M. Night Shyamalan vuelve en su mejor forma, lejos de los ecos sobrenaturales y presentando un gran trabajo actoral. De entrada, el director es inteligente al plantear una dialéctica de tres personajes, uno de los cuales tiene 23 personalidades. Ese es Kevin (James McAvoy), que en la primera escena del filme rapta a tres adolescentes y las deposita en un sótano, para visitarlas turnando a las tres o cuatro personalidades dominantes de su psique. Luego está Casey (la británico-argentina Anya Taylor-Joy), psicológicamente la más fuerte de las tres raptadas, cuyo perfil resiliente se muestra en intermitentes flashbacks. Y finalmente está la doctora Karen (Betty Buckley), psiquiatra de Kevin, alguien que cree en la posibilidad de redimir a su paciente, a quien considera víctima, cuando en realidad Kevin está más preparado para ser victimario. El viejo truco de la personalidad múltiple es, desde Psicosis, algo que no sorprenderá a nadie, pero McAvoy moldea muy bien cada faceta, desde el niño desvalido hasta la mujer y su esposo psicópata, para terminar en La Bestia, una suerte de Hulk con conciencia de raza superior. Quien verdaderamente va construyéndose como revelación es Taylor-Joy: habiendo debutado como la chica poseída de La bruja, esa maravilla del cine de horror que conquistó al más renegado, nuestro crédito es capaz de decirlo todo con una mirada de sus enormes ojos, como una especie de pequeña Björk. Hay al final una sorpresita que ya no es tal, debido a su viralización, y es el paneo de Bruce Willis como David Dunn, el personaje de Unbreakable (2000), presagiando una secuela junto al protagonista de Fragmentado. Quizá sea sólo un capricho de Shyamalan, pero todo indica lo primero. El tiempo dirá.
Lee Chandler (Casey Affleck) es un fantasma de carne y hueso, una especie de sonámbulo que sobrevive como encargado de edificio en algunas propiedades de Boston –un trabajo que no le dura mucho, porque vive borracho de bar en bar, peleándose con todos–. De pronto se superponen dos variaciones sobre un mismo tema; es una escena montada en un flashback. Lee viaja a un hospital en Manchester-by-the-Sea, su ciudad natal, una suerte de suburbio helado al norte de Nueva Inglaterra, para enterarse de que su hermano mayor Joe (Kyle Chandler) tiene una enfermedad terminal y le quedan pocos años de vida; otra escena, pegada como un negativo (de nuevo, como un fantasma), muestra a Lee ya en la morgue, despidiendo al cadáver (de nuevo, helado) de Joe. Y el frío es tan intenso, que Joe permanece congelado, privado por un tiempo de sepultura. Ahora, el fantasma es Joe, y es un fantasma verdadero. Ronda la mente de Lee con recuerdos y con un testamento que le resulta una gran mochila: hacerse cargo de Patrick (Lucas Hedges), el hijo adolescente ahora huérfano de padre, con una madre ausente y alcohólica, con el único solaz de salir a navegar juntos en la lancha averiada que dejó Joe, por el mar que bordea a esta Manchester USA, lóbrega y diminuta. El ánimo menguante de Lee deberá sostener el silencioso duelo de su sobrino; incluso para los momentos en que Patrick desea distraerse con alguna novia o con su improvisada banda de rock, Lee no es el mejor soporte. Aun con el dinero de Joe, Lee abandonaría con gusto a la ciudad natal para volver a pelearse con los consorcistas insoportables de Boston. Y esto es tan sólo la punta del iceberg de lo que ocurre en Manchester junto al mar: la verdadera esencia, el porqué del aislamiento, la impotencia y el cinismo de Lee se comprenden recién llegando a la mitad del film. Desde la melancólica orquestación de Handel hasta el frío intenso que parece emanar de la pantalla, pasando por la naturalidad y el anonimato de los habitantes de esta pequeña ciudad, hay momentos en que uno parece estar viviendo junto a Lee, con el impulso de palmearle la espalda. Atípica para ser americana, morosa como un film escandinavo (pero sin el artificio que a menudo allí se percibe), Manchester junto al mar es dura y triste pero no dramática; conlleva la melancolía y cierto sentido del humor implícitos en la aceptación de la vida. Todo esto no habría sido posible sin el talento del guionista y director Kenneth Lonergan (Margareth; You Can Count on Me), y menos aún sin la descollante actuación de Casey Affleck, cuyo personaje refleja una situación real: despegarse de la sombra de su hermano mayor, Ben. Todo el talento que insinuó con igual o mayor mutismo en Gerry (Gus Van Sant, 2002) finalmente sale a la luz y lo consagra. Hay 5 nominaciones al Oscar para Manchester junto al mar. Si hubiera justicia en el mundo, el suyo está asegurado.
Son los años ochenta y en una región muy pobre de la India dos hermanos suben a trenes cargueros para robar carbón, que luego venden para comprar leche y así aportar algo al carenciado hogar. En una de las aventuras, el más pequeño, Saroo, se pierde, sube a un tren que de golpe arranca y termina en Calcuta, a miles de kilómetros de su aldea, de la cual ni siquiera recuerda el nombre. Saroo habla hindi, un dialecto distinto al bengalí con que se comunican los habitantes de la gran ciudad. El pequeño Sunny Pawar, con sus ojos desorbitados, tan perdidos como compradores, refleja esta temprana odisea de Saroo, que pocos años después será rescatado de un hogar infantil por una pareja de australianos; de ellos, el chicorecibió el apellido Brierley, y ya adulto, como Saroo Brierley, publicó sus memorias A Long Way Home, que la compañía Weinstein adaptó en el presente biopic. Lo que narra Un camino a casa es demasiado increíble para ser verdad, y ese es el anzuelo del film. No sólo porque Saroo debió atravesar las mil y una antes de ser rescatado por los Brierley (magníficamente interpretados por Nicole Kidman y David Wenham), sino porque, ya instalado en el primer mundo, con un buen trabajo, una buena familia y una linda novia (interpretada por Rooney Mara), se dedicó obsesivamente a rastrear el punto de inflexión de su pérdida, veinte años atrás en una estación de tren, sólo con sus recuerdos y Google Earth como herramientas. Es otro largo calvario, para él y sus seres queridos, pero Saroo apuesta a reencontrarse con su familia biológica. Y sin embargo, este costado afectivo, si bien esencial en la vida de Saroo y para las expectativas del público, es el menos interesante desde el punto de vista cinematográfico. Dev Patel lleva adelante con presteza el rol del Saroo adulto, desde su relación con los Brierley hasta su obsesión con la geografía del Google Earth para encontrar a su familia biológica, pero lo más jugoso está en la dirección de cámara de Greig Fraser (conocido por sus trabajos en Zero DarkThirty y Foxcatcher), situando la perspectiva del espectador a la altura del pequeño Saroo, perdido en las calles de Calcuta, y en las imágenes escogidas del director Garth Davis, tanto en sus paneos rurales como en las tomas nocturnas de las estaciones de tren, que reflejan lapérdida y la nostalgia del protagonista. Un camino a casa es emotiva, sin golpes bajos, y consigue una buena atmósfera: suficiente para alzarse con alguno de los 6 premios Oscar para los que fue nominada.
Una curiosa escenografía la de esta China milenaria. La gran muralla está rodeada de paisajes desérticos, más afines al Cañón del Colorado, hay dos exploradores europeos que buscan el secreto de la pólvora y un ejército de soldados chinos preocupado por mantener a raya, al otro lado de la muralla, a una interminable manada de monstruos carnívoros, los Tao Tei, una mezcla de orcos con Aliens. Y sin embargo, por momentos, la mescolanza funciona. Tras matar milagrosamente a uno de estos monstruos, William (Matt Damon) y Tovar (Pedro Pascal) son capturados por un grupo de soldados al mando de la comandante Lin Mae (Tian Jing). Los mercenarios descubren que los chinos tienen cautivo a otro europeo, Ballard (Willem Dafoe), quien enseñó a hablar inglés a Mae y cuyos designios en el guion resultan difíciles de revelar (más por lo confusos que por generar un spoiler). Al tiempo que el trío desea escapar con la pólvora, el noble William también desea ayudar a Lin Mae y sus soldados, que deben apuntalar la muralla con zozobra ante cada embate de los Tao Tei. El conflicto se destraba con muchos efectos especiales (hay algo de Las dos torres, la segunda parte de Lord Of The Rings, en algunas escenas), y Matt Damon, sin necesidad de desplegar mucha acción, resulta más que efectivo en su rol. Como una China milenaria imaginada por algún ejecutivo de Hollywood fan de Tolkien, La gran muralla es sólo apta para fans del cine de fantasía y acción.
Olvídense de Batman vs. Superman, y de varias de las últimas franquicias. Todo el cinismo, el absurdo y la incorrección política latentes en el personaje de DC explotan en esta maravilla animada, con un Batman miniaturizado como Lego que es pura ponzoña. El canadiense Will Arnett, un especialista en voces de animación, es en cierto sentido el mejor Batman de la pantalla (grande y chica). “He envejecido maravillosamente”, se jacta mientras un monitor muestra a las distintas versiones de Hollywood en formato regresivo, desde Ben Affleck hasta Michael Keaton, terminando en la versión panzona de Adam West –y a la luz de toda la bilis y el humor derramados en los minutos previos, sin duda que envejeció mejor–. Todo es ingenioso en Lego Batman: su llegada a la mansión en la Baticueva (después de batirse con toda clase de villanos y monstruos legendarios en composé de ladrillos, incluyendo a Godzilla y King Kong), el modo displicente (siempre con la máscara a cuestas pero –eso sí– con medio pecho al aire, en descanso doméstico) con que cocina en el microondas, la parsimonia con que se acomoda en su enorme microcine para ver una de Tom Cruise, sus risas y comentarios sobre la película, y, sobre todo, su peculiar relación con el Joker vociferado con igual genialidad por Zach Galifianakis. Este Joker ha puesto en vilo a Gotham City tan sólo dejando una bomba bajo el suelo, que desparramaría a la ciudad cual castillo de naipes (claro, es una ciudad armada con Lego); pero antes que la maldad, lo que distingue a este Joker es que se siente ofendido. ¿Cómo osó Batman a entreverarse con Superman? ¿Acaso no es él su peor némesis? Joker estaría dispuesto a desbaratar la operación tan sólo con el reconocimiento de esta primaria enemistad. “En 76 años, nunca me dijiste, ‘te odio’”, le reprocha, despechado, al hombre murciélago. Pero este Lego Batman es egocéntrico al extremo; se encogerá de hombros y, antes de ceder a un pedido, armará su liga junto a Robin (Michael Cera), Batgirl (Rosario Dawson) y su mayordomo Alfred (Ralph Fiennes, con acento inglés). No todo brilla como oro en la versión de Lego. Las batallas son remolinos, varias imágenes por segundo que vuelven difícil focalizar lo que está ocurriendo; es, sin duda, el absurdo lo que subraya la idea, pero en este caso falla. Los diálogos, las parodias, en cambio, son implacables. Atentos a eso, la película es una perla de animación para grandes y chicos (pero sobre todo para los primeros).
El vínculo entre víctima y victimario se subvierte en este (por momentos) atrapante film de suspenso, debut del director Adam Schindler. Anna (Beth Riesgraf) vive con su moribundo hermano Conrad (Timothy McKinney) en una enorme casona, en los alejados suburbios de algo que parece el Midwest o el sur norteamericano. Cuando fallece Conrad, víctima de cáncer, los miedos agorafóbicos de Anna recrudecen. El pánico le impide asistir al funeral, pero lo peor está por venir cuando oye ruidos en la casona, que de pronto se ve asediada por aprovechadores del barrio. Todo surge gracias a Danny (RoryCulkin), un pelilargo “deliveryboy” que tiene un crush con la blonda Anna y descubre la fortuna que se esconde en la casa. Como sin quererlo, Danny revela el tesoro escondido a los amigos y así ocurren los incidentes. El trío de malhechores, Perry (Martin Starr), JP (Jack Kesy) y su hermano Vance (Joshua Mikel), está más cerca de la torpeza del Quinteto de la muerte que de un grupo de profesionales temerarios, pero no deja de resultar peligroso. Buena parte de la película trata sobre el terror de Anna, ocultándose, viéndose acorralada. Pero Anna presenta cierta inocencia, cierto puritanismo que guarda secretos como un falso fondo de valija. El horror físico demuda en terror psicológico, y el cambio de mando, la revelación de Anna, resulta más interesante que lo que sucede a continuación. Pese a cierta predictibilidad en cada una de estas escenas, hacia el final Schindler muestra algunos trucos como para salir con la frente en alto. Lejos de ser original, Los intrusosentretiene y resulta más que pasable para el fan promedio del cine de suspenso-horror.
Es una película sólo interpretada por actores afroamericanos, donde el protagonista central es apocado y gay, donde el espectador asiste a tres instancias de su vida y cada una es traumática. La película tiene ocho nominaciones al Oscar. ¿Es otro desafío de Hollywood a Donald Trump, justicia pura o ambas? Ambas, seguramente. Porque Luz de luna es una de las más poéticas aproximaciones a la dura realidad de ser un outcast en la América contemporánea. Y porque su llegada coincide con la emergencia de una idea, encarnada en alguien (un presidente, ni más ni menos), acerca del peligro de ser distinto. Chiron tiene la mala suerte de ser distinto a los demás. Criado por una madre adicta y desamorada, su poca estima es olfateada por la manada desde pequeño, y se lo persigue como a un patito feo que causa diversión a los demás. Juan, un adulto, dealer de este barrio marginal de Miami (dealer de la propia madre de Chiron), adopta al chico como un padre postizo; no le enseña a defenderse físicamente: le enseña la poesía, el placer de las palabras y el de flotar en el mar. En la segunda instancia Chiron es un adolescente que recibe el bullying de sus compañeros de clase, en particular de uno con rastas y apodado Little. A poco de tener su primera aproximación sexual con Kevin, su único amigo, Chiron tropezará con lo inverso, la experiencia traumática. Como si olfateara que algo bueno le ocurre a la víctima, Little, que con su mera toxicidad manipula al entorno, presiona a Kevin para golpear repetidas veces a Chiron, en uno de los momentos más tensos de la película. Pero luego Chiron reacciona, descubre su violencia interna, y años más tarde lo vemos en su tercera instancia, convertido en una suerte de gangsta de luxe, con dientes de plata y un cuerpo completamente transformado, trabajado en el gimnasio, medianamente acaudalado y dueño de su propio negocio paralelo. Una noche recibe el llamado telefónica de Kevin, a quien no ve desde su exilio en Atlanta. Kevin es ahora un cocinero que ama su trabajo y Chiron regresa en auto a Miami para un reencuentro en el restaurante que emplea a su amigo. La escena es digna de Carver. Al verlo, lo primero que Kevin le dice es: “ya no sos el chico delgaducho pero hay algo que no cambió; seguís diciendo dos o tres palabras”, a lo cual Chiron baja la cabeza, ruborizado en su cuerpo de superhéroe. En este segmento nocturno se condensa todo el encanto de la película. Todas las pequeñas lecciones de Juan reaparecen en los breves instantes que apreciamos de Chiron y Kevin juntos. La brevedad expresiva de Chiron sobreabunda en sentimientos e irradia cada una de las escenas carverianas. Uno hubiera deseado que la película se explayara más en esta tercera parte, que hubiera gozado de mayor duración. Pero era necesario todo el calvario previo para "Luz de luna" alcance este momento sublime. Como una "Boyhood" de personajes marginales, al tiempo que terriblemente reales, con su segundo largometraje en ocho años el director Barry Jenkins consiguió una obra maestra del cine contemporáneo.
Caco (Felipe Rocha) es un doble de riesgo del cine brasileño, pero nada lo prepara para la tragedia que se avecina. Tras caer a un colchón desde cincuenta metros de altura, visita a su novia para proponerle casamiento y la encuentra haciendo el amor con otro. Y lo peor es que el otro, un tal Facundo, es un argentino canchero. Cuando se lo cuenta a Vadão (Daniel Furlan), su amigo y compañero doble de riesgo, éste lo convence para subir a su auto, una destartalada cupé bautizada Jorge, y viajar hasta Buenos Aires para tomar venganza: por Messi y Maradona, por las cargadas en el Mundial de Brasil, por la garotas robadas. La venganza consiste, básicamente, en pasar la podadora ante toda argentina que se les cruce en el camino, pero los problemas arrancan ya en la aduana. Un gendarme patovica los apura y les roba todos los profilácticos; después, en un boliche de Paso de los Libres, Vadão seduce a una chica con la que se acuesta, para descubrir al día siguiente que era paraguaya. En tanto, el melancólico Caco deja pasar las insinuaciones de una preciosa cantante, y los amigos terminan siendo robados por una seductora rubia disfrazada de novia (Ana Pauls). Estos traspiés terminan cuando la dupla es levantada haciendo dedo por una troupe de músicos, entre los cuales se encuentra la seductora cantante. La roadmovie sirve de excusa para disparar dardos venenosos hacia el estereotipo de los dos países (la troupe canta “Decíme qué se siente” en todos los ritmos imaginables); la película es, en ese sentido, una extraña roadmovie, llena de color local, pero los estereotipos son tan exagerados que resulta imposible no disfrutar algunos pasajes.
Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster) son dos hermanos rednecks, típicos americanos pobres del sur norteamericano que tienen su casa embargada, que odian a los bancos y deciden salir a robarlos (en parte, para cancelar la deuda, en parte como venganza anti-sistema). El comisario local Marcus (otro gran protagónico de Jeff Bridges) tiene como lugarteniente a Alberto, un hijo de mexicanos. A ambos, antes de que empiecen a investigar el caso, lo primero que le aclaran es: los delincuentes son blancos. Todo esto sintetiza de algún modo la realidad norteamericana. La famosa burbuja hipotecaria que explotó en 2008 todavía tiene secuelas y muchos de los afectados son americanos blancos pobres; estos tienen un gran resentimiento contra el sistema, son posibles votantes de Trump, lo mismo que aquellos que creen que el crimen se reduce a mexicanos y a hijos de inmigrantes. Este panorama, que se traduce entrelíneas, y sin trazo muy delicado, no guarda relación ni está a la altura de la trama: un simple policial con algún ribete de western (en especial por la relación entre los buddies policías, uno rubio, el otro mestizo), que por momentos resulta directamente soporífero. Haber ahondado en el drama hubiera dado mejor resultado, quizás. Lo cierto es que esta película, con su buena propuesta y fotografía, con actuaciones sólidas, candidata al Oscar en varias categorías, resulta una oportunidad desperdiciada.
Es una noche de calor extremo. Ema (Julia Martínez Rubio) acaba de perder a alguien querido. Sale de la casa velatorio para tomar aire y se encuentra, quizá no casualmente, con Ramiro (Julián Calviño), un ex que pese a su actitud dice haberse asentado junto a otra persona. Ramiro acompaña a Ema en una caminata interminable por la noche de Buenos Aires hacia lo que sugiere un reencuentro. De entrada, surge una asociación inmediata con la trilogía de “walkmovies” de Richard Linklater, pero hay diferencias sustanciales. No son estas dos personas que se están conociendo (BeforeSunrise), redescubriendo en las diferencias (BeforeSunset) o separándose (BeforeMidnight): lo que une a este viaje es un cariño residual del pasado, la curiosidad por el presente y el enigma –sin presiones–por la posibilidad de un nuevo encuentro. El director, guionista y productor Mariano Goldgrob (autor de los documentales Mono y ¿Qué sois ahora?, que aquí debut con su primer largo de ficción) parece más interesado en la atmósfera que en la narración. Como si lo sociopolítico se hubiera desintegrado (por seguir el paralelismo con Linklater), los tópicos de conversación son estrictamente personales: una novela que escribe Ramiro, los permanentes recuerdos de Ema y una solapada necesidad de hidratación, mientras el agua parece haberse evaporado en Buenos Aires. filma luces saturadas y el modo hipnótico que guía a la pareja por la ciudad nocturna, por sus calles moteadas de contenedores y sus subtes vacíos. Hay eventuales desvíos, al estilo Después de hora, en un bar peruano, en una suerte de karaoke y en un Falcon destartalado que los lleva a una fiesta en el departamento de una amiga de Ema. La naturalidad de Calviño y Martínez Rubio es un verdadero plus de la película, pero la verdadera protagonista es la atmósfera, tan cautivante como lo es a su modo en La larga noche de Francisco Sanctis. En este esfuerzo por descubrir el valor de los intersticios, esos momentos neutros que jamás le interesaron al cine comercial, emerge una faceta verdaderamente prometedora del cine argentino.