Éramos pocos y llegó CHIPS. Pero esta remake de otra serie clásica de los setentas viene con sorpresa, algo que adelanta el subtítulo original, “Chips happens” (un juego de aliteración con la expresión shit happens, o “puede irse a la mierda”). En el extremo de la remake de Starsky & Hutch protagonizada hace más de diez años por Ben Stiller y Owen Wilson, esta versión también apela al humor, pero de un modo muy distinto –y de entrada, a diferencia de Starsky & Hutch hay que decir que CHIPS era una serie con muy poco sentido del humor–. Los nuevos protagonistas, Dax Shepard (a la sazón también director del film) como Jon Baker y Michael Peña (también coproductor) como Frank Poncherello, son una versión en reversa de los originales. Mientras en la original Baker era el serio y Ponch el tarambana, en esta Baker es un atropellado, una especie de Jackass del deporte con cicatrices en todo el cuerpo (es torpe en todo excepto para andar en moto), mientras Ponch es el agente serio, cuya misión consiste en infiltrarse en la policía de Los Ángeles para desbaratar las ramificaciones de una red criminal. Otro acierto son las bromas respecto del demodé marrón caca de los uniformes (la “caliente” novia de Baker, que cuernea al agente rubio de todos los modos posibles, en algún momento le pregunta si trabaja para UPS). Hasta ahí lo interesante, que empieza a desmoronarse no bien se ajusta con uñas y dientes el humor chabacano del film. Quizá recordado por algunos gracias a sus apariciones en el film Idiocracy (2006) y la serie My Name Is Earl, Shepard ensaya un humor al estilo Judd Apatow, con sus cosas buenas (la ironía corrosiva) y malas (bastante sexismo, una voluntad temeraria por mostrar como hilarantes cosas desagradables). Y cuando la balanza se inclina por la segunda vertiente, por más destreza que tenga Baker para piruetear con su motocicleta, la caída es inevitable.
El antiguo relato La Bella y la Bestia, publicado en 1740 por la francesa Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, ocupa un espacio de privilegio para Disney. En 1991, tras más de 20 años de rotundos fracasos, la compañía volvió a tener un éxito de animación con la adaptación de esta historia, que resultó el primer film animado en aspirar a un Oscar. Ahora, con el espaldarazo de El libro de la selva, Disney intenta hacer sus clásicos animados con personajes de carne, hueso y copioso maquillaje. Con tal de asegurarse otro éxito, la producción de La Bella y la Bestia (se aguardan versiones de La sirenita y El rey león) viene precedida de trascendidos y declaraciones que alimentan la expectativa del estreno. Por empezar, Emma Watson, la bella estrella, dijo haber rechazado el papel de La la land para trabajar en este film, cuyo rol es más acorde a sus valores, el de presentar a un personaje femenino libre y ético, opuesto a la veta machista que –insinúa la actriz inglesa, famosa por su activismo feminista– abunda en Hollywood. El otro es el personaje LeFou (Josh Gad), ladero del villano Gastón (Luke Evans), que oscila entre la lealtad a su amigo y cierta inclinación homosexual hacia él. Es cierto, hay algo de todo esto, pero no afecta a la trama; son apenas condimentos para dotar de realismo a un film destinado mayormente a un público infantil, un público de millennials cuyos valores están cambiando. Todos más o menos conocen la historia. Una bruja hechiza a un príncipe vanidoso y sólo el verdadero amor podrá devolver al hombre de la Bestia que habita. La Bestia (Dan Stevens) es un ser culto que ha madurado cierta nobleza desde su embrujo; la Bella (Watson) es una chica de pueblo que cae rendida ante los atributos de este ser deforme, al tiempo que despacha cada intento del galán hueco Gastón por tomar su mano. En el fondo, no hay nada demasiado nuevo en el altruismo de esta historia de amor, pero sí en la frescura con que Watson (estrella emergente de la saga Harry Potter) ejecuta su rol. Junto a ella, la estrella del show son los objetos de la mansión que cobran vida durante el hechizo, una cómoda que baila y canta, un tazón y su tacita (voces de Emma Thompson), un candelabro que hace malabares (voz de Ewan McGregor) y un reloj parlante (voz de Ian McKellen). La escenografía es igualmente impecable, inspirada en (junto a aspectos narrativos como el secuestro del padre de Bella) la soberbia –y experimental– versión de Jean Cocteau, de 1946, por la cual tanto el director Bill Compton (de la saga Crepúsculo) y Dan Stevens declararon su admiración. El guion incluye temas ausentes en el original, como Gastón comandando a una turba para destruir el castillo de la Bestia, como un calco del desenlace en Frankenstein. En el fondo, estéticamente impecable, la versión (a diferencia de El libro de la selva, en concordancia con Maléfica) cede a un exceso de épica que sólo salvan los escamoteados pasajes de buen humor y el buen oficio de los protagonistas.
Realizada por el joven director finés Mikko Kuparinen (de breve filmografía, éste es su primer largo en inglés), Dos noches hasta mañana es una rara película de amor cuya arma inicial (pero no la última) es el diálogo, para dos personas que hablan distinta lengua. En el fondo –como casi todo en nuestras relaciones–, la película trata sobre la voluntad por la comunicación. Varados en la capital lituana de Vilna, una noche en que los aeropuertos permanecen cerrados debido a una espesa niebla, dos extraños con destinos dispares, un solitario DJ finés y una hosca arquitecta francesa, comparten una habitación y hablan sobre el sentido de la paternidad, el de las fiestas; hablan sobre aquello que los define y los separa, y logran que esas reflexiones, ajenas al desarrollo del film, trascienden la pantalla para instalarse en la mente del espectador. Antes de esa superficial intimidad hay que sortear obstáculos. Cuando Caroline (Marie-Josée Croze) es abordada por Jaakko (Mikko Nousiainen), le responde que no habla inglés, pero el finés logra romper el hielo con una frase iniciática traducida al francés por su SmartPhone. Cuando hay deseo, nada logra impedir el inicio de un vínculo; sostenerlo es el gran dilema, sobre todo cuando todos, pasados los veinte, traemos una historia a cuestas. En el caso de Caroline, su dilema es abrirse paso a la invitación y dejar atrás una relación homosexual, un vínculo que siente asfixiante pero que, curiosamente (o no tanto), empezó con la misma simpatía y laxitud que este brote amoroso con Jaakko. Mientras la niebla no se disipe y no se reanuden los vuelos, mientras el DJ contempla su libertad y la arquitecta su compromiso, los protagonistas tendrán tiempo de revertir su destino. Hay algo oblicuo en la narración, digno de Jim Jarmusch o del compatriota de Kuparinen, Aki Kaurismaki, pero la cinta es tierna y va cargándose de emotividad con el correr de los minutos. Con melancólicas vistas nocturnas de Vilna desde una ventana, con lánguidas tomas de la habitación de hotel, las imágenes de Dos noches hasta mañana son como el equivalente nórdico de las pinturas de Edward Hopper. Sería un riesgo dejarla pasar.
Michèlle (Isabelle Huppert) tiene una cómoda existencia burguesa. Pese a andar por los sesenta, está al día con la tecnología y sabe lidiar con los jóvenes nerd que diseñan video juegos en la empresa que maneja junto a su socia. Una tarde en su fortificada mansión de un barrio de París es asaltada y violada por un encapuchado con pasamontañas; pero Michèlle sigue su vida cotidiana como si nada. Hasta que la asaltan pesadillas; hasta que lo larga en una cena con su ex, su socia y la pareja de su socia, que es también su amante –y la revelación de la cena ocurre, cabe suponer, porque sigue siendo acosada–. Michellè es una mujer de hierro, y es menos una incógnita conocer la identidad del violador / acosador que entender las espirales mentales de la protagonista. Cuando no la tratan con un cuidado que bordea el temor, Michèlle es eternamente acosada, por varones de todas las edades. Ella hace su propio juego, y sabe que alguien le debe una violación. Elle es un film provocador, por momentos sorprendente y en algunos (cabe admitirlo) un poquito aburrido. Una de las razones por las que el film triunfa es porque el juego de Michèlle es también el de Huppert, acostumbrada a estas lides que bordean la circunferencia del morbo (su actuación en La profesora de piano, de Michael Haneke, es siempre un útil y notorio antecedente). Por esta actuación la francesa casi le quita el Oscar a Emma Stone de las manos (¿inverosímil? Miren lo que ocurrió con Moonlight). Claro que detrás de Huppert está la diestra mano de Paul Verhoeven, otro provocador y bordeador de la circunferencia del morbo (Robocop, Atracción fatal): si el objetivo era sorprender, la fórmula no podía fallar.
Un mismo lugar, la selva colombiana, para la vida de tres mujeres cuyas historias nunca se entremezclan, si bien comparten un tiempo, un lugar y un mismo dolor. La primera de ellas es víctima de la lucha entre la guerrilla y las fuerzas paramilitares; toda su familia ha perecido a merced de esta contienda y ella vive en estado de total alerta, nerviosa, atenta a cualquier ruido o cambio en su precaria vivienda que pueda indicar una no anunciada intrusión. Este es quizá uno de los roles mejor acabados del film, que circuló nominada en varios festivales de cine independiente. La segunda es víctima de un guerrillero, sufre frecuentes dolores por las violaciones y debe atender a “su hombre” junto al resto de los compañeros, ya sea para facilitarles un lugar donde descansar o prepararles la comida. La tercera es la más fálica del trío. Se trata de una guerrillera narcotraficante que junto a su pareja quema una fosa con cuerpos de (presumiblemente, militares) asesinados y luego sigue el periplo en una camioneta, realizando intercambios en casas por aquí y por allá. La cinta colombiana, una coproducción de aquel país con Argentina, Alemania, Holanda y Grecia, posee la peculiaridad de no poseer diálogos, y es que con sus imágenes basta. Es un largometraje duro, de poesía visual aciaga, de planos fijos, donde todo es pasividad y amenaza, y donde la única salida es el escape a la ciudad. Vale la pena acercarse a este Oscuro animal, pero con los canales de serotonina recargados.
Después de La última tentación de Cristo (1986) y Kundun (1997), Silencio (2017, casi ausente en los Oscars) es la tercera realización de contenido religioso de Martin Scorsese; un porcentaje magro para tan amplia filmografía, lo cual es una verdadera pena, no por una cuestión de géneros, sino porque en cada una de las cintas sacras el italoamericano filmó con una sobriedad y un respeto por los tiempos dramáticos totalmente ausente en sus archifamosos (y archirreconocidos) films de gángsters. Vayamos al film en cuestión. En el siglo XVII, mientras los españoles ya empezaban a cansarse de buscar herejes para prenderles fuego, en el Japón imperial ocurría exactamente lo mismo en sentido contrario: el gran inquisidor estaba harto de ver desfilar japoneses dispuestos a inmolarse en pos de un dios invisible y sus promesas de una espectacular vida post-mortem. Durante las misiones jesuíticas, un prominente sacerdote portugués, el padre Ferreira (Liam Neeson), parece haber desaparecido durante su misión en Japón. En las misivas relata las peores torturas infligidas al pueblo converso, y el quiebre abrupto de correspondencia sugiere que ha muerto o apostató. En Portugal, el padre Rodrigues (Andrew Garfield) y el padre Garupe (Adam Driver), discípulos de Ferreira, consiguen la venia de la autoridad eclesiástica (representada por un barbudo Ciarán Hinds) para viajar al Japón y averiguar el paradero de Ferreira. Durante la primera parada en China, un oscuro japonés llamado Kichijiro (YôsukeKubozuka) los guía en barco hacia el Japón; los jesuitas amarran en la aldea de Gobe, donde son recibidos como el mismísimo Jesucristo, lo cual reafirma la convicción de Rodrigues –cuyas misivas a su autoridad se oyen en off, al estilo de los films de TerrenceMalick– y resulta uno de los momentos más emotivos de Silencio. ¿Y por qué el nombre? El silencio es la única respuesta del Creador a las plegarias de los sacerdotes, que se multiplicarán como el milagro de panes y peces una vez que el temible inquisidor Inoue (IsseiOgata) llegue al lugar. Scorsese (que aspiró a ser sacerdote en su adolescencia) invirtió años y muchísimo dinero en la producción de esta película, que es la suma de todas sus inquietudes religiosas, y si bien no consiguió la obra maestra que muchos esperaban sí pudo concretar una obra distinta, que no revela todo su potencial a simple vista. Insertas entre la acción y la introspección (pese a los ecos a La Pasión, no hay excesos de brutalidad a la Mel Gibson), el director hace emerger, progresivamente, todas sus dudas y sus convicciones en el plano religioso –cuestiones todas que, más allá del credo o no credo del espectador, lo moverán sin duda a la reflexión–. El director maneja muy bien el tiempo de estas dudas y revelaciones, que explotan con la llegada de los dos jesuitas al Japón, caen en una meseta (con las sucesivas traiciones de Kichijiro, el innegable Judas para el Cristo de Rodrigues), y vuelven a explotar, quizá con mayor fuerza, cuando, en medio de las torturas, hace su aparición el misterioso Ferreira, cuyo enigma está planteado –uno apostaría, conscientemente, o incluso adrede– de modo análogo a la búsqueda del Coronel Kurtz en Apocalypse Now. Se dice que Scorsese invirtió los últimos 28 años de su vida en concretar este proyecto, surgido de la lectura del libro de ficción homónimo, de 1966, perteneciente al escritor ShūsakuEndō. Pese a la emoción que irradia el film, hay una contención permanente en la introspección de Rodrigues, el vehículo movilizador del film, y en esa performance,esforzada, rodeada de todos los requisitos insoslayables (de las locaciones a la puesta de cámara y la fotografía del mexicano Rodrigo Prieto) se concentra gran parte de las grandezas del film. Silencio no será la película por la que Martin Scorsese será recordado (las críticas no han sido laudatorias para este opus del italoamericano), pero una lectura atenta y el paso del tiempo quizá le den el estatus de gran obra que se merece.
“¿Cómo cree que me verá la gente?”, pregunta Jackie Kennedy a su padre confesor. Ellos son Natalie Portman, en un rol hecho a medida por algún sastre mágico, y él es John Hurt, meses antes de su muerte. El confesor le responde: “con tristeza, compasión… incluso deseo. Usted es aún una mujer joven”. Eso es lo que la actriz plasma (y el guión subraya en palabras) en la pantalla: una viuda desencantada con la vida pero aun así glamorosa en un grado superlativo. Obvio, nadie lo hubiera hecho mejor que Portman. Y lo mismo va para Hurt. Minutos antes, Jackie observa: “Creo que Dios es cruel”. A lo que su confesor responde, con los brazos entrelazados por detrás: “ahora se está metiendo en problemas”. Es que tras todo el drama hay una Jackie juguetona, rebelde, una fanática del musical Camelot dispuesta a incorporarlo en la biografía de su marido. Con saltos sutiles de edición, la mayor parte de la película transcurre entre el momento del magnicidio más famoso del siglo XX y la ceremonia funeral de JFK, y la película transcurre como esa marcha funeraria, densa, opaca pero lustrosa, con el porte de un semental multipremiado y las lágrimas inconsolables de Jackie. El guion de Noah Oppenheim es perfecto, así como lo son las borrascas y bruscas detenciones de la banda instrumental compuesta por Mica Levi. Fuera de ese momento congelado –donde la protagonista comparte su angustia con su mejor amiga, Nancy Tuckerman (Greta Gerwig) –, hay otro confesor aparte del padre católico, con un breve fast forward en el tiempo, y es el testimonio que Jackie otorga a un reportero interpretado por Billy Crudup, con el rostro y las expresiones más neutras y criteriosas que puedan verse actualmente en el cine. El reportaje es el que marca el tiempo del film, y es tan frío como un cronómetro. El tercer y más relevante muro de contención es el que compone Peter Sarsgaard como Bobby Kennedy. Entre Jackie y Bobby se sacuden toda la bronca, el dolor y la indignación como dos dolientes en una guerra de almohadas. La ex primera dama se consuela recibiendo información sobre el magnicidio de Abraham Lincoln y otros presidentes que murieron jóvenes durante su mandato, como James Garfield (4 de marzo al 19 de septiembre de 1881). Incluso, pide datos de las exequias de aquel que abolió la esclavitud, para emular el mismo recorrido hacia el Capitolio, junto al féretro de su marido. La dirección del chileno Pablo Larraín la sigue siempre por amplios pasillos, lujosos, kubrickeanos, espacios que tengan el suficiente aire como para contener la angustia de un grito latente. Jackie es una película de alto voltaje histórico, eso es innegable, pero Larrain se permitió hacerla al mismo tiempo necesaria.
Al payaso Footit (James Thierrée) se le aguachentaron todos los trucos. Pese a su destreza e ingenio, el circo de provincia que solía darle un mendrugo lo desecha como un trasto viejo y apuesta todo a un africano (Omar Sy) recién bajado del barco, que con un hueso grande de utilería, un taparrabos y un chimpancé aterroriza al auditorio. Footit ve el potencial del africano; le ofrece armar un dúo de payasos, uno blanco y otro negro, y la fórmula resulta un éxito; tanto, que el director del Noveaux Cirque de París, presente en una de las funciones, les ofrece estadía y una buena remuneración para ir a trabajar con él en la capital gala. Rebautizados Footit y Chocolat, en París el éxito del dúo tiene impacto exponencial; son tapa de diarios y hasta merecen un afiche al estilo del (entonces trendy) Toulouse Lautrec. Footit es el cerebro; da las patadas y las cachetadas e inventa nuevos gags; es el Moe del equipo. Chocolat, todo negro, estilizado y con una enorme sonrisa blanca, es la principal atracción. Y entre la lógica del estrellato, su adicción al juego y a las mujeres, y un amigo haitiano con conciencia racial (“no te da vergüenza dejar que un blanco te patee el trasero”, le enrostra), a Chocolat se le van los humos a la cabeza y se arriesga a abandonar el circo para ser un actor serio y arrancar, ni más ni menos, haciendo Otelo de Shakespeare. La película está inspirada en la verdadera historia del payaso Chocolat, que a fines del siglo XIX asombró a París y hasta mereció la atención de los hermanos Lumière, pero hay cosas que hacen ruido en la película. Si la primera mitad gana por la candidez de sus personajes y por la empatía que generan, la segunda presenta a un Chocolat desaforado, una mezcla del Mono Gatica con Ringo Bonavena y los Black Panthers, al tiempo que los personajes son o muy buenos o muy malos (y los muy buenos tienen un grado de desprejuicio inverosímil para la París decimonónica o de principios del siglo XX). Con esos reparos, la película funciona como una buena pintura de la época, con escenas bien retratadas y una gran actuación de Omar Sy.
Cuarta versión de King Kong en la pantalla grande (tercera remake, si se quiere, del clásico film mudo de stop motion satirizado por Borges en 1933), y el mono tremendo, lejos de envejecer, se ha vuelto mucho más poderoso, construido por efectos cada vez más especiales y sanguinarios. Ahora bien, este Kong tiene variaciones sustanciales respecto de sus predecesoras (y acá, querido lector y fan del rey simio, puede abandonar la lectura si no quiere el menor spoiler): en primer lugar, la criatura jamás abandona la isla rumbo a Nueva York, rendido a los encantos de una Tinker Bell humana; en segundo, hay una batalla con helicópteros, pero ocurre en la isla y el súper gorila los destroza a todos (¿spoiler? Naaaa. La escena ocurre alrededor de los treinta minutos de un film que dura casi dos horas). Unos minutos antes se desata el nudo de la acción. Corre el año 1974 y Bill Randa (John Goodman), sobreviviente de una excursión a esta isla del Pacífico con forma de calavera desde una vista satelital, convence al ejército para armar una expedición al lugar, arguyendo que una fuerza especial se oculta bajo su suelo; una fuerza responsable de destrozar a una embarcación que osó merodear sus playas y cuyo descubrimiento podría ser un arma contra los rusos. Randa se ahorra entrar en detalles, hasta que el cuerpo de marines y algunos civiles especialmente entrenados, como el inglés James Conrad (Tom Hiddleston) se encuentran cara a cara con King Kong y descubren que están en un baile. Y hay que bailar. En la huida (de Kong y de otros animales versión extra large –la isla agranda todo, para los que no conocen la historia–), el grupo en retirada se topa con una tribu que honra a Kong, y cuando están por irse a las manos aparece Hank Marlow (John C. Reilly), un barbudo sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial que los pone al tanto: Kong es bueno; los malos son esos lagartos con cabeza de buitre, que si aún no los vieron ya los conocerán. La película es medianamente aburrida en los tiempos muertos, pero entretenida y casi brillante en los pasajes de acción, que se intensifican con el correr de los minutos. Hay chica bonita (Brie Larson) e isla fantástica, sí, pero esta versión de King Kong es muy distinta, y el súper mono recuerda más al Hulk furioso y poderoso de Ang Lee que a cualquier otro Kong de la historia. En términos de aprobación, dado su desvío de la historia, tómenla o déjenla. Pero no la dejen pasar.
De los que apuestan al ascetismo como espejo de la condición humana, el cine de los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne es el más exitoso del circuito independiente internacional, y La chica desconocida no sólo no es la excepción, sino que parece un redoble de la apuesta. Por momentos, incluso, uno está tentado a decir que, en comparación, todo lo que hicieron anteriormente es un melodrama. La protagonista es Jenny (Adèle Haenel), una joven médica aplicante para dirigir una salita de emergencias en los suburbios de Lieja. El caso de un chico con convulsiones espanta a su asistente, también joven y pasante, y posteriormente, fuera de hora, mientras Jenny alecciona al chico sobre lo que debe tener para trabajar en la profesión hace oídos sordos a un llamado de la calle, una ignominia de la que después se arrepentirá. La mañana siguiente, junto a la defección del asistente, Jenny se entera por la policía de que el timbrazo ignorado fue un desesperado pedido de ayuda de una chica sin nombre que minutos después apareció flotando en el río. Sintiéndose culpable –cualquiera diría, por demás–, Jenny se hace cargo de la investigación y sigue una pesquisa sólida pero atolondrada, con ecos a policiales de Georges Simenon como Entre flamencos. La chica no es la única que necesita conocer la identidad de la occisa para dormir de noche, y este carácter de no excepción le quita al filme el poco dramatismo que podía tener, al tiempo que, lamentablemente, también algo de sal. La protagonista arribará a sus propias conclusiones siempre a bordo de su autito, por mañanas y tardes nubladas, por noches tristes y ventosas. No hay en 113 minutos un solo rayo de sol. La única luz es la final, cuando la cámara muestra a Jenny recibiendo a una paciente octogenaria. La toma de la mano y la ayuda a subir una estrecha escalera y ambas, cadera con cadera, parecen copias de la misma persona, como un aviso de lo que será Jenny en pocos años, porque las hojas del almanaque vuelan con el viento de Lieja.