Luces de neón Ah, los años ’50. Bajo la misma luz que alumbró al modernismo y canciones de Sinatra, decenas de muchachos se reunían en las esquinas de New Jersey, cantando canciones seculares a un ritmo asimétrico y meneo cargado de testosterona. Como el hip hop, su reverso distópico de los ’80, el doo wop fue un fenómeno afroamericano con algunas, dispersas expresiones italoamericanas, de las que Frankie Valli & The Four Seasons, con hits como “Sherry” y el postrímero “Can’t Take My Eyes Off You”, fue la más notoria (pero como The Platters, en su variante afro, no la mejor). Sólo el dios rubicundo WASP sabe por qué Eastwood eligió retratar a este grupo, quizá mítico, pero cuyo impacto en la música se demostró escaso o nulo. Si hay claves son laxas: el sueño americano, un simpático padrino interpretado por Christopher Walken, la producción ejecutiva de Valli y Bob Gaudio (ex integrante y compositor de los Four Seasons) como un motor no menor. Resulta injusto cuestionar a Eastwood en sus elecciones: todo lo que hace, brilla; si no con talento, al menos con intención. Como biopic, Jersey Boys resulta una gran película; como película, apenas un pasatiempo bien hecho y por momentos monótono.
Fantasma en la máquina No es patrimonio del cine ni la cultura copy paste. Las críticas, buenas o malas, se expanden cual efecto dominó con un veredicto que puede ser absurdo. El debut de Wally Pfister, director de fotografía cuya estética atraviesa un amplio arco (del cine clase B de Night Rhythms e Instintos animales a Inception y The Dark Knight, de Christopher Nolan), fue víctima de esa obstinación. Transcendence, cierto, lleva impreso el código de barras de ópera prima, no por aspectos técnicos, en los que el autor derrocha experiencia, sino por un palpable titubeo y la repetición de arquetipos. Sea como fuere, el film, igual que la serie Black Mirror y Her de Spike Jonze, sigue los postulados del teórico Raymond Kurzweil, que prevé una inminente interfaz cibernética para el cerebro humano. Y Transcendence muestra ese futuro sin grietas. En la línea del propio Kurzweil (¿homenaje o inspiración?), Will Caster (Johnny Depp) es un genial investigador y empresario, un filántropo que un poco, convengamos, por razones de fuerza mayor, cede el cuerpo a la ciencia. El amor de Evelyn (Rebecca Hall en uno de sus mejores papeles) hace imposible la idea de perder a Will y junto a su socio Max (Paul Bettany) lo resucitan en una computadora que expande su conciencia a través de Internet, crea un centro de investigación y regeneración de órganos y se perfila, progresivamente, como un Frankenstein dispuesto a reinventarse en la faz de la tierra. Este es el núcleo del guión de Jack Paglen: ¿la tecnología es un cambio para mejor o es la recta a la deshumanización? Mientras un grupo de luditas cree lo segundo, Will crea una naturaleza transgénica de una belleza que alcanza a Terrence Malick a través de Upstream Color de Shane Carruth. Pese a sus imperfecciones, Transcendence es un film honesto, envolvente y convencido. Un promisorio debut, sin duda.
Los Morello tienen la mala suerte de vivir en una casa embrujada. En blanco y negro, preludiando el film, papá Morello trata de contactar a los seres queridos; mueve la manivela de un misterioso dispositivo y le depara una suerte atroz. Entonces aparecen los Asher, despreocupados y uno diría inconscientes, como toda familia que llega para ocupar una casa embrujada. A diferencia de otros films de este subgénero (primo hermano de zombis, vampiros y algún otro monstruo con la sangre al ojo y el bolsillo lleno), La invocación abandona la tensión familiar y sigue sólo a uno de los Asher, Evan, el hijo adolescente que se involucra sentimentalmente con Sam, vecina del lugar. Evan y Sam descubren el fantasma de una mujer que asola la habitación donde vivía Matthew Morello y visitan a mamá Morello, única sobreviviente y alguien que no está en sus cabales. Con la alusión a una inmemorial vendetta como explicación del embrujo, La invocación queda realmente huérfana de ideas, entretenimiento y, sobre todo, terror del bueno.
Érase una vez en un reino vikingo La primera secuela animada de vikingos y dragones prueba que buenas segundas partes, si no mejores, tienen la suficiente intensidad para consagrar a una saga. El panorama en la isla de Berk cambió y no sólo porque los dragones, en un logrado juego de palabras de la versión inglesa, dejaron de ser una peste (pest) para ser mascotas (pets). Hipo es ahora un adolescente y pilotea a su dragón; sus acrobacias, osadía y una máscara lo acercan a Spider-Man. Hipo y su dragón mascota, último ejemplar de la raza Furia Negra, llamado Toothless (literalmente desdentado, aunque la versión latina, lamentablemente, traduce como Chimuelo) son dos héroes parias: el domador con su pie de palo, el dragón con su media cola postiza, parodia de bandera pirata. Como tales, la secuela les abre el árbol genealógico y los enfrenta a nuevos villanos. La acción de Dragón 2 comienza cuando Hipo, Astrid y sus amigos encuentran a un grupo de traficantes de dragones; el líder, Eret (el clásico bully tosco, estereotipado en Nelson, de Los Simpson), los lleva al encuentro con el mayor traficante, el híper súper descarnado Drago, una mezcla de vikingo, narco y mafioso siciliano. Pero en el medio, Hipo descubrirá a otra cofradía de dragones, cuya guardiana no es otra que su madre, Valka, en quien no sólo reencuentra el amor filial sino la raíz de su don empático para vincularse con esos seres. Como es natural de segundas partes (buenas), Dragón 2 profundiza los rasgos de los personajes, con brochazos de humor y, particularmente en los casos de Hipo y Estoico, su padre, el lenguaje gestual. Incluso, en un crucial enfrentamiento de dragones, la película supera a engendros recientes como Godzilla. Para los que vieron la primera parte, imperdible. Para los que no la vieron, a alquilarla.
Ruidos molestos Seth Rogen fue descubierto por el gran público en 2005, con un destacado rol menor en el debut de Judd Apatow, Virgen a los 40. Consagrado comediante (del stand up, la televisión y el cine), Rogen protagoniza el nuevo film de Nicholas Stoller (Forgetting Sarah Marshall) al estilo Apatow, en un tête à tête con Zac Efron, nueva estrella del canto devenido comediante. Quizá porque la promesa es mucha, el resultado suena tan tibio. Rogen es Mac Radner, padre de familia que no ve con buenos ojos la llegada al barrio de una fraternidad de estudiantes fiesteros. Mac y su mujer Kelly (Rose Byrne, la linda mala de Bridesmaids) primero se persignan y luego se someten a una noche de drogas y alcohol para ganar la amistad de los vecinos. Por supuesto, no funciona. A la segunda noche el ruido es imposible; Mac telefonea su queja al cabecilla, Teddy (Efron), después llama a la policía y la guerra está declarada. La contienda empieza por discutir quién fue el mejor Batman (Mac prefiere a Keaton, Teddy a Bale) y termina con una lucha al estilo 3 Chiflados blandiendo condones. Con el asedio grotesco de vecinos sicóticos, medio extrapolados de Straw Dogs de Pekinpah, la película nunca deja de ser una buena idea llevada al absurdo.
Función privada En 2006, Corneliu Porumboiu puso a Rumania en el mapa del nuevo cine con Bucarest 12:08, film que relata la histórica huida de Nicolae Ceaucescu entre vaivenes cotidianos, ganador del premio Cámara de Oro en Cannes. Inaugurador de la nueva ola rumana, Porumboiu entra de lleno en el mundo cinéfilo con un tercer film que es casi rigurosamente para insiders. Paul, interpretado por Bogdan Dumitrache (conocido en la cartelera porteña por La mirada del hijo, de Calin Netzer), se halla filmando una película, pero Porumboiu retrata fragmentos de su trabajo, aquellos que lo relacionan con Alina, una actriz de rol secundario, y sus reacciones psicosomáticas (una gastritis que podría ser úlcera). El film abre con una escena nocturna, un diálogo entre Paul y Alina a bordo de un auto donde el primero explica que para filmar en 35 mm hay que disponer de un rollo cada once minutos. Los diálogos continúan (una minilección en el dormitorio, una charla culinaria en un restorán chino, el parecido de Alina con Monica Vitti), y si bien algunas escenas debieron durar 11 minutos (o menos) la actuación de Dumitrache sostiene un singular clima de interés en el film.
Si fuera necesaria una regla, Pawel Pawlikowski no es la excepción sino, más bien, uno de los máximos cultores del reino visual del este europeo. Y ocurre esto a tal extremo que sus imágenes, desgarradoras de belleza, corren el riesgo de causar cierta sangría en sus films. Ida representa quizás el trabajo más emblemático y destacado de Pawlikowski, conocido por la producción inglesa Mi verano de amor (2004), protagonizada por Emily Watson. De padres desconocidos, Ida (Agatha Trzebuchowska) es una novicia de un convento rural; una tarde su tía Wanda (Agata Kulesza) la lleva por unos días a su casa en Lodz. En la estancia, Ida contempla los vicios de posguerra de Wanda, las noches de jazz y alcohol, las tardes de Beethoven y una atmósfera nihilista que contrasta con su fe, así como la revelación, troncal en el film, de que su familia era judía y, casi como silogismo, cayó víctima del Holocausto. Afirmadas, envalentonadas por la unión, Ida y Wanda persiguen las huellas de la desaparición familiar, con un ascetismo de blanco y negro que no tiene referente en films sobre el Holocausto sino, más apropiadamente, en los tesoros clásicos de Bresson y Bergman. Pero el Holocausto no es el único foco para el director, cuyo rigor va de la mano con el entorno de una Polonia escindida bajo el control soviético. Hay gran belleza en la utópica relación de Ida con un joven saxofonista, a quien conoce en el night club favorito de Wanda (un encuentro dispar pero secular; ella sigue a Dios, él a John Coltrane). El blanco y negro opalescente, que convierte a las escenas en una secuencia de logros fotográficos, muestra a Ida bajo la luz de Vermeer y luego como la Juana de Arco de Carl Dreyer. Pero en este trabajo deslumbrante, sin embargo, Pawlikowski comete un pequeño sabotaje, revelando una ambición a contramano con la morosidad y austeridad que son logros inobjetables del film.
Raga del homerun Existe una lógica comunión entre los comerciales para Snickers y Altoids que Craig Gillespie supo dirigir y este, su cuarto largometraje, que transmite sueños y esperanza más allá del umbral cotidiano. Esta es la razón por la cual Un golpe de talento encuentra asilo en Disney Pictures. Y el emprendimiento tiene, con sus buenas y malas, un balance positivo. J.B. Bernstein (interpretado por Jon Hamm, conocido por su protagónico en la serie Mad Men) es un manager de béisbol en apuros económicos al que accidentalmente, mientras mira cómodo la televisión, se le prende la lamparita viendo un match hindú de criquet transmitido por la tevé británica. Bernstein se ilusiona, viaja a la India y, a base de entrenamiento, transforma a dos anónimos hindúes en jugadores profesionales (Million Dollar Arm, el título original del film, alude a la clase de jugador que necesita para ganar un millón de dólares). La historia está basada en un hecho real y el guión de Thomas McCarthy (director del mediocre éxito independiente The Station Agent) no hace nada para ocultarlo. Amena, si bien plagada de lugares comunes, como el choque cultural, sólo el don de Gillespie para vender una historia salva a la película; pero de a ratos.
Casémonos vía África En la tercera reunión para la pantalla grande, Adam Sandler y Drew Barrymore interpretan a dos adultos con la vida hecha a quienes el destino vuelve a juntar. La primera parte de Luna de miel en familia tiene cierto atractivo. El viudo Jim Friedman (Sandler) y la divorciada Lauren Reynolds (Barrymore) se conocen en una cita a ciegas; la cita es frustrante y Jim desea abandonar la búsqueda de mujeres para dedicarse a criar a sus hijas. Pero el azar, a través de otro fracaso matrimonial, vuelve a juntarlos en un viaje al África. El cambio de escenario termina arruinando la no tan mala idea inicial. Lo que se proponía como otro film de segundas oportunidades se transforma, rápidamente, en una sarta de gags exagerados, poco felices, salpicados por un condescendiente tono racista. Pese a que el ex Saturday Night Live viene en declive, la actuación de Sandler, como la de Barrymore y los chicos que encarnan a los hijos de la pareja son un remedio contra lo trillado y grosero del film. Ya nadie espera volver a ver al Sandler de Punch-Drunk Love; pero sí, al menos, al de No te metas con Zohan. Y acá no aparece.
Pistolas mojadas Marchas militares al estilo John Philip Souza, títulos en carteles que evocan a los films de John Ford y voluminosos escenarios naturales que evocan a los spots de Marlboro. El segundo film de Seth MacFarlane, actor, dibujante, músico y hombre espectáculo todo terreno, es un verdadero puñetazo a la creatividad y (lo que es peor) al sentido común. El protagonista de A million ways to die in the West (que transcurre, obviamente, en el mítico Far West) es Albert Stark (MacFarlane), un criador de ovejas eternamente endeudado por su novia Louise (Amanda Seyfried). A la hora de saldar deudas, Albert encuentra mil ardides y logra escaparles a los duelos de pistola, pero cuando el petit bourgoise Foy (Neil Patrick Harris) roba el corazón de su Louise, no le queda otra que enfrentarlo. Albert es torpe con ganas, una mala copia sonora de Chaplin y Buster Keaton, pero entonces aparece Ann (Charlize Theron), escapada de un grupo de forajidos, que le enseña a disparar y un par de cosas más interesantes. Y eso es todo, más o menos. Apenas hay una historia, aunque por cierto hay muchísimas bromas. Más allá de gustos e ideologías, la industria de Hollywood poseía un sello distintivo, un amplio margen de calidad que daba pistas acerca de lo esperable. A million ways to die in the West constata que, de unos años a esta parte, Hollywood está listo para entregar cualquier cosa. La película es altamente grosera, escatológica y a medida que las bromas suben de voltaje uno se siente más fastidioso, como soportando al Jaimito de una madre que no está dispuesta a ponerle freno. MacFarlane no tiene frenos, y eso es lo terrible; guionista, productor, protagonista y director, el todo terreno es padre absoluto de la criatura y la arroja, peluda, a grito pelado, en los brazos del público. Si a la gente le gusta o no parece, para él, harina de otro costal.