Hasta ahora, parecía poco probable que el cine pudiera transmitir con verosimilitud la investigación de un equipo periodístico. Basada en hechos reales, Spotlight (título original de este film) resulta lo más cercano a esa posibilidad; aún más, quizá, que la canónica Todos los hombres del presidente (Alan Pakula, 1976). Desde su entrada a una comisaría de Boston a fines de los setenta, el padre Geoghan dejó un sendero de acusaciones de pedofilia que un equipo del Boston Globe siguió sin demasiado ímpetu. Pero la llegada de Marty Baron (Liv Schreiber), un nuevo jefe proveniente de Miami, dirige la columna de “Spotlight”, nombre de la sección de investigaciones, directo a la garganta de la Iglesia Católica. Tres periodistas, “Robby” Robertson (Michael Keaton), Mike Rezendes (Mark Ruffalo) y Sacha Pfeiffer (Rachel McAdams), rastrearán el reguero de la más cruel pedofilia, desde las víctimas y un abogado peculiar (siempre deslumbrante Stanley Tucci) hasta la cúpula católica de Boston. La árida dirección de Tom McCarty y la sombría música de Howard Shore comandan la tensión narrativa, pero son las excelentes performances de quienes interpretan a los periodistas (ganadores de un Pulitzer por su investigación) lo que hace la diferencia en este notable film.
Guionista de tres de los más importantes films de Michel Gondry, ¿Quieres ser John Malkovich?, El ladrón de orquídeas y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Charlie Kaufman entrega su tercer largo como director, una maravilla de animación. La cinta sigue el arribo del escritor británico Michael Snow (voz de David Thewlis) a un hotel norteamericano para dar una clínica sobre estrategias en turismo. Todos los gestos de Snow, su pesadumbre en la habitación, su crispación –cuando no paranoia– con la excesiva complacencia del personal del hotel, muestran el hartazgo de una persona de mediana edad con la mediocridad del entorno. Original como insidioso es el artilugio de Kaufman para presentar este entorno: todos los personajes, incluso las mujeres, tienen el mismo rostro y la misma voz, interpretada por Tom Noon. Por eso, cuando aparece Lisa, para nada atractiva pero de voz femenina (Jennifer Jason Leigh), Snow se enamora de esa anomalía, una cualidad que dictará el apodo del personaje. Agridulce como todas las historias de Kaufman, quien conoce todas las dichas y tristezas que amalgaman la soledad en la condición humana.
Hecho a golpes, Adonis Johnson (Michael B. Jordan) se crió huérfano en los reformatorios. De grande, peleador de la vida, el muchacho consigue un buen puesto en una empresa, y alterna el tiempo practicando box en los gimnasios. Un día se entera de que su madre adoptiva fue pareja del legendario Apollo Creed, el clásico rival de Rocky Balboa, hasta su muerte en un cuadrilátero, y de que él es su hijo biológico. Decidido, Adonis abandona su promisoria carrera en los negocios para dedicarse full time al boxeo, y con la intención de ser algún día campeón se muda a Filadelfia, buscando entrenarse en el mismo gimnasio que frecuentó su padre. Hasta entonces, Adonis era favorito de las peleas casi callejeras que se hacen por dinero en los sótanos de Tijuana. En un cuadrilátero profesional, en cambio, Adonis deja muchos flancos al contrincante. Tras un tira y afloja exagerado (y aburrido) con el veterano Rocky (Sylvester Stallone), finalmente, el otrora gran campeón accede a entrenar al joven pugilista, que cambia su nombre por el de Adonis Creed, para alentar al marketing. En su primera pelea, Adonis gana por knock-out sin demasiada dificultad. Entonces se arma el gran combate transatlántico, con “Pretty” Ricky Conlan, campeón inglés de Liverpool como su rival, y la epopeya Creed se encamina en el universo Rocky. Aclamada unánimemente como digna sucesora de la saga original, Creed evoca el drama de la primera Rocky, tiene escenas de boxeo técnicamente impecables, superiores a las de aquellos films, y un Stallone maduro y comprometido con su papel de entrenador y padre adoptivo, rol por el que fue nominado al Oscar. Pero es de destacar cómo todos los personajes giran en torno de una ficción centrada en Rocky. Y esa recreación, que es su fuerte, es también su cuello de botella: Creed parece hecha, casi con exclusividad, para los que disfrutaron alguna vez de la saga.
Ganadora de tres Golden Globe y nominada al Oscar en doce categorías, El renacido genera controversias por una ampulosidad y una crudeza que algunos encuentran carente de sustento, al tiempo que reafirma la capacidad del mexicano Alejandro G. Iñárritu para no serle indiferente a nadie. Basada en hechos reales, la película sigue la odisea de un grupo de colonos perdidos a inicios del siglo XIX, bien al norte de Norteamérica. En el intento por regresar al fortín, colonos y soldados deberán sortear las inclemencias del tiempo, el hambre, la sed y un puñado de indígenas que desearían ver a los colonos de vuelta en Europa. El explorador Hugh Glass (Leonardo DiCaprio) es uno de los blancos que comprende a los locales. Glass convivió con una india que fue asesinada por el ejército y ahora integra la comitiva con su hijo mestizo Hawk (Forrest Goodluck). Pero el oficial del ejército John Fitzgerald (Tom Hardy) es uno de los blancos que no simpatiza con sus semejantes, menos aún con los locales y peor con quienes les dan cobijo. Así que cuando Glass queda malherido tras el ataque de un oso, en una de las escenas más tensas del cine en los últimos años, el oficial Henry (Domhnall Gleeson) lo deja al cuidado de Fitzgerald, y al conflicto de supervivencia se suma el choque humano. Iñárritu muestra con crudeza inusual en las grandes producciones lo que significa lidiar en un entorno hostil, sin las herramientas que el hombre produjo del siglo XX en adelante. El tratamiento puede resultar innecesario, pero hace honor a la historia y allí se percibe el reconocimiento al ruso Alexei Guerman o, sin ir más lejos, Mel Gibson. La picardía es que ese tono, estilizado por la fotografía de Emmanuel Lubezki y la música de Ryuichi Sakamoto y Alva Noto, en algún punto se vuelve una tragedia inverosímil, rocambolesca, que hace trastabillar la seriedad de la trama. Una vez más, Iñárritu muestra ser un director de buen gusto y buenas ideas, con un ansia de grandeza que no está a la altura de su talento.
Por varios años, el norteamericano Adam Jones (Bradley Cooper) fue el más innovador chef de la gastronomía parisina. Vicioso y extremo, Jones se retiró a Nueva Orleans para limpiarse y ahora vuelve recuperado a Londres, donde quiere armar un equipo de chefs para conseguir su tercera estrella Michelin. Pero además de lidiar por la tercera estrella, Jones deberá lidiar con Reece (Matthew Rhys), su Salieri de antaño, que maneja a su antojo un nuevo restaurante para aguarle la fiesta al norteamericano. Hay mucho de El lado luminoso de la vida, el premiado film de David O. Russell que relanzó las carreras de Cooper y Jennifer Lawrence. Jones es ciclotímico y explosivo, pero a la larga genera una red de contención que componen Tony (Daniel Brühl), su jefe, y Helene (Sienna Miller), su asistente, un trío que, además, busca un poco de amor. Lejos de la genial Chef (2014), esta película apela a situaciones previsibles y al desparejo talento de Cooper.
Confirmado: volvieron los noventa, al menos en cierta oscura estética. Desde True Detective y el serial televisivo protagonizado por el doctor Lecter se nota un regreso a los entornos turbios, al morbo por los crímenes horrendos y las paredes manchadas de sangre. En la mente del asesino va en esa dirección con todos los puntos cardinales, especialmente por un Anthony Hopkins que recrea en negativo a su criatura más recordada. Su John Clancy es como Hannibal de El silencio de los inocentes, pero en reversa. Un viejo amigo, el agente Joe Merryweather (Jeffrey Dean Morgan) le pide ayuda para resolver una serie de asesinatos similares, donde las víctimas aparecen apuñaladas en la espina dorsal y presentan un aspecto de impavidez y desahogo. En Clancy hay otra marca que remite a los noventa. Similar a la protagonista de la serie Millenium, que revive el sufrimiento de las víctimas al tocarlas, Clancy percibe el patrón del asesino y el futuro de sus compañeros al menor contacto físico. En principio, la idea resulta atractiva, pero luego el clarividente y su némesis entablan una lucha más digna de The X-Men que de un thriller, y las buenas intenciones se empantanan.
Adaptación del best-seller homónimo de Rick Yancey, La quinta ola es una nueva apuesta al subgénero de ataques extraterrestres, con ajustes al estilo young adult (Divergente, Crepúsculo) que demanda Hollywood. En un futuro cercano, el planeta resiste una serie de ataques que se presentan como “olas”: primero, un apagón generalizado; segundo, un ascenso del mar con oleajes descomunales; tercero, una plaga. Cuando las catástrofes terminaron diezmando a casi la totalidad de la población, una cuarta ola llegó en la forma de Silenciadores, asesinos destinados a cazar a los sobrevivientes. Finalmente, el posapocalipsis que atraviesa la adolescente Cassie (Chloe Grace Moretz), quien no se digna a vivir en un mundo casi igualito al de The Walking Dead. Hay más de un dato que comparte la película con la serie: las desoladas locaciones en el estado de Georgia, la clásica paranoia de todo film sobre zombis, el conflicto humano y el drama de la pérdida: en el intento de Cassie por recuperar a su hermano menor, este es el móvil de la película. La quinta ola se desarrolla mayormente en una base militar y un campo para refugiados de las catástrofes. La protagonista contará, primero, con la ayuda del coronel Vosch (Liev Schreiber); luego, aparecerá herida en una cabaña y conocerá al misterioso Evan (Alex Roe) y, hacia el clímax, a dos mujeres guerreras, Ringer (Maika Monroe, de Te sigue) y la sargenta Reznik (María Bello), un guiño carpentereano del director. Sin sorpresas, la película entretiene y deja el final abierto para las adaptaciones de El mar infinito y La última estrella, que cierran la trilogía posapocalíptica de Yancey.
Ron y Reg Kray fueron dos hermanos gemelos que manejaron a su antojo los negocios de la mafia en el East End londinense en los ’70. La violenta historia tuvo una adecuada adaptación en 1990, bajo la noble batuta del húngaro Peter Medak (The Ruling Class, The Changeling). Esta adaptación lleva la firma del director y guionista Brian Helgeland, coautor de trabajos como el sofisticado policial L.A. Confidential y Mystic River de Eastwood, y si bien sostiene el aura de la historia, carece de una fuerte organización narrativa. Es Tom Hardy, quien interpreta a ambos hermanos sin chascos visuales, el hombre que empuja la pelotita al otro lado de la red. Hardy es Reg el avispado y Ron, el psycho/débil mental, y el balance es perfecto. La película muestra la rivalidad entre los Kray y los Richardson, el ascenso de los primeros hasta alcanzar un deal transatlántico, y el desplome de la hermandad, consecuencia de la estupidez de Ron. Clásica, muy deudora de Guy Ritchie y algo también de Scorsese, Leyenda es un tour de force para Hardy y sin duda entretiene.
Después de la original Frank (2014), acerca de un estrambótico cantante de rock que vive oculto en una enorme máscara, el director Lenny Abrahamson continúa explorando la idea del aislamiento de un modo no sólo emotivo sino elaborado de un modo inteligente, con pericia cinéfila. La primera media hora presenta a Jack (Jacob Tremblay) y su madre (Brie Larson) encerrados en una habitación como único mundo posible, cercenados de la especie a excepción de los momentos en que llega el captor de ambos, y el posible padre de Jack. Atípico como todo a lo que Abrahamson echa mano, Jack es un niño con modales y facciones femeninas; ha entablado un vínculo personal y único con su habitación y todos los elementos que la componen. Del exterior, sólo ve el cielo y las nubes por la claraboya. El mundo y sus habitantes son para él otros mundos, seres de otra galaxia. Con esa idea focal, la liberación de Jack no es el final de un trauma sino el inicio de un nuevo aprendizaje. Con personajes adecuados (William H. Macy tiene un breve paso como abuelo “abandónico”, y el casi cameo vale la pena) y narración casi perfecta, La habitación tiene una afortunada inclusión en la cartelera porteña.
Utah (Luke Bracey) es un motociclista dedicado a los deportes de riesgo que en una vertiginosa picada, bordeando un desfiladero, pierde a su mejor amigo. Varios años después, el muchacho trabaja para el FBI y se le asigna el caso de unos delincuentes que hacen robos espectaculares, capturando cajas blindadas en vuelo y largando sus pilas de billetes sobre sembradíos del Tercer Mundo. Utah reconoce el modus operandi; entiende que el objetivo de la banda no es enriquecerse, sino sabotear a quienes atentan contra la naturaleza, siguiendo el camino de un ecologista y deportista de riesgo que sentó ocho proezas para ser una suerte de semidiós: el vengador que la madre natura estaba necesitando. Luego, Utah se infiltra en el grupo liderado por Bodhi (Edgar Ramírez) y se dejará tentar por la utopía de los deportistas justicieros. Con guión de Kurt Wimmer (El caso Thomas Crown), la película es una remake del clásico homónimo de 1991, dirigido por Kathryn Bigelow, aquel que interpretaron Keanu Reeves, como Utah, y Patrick Swayze, como Bodhi. Las nuevas tecnologías permiten capturas imposibles 25 años atrás, como surfistas bajo el rulo de olas gigantes o impactantes escenas subacuáticas. Pero fuera de eso, este nuevo Punto de quiebre se siente algo hecho a la fuerza, un compromiso laboral. Siempre es mejor volver a los clásicos.