometidos que podían haberse logrado en la realización. Ni siquiera el personaje foco del film escapa del maltrato, cuando la producción decide, durante la última parte, distanciarse de él para enfocarse en los eventos rodeando la presidencia de Cristina Fernández. Pasan videos enfocándose en responder su conflicto con el campo, su pelea contra Clarín por la Ley de Medios Audiovisuales, e incluso se frena la película para retratar el repentino cambio de ideas del periodista (hoy bastión de la oposición) Jorge Lanata. Bizarramente, Néstor Kirchner se vuelve un personaje menor en su propia película. Esto es, hasta que llega la hora de relatar su muerte, pero se elige mezclarla con otro suceso relevante de la época: la muerte de Mariano Ferreyra. La forma en la que unen ambos eventos es un símbolo de la ineptitud y la falta de tino de los responsables de este producto. Seguramente, en el futuro habrá una obra que muestre al verdadero Kirchner, con sus aciertos y errores; una producción que cautive tanto a sus seguidores como a sus opositores. Hasta entonces, solo queda esta producción, que no merece ser llamada documental. Es un comercial flaco, un panfleto incompetente, un insulto a la audiencia y al hombre que fue retratado. Un producto de su época, que con suerte será olvidado.