Colmillo rancio Quinta colaboración entre Scorsese y Leonardo Di Caprio y (justicia divina mediante) posiblemente la última. Qué lejos están los días en que Marty contaba pequeñas e intensas historias, con economía de recursos, agudizando el talento y con actores que aún no sonaban rutilantes. Todo lo contrario es El lobo de Wall Street, film que narra el ascenso y caída de un agente de bolsa, basado en la autobiografía del mismo protagonista, Jordan Belfort. Habrá quien crea que la película es otro golpe al American Dream. Francamente, no lo parece. Si la crítica pasa por lo ideológico, se diría que el diagnóstico del film es funesto. El lobo de Wall Street sintetiza todo lo que Scorsese hizo en los últimos 25 años y está en las antípodas de aquello que lo encumbró en la década del setenta. El Belfort de Di Caprio es un ser arrogante, brutal e incluso en su caída puede decirse que cae bien parado. El resto de los personajes son tontos, calculadores, seres anónimos que circulan sin brío alrededor de Di Caprio. Scorsese se sirve de un humor burdo, celebra lo obsceno (como el juego al blanco de los oficinistas, arrojando enanos); pretende ser ingenioso cuando utiliza tres horas (!) para narrar una historia mediocre, grandilocuente en sus bacanales de sexo y drogas. Es posible que, tras leer la biografía, Scorsese haya vislumbrado a un Scarface de las finanzas. Pero Belfort no es Tony Montana y él está demasiado viejo para el rock. El zorro de Queens muestra sus mañas en diálogos dispersos, pero nada justifica su megalomanía, excepto sobrevivir media tarde de este criminal verano al amparo del aire acondicionado.
Romance de poco espacio Greg Kinnear suele ser garantía. El galán a contrapelo de Little Miss Sunshine, a cuestas con su repertorio de muecas, como un Hugh Grant norteamericano, pone el hombro y saca a flote la comedia más pasatista. Pero como ocurre con los cracks de fútbol, solo no puede hacer nada. En Un lugar para el amor Kinnear es William Borgens, escritor divorciado que vive en una posada casi idílica a orillas del mar; “casi”, porque sus hijos, Rusty y Samantha, son adolescentes sin rumbo cuyo único sueño es emularlo y porque no puede olvidar a su ex, Erica (Jennifer Connelly), que se acuesta con el dueño de un gimnasio. Los Borgens son una familia de escritores y el debutante Josh Boone pone en sus labios pasajes de Raymond Carver, o intercambios de seducción intelectual (“¿Cuál es tu canción favorita?”; “¿y tus cinco autores preferidos?”). En otro contexto, esos diálogos fatuos podrían tomarse como una parodia, pero Boone da seriedad a los personajes; los usa para dar estatus a una trama convencional y llena de lugares comunes. Esa cuota kitsch de Un lugar para el amor puede engañar de a ratos, pero antes de la primera hora se caen todas las máscaras.
Carretera perdida Tras años de dilaciones, el brasileño Walter Salles (Diarios de motocicleta) fue el elegido de Francis Ford Coppola para llevar al cine En el camino, la novela icónica de Jack Kerouac. Coppola compró los derechos en 1979 y, tras frustrados intentos, vio al precoz Che itinerante de Diarios y creyó que Salles era su hombre. Lo equivocado que estaba. Como con toda la narrativa beat, el desafío es adaptar textos esencialmente díscolos al orden que requiere un guión. Sin llegar al pandemonio de Naked Lunch, de William Burroughs (decentemente recreada por David Cronenberg), los párrafos salvajes e incontenibles de En el camino daban lugar a dos opciones: una adaptación experimental o un corsé para la verborragia de Kerouac. Salles optó por la segunda, con un respeto que hubiera molestado mucho al autor del libro. Sal Paradise y Dean Moriarty (los alter egos de Kerouac y su compinche Neal Cassidy, en su imparable orgía de rutas, sexo, drogas y be-bop) son, en la piel de Sam Riley y Gareth Hedlund, dos individuos carentes de peligro, excitados por una rebeldía ingenua que ni siquiera escandalizaría a miembros del Tea Party. Cierto, buena parte de la novela puede leerse hoy con ingenuidad, pero ubicada en su contexto fue un verdadero cachetazo a los cánones de la época, y nada de eso puede apreciarse en la visión de Salles. Con imágenes bellas pero innecesariamente pulcras, estériles, las apariciones de Kirsten Dunst, Steve Buscemi y, sobre todo, Viggo Mortensen (como el alter ego de Burroughs, Bull Lee) son la única chispa de esta adaptación inverosímil y anémica.
Cantar hasta Morir En su debut tras las cámaras con Quartet (estrenada aquí como Rigoletto en apuros), Dustin Hoffman mostró las posibilidades creativas de un elenco septuagenario asilado en un geriátrico. La esencia del amor, del británico Paul Andrew Williams, es más o menos todo lo que uno ya vio sobre el tema y no desea volver a preguntar. Más o menos, porque los protagónicos de Vanessa Redgrave, como la enferma terminal Marion, y (especialmente) Terence Stamp, como su malhumorado marido, Arthur, son un salvavidas para el autor; una maravilla interpretativa que debió merecer un tratamiento natural, similar al de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva en Amour. Marion canta con entusiasmo en el coro del geriátrico municipal; a Arthur, el hobbie de su mujer no le cae en gracia, como tampoco el hijo de ambos, James (Christopher Eccleston), ni los viejitos del coro. Previsiblemente el hombre, desagradable hasta el tuétano, comienza a ablandarse cuando su mujer empeora y se suma a la troupe coral, hasta descorchar su talento en un improbable concurso. Con trabajo visual acorde a su medianía, Williams (de auspicioso debut en London to Brighton) hizo la clase de insípido drama inglés que es patrimonio de Hallmark Channel.
Esos locos bajitos El neocelandés Peter Jackson tiene al reino bajo control. Nadie como él puede dar connotaciones visuales a términos como “infestado de orcos”, o “memoria”, para definir la luz de las estrellas. Sólo él puede imaginar un castillo que sea el súmmum del gótico, la residencia del rey elfo, que humillaría al mismísimo Gaudí, o hacer del pueblo costero de Esgaroth, la Ciudad del Lago, una maravilla por la que Tim Burton resignaría un Oscar. Jackson no se contenta con haber dado la versión definitiva de El señor de los anillos una década atrás; sigue puliendo el ideario Tolkien como un obsesivo compulsivo; perfecciona el mundo mágico de la Tierra Media film tras film, sin que nadie se lo pida. ¿O sí? Esta segunda entrega retoma la epopeya de Bilbo Baggins (Martin Freeman) acompañando a los enanos de Erebor, cuyo líder Thorin (Richard Armitage) pretende recuperar el territorio que les quitó el dragón Smaug. Antes de llegar a la Montaña Solitaria, donde duerme el dragón y se aguarda la profecía de Durin, Jackson hilvana con talento el derrotero del ejército bajito. Gandalf (Ian McKellen) los pondrá a resguardo de los orcos bajo la protección de un mutante, mitad ogro, mitad oso; Bilbo encontrará un misterioso anillo. Habrá un enfrentamiento de elfos y enanos y, tras la huida de estos últimos, una espectacular batalla contra los orcos de Azog. También hay nuevos protagonistas: Bardo (Luke Evans), un humano hobbit-friendly al estilo Aragorn, y la guerrera elfa Tauriel, que trae de regreso a Evangeline Lilly (la Kate de Lost, más bonita que nunca). Martin Freeman es un auténtico comediante inglés; su inocente hobbit, en la tradición de Stan Laurel y Michael Palin, es un logro que supera al Frodo de Elijah Wood. Pese a un nuevo final abrupto (un alevoso bancátela hasta el próximo film) y al estiramiento de algunas escenas, que desnudan la endeblez de esta trilogía en comparación con El señor de los anillos, Jackson mueve los hilos con tal maestría que hace de El Hobbit otra saga imperdible para fans del cine de aventuras.
El viaje de Thor Con elementos básicos (en particular, su narrativa llana), esta película relata la épica de Thor Heyerdahl, científico noruego que en los años cuarenta viajó en balsa desde Perú hasta la Polinesia para demostrar que esta última fue poblada, 1.500 años atrás, por nativos sudamericanos. El film muestra los distintos viajes de Thor y su mujer Liv hasta desembocar en el enclave polinesio de Fatu Hiva, donde una tarde el anciano Tei contó a la pareja cómo el dios Tiki llegó en tiempos inmemoriales desde el oriente. Thor viaja a Nueva York, infructuosamente, en busca de financiamiento para su travesía, hasta que decide arriesgarse con sus propios medios y un equipo de cinco amigos, y partir en balsa desde Callao, Perú. El viaje de Thor a bordo de Kon-Tiki, una epopeya de ocho mil kilómetros sólo explicable por su linaje vikingo, no está exento de los clásicos peligros marítimos (tiburones, tormentas); es lo que decenas de veces mostró el cine. Pero la maravillosa fotografía, con una lograda escena final, compensa el lado flaco de un film sin más pretensión que revivir un hecho histórico y hacer pasar un buen rato.
La piel que habito Bien actuada y bien pensante, esta coproducción franco-belga-israelí sacó todos los números a ganador. Joseph Silberg hace estudios clínicos para entrar al ejército de Israel y cuando Orith, su madre (la encantadora Emmanuelle Devos), recibe los resultados, descubre que el hijo tiene un grupo de sangre distinto al de ella y su marido, Alon. Hay sospechas de adulterio, pero es fácil intuir (no sólo por el título) que el tema pasa por otro lado. Joseph es hijo de otros padres, palestinos, para amargura de Alon, un militar israelí. La confusión se generó en una maternidad de Haifa, durante la Guerra del Golfo. Ahora, Orith busca a Yacine, su hijo biológico; Leila Al-Bezaaz busca a Joseph. Y mientras los dos padres, así como el entorno, resienten la situación, Yacine y Joseph se encuentran para descubrir cuánto tienen en común, habiendo vivido cada uno en la piel del otro. Si se hace la vista gorda al planteo, inverosímil, El otro hijo abre un amplio debate sobre la identidad y entrega un mensaje utópico de entendimiento universal. Lamentablemente, sólo pasa en las películas.
Un antihéroe con poco filo Robert Rodriguez inició su trayectoria con la recordada El mariachi, aquel western texmex que costó apenas siete mil dólares. Después, Rodriguez conoció Hollywood mediante Quentin Tarantino y sus películas perdieron frescura en pos de grandilocuencia. Desde entonces, cada nuevo film del hispano es siempre el mismo, pero un poco peor. Machete Kills trae de vuelta a Danny Trejo en su tercera aparición (si se cuenta su debut en el falso tráiler de Grindhouse) como una especie de Rambo mexicano. Machete es un mercenario indestructible, pero también es un fetiche bizarro: es el Pedemonti de Rodriguez, cuyo potencial queda asfixiado por la megalomanía del director. Junto a un despliegue de efectos sin ton ni son, Machete Kills es ejemplar del estilo Rodriguez, que consiste en hacer chicle las ideas. El mayor rival de Machete es un clon; hay un villano sin rostro (puede ser Cuba Gooding Jr., Lady Gaga o Antonio Banderas) y un archivillano que no es tal sino que está al servicio de otro. El colmo de este divague es el final; más que final abierto, Machete Kills no tiene conclusión y se invita al público a esperar el siguiente film. Quedan todos advertidos.
Enredados Adam Cassidy (Liam Hemsworth) quiere ser el próximo Mark Zuckerberg. Su software TypeX, con tecnología 3DPS (un GPS que permite unificar toda clase de mensajes) no encuentra eco en Nick Wyatt (Gary Oldman), de Wyatt Corp, quien lo echa junto a sus colaboradores. Pero después Wyatt extorsiona a Adam para usar el TypeX como herramienta de espionaje; quiere vengarse de su ex socio Jock Goddard (Harrison Ford), magnate de Eikon, y robarle el instrumento con el que dominará la comunicación del futuro. El Occura es un dispositivo slim, una especie de celular definitivo para almacenar la información completa de los usuarios. Una vez que Adam entra a Eikon, tras haberlo seducido con el 3DPS, Goddard reconoce que Occura le permitirá dominar el mundo. Goddard es (y el aspecto de Ford ayuda mucho) un ultramoderno Lex Luthor. Y sin embargo, el verdadero villano es Wyatt, con sus guardaespaldas abusivos, los asesinatos que se le atribuyen y su flemática vehemencia (otro acierto del reparto) para conseguir el Occura. El australiano Robert Luketic hace un buen despliegue del conflicto, que tras un inicio blando, una mezcla de Misión imposible con The Big Bang Theory, consigue enturbiar la antiséptica actuación de su compatriota Hemsworth (hermano de Chris) hasta hacerlo casi un héroe del suspense. Pese a su medio tono y un ritmo en piloto automático, Paranoia se permite algunas sutilezas (como el ringtone de whatsapp en la banda sonora), algún mano a mano notable de Oldman y Ford y, en el final, entrega bastante más de lo que promete.
La trama macabra Cómo hacer un thriller sobre un tema reiterativo, con actores estelares, con una trama no del todo imprevisible y situaciones que, pese a generar misterio, no dejan de resultar familiares? La respuesta del francocanadiense Denis Villeneuve es un desarrollo moroso (dos horas y media), envuelto en su lógica y de espaldas a la ansiedad del espectador, una cámara tan antiséptica como corrosiva (el maestro Roger Deakins) y, fundamentalmente, dos actores poseídos por sus personajes. Hugh Jackman es Keller Dover, un tipo aparentemente normal con cierto mambo religioso, que revela un costado psicopático tras la desaparición de su hija y se obsesiona con Alex Jones (infalible Paul Dano), un deficiente mental al que considera responsable. En el otro rincón está Jake Gyllenhaal como Loki, un detective taciturno, inexpresivo a excepción de un persistente tic ocular. No mucho más normal que Dover, Loki se hace cargo del caso; es un antihéroe de manual y protagoniza una escena antológica en su patrullero junto al padre de la víctima, que por sí sola compensa algunas falencias del film (como el factor religioso, una trama secundaria que no termina de cerrarse). Villeneuve, que ya había dirigido con éxito Incendies, de 2010, no apuesta a la novedad; sus modelos son en algunos casos elocuentes, como el tono aciago que recuerda a Río Místico de Eastwood y una perfección formal heredada de David Fincher; pero también hay pistas más difusas hacia el final, que amenaza con ser un calco de The Vanishing, perla negra holandesa de los años ochenta. Lo interesante es cómo el francocanadiense circunvala esos modelos y consigue un resultado excitante, promisorio para su futuro.