Marcus Nispel, director de una de las remakes de The Texas Chainsaw Massacre, acomete una nueva atrocidad contra los fundamentalistas del cine arte. Nacido en Alemania, Nispel empezó su carrera dirigiendo videoclips y comerciales, y buena parte de esa estética fragmentaria, confusa y veloz se trasladó a sus películas. Exorcismo trata sobre un ex asilo de adolescentes abandonado, producto de irregularidades en los tratamientos, y puesto en manos de un sacerdote, el padre Conway (Stephen Lang), cuya misión es reordenar el lugar. Patrick (Kelly Blatz) es el delegado de Conway, pero en ausencia del sacerdote su equipo se descarrila y usa el asilo como espacio de fiestas. En algún momento, el hermano de Patrick, Rory (Michael Ormsby), levita, está poseído y cierra las puertas del asilo para que nadie escape. Con un manual de internet, Patrick y su amiga Reign (Brittany Curran) buscan exorcizar a Rory. La película usa humor y un amateurismo forzado, al estilo de los films que pasan por el festival Rojo Sangre, pero no escapa a la chatura del horror en serie que produce Hollywood.
Por pocas cosas se recuerda a Tobey Maguire luego de la trilogía Spider Man. Quizá su protagónico en Hermanos (2009), remake del film de Susanne Bier, o su rol en la remake de El gran Gatsby (2013). Encarnar al legendario Bobby Fischer, en un film que además coproduce, parecía un buen plan para escapar, si no de la falta de originalidad, al menos de la telaraña en que quedó su recuerdo. Maguire tiene cuarenta años, pero conserva un perfil de baby face que lo ajusta al protagónico. En principio, la idea es buena. Tras ver el film, cuesta creer que, al menos por el momento, Maguire haya dejado atrás su disfraz de Hombre Araña. Bajo la dirección de Edward Zwick (El último samurái), esta biopic hace una narración cronológica en la vida de Bobby Fischer, desde su infancia en Brooklyn, sus tempranas demostraciones de genio y el padrinazgo de Carmine Nigro (Conrad Pla), preludio que desemboca en su coronación de campeón norteamericano de ajedrez. Superada la adolescencia, Maguire lo representa en sus años veinte, con la vista puesta en la ex Unión Soviética y su obsesión por quitarle el título mundial al ruso Boris Spassky (Liev Schreiber). La paranoia al borde de la psicosis que embarga a Fischer recuerda en algo a El aviador, el film de Scorsese acerca de Howard Hughes, pero la locura que interpreta el actor es controlada, más un fin en sí mismo que la posibilidad de una exploración. La versión de Zwick, con guión de Steven Knight (Promesas del Este), hace un dramático (y no fallido) foco en la rivalidad Fischer-Spassky, y todo lo que acabó en el “Match del siglo” de 1972; afuera quedan la sanción de los Estados Unidos y las obsesiones antisemita y antinorteamericana del ajedrecista, con su retiro en Islandia. Demasiado complejo para un biopic, Fischer es retratado por la ficción apenas en la superficie.
Paolo Sorrentino sigue a su exitosa La grande bellezza con otra maravilla de proporciones. Juventud es el largo cavilar de dos ancianos artistas, el músico Fred Ballinger (Michael Caine) y el director y guionista de cine Mick Boyle (Harvey Keitel), en un spa exclusivo de los Alpes suizos. Una vez más, el italiano da cátedra sobre un perfecto espectáculo visual, con movimientos casi de danza y cortes de escena abruptos, y con Caine y Keitel intercambiando recuerdos así como al Jep de Tony Servillo, en La grande bellezza, lo abordaban viejas amantes. Para el público local, esta danza de la decadencia no tendría un gustito especial si faltara Roly Serrano, camuflado como un futbolista de panza hiperbólica que, aunque nadie lo nombra, es Diego Maradona. Y para el público internacional, no sería lo mismo sin la aparición de una Jane Fonda genuina, sin bótox, capaz de sacar de la pileta termal, por el puro poder de los recuerdos, a un Keitel embobado frente una Miss Universo desnuda. Pero es la performance de Caine, su mirada imperturbable, de pecados y vidas consumidas, la que define goles con el número 10, redondeando otro magnífico film de este director tan ambicioso como genial.
Desde Blood & Roses (1960) de Roger Vadim hasta El ansia (1983) de Tony Scott, pasando por todas las criaturas lascivas de la productora Hammer y el español Jess Franco, la mujer vampiro fue siempre una invención eminentemente sexual. Recién la sueca Déjame entrar, de 2008, transforma al clásico juego de sangre y semen y lo traslada a una relación de preadolescentes, donde una chica vampira toma a su cargo a un chico confinado al bullying escolar. La figura de la mujer como espécimen sobrenatural, paria y consustanciada con los débiles, una suerte de supermadre (no una heroína; una desclasada), se resignifica en este film que, por ser danés, comparte el origen, por demás subrayado por la crítica, de la notable Déjame entrar. Marie (Sonia Suhl) lleva en la sangre los genes lobeznos de su madre Mor (Sonja Richter), sospechosa de haber almorzado años atrás a un cuerpo de marineros rusos. En la pequeña ciudad costera, no cabe duda de que Mor es loba y su hija va en la misma dirección. Pese a los cuidados de Thor, su padre (Lars Mikkelsen), Marie se escapa con un muchacho y una escena en un barco mercante traerá memorias de la silente Nosferatu. Cuando despierta la bestia es un film melancólico, turbulento, y un válido intento por hacer del horror arte.
En la primavera de 1971, Pino Solanas viajó a Puerta de Hierro para entrevistar a Perón durante su exilio madrileño. La visita, junto a un equipo de producción, tenía por objetivo filmar a Perón narrando su vida, sus años en el poder y en el exilio, para mostrar el resultado entre sus seguidores. Un documental clandestino, valga la paradoja, acerca del político más amado, odiado y controvertido en la historia del país. Solanas trabajó con el corsé de José López Rega, el infame secretario del General en el exilio, quien se atribuyó la facultad de supervisar todo el trabajo de filmación. Solanas pudo sortear ese obstáculo, pero tampoco dio forma al documental, que se conservó en su colección privada en la forma de latas y casetes. El legado estratégico de Juan Perón, título formal del trabajo, es su puesta al día con el proyecto trunco. Solanas hace un reenactment, una recomposición de lugar, de aquella serie de encuentros. En lugar de la residencia madrileña, el director de Sur trasladó a su nuevo equipo de filmación a la antigua residencia de Perón y Evita en San Vicente; por los bosquecitos donde Perón tuvo su jardín botánico, Pino y sus asistentes se mueven en fila india, mezclando sus recuerdos en voz en off con declaraciones del mítico líder. O se sienta en uno de los mullidos sillones del living, y asiente a la reproducción de anécdotas. Más allá de la conveniencia de la teatralización, esta suerte de Frankenstein de lo que no fue es sumamente interesante, por la vigencia y la premonición de muchos testimonios a la luz del tiempo. El legado no sólo cierra una deuda pendiente del director: la cierra exitosamente.
No hay nada explícito acerca de por qué Agustín llega al pueblo serrano, y cuando la razón da a conocerse (la acusación de parricidio), la película ya naufraga en un remanso de sordidez. Es que no hay nada definitivo en Camino de campaña; se mueve a un ritmo propio y es una película sin acentos. Al inicio, tras una breve escena de cacería humana, Camino... se estanca en un morbo de morosidad, al estilo de los films de Lisandro Alonso. Pero pronto los breves intercambios entre el regresado Agustín y los lugareños dan una cuota de dulce indiferencia pueblerina. Es en ese realismo donde el film pisa firme y halla su propio idioma. A la figura del regresado se la emparda con Leila, una chica que, en modo inverso a Agustín, llega al pueblo sin conocer nada. Cada personaje tiene su propio camino y el hecho de que en alguna instancia se crucen parece más un producto de la inevitabilidad que de la atracción. Que la película no genere empatía no es algo que pueda calificarse como débito; parece, más bien, una estrategia del director Nicolás Grosso, cuya conciencia del punto de vista recuerda mucho a Juan José Saer.
Corre el año 1951. Como muchos de sus compatriotas, Eilis Lacey (Saoirse Ronan) es forzada a emigrar de Irlanda a la América (léase, Nueva York, Brooklyn, la tierra de las oportunidades), un poco a instancias de su hermana mayor pero, sobre todo, por las raleadas demandas laborales en la Europa de posguerra. Así las cosas, Lacey abandona al desesperanzador poblado de Enniscorthy en un barco que pone proa rumbo a Brooklyn; allí toma una habitación en una boarding house, suerte de antepasado de los bead & breakfast, y pese a la buena camaradería, su nueva vida estará siempre al acecho por los fantasmas del exilio. Otra producción del ahora prolífico Irish Film Board, con guión de Nick Hornby (Fiebre en las gradas, Alta Fidelidad, About a Boy) sobre una novela homónima del irlandés Colm Tóibín, y con protagónico oscarizado de Ronan (una promesa de 21 años que dio lustre a opacas superproducciones como Atonement, The Host y Byzantium), Brooklyn es una dramatización suave, un giro no sin encanto acerca de un tema conocido.
A los once años, Antonio Puigjané decidió ser sacerdote. Desde su ordenación, el fraile de la orden capuchina trabajó en los lugares más humildes, como las villas en los márgenes de Mar del Plata y La Rioja de Anillaco, en el ombligo del menemato, donde lo encontró el golpe del ’76. Durante las primeras rondas de las Madres de Plaza de Mayo, se convirtió en el primer sacerdote que apoyó la causa a viva voz. Descubrió un hilo conductor entre Cristo y el Che Guevara, viajó a Cuba, conoció a Fidel Castro y ya entonces, ideológicamente hablando, Puigjané era un representante absolutamente idiosincrático del catolicismo. Gente como Osvaldo Bayer y Adolfo Pérez Esquivel, que dan su testimonio en el documental, dan cuenta de esta faceta inclasificable, a la vez que entrañable, del cura. Pero lo que mueve a este trabajo de Fabio Zurita es indagar su encarcelamiento en la cárcel de Caseros, durante diez años, tras los incidentes de La Tablada. El “Piru” fue un activo militante del Movimiento Todos por la Patria (MTP), pero estuvo ajeno a la revuelta de sus compañeros; pese a su desconocimiento, aceptó ir a juicio junto a los sobrevivientes. La postura de Zurita es interesante, muestra las grietas de un período santificado, pero así como la historia que vincula al sacerdote con el MTP es lo más jugoso, hubiera precisado más elaboración; los hechos de La Tablada, por ejemplo, sin contexto (ni siquiera introducción) resultan incomprensibles para un espectador extranjero.
Director de Los miserables y El discurso del rey, el australiano Tom Hooper se rodea una vez más de los actores indicados para dar cuenta de una historia real, de enorme peso cultural, pero de un modo que sólo beneficia a los grandes estudios, a la Academia de Hollywood, y a Eddie Redmayne, que podría ganar su segunda estatuilla. Son los años veinte en Copenhague y el pintor paisajista Einar Wegener (Redmayne) junto a su esposa Gerde (Alicia Vikander), aspirante retratista, disfrutan de un moderado éxito junto a la crema de la burguesía de la ciudad. Durante un juego erótico entre ambos, Einar se prueba alguna indumentaria femenina y descubre un placer distinto, que irá progresando, de la mano de su indagación, a lo largo de los siguientes minutos. Como cabe suponer, Einar irá desapareciendo y Lili ocupará su lugar en la pantalla. Inicialmente, Gerde presenta en sociedad a Lili como la prima de Einar, pero a medida que la transformación avanza, su complicidad, y peor aún su rol de esposa, se vuelve insostenible. Pocos años después, las memorias del pintor se publicarían como el libro que dio sustento a esta película, laxamente inspirada en los hechos. Esa misma flojera mueve a la duda de si este retrato de Wegener, cuya vida tiene una incuestionable carga simbólica, podrá ser un auténtico referente para la comunidad transexual. Si bien las escenas en donde Lili va descubriendo su identidad se rodaron con innegable intensidad, hay mucho de caricatura en la composición de Redmayne; su exageración, sus compulsivos parpadeos y su mirada de asombro permanente son fácil causa de irritación. Claramente, Hooper apunta a la compasión del espectador mucho más que a escarbar en los conflictos de Wegener, los internos y los que atañen a su pareja. En este sentido, Vikander hace un trabajo mucho más sólido y comprometido, sin el cual la película se desplomaría en su propio artificio.
Menos superhéroe que antihéroe, Deadpool es uno de los cómics menos ortodoxos del universo Marvel. El ex militar Wade Wilson (Ryan Reynolds) usa sus habilidades, entre las que no descarta un ácido sentido del humor, como mercenario justiciero de patoteros urbanos. Un día desmaya frente a su novia, Vanessa (Morena Vaccarin), y los médicos le diagnostican cáncer. El siniestro Dr. Killebrew lo visita y le propone una cura: convertirlo en mutante. Durante el tratamiento, Francis, alias Ajax (Ed Skrein), que en su caso tiene los nervios anestesiados para resistir el dolor y aumentar su fuerza, debe torturarlo para que el gen mute y derrote al cáncer; cuando esto ocurre, Wilson se quema como una salchicha pero consigue la habilidad de regenerar su cuerpo. Perseguido porque en esas condiciones no podrá ver a su novia, cubre su rostro y cuerpo y, como Deadpool, sale a buscar revancha. Esto último ocurre en los primeros minutos; la historia del personaje se cuenta en un extenso flashback donde Reynolds hace gala de un desconocido don para la comedia. Porque el fuerte de Deadpool es el humor, aparte de desmadradas dosis de violencia. Deadpool dispara bromas por dentro y fuera del universo Marvel (uno de los blancos es el propio Reynolds, coproductor del film), y si bien la calidad es dudosa, la apuesta por algo distinto, opuesto a los adustos X-Men, es loable. Una batalla final entre ambos personajes y sus laderos, Colossus y Angel Dust (la ex kickboxer Gina Carano) es una sobredosis efervescente que los fans sabrán agradecer.