Días de dolor Pasados diez años de la tragedia de Cromañón, este documental reactiva la adormecida memoria de los porteños para volver el foco sobre una de las mayores catástrofes ocurrida en su ciudad. La lluvia es también no verte se construyó en base a material de archivo televisivo, grabaciones particulares y entrevistas a familiares de víctimas y sobrevivientes de la tragedia ocurrida el 30 de diciembre de 2004 en el local de Once. Al igual que la mayoría de los documentales testimoniales producidos en el país, el peso emocional eclipsa al criterio artístico; pero a diferencia de trabajos similares, el aspecto emotivo es aplastante y no dejará indiferente a nadie que presencie sus más de noventa minutos. Un aspecto clave para tal cometido es que Mayra Botero, la realizadora, de 28 años, ha tenido activa participación en las marchas de familiares de víctimas, lo cual no sólo le permitió acceso directo a los testimonios sino también la elaboración de un mensaje potente. El carácter de denuncia a funcionarios, al silencio de los políticos, a la apatía de Callejeros, se enlaza con el síntoma de una sociedad indiferente al dolor, anestesiada por la frivolidad y el dinero. Los valores que promueve Botero mediante el film no son nuevos, como no es nuevo el reclamo de justicia de los familiares, que se reactiva con su eterna lucha contra la artritis judicial. Así como estos últimos, la película es un recordatorio de la insistencia, el único modo en que la protesta puede ser oída. El modo en que la antorcha pasaría, años más tarde, a familiares de la tragedia en Once, es el momento más emotivo y valioso del film.
El increíble hombre menguante Un superhéroe de segunda línea en el universo Marvel pasa a concentrar toda la atención mediática en este imaginativo film, al tiempo que utiliza eficazmente el humor, moneda poco corriente en el gigante de cómics. Y la clave del acierto es Paul Rudd, hombre con un abultado CV, desde el programa televisivo Saturday Night Live hasta comedias clásicas de Judd Apatow como Virgen a los 40, Ligeramente embarazada y This is 40. En un mayúsculo (aunque a todas luces temporal) giro de su carrera, aquí Rudd es Scott Lang, un ladrón experto en computadoras que recibe una oferta para trabajar en libertad. El oferente es el Dr. Hank Pym (Michael Douglas), un personaje de gran peso en el universo Marvel, que en esta adaptación tuvo un giro de tuerca. Mientras en la historieta el Dr. Pym es un científico loco, un prototípico “maverick” americano que desarrolla la tecnología para metamorfosearse en Ant-Man, u Hombre Hormiga, en el film es el inventor y el CEO de un imperio tecnológico. Su invención de la partícula Pym permite a las personas adquirir el tamaño de hormigas y ahí echa el ojo Darren Cross (Corey Stoll), su socio, que vislumbra (una idea surgida en la última Jurassic World) la opción de usar el truco con fines militares. Cross usa la partícula Pym para convertirse en el villano Yellowjacket, y el inventor, para combatir a su ex socio, ofrece la partícula a Scott Lang, que se convierte en el Hombre Hormiga. La habilidad de este superhéroe es simpática y estrambótica. En tamaño reducido, Lang conserva su fuerza, algo que le permite dirigir a un ejército de insectos. Pero vuelto a su tamaño real, el personaje aumenta su poder en directa proporción al aumento de masa. La película funciona especialmente bien en los combates a pequeña escala, como en una escena vertiginosa donde Ant-Man y Yellowjacket luchan en un tren de juguete (lo cual da a pensar cuánto del mérito corresponde a Edgar Wright, director de Scott Pilgrim vs. The World y el primero asignado a dirigir la franquicia). Evangeline Lilly (la Kate de Lost) como Hope, la hija de Pym, aporta un glamour que asienta todo lo positivo de la película.
La ley y el orden Con largos, interminables bosques en grandes tomas panorámicas, con la meticulosa observación de un hombre, su familia, sus caballos y una épica circunscripta a asuntos personales, la adaptación de este héroe del siglo XVI retoma elementos del western para narrar una historia renacentista, sin abandonar una visión contemporánea. Mads Mikkelsen es Michael Kohlhaas –el héroe del escritor romántico Heinrich von Kleist–, un criador y vendedor de caballos a quien, en su travesía, los representantes de un orden feudal decadente, pero aún en pie, exigen el pago de un peaje. La negativa de Kohlhaas, que representa la libertad y los ideales románticos, lo opone al régimen represivo y, tras un inesperado castigo del barón (Swann Arlaud), levanta a los siervos en armas contra los señores feudales. El director francés Arnaud des Pallières ambienta la historia en las Cevenas (el original transcurre en Sajonia) y dota a Kohlhaas de la vocación de vigilante, tan cara a íconos de Hollywood, desde John Wayne hasta Clint Eastwood. El aura de The Searchers, la obra mítica de John Ford, puede notarse en la búsqueda desesperada del hombre, en el cuidado de su familia, mientras las brumosas montañas, tan contrastantes con el desierto americano, son una interesante disrupción. Igual de importante es la lucha interna de Kohlhaas. En un momento en que la religión era la ley, el sublevado se cuestiona el sinsentido de tantas muertes y, a cambio de paz espiritual, depone su cruzada. En ese retrato de hombre abatido y cuestionado se cruzan imágenes de La caza, otro gran film protagonizado por Mikkelsen. Pero lo sobresaliente es su sed de justicia, aquello que hizo al libro importante para su tiempo, al extremo de que Franz Kafka refirió a este y su enorme poder emotivo en una de sus dos únicas apariciones públicas.
Un triunfo actoral De origen teatral, el debut en cine del dramaturgo Israel Horvitz es una coproducción franco-inglesa-norteamericana que permite la reunión de tres grandes actores –Kevin Kline, Maggie Smith y Kristin Scott Thomas– y en base a esas actuaciones logra un decoroso resultado. El norteamericano Mathias Gold (Kline) llega a París para tomar posesión de una casona, herencia de su padre, en el cotizado distrito de Le Marais, pero al llegar encuentra a la propiedad ocupada por una anciana, Mathilde Girard (Smith). En base a un sistema local de sucesiones llamado viser, Mathias no puede heredar y vender la propiedad en tanto Mathilde siga viva y la mujer, a sus 82 años, no da signos de decrepitud. Para peor, el norteamericano deberá lidiar con la ofuscada hija de Mathilde, Chloé (Scott Thomas), sabedora de un antiguo romance entre su madre y el difunto padre de Gold. El entuerto resulta un vehículo para las dotes comediantes de Kline, que en su avanzada adultez emula, con rabietas e ironías, al inolvidable Jack Lemmon. Horvitz, escritor, guionista y director de la obra, juega hasta los últimos minutos con un lazo secreto entre los tres participantes, una supuesta liaison familiar que acabaría con la disputa por la casona. Es un buen aliciente para una trama poco original, mantenida a flote por las siempre sólidas actuaciones de Smith, Scott Thomas y sobre todo Kline, que hasta se anima a cantar un aria (el padre del actor fue cantante de ópera) en las márgenes del río Sena.
Hasta nunca, baby "Soy viejo, no obsoleto” es el nuevo latiguillo de Arnold Schwarzenegger, que a los 67 años vuelve a representar al T-800 que lo hizo famoso. Después del fiasco que resultó la cuarta Terminator, con Christian Bale como John Connor, este quinto capítulo, bajo una excusa argumental, rescata al personaje de Schwarzenegger como pivote del film. Una paradoja temporal envió al T-800 más atrás en el tiempo, a cuando Sarah Connor tenía 9 años; este Terminator es un protector de Sarah y ambos liquidan al icónico Arnold desnudo antes de que descuartice al trío punk por un puñado de ropa. Es interesante que, tecnología mediante, el director Alan Taylor recree aquella escena del primer film, así como el instante tan mentado, pero nunca interpretado, en que John Connor (Jason Clarke) envía a Kyle Reese (Jai Courtney) para proteger a Sarah (Emilia Clarke), y que es algo así como los 10 mandamientos de la saga. Así y todo, con Arnold armado hasta los dientes, hay baches argumentales imposibles de salvar. En primera instancia, Taylor altera groseramente la historia a cambio de poco o nada. El héroe vuelve a ser el T-800, a quien Sarah llama cariñosamente Pops, pero para que “Pops” gravite en primer plano John Connor, en un punto de la película, es vampirizado por Skynet, operando a través de un ultra moderno T-5000 (Matt Smith), y se convierte en un híbrido villano que será la némesis del T-800. El nuevo tablero permite una acción ciclópea, de camiones volando por el aire y helicópteros cayendo al agua, así como un Arnold más paródico que en Twins, pero, argumentalmente, el film hace agua. Los personajes pierden en la piel de los actores y Arnold no es el mismo de 1984, cuando era el pesista más famoso del mundo: hoy carga el muerto de la peor gobernación de California. Cuando James Cameron abandonó la dirección de la saga, sucesivas producciones apostaron a la permanencia del carismático Arnold en vez de tentar a un gran director. La abortada serie The Sarah Connor Chronicles demostró que el éxito no depende de Arnold. El éxito artístico, claro. Pero este quedó marginado a la ópera prima, tecno-futurista, cada vez más realista con el paso del tiempo, mientras su saga quedó cautiva de los carteles de marketing y vendedores de pochoclo.
El último acordeón Hace cien años, el padre de Nazareno Anconetani llegaba una y otra vez a la Argentina como corredor de Paolo Soprani, uno de los mejores fabricantes europeos de acordeones. Cuando, durante la Segunda Guerra, la marca dejó de llegar al país, Anconetani puso manos a la obra: su apellido es, desde entonces, sinónimo de los mejores acordeones argentinos y Nazareno, a sus 91 años, es el último heredero de esa tradición italiana. El documental muestra al lutier en soledad, con sus recuerdos y reflexiones cotidianas, rodeado de familiares, que son sus asistentes y quienes lo sucederán, y con dos músicos de renombre que en off evocan cada visita a esa vivienda chorizo, y se emocionan al recordar la magia de la escalera que desemboca en el taller del orfebre. Los reencuentros de Nazareno con Raúl Barboza y Chango Spasiuk son los momentos cumbre, que además reflejan la importancia del lutier, pero también lo son las remembranzas de su familia. Con todo, el documental resulta el rescate de otro héroe anónimo que no trasciende el sentido homenaje.
Dame otra piña Anticipándose a la segunda parte de 50 sombras de Grey, José Celestino Campusano entrega su Grey telúrico, un empresario que merodea Puerto Madero (¿dónde, si no?) y emplea un sadismo menos tántrico, aunque no menos efectivo. Camille (Rodolfo Ávalos) y Delfina (Natacha Méndez) se conocen al salir de una fiesta y ella queda completamente encantada (la redundancia es un requisito del director quilmeño) con la prestancia y la billetera del hombre. Hastiada de un marido neutro y una hija pendenciera, Delfina cree haber hallado al príncipe azul y se entrega al empresario sin concesiones, mientras sus amigas optan por fiestas con chicos Golden y cualquier interacción que evite lo emocional. Por su parte, Camille juega con Delfina a su antojo: la lleva a Chile y la planta en el hotel, le pide seducción por webcam, le corta las comunicaciones como si terminara una charla de negocios. Placer y martirio es algo más que un dardo a la burguesía argentina 2.0; mediante sus usuales estereotipos, Campusano plantea el maltrato como un virus inevitable. Las actuaciones, caricaturescas, casi desopilantes, compensan el patetismo exasperante de las situaciones.
La invasión británica Y finalmente los Minions tuvieron su película. El debut estelar de estos malignos Kinder de antiparras amaga, sin embargo, con ser la precuela de Mi villano favorito. Pero, haya o no en el futuro una Minions 2, no cabe duda de que son las mejores criaturas de animación desde La era del hielo y en este film deslumbran no sólo con su potencial, sino con situaciones de excelente calibre. Como en un documental, una voz en off remonta la vida Minion hasta la prehistoria, cuando sirvieron al Tyrannosaurus Rex, luego a faraones egipcios, a Napoleón, y finalmente a un retiro en el polo norte. Sin líderes villanos, Kevin se lanza en una expedicionaria búsqueda con Bob y Stuart, y el trío desemboca en la Nueva York de los sesenta. En un programa televisivo conocen a Scarlet Overkill, la peor villana de la historia, y viajan a su encuentro en Orlando. Scarlet los adopta, les entrega superpoderes y los manda a robar la corona británica en la Torre de Londres. Y aquí empieza la mayor diversión. Cuando la mayoría de las películas de animación tienen mojones de aciertos sobre los cuales se monta la historia, Minions tiene un inmejorable arranque y desde ahí no hace más que robustecerse. Mientras los superpoderes del trío y la villana son un mano a mano de Illumination Entertainment con la lisérgica serie animada Adventure Time, en Londres las payasadas slapstick parodian en diversos ángulos a la cultura británica (en algún punto, hasta mimetizarse). Desde el problemático ingreso a la Torre de Londres, donde una empleada los confunde con hooligans, la película bromea con los lugares históricos, el tube, el acento inglés (una pérdida, como siempre las hay, en la versión doblada), Los Beatles y hasta Juana de Arco y Godzilla, con clásicos del rock como banda sonora. Imperdible.
Familia en apuros Hermana de la popular Carla Bruni, Valeria Bruni Tedeschi es una figura estelar del cine europeo. A fines de los setenta, su familia huyó de la Italia de las Brigadas Rojas para resguardarse en Francia, desde donde las hermanas se lanzaron a la fama. Pese a que nunca dejó de trabajar en su patria, la actriz tuvo reconocimiento internacional con 5X2 (2004) de François Ozon. Por la misma época, debutaba como directora con un film autobiográfico, y la temática continúa en Un castillo en Italia, donde también actúa. Bruni Tedeschi es Louise, hija de un poderoso y ya fallecido empresario del norte de Italia, cuyo imperio cayó en desgracia. Entre las migajas de esa familia, otrora opulenta y afincada en París, hay un par de pepitas de oro, un Brueghel original y la residencia italiana (el “castillo”) que Louise, su madre (la madre de Bruni Tedeschi), y su hermano (un enfermo terminal de sida, como el hermano de la actriz) no se deciden a vender. La cuestión autobiográfica es una de las razones por las que la película se estrenó en Cannes, pero sin esa referencia (requisito, por otra parte, vano), Un castillo en Italia resulta un puñado de escenas graciosas carente de sustento.
Galán maduro Tras un largo paréntesis, Hugh Grant y el director y guionista Marc Lawrence retornan a la sociedad iniciada tiempo atrás con Amor a segunda vista (2002, con Sandra Bullock) y Letra y música (2007, con Drew Barrymore). En los años subsiguientes, cierto, el británico no cumplió la promesa de convertirse en el notable comediante que prometía ser. Por eso, su reaparición tiene algún grado de interés: Grant, como galán, no oculta que está más viejo, y como comediante, tiene los tics estratificados. Así y todo, su sarcasmo para con los demás y con él mismo (ese self-deprecating humour para el cual el español no tiene adjetivos) encuentra en esta película su cuota más exasperante. Es un humor inglés estereotipado que gusta o no, sin medias tintas, pero el actor lo domina aquí sin fisuras y justifica por sí solo la existencia del film. Grant es Keith Michaels, un guionista que nunca pudo superar al rotundo éxito de Paradise Misplaced (¿como el actor con Cuatro bodas y un funeral?), película algo autobiográfica por la cual todo el mundo lo reconoce; y lo reconoce, sobre todo, el alumnado de la Universidad de Binghampton, estado de Nueva York, donde Michaels va a dar clases cuando ningún productor acepta sus guiones. En ese instituto trabaja bajo la tutela del militar retirado Dr. Lerner (otro baluarte de J.K. Simmons, el oscarizado de Whiplash) y Weldon (Allison Janney), una profesora ultrafeminista, que no cuajan con su desparpajo inglés y no le facilitarán la vida en los claustros. Marisa Tomei, como Halley, es la partenaire de Grant; su personaje ayudará a Michaels a salir airoso en un film sobre guionistas que, paradójicamente, se destaca menos por la originalidad narrativa que por sus buenas actuaciones.