Los hermanos Juan y Vicente tienen una vieja deuda impaga. Vicente (Luis Ziembrowski) se apoderó de una red de narcotráfico en el sur del conurbano, y Juan, su armado brazo derecho, se alejó por razones tan poco claras como su involucramiento. Pero en el mundo del hampa la deserción no es gratuita. Un arreglo con un sicario permite que Juan (Daniel Aráoz) siga vivo, mientras para Vicente y sus socios duerme bajo tierra hace rato. En el velorio de la madre de los criminales, Juan reaparece para arrojar flores en la tumba. Esta reaparición, la del muerto que habla, tan antigua como la literatura en rojo sangre, desata una nueva cacería que Juan quiere desarticular, en parte, gracias a su alianza con una policía (María Nela Sinisterra) enviada por Interpol. Hay varias cosas atípicas en el film: la aparición de autos customizados o hot rods, una interpretación rudimentaria que remite a los films de José Campusano, y el regreso de Aráoz, otrora efectivo comediante, como un personaje oscuro, similar al que compuso en El hombre de al lado (2009). Pese a un desenlace ingenioso y a que el debutante Bruno Hernández demuestra conocer las normas del género, la película carece de carácter, en gran parte por el escaso desarrollo de sus personajes.
El mercado al palo Con una sociedad establecida en títulos como Mademoiselle Chambon y Algunas horas de primavera, el realizador Stéphane Brizé y el actor Vincent Lindon vuelven a configurar una postal amarga de la vida contemporánea. En El precio de un hombre (originalmente titulada La loi du marché o La ley del mercado; curioso que se haya tomado el título de un western spaghetti para su traducción), Thierry Taugourdeau (Lindon) es un desempleado en apuros, con un hijo adolescente que precisa educación especial y asistida, y lleva una precaria, pero noble, subsistencia. La película lo muestra adiestrándose para encontrar trabajo, siendo manipulado por sus futuros empleadores (que en cuestión de minutos no lo serán), sobreviviendo la relación de pareja en un taller de baile, siendo evaluado impiadosamente por otros que buscan trabajo como él. Cuando Thierry consigue trabajo, le toca bailar con la más fea. Una cadena de supermercados lo contrata para vigilar el comportamiento de los compradores (y del personal) mediante camaritas. Casi con final cantado, El precio de un hombre provoca tal tensión que lo cotidiano en la vida de Thierry, y seguramente en la de tantos otros hombres, no parece verosímil, mucho menos mágico.
Recordando a la burbuja El escritor Michael Lewis es un reconocido cronista de la realidad estadounidense. En Moneyball, de 2003, que inspiró a la película homónima, se sumergió en los sueños de un beisbolista que enfrenta una realidad adversa y funda un gran equipo con jugadores devaluados. The Big Short, de 2010, su nuevo libro que inspira una adaptación, recoge las estrategias de cuatro jugadores colaterales en el mercado de finanzas que vieron venir la gran burbuja hipotecaria e hicieron sus dividendos antes del colapso en 2008. Michael Burry (Christian Bale) es el clásico nerd del sistema, un tipo que se mata escuchando heavy metal mientras elabora sofisticadas maniobras. Jared Vennett (Ryan Gosling) es igualmente ingenioso y presenta al equipo de Mark Baum (Steve Carell) su impresión de los CDO u obligaciones de deudas colaterales, un sistema que divide la contrataciones en tres riesgos: menores, medianos y altos. La película de Adam McKay, quien dirigió algunas de las comedias más famosas de Will Ferrell, resulta didáctica para explicar cómo el juego de especulaciones que se ciñó a los vendedores de hipotecas de riesgo (o sea, aquellos que alegremente cerraban contratos con compradores que no brindaban garantía de solvencia) fue la base del colapso inmobiliario. Es incluso simpático el modo en que Gosling mira a la pantalla y se dirige al espectador (una estrategia narrativa de la que McKay hace uso y abuso en el film) para presentar a Anthony Bourdain, quien desde su cocina hace una analogía de los CDO más riesgosos con aquellos deshechos que él transforma en delicatesen. La narración de McKay es ingeniosa, con procedimientos que recuerdan a Robert Altman y al último Scorsese. Y pese a que el tema es (como en Moneyball) casi de exclusivo interés para el público norteamericano, la película nunca pierde ritmo ni permite que decaiga la atención.
Un regalito sin moño Jessie Nelson es un maestro de la comedia melodramática. En los años noventa dirigió un film que hoy es de culto en ese sub-subgénero: Mi nombre es Sam, la historia de un muchacho con retraso cognitivo (interpretado por Sean Penn) que superaba obstáculos gracias a la música de Los Beatles. Navidad con los Cooper retoma algunos fundamentos bizarros de aquel film, sobre todo, en la disparatada idea de que el narrador del melodrama de la familia Cooper es un perro. Cuya voz proporciona el legendario Steve Martin. Y Martin no es el único talento desaprovechado, ya que el film cuenta con un elenco de notables, con figuras de la talla de Diane Keaton, John Goodman, Ed Helms, Marisa Tomei, Alan Arkin y Olivia Wilde. La idea inicial de la película no es mala: se trata del clásico cuento navideño, donde varias generaciones de una familia se reúnen para descorchar junto al arbolito y compartir el momento. Lo malo es que la problemática de los personajes y la pretensión del estilo narrativo, vagamente asociado a Short Cuts de Robert Altman, no cuajan con la trivialidad de los diálogos y la madeja dramática del guión. En el centro de la historia –y del arbolito– están Charlotte (Keaton) y Sam Cooper (Goodman). Una pareja que tras largos años de matrimonio decidió separarse. Su último deseo es, obviamente, compartir la Navidad en familia. Y uno diría, ¿para qué? Emma (Tomei), la hermana de Charlotte, es una cleptómana; la hija de la pareja, Eleanor (Wilde), está quebrada por una vieja relación y para simular un nuevo noviazgo se trae a un soldado del aeropuerto. El abuelo Cooper (Alan Arkin) es un mujeriego veterano y asiste con la veinteañera que le sirve café en el bar por las mañanas. Los personajes son patéticos, pero el final, claro, es feliz. Así es en Hollywood, sobre todo en Navidad.
El diablo atiende en todas partes Un director español, una película ambientada en Colombia, actores latinos y norteamericanos es un mix que, anticipadamente, huele mal; sin embargo, La cabaña del Diablo es una película de horror efectiva. Mientras todas las películas del género construyen clima a partir de los diez minutos, el trabajo de Víctor García necesita aún más. Y esa es una de las claves para hacer un film que no vaya directo a la papelera. David Reynolds (Peter Facinelli), su hija Jill, su novia inglesa Lauren y Ramón, el novio colombiano de su hija, hacen un viaje a campo traviesa rumbo a Medellín, cuando una tormenta repentina provoca un aluvión de barro que los deja con la camioneta inutilizable, varados en medio de un páramo. Lo único a la vista es una cabaña, y uno no quisiera que tan linda familia vaya rumbo allí, cual ovejas; ni siquiera los quiere ahí Felipe, el dueño del lugar, que intenta alejarlos de un secreto que guarda en el sótano. Pero los Reynolds se la ingeniarán para avanzar, innecesariamente, y al cabo de un rato uno habrá de admitir que hicieron lo incorrecto, gracias a Dios. En el final, nada sorprende, pero son esos breves efluvios de adrenalina los que justifican que películas como esta sigan apareciendo.
Invencible de hombre nacido de mujer Qué osadía, filmar una nueva Macbeth, tras el antecedente de la majestuosa versión escrita, dirigida e interpretada por Orson Welles, en 1950, y el de la diabólica versión de Roman Polanski, hecha veintiún años después: un baño de sangre que muchos colocan en la cima de la carrera del polaco. Pero el director australiano Justin Kurzel no arrugó ante la historia y sus quilates. Su Macbeth lleva, en cierto sentido, la osadía y la virulencia de sus predecesoras a extremos sólo permisibles en el cine comercial de hoy. Escénicamente, Kurzel sitúa al drama de William Shakespeare en unas Highlands escocesas que oscilan entre la barbarie celta de barro y sangre, y un lujo gótico algo tardío. Pero bueno, es Hollywood. Y si hay algo inobjetable respecto de este film, es su vorágine visual, su alternancia de belleza y brutalidad (e incluso, si cabe el oxímoron, brutal belleza). La elección de Michael Fassbender como uno de los traidores más famosos de la historia es otro fuerte de esta versión. El irlandés nunca falla en la creación de seres sinuosos, y desde el momento en que Macbeth tropieza con las tres enigmáticas brujas, aquellas que le tiran un karma lacerante, Fassbender muestra la transformación con histrionismo perfecto. Como Lady Macbeth, Marion Cotillard es, quizá, aún más soberbia, en el sentido opuesto a Fassbender: si este último entrega todo y más de lo imaginable para representar a alguien que traiciona a su rey y, luego, no escatima barbarie para ocupar el trono de por vida, Cotillard, como su fogonera, trabaja los intersticios del estereotipo de serpiente; su Lady M. es menos cruel que una adorable seductora. La performance de Fassbender es también, previsiblemente, extrema. Su destreza física se destaca en todas y cada una de las escenas de acción, y a esta altura cabe preguntarse si la figura de actor no va mutando, año tras año, film tras film, en la del verdadero atleta del nuevo milenio. Más allá de estas consideraciones, Macbeth modelo 2015 no alcanza la virulenta genialidad de sus predecesores, pero ocupa con honra un tercer puesto en el podio. Lo cual no es poco.
Monstruosos guardabosques Los últimos años son testigos de una renovación del cine irlandés, con películas de variada temática y un tono conceptual donde se destaca una prolija fotografía y una velada intención comercial. The Hallow (título original de este film) concentra todas estas características en el género del horror. En momentos en que (en un futuro no tan distópico) los países tercermundistas pagan su deuda con recursos naturales, el conservacionista Adam Hitchens, habitante, junto a su mujer y su pequeño hijo, de una cabaña en un bosque irlandés, descubre a un animal descuartizado por un extraño virus. Días antes de que se inicie el desmonte, desoyendo la advertencia de un vecino respecto de un espíritu maligno que resguarda al bosque, Adam vuelve a internarse en él, y a su regreso la cabaña es acosada por monstruos que parecen mutantes salidos de un jardín botánico. Pese a que las criaturas fueron cuidadosamente diseñadas para parecer reales (el director Corin Hardy fue amigo y confeso fan de Ray Harryhausen, pionero de los efectos especiales), y a guiños hacia relevantes films como El laberinto del fauno y Los perros de paja, la película, buscando resaltar lo creativo, falla como film de género.
Los decadentes Sufriendo un bloqueo de inspiración, el escritor Roland Bertrand (Brad Pitt) y su mujer Vanessa (Angelina Jolie), una bailarina retirada, viajan de vacaciones a la Riviera francesa, en el tercer largo dirigido por Angelina Jolie Pitt. La novedad es que la actriz también se animó a escribir la historia, que de un modo mecánico, minimalista, refleja la tensión que horada a la pareja. En el inicio, cuando los Bertrand manejan un convertible rumbo al pintoresco hotel por un sendero aledaño al mar, mientras Roland da luz a su cigarrillo con un encendedor del tablero, las imágenes son significativas como para situar la acción a inicios de los 70, con ecos a films de Claude Sautet; la languidez de Vanessa, el refugio chic de la pareja y su pavoroso ennui remiten a Le Mépris de Godard. Son sólo referencias, quizás ampulosas, si bien la fotografía de Christian Berger dota a cada imagen de múltiples asociaciones. Ver Frente al mar ahora, con rumores concernientes a la separación de los Pitt, genera una especie de morbo: el abandono, la desidia y la desesperanza de los Bertrand son asimilables como espejo de la pareja real. Roland se emborracha en el bar más cercano, y adopta al dueño como amigo y confidente (el film entrega una de las mejores actuaciones de Brad, que muestra un fluido manejo del francés). Vanessa se arroja a leer en el balcón, frente al mar, con desinterés por el resto del mundo, hasta que descubre a sus vecinos Lea y François (Mélanie Laurent y Melvil Poupaud), una viril pareja de recién casados, y encuentra un nuevo placer escudriñándolos a través de un agujero. De peeping tom a siniestra amiga, Vanessa absorbe la energía de la joven pareja para reinventar a la suya. Frente al mar nunca es un thriller psicológico ni un drama; es más un experimento excepcionalmente ambientado, puntuado por sugestivas actuaciones. Y pese a las pretensiones de Jolie, tiene un innegable encanto.
Ritos de pasaje El francés Arnaud Desplechin es de esos directores que rara vez hacen las cosas mal. Algo así como un autor de culto, especialmente de otros directores, sus films (Un conte de Noël, de 2008; Rois & reine, de 2004; Comment je me suis disputé, de 1996, entre las más destacadas) pocas veces fueron estrenados en nuestro país. El estreno de Tres recuerdos de mi juventud es un hecho para celebrar. Desplechin recobra a Paul Dédalus, el personaje central de Comment... , su primer gran film, un “rito de pasaje”, el tipo de historia que muestra cuando un personaje adquiere todos los signos de adultez, como una caricatura que se llena de superpoderes. La película empieza cuando Dédalus (Mathieu Amalric, en su sexta colaboración con el director) debe abandonar un hotel en Medio Oriente para regresar a París. En la aduana es demorado porque un israelita tiene un pasaporte con el mismo nombre. El hecho le sirve para reflexionar sobre las vidas que pudo haber tenido, y la película resulta en un flashback a tres momentos en la vida de Paul. En el primero, de chico, enfrenta a su madre, momentos antes de su suicidio. Muestra las peleas con su padre, algo que los distanciará por siempre, y pone a la hermana como favorita del progenitor. Mientras el segundo, Rusia, retoma el incidente de la identidad, el tercero, el más extenso y el más importante, describe el pasaje a la adolescencia. La tercera parte es una mini obra maestra de Desplechin. Aquí, Dédalus está interpretado por el adolescente Quentin Dolmaire, que dota al personaje de sutiles detalles. Ambientada en los ochenta, la película trata sobre la fascinación de Paul por Esther (Lou Roy-Lecollinet), la clásica chica ochentosa moldeada en Madonna; seductora en cuerpo y alma, es codiciada por muchos, pero la atrae el intelecto de Paul. El adolescente abandona a la provincial Roubaix para estudiar en París, desde donde conquista a Esther mediante un intercambio de sentidas y no menos intelectuales cartas. Esta es el alma de la película, sutilmente relatada, y entre líneas se puede leer también, quizás, el homenaje de Desplechin a un modo de seducción, sentida y artesanal, que parece haber sido sepultada por la modernidad de Internet.
Bienvenidos al mundo de Pascual Condito, dueño de la histórica distribuidora Primer Plano Film Group y un resistidor, casi un ludita, de los innovadores métodos para picar carne del cine capitalista. Llegado de la baja Italia a los cinco años y amante apasionado (bah, apasionado es poco) del cine desde los ocho, Condito creó un búnker en el microcentro porteño desde donde se abastecen las producciones locales más ingeniosas, a través de un medio de distribución igualmente artesanal. Aquel búnker (hoy trasladado a una nueva sede) fue en sus últimos años un depósito, una romería de viejos afiches y obsoletos DVDs que puso pecho a la avanzada de multicines y el consumo de la era download, mientras Pascual, el actor con más cameos del cine argentino, sigue siendo el mismo tano rezongón y pesimista, siempre con una chispa de esperanza para que el show no decaiga y para que sus hijos adolescentes descubran algún día a Vittorio Gassman. Tal es la estatura de Condito que por su oficina pasan a tomar café y discutir de cine las figuras locales más relevantes, desde Raúl Perrone, Juan Villegas, Marcelo Piñeyro y Lisandro Alonso hasta el staff de El Amante y Haciendo Cine. ¿Un documental para cinéfilos? Puede ser, pero también es un testimonio sobre el submundo del cine que merece ser divulgado.