Mis ladrillos Emmet es el hombre más común de la familia Lego. Trabaja como obrero de esa gran empresa de ladrillos, come adonde todos comen y canta la más popular de las canciones, hasta que un día se entera de que es “el elegido”. Una heroína glamorosa y un sabio de tez morena con aires a Gandalf (Morgan Freeman hace las voces en el original) lo confunden con el profeta de los maestros constructores, unos individuos que, en estado de trance, trabajan para imaginar otros mundos posibles. Los tres viajan al Far West, pasan por la Edad Media y demás recreaciones Lego, y con la ayuda de un hosco mini Batman resisten al ejército del Presidente Negocios, el hombre más poderoso de la metrópolis, quien amenaza con terminar el juego gracias a un pegamento mortal. Los realizadores de Lluvia de hamburguesas crearon otro engendro desopilante, una mezcla de South Park con stop-motion y Futurama (el plenario de Emmet con Superman, Lincoln, Milhouse y jugadores de la NBA es digno de Matt Groening) que al mismo tiempo sirve como una atractiva (y efectiva) publicidad del producto. Sólo apta para mayores con buen sentido del humor.
Knock-out técnico La aparición de Robert De Niro en un estreno de cartelera ya no sorprende a nadie. Actualmente puede vérselo en tres films: como el mafioso retirado de Familia peligrosa, como el mafioso veterano de Escándalo americano (un papel menor) y, ahora, como el boxeador Billy “The Kid” McDonnen, que vuelve al cuadrilátero tres décadas después para enfrentar a su archirrival Henry “Razor” Sharp (Sylvester Stallone). En el último año, De Niro también fue padre de un sicótico, padrino de bodas, ex agente de la CIA, amante de Monica Bellucci y parece dispuesto a batir todos los récords de facturación, como si acumulara puntos para algún ignoto plan. La calidad de los papeles va de la mano con la compulsión actoral. En Ajuste de cuentas, los flashbacks informativos de Billy “The Kid” y “Razor” Sharp (noten la lucidez de los nombres), que muestran escenas de Rocky y El toro salvaje, son la única nota simpática. El resto es la clásica provocación de los boxeadores, la disputa de una mujer (Kim Basinger) y el entrenamiento para el match. Con un Stallone que ya necesita subtítulos para el público angloparlante, la innegable destreza de De Niro es lo único que salva al film del papelón total.
Ser o no ser Esto no es un film pero, ¿es arte? Al despuntar la noche de fin de año, cumpliendo prisión domiciliaria y la prohibición de filmar por veinte años, el iraní Jafar Panahi enciende dos cámaras y hasta el iPhone mientras su familia está de visitas. Lo que registra (el 90 por ciento adentro de su casa) no es un film, claro; es una declaración de principios. Panahi no está autorizado a filmar, pero sí a hablar con su abogada, a acariciar la iguana de su hija, a acompañar al portero a recoger la basura e incluso (en un rapto de osadía) a recrear el guión prohibido del film que sí hubiera sido. El experimento se contrabandeó (eso cuenta la historia) dentro de una torta que llegó a Cannes, adonde ganó el apoyo inmediato de la crítica. ¿Será Esto no es un film el urinal de Duchamp del siglo XXI?; ¿el 4’33’’ de las artes visuales? La diferencia con esos y otros hitos más populares, como Warhol y el free jazz, es que el formato de Panahi no rompe ninguna tradición; por el contrario, refuerza la ambigüedad de la filmación casera. ¿Lo que pasa es real o está guionado? ¿Qué ocurre con el encargado tras sacar la basura? Más allá del terrible alegato y el don de Panahi para entretener con mínimos recursos, la película (no el film) no logró que los críticos ladren. Y en el arte eso es señal de algo.
El magnate, el hombre y el niño En contraste con la política exterior de su Estado, garante del capitalismo internacional contra viento y marea, el ciudadano norteamericano tiene un estereotipo de afabilidad e inocencia que pocos films han sabido reflejar como este. Es imposible saber si John Lee Hancock, director y ex colaborador de Clint Eastwood, tuvo esto en mente cuando mostró a Walt Disney (Tom Hanks) de visita en Disneyland, ante la mirada incrédula de chicos y grandes, y luego subido a una calesita con su anfitriona P.L. Travers (Emma Thompson), la autora australiana de Mary Poppins, en una de las escenas más logradas y conmovedoras del Hollywood contemporáneo. Cuesta creerlo, pero no importa (si hubiera habido intención, lo más probable, como suele ocurrir, es que no saliera). El sueño de Walt narra con encanto propio de Disney (en una especie de metarrelato) la paradoja de un hombre que, pese a su poder económico, no puede cumplir el mayor de sus anhelos: llevar a la pantalla la historia de Mary Poppins. Con naturalidad poco frecuente para una súper producción (lograda, en gran parte, por la descomunal actuación de Thompson), Hancock relata la llegada de Travers a Los Angeles y su horror ante el universo Disney que la recibe, literalmente, con decenas de Mickey, Pluto y Donald en su habitación. Travers, una londinense cuya patria es el Commonwealth, rechaza cada una de las sugerencias de Disney y su equipo hasta que accede a la realización del film, estrenado en 1964. Exceptuando los flashbacks de la niñez de Travers, donde el sentimentalismo corporativo se hace presente, El sueño de Walt es fiel al mejor estilo Disney, entrañable y con momentos de buen humor.
Queríamos tanto a Jack Tom Clancy, el escritor de best-sellers fallecido en 2013 a los 66 años, fue creador de un estilo de novelas de espionaje que se apodó tecno thriller, por las armas novedosas y ultra sofisticadas que figuran en sus páginas. Cuatro de las novelas protagonizadas por Jack Ryan, su personaje fetiche, fueron llevadas al cine entre 1990 y 2002, con Alec Baldwin, Harrison Ford y Ben Affleck asumiendo, sucesivamente, el rol protagónico. Esta quinta entrega, con la elección de Chris Pine (elogiado por su Capitán Kirk de las últimas Star Trek) como Ryan y del inglés Kenneth Branagh, en un curioso doble rol de director e intérprete de su enemigo, el financista ruso Viktor Cherevin, resulta un intento por humanizar al personaje a la Bourne, una estrategia que ya se vio en las grietas y flaquezas del último Bond que encarna Daniel Craig. Como consecuencia de los atentados del 11 de septiembre, Jack Ryan se enlista en la marina norteamericana y sufre un accidente en Afganistán. Convaleciente, un agente de la CIA (Kevin Costner) lo convence para trabajar encubierto en Wall Street, donde descubrirá una conspiración para derribar al poder económico de los Estados Unidos. En algún punto, la película reflota el conflicto de la Guerra Fría (como ocurrió el año pasado con Amenaza roja), pero Branagh pone oficio para dar lustre a un film que, en otras manos, apenas calificaría de entretenido.
Estafadores eran los de antes El director David O. Russell logra cosas interesantes. Como que Amy Adams (alias la actriz más bella del mundo) aparezca con ruleros para ambientarnos en los setenta y demostrar de paso que, antes que la computación, la posmodernidad empieza con la permanente. O que Robert De Niro tenga un papel menor de capo mafia y luzca como un albañil de Villa Fiorito. O que Christian Bale (Batman) tenga el protagónico más ridículo de su carrera (con el cual posiblemente obtenga su segundo Oscar). Bale es Irving Rosenfeld, un estafador culposo que resulta extorsionado por el agente federal Richie DiMaso (Bradley Cooper) para conseguir el arresto de cuatro peces gordos a cargo de su inmunidad y la de su amante, Sydney Prosser (Adams). El blanco del operativo es el intendente de Atlantic City, Carmine Polito (Jeremy Renner), capaz de legalizar la prostitución y negociar con dinero fácil mientras su ciudad florezca y sus ciudadanos tengan empleo. En medio de la estafa, Irving no sólo encuentra nobleza en los métodos de Polito sino que llega a sentirse su amigo. ¿Cómo seguir adelante sin defraudarlo, cuando la pantomima incluye reactivar su matrimonio con la desquiciada Rosalyn (Jennifer Lawrence) y mientras Sydney empieza a coquetear con DiMaso? Tras El lado oscuro de la vida, Russell recurre a parte de aquel elenco para un film más ambicioso, con guiños a Paul Thomas Anderson, Lawrence Kasdan y (al menos en las intenciones) David Mamet. El resultado es ambiguo. Mientras las creaciones de Bale y Adams son magistrales, no es difícil adivinar cómo evoluciona el film, así como las preferencias del director. Entre un remate sutil y una escena desopilante, Russell (hombre de pocos matices) siempre va a lo seguro.
Las edades del amor Este film del poco prolífico Jérôme Bonnell (autor de la notable Le chignon d’Olga) promete un encuentro casual algo atípico. En verdad, la unión de Emmanuelle Devos (actriz fetiche de Arnaud Desplechin en films como Reyes y reina) con el irlandés Gabriel Byrne (Los sospechosos de siempre, Miller’s Crossing), varios años mayor que ella, parece forzada y la película hace poco por desmentir el preconcepto. Llegando a Gare Du Nord (París) desde Calais, donde ensaya una obra de teatro, Alix (Devos) intercambia miradas con un hombre al que luego, en la estación, pierde de vista. Alix es la oveja negra de su familia y pocas cosas de su vida funcionan. Sus sueños de ser actriz naufragan; su relación de ocho años con Antoine se reduce a mensajes en el contestador de un teléfono que él nunca atiende. En la calle, de manera fortuita (argumentalmente insólita), Alix se reencuentra con el anónimo viajero e inicia una relación extraña, donde ninguno sabe qué busca realmente en el otro (hasta que el retorno a Calais la obliga a tomar una decisión). Con un pobre papel de Byrne (casi una actuación ad honórem), la película tiene un desarrollo monótono y sólo saca brillo en el final.
El crimen no falla Quieren ver a De Niro nuevamente como maffioso, un gángster retirado y soplón, caricaturesco pero igualmente peligroso? Esta es la película. ¿Quieren ver a De Niro parodiándose a sí mismo con el tradicional “fuck”, como si tal cosa fuera graciosa? Esta es la película. En realidad, el argumento de Luc Besson (Subway, El quinto elemento, El perfecto asesino) es llano y familiar, valga la redundancia, pero se sostiene por la interpretación de dos grandes actores: De Niro, como Giovanni Manzoni, recluido con su familia en Normandía bajo un programa de protección de testigos, y Tommy Lee Jones, como el agente del FBI que le brinda protección a cambio de permanentes dolores de cabeza. Los Manzoni son como Los Soprano; más bien, como unos Locos Adams sicilianos. Aterrizan en un pequeño pueblo al norte de Francia y dan vuelta a la comunidad (al extremo de que, milagrosamente, todos hablan inglés); la esposa de Giovanni, Maggie (Michelle Pfeiffer), es capaz de dinamitar un supermercado si la atienden mal, y sus hijos adolescentes instauran el contrabando y la extorsión en el colegio local (Besson pone algo de su heroína Nikita en la pasional Belle). Pese a narrar un viejo cuento, la película tiene momentos entretenidos y alguna que otra escena ocurrente (como cuando Giovanni, en su rol de inmigrante ítaloamericano, es invitado a un cine debate sobre Goodfellas, de Scorsese, y termina como una entrevista a De Niro, el mafioso, en el programa Actor’s Studio). En el balance, sin embargo, Familia peligrosa es demasiado obvia y deja historias paralelas sin resolver.
Leyendas, mitos y FX Entre las leyendas del oriente milenario, 47 Ronin es una de las famosas por haber sido adaptada varias veces al teatro y al cine. En concreto, los Ronin eran 47 samuráis que vengaban el suicido de su maestro, dirigiendo elaboradas vendettas hacia sus contrincantes. Esto ocurría en el siglo XVIII, como puede verse en la versión del maestro Kenji Mizoguchi, de 1941. La presente realización, yendo a lo obvio, mezcla un imaginario medieval de brujas con monstruos animados por computadora, y entrega el protagónico a Keanu Reeves como Kai, un mestizo anglo japonés que se erige en líder de la tropa. Si Mizoguchi viviera, armaría su propia elite para liquidar al director, Carl Rinsch; pero esto es Hollywood, siglo XXI, y el bombardeo de los sentidos en 3D está a la orden del día. Dicho esto, 47 Ronin es una película entretenida, con buenos efectos y un gran despliegue de Hiroyuki Sanada como el guerrero Oishi, Tadanobu Asano como el malvado Kira y Ko Shibasaki como Mika, la hija del maestro samurái que se disputan Kai y Kira. El papel de Reeves es más bien decorativo y resulta un paso atrás luego de su documental Side by Side, acerca de (vaya coincidencia) los pros y contras de la digitalización en el cine.
"Pasión de multitudes" Ante las críticas por renombrar films de manera anodina, aquí hubo alguien que tuvo coraje y fue al grano. Porque Entre sus manos es, efectivamente, acerca de un muchacho que disfruta el sexo, sobre todo cuando está solo. En su debut como director y guionista, Joseph Gordon-Levitt es Jon Martello, un Don Juan de familia italoamericana (Don Jon es el título original; bueno pero menos certero) que vive para el gimnasio, las chicas, el boliche y… esos mágicos momentos que dedica a ver porno en la computadora. Esta comedia muestra la habilidad de Gordon-Levitt para retratar estilos de vida mostrando algunos detalles; usa efectos en los momentos bombásticos (las fantasías sexuales, anunciadas con el arranque de Windows), cámara en mano para la escena más tierna y también para la más graciosa (el descubrimiento de Jon en flagrante delito) y deja sin ropaje aquellos que marcan quiebres, como los cambios de Jon para complacer a su novia Barbara (Scarlett Johansson). Gordon-Levitt maneja con frescura la película; hace que lo remanido suene natural, como el “creí que eras distinto” de Barbara tras su desengaño. Entre sus manos es ciertamente una película menor, pero el acercamiento outsider de Gordon-Levitt al prototipo de familia italiana (similar al de Lawrence Kasdan en I Love You to Death) la dota de humor ingenioso y efectivo. Sobre todo, la película es certera en el retrato de la adicción y el modo en que Jon cambia al conocer a una mujer madura y real (Julianne Moore), capaz de entenderlo y destrabar sus problemas de ego. Un gran debut del actor californiano.