Elogio de la derrota La batalla de Dunkerque fue un evento singular dentro de la Segunda Guerra Mundial, ocurrido en 1940, cuando fuerzas aliadas conformadas por franceses y británicos intentaron defender el último bastión de tierra contra los nazis, antes del cruce del Canal de la Mancha. Una última defensa de lo que presuponía una invasión alemana a Gran Bretaña. La defensa no fue más que una evacuación desesperada porque no existía chance alguna de frenar la avanzada alemana, ni siquiera una esperanza de contención. La nueva película de Christopher Nolan narra la odisea de 300.000 soldados y oficiales por escapar de una muerte casi segura, aunque la verdadera angustia se hallaba en la espera. Un tiempo detenido en la costa que marca una paradoja; la falta de tierra para continuar la huida pero la cercanía del hogar, porque la costa británica se podía divisar desde las playas de Dunkerque. El director inglés parte en tres los niveles de esa batalla: aire, agua y tierra, y cada nivel, a su vez tiene personajes que comparten el protagonismo de la historia. El plano inicial es de una suma perfección; cuatro soldados británicos (sin armas) escapan mientras se escuchan disparos, la cámara los toma de atrás y avanza a medida que ellos se acercan a las trincheras previas a la costa. El enemigo, como en toda la película, es presentado en off, una presencia en ausencia notable desde el punto de vista conceptual. Los soldados británicos de Dunkerque (Dunkirk, 2017) no representan al arquetipo de las películas bélicas en las que el heroísmo y el honor se asoman como sus características principales; aquí lo que domina el perfil psicológico general es la desesperación por sobrevivir (incluso en los oficiales). La intensidad de las secuencias se encadenan por efecto dramático y no por la arbitrariedad del virtuosismo, lo que le sucedía a Nolan en El Origen (Inception, 2010). Hay un claro interés por componer con imágenes más que con (sobre) explicaciones, de ahí también la escasez de diálogos y de una fuerte presencia de largos planos, en los que el realismo sonoro de las bombas, los disparos secos y el motor de los aviones abruman. Una casi perfecta combinación para una estrategia en el diseño de sonido, un aspecto del lenguaje marginado generalmente a un uso exclusivo para grabar y reproducir diálogos y música. Nolan es un director que, cuando da entrevistas, se muestra muy firme en sus convicciones sobre el estatuto de la imagen en el cine. Siempre a favor de una manera de narrar anquilosada en los géneros; en sus estructuras y en la comodidad de clasificar las formas. Curiosamente esas afirmaciones orales no son puestas en práctica en su obra: por lo general, la imagen parece debilitada porque, en este film, se le adosa una música ensordecedora y particularmente estridente compuesta por Hans Zimmer, que en cierta manera pareciera suplantar ese defecto de los diálogos didácticos que caracterizan a su cine. La tensión generada por las escenas, como eslabones, para formar una cadena dramática, se difuminan ante la estridencia de los violines que aumentan su volumen en el momento preciso de mayor intensidad, así ese esfuerzo confeccionado en el aspecto visual pierde su fortaleza. Como si se necesitara de un efecto para completar esa búsqueda de frenetismo. En el epílogo se acelera la urgencia del director por enaltecer a los sobrevivientes, quienes esperan, en el regreso, una reacción de desprecio por parte de sus compatriotas por haber huido de la guerra en vez de pelear. Hasta allí se puede pensar la película como un elogio de la derrota. El tramo final de Dunkerque se hace extenso, como si de alguna manera los 106’ de metraje se convirtieran en 126’ a partir de un montaje paralelo interminable, en el que sí asoma el virtuosismo visual por sobre la composición narrativa, una similitud del armado de montaje con Batman: El Caballero de la Noche Asciende (The Dark Knight Rises, 2012), cuando se resolvía el destino de todos los personajes importantes de la historia. En términos globales, es imposible abstraerse de las imágenes, de la tensión y de la intensidad propuestas en Dunkerque, que adquieren un valor cinematográfico mayor a partir del riesgo tomado en el uso del sonido (no de la música) y en la fuente de la historia, como hecho prácticamente ignorado de la Segunda Guerra Mundial. Nuevamente las fallas de Nolan aparecen en la resolución, en sus ínfulas de autor señero pero que, en lo llano, se presenta más como un director sublime: capaz de encomiar el cine pero de generar pavor al mismo tiempo.
El maridaje del género, la cinefilia y la música Que aparezca una película como Baby: el Aprendiz del Crimen (Baby Driver, 2017) es motivo de celebración. A pesar de ser de género, es de esos productos que no abundan en estos tiempos, lo cual lleva a reflexionar sobre la dirección que ha tomado el cine industrial, menos preocupado por las historias, las estructuras, las referencias cinéfilas y por la inoculación de ligeras variaciones a esos moldes llamados géneros que por reproducir éxitos de otros tiempos o extender el mundo de los superhéroes a un cuasi monopolio. Edgar Wright pertenece a esa clase de directores que se ha formado delante de un televisor y de un reproductor de VHS, alimentándose de las películas de los ‘70 y los ‘80, de los clásicos que irrumpieron en los cánones y mandatos de Hollywood. Baby… es una película que arriesga desde el primer minuto: un asalto a un banco es mostrado en un segundo plano fuera foco mientras que la primera capa visual es un plano corto de Baby (Ansel Ergot), el joven conductor de la banda, quien se presenta con sus auriculares al mango, de los que sale la frenética canción “Bell Bottoms”, de Jon Spencer and The Blues Explosion, perfecta para una persecución. Una idea bien inspirada en las películas sententosas de William Friedkin. Su personaje sufre una condición auditiva que se aminora al escuchar música prácticamente todo el tiempo con auriculares. En este prólogo hay un poder de síntesis insuperable (un rasgo de los géneros que solo pueden aprovechar algunos) porque se presenta al protagonista sin la necesidad de explicar con diálogos; se lo ilustra a partir de la música, usada dramáticamente y además como motor de la historia, y ambas cosas dentro de una secuencia de acción simple, basada en el montaje y el ritmo interno de los tiempos del relato. Los motivos por los que Baby se dedica a los actos criminales no son más que excusas para situar a un hombre ordinario en un mundo que le es ajeno, en el que está obligado a participar y del que quiere escapar. El cerebro es Doc (un Kevin Spacey casi en piloto automático), a quien el protagonista le debe y espera saldar con un par de golpes más. La arista tierna de Baby la despiertan Joe, su padrastro sordomudo y un amor en construcción con una mesera; en ambos casos también hay excusas para el despliegue musical, del que surgen Beck, Carl Thomas, T-Rex, Dave Brubeck, entre otros. Tras el furioso prólogo, hay un redoble de apuesta en lo retórico al pensar los títulos a partir de un plano secuencia, al ritmo de Harlem Shluttle de Bob & Earl. La música utilizada a tal efecto no es nada nuevo para Wright: basta recordar a Scott Pillgrim vs los Ex De La Chica De Mis Sueños (Scott Pillgrim vs The World, 2010), su película más arriesgada, aunque, paradójica, se trató de su debut en Hollywood. Más allá de esta referencia, Wright sabe que la estructura de su film es la de las películas de robos, pero las acciones referidas a los golpes en sí aparecen en un segundo plano (como el mencionado del inicio) o fuera de cuadro. Es así que el director privilegia la subjetiva de su protagonista, ubicándolo siempre en un plano corto, hasta incluso tapando casi en su totalidad lo poco que se puede apreciar de los robos, cada uno –por cierto- bien distinto del otro. El humor, como también se dijo, tiene la marca de su director, por ejemplo en la cita cinéfila cuando un personaje equivoca las máscaras de Michael Myers (el asesino de la saga Halloween de John Carpenter) con las de Mike Myers (el protagonista de la trilogía Austin Powers). Si las obras maestras se miden con la vara de la novedad y de la inventiva (por citar dos características) Baby… no podría ser catalogada como tal, aunque sí rellena el casillero del entretenimiento y la referencia a un cine que, en un tiempo no tan lejano, estaba presente pero que en cambio hoy está al borde de considerarse una rareza dentro del mapa industrial. Es probable que esta nueva película de Wright sea la más cercana a esa filiación con su cinefilia, pero contorneada por un estilo en el que prevalece el humor, la mirada lúdica y la retórica asentada en el uso de la cámara como principal arma narrativa. Todos elementos lejanos al cine de género que prevalece por estos tiempos, más preocupado por responder a la transtextualidad urgente (secuelas, precuelas, remakes, etc.) y a la nostalgia de tiempos no vividos.
Fábula del tiempo presente El maestro japonés Hirokazu Kore-eda es uno de los pocos directores actuales que puede resumir la belleza en su solo plano fijo de, por ejemplo, una alacena atiborrada de cacharros o de una mesa pequeña en el que una reciente viuda y su hija toman el té, mientras recuerdan, como al pasar, al difunto. En la pequeña charla también hay un resumen de otro tipo: el de la actitud de los adultos de mediana edad frente al presente, subsumidos en una dinámica en el que el tiempo es mucho más intangible porque no hay una conciencia del pasado ni tampoco de un futuro lejano, “no es el aquí y ahora” sino “el aquí, dentro de un rato”. La anciana también es madre de Ryota (Hiroshi Abe, el más “occidental” de los actores japoneses), un detective privado de medio tiempo que vive de la gloria pasada de haber escrito una novela premiada, la cual no pudo aprovechar como envión para construir una carrera. Su lucha entre su moderada ludopatía y las ofertas para escribir el guión de un manga lo dejan en una encrucijada, consecuencia de su intento por cumplir con la cuota alimentaria, pero en definitiva tratar de ser un mejor padre. En este vaivén de alma perdida discurre la vida de Ryota, quien no es retratado bajo la forma del costumbrismo del perdedor de buen corazón que Hollywood supo configurar sino que Kore-eda, dentro de lo que es el shomin-geki (películas sobre la clase trabajadora japonesa) adosa cuotas de humor, una suerte de infusión de flexibilidad con el protagonista. Algo lejos de la destreza dramática de sus opus magistrales, como After Life (Wandafuru raifu, 1998) y Nadie Sabe (Dare mo shiranai, 2004), Kore-eda realiza una pequeña fábula económica en recursos retóricos pero profunda en su tesis sobre la mirada actual acerca del presente como variable temporal, perfectamente identificable en los personajes, aunque no como estereotipos sino como arquetipos de un momento en la apreciación y conciencia del tiempo, que no está en el radar general, como se pregunta la anciana en el prólogo: “¿Por qué los hombres no pueden amar el presente?”. Hacia el final, el tifón que amenaza durante gran parte de la historia se presenta para sintetizar las ideas (del film y de los personajes), pero también la sensibilidad y lo poesía que atraviesa como esa mariposa azul que la anciana asegura que es la reencarnación de su marido. Kore-eda prolonga su cine de historias cruzadas por la fábula, la poesía y la cotidianeidad social en el interior de Japón pero más cerca del convencionalismo narrativo que, en sus últimas realizaciones, parece aducir cierta comodidad.
Contra el cine de acción El Gran Golpe (Marauders, 2016),como título local es más genérico que específico del film al que remite, en primer lugar porque no hay un golpe sino varios, y en segundo, la grandeza está ausente en cada uno de ellos, los cuales representan, en la trama, una especie de conspiración para destruir a un magnate bancario de un pasado turbio, interpretado por Bruce Willis, en modo villano barato de cine clase ultra B. Actor relegado a un papel menor, como si ya no pudiera interpretar a un héroe de acción, ni siquiera se le da posibilidad de tener algunas escenas en la que despliegue esa habilidad, que en la década del ‘90 desparramó en muchas películas. Los que aquí ocupan esos lugares lejos se encuentran de relevarlo, pero no todo es culpa de los actores. Steven C. Miller (de un prontuario aterrador) dirige esta historia prefabricada de robos con subtramas poco interesantes, bajo un manto aspiracional conformado por el uso excesivo del azul y una lluvia constante que no cesa. Una combinación de recursos retóricos que pretender suplantar la falta de pericia del director en la estrategia visual, de nula incidencia dramática. Algunos pasajes parecen pertenecer a otras películas; la cocina de droga presentada con todos los clichés posibles (mujeres desnudas, hombre afroamericanos vestidos de raperos con armas largas y música en un volumen ensordecedor) como así también la operación militar en Costa Rica. Son retazos pertenecientes a diferentes personajes, a los cuales nunca se los ensambla más que por el forzamiento de una historia que debe desembocar en algún puerto después de ciento siete minutos, por cierto larguísimos. La sobrecarga de diálogos sin sentido resulta irritante; el súmmum es la metáfora de la araña, que sale de la boca del pobre Bruce acostumbrado a mejores parlamentos en un pasado lejano. El cine de acción y todos sus derivados ya no generan la misma atención que hace unas décadas. La industria solo le guarda una porción al borde de lo marginal, en las aguas caudalosas del on demand (que vino a suplantar el “directo a DVD”). Es llamativo que un producto de esta calidad haya sorteado las barreras de las salas de cine y se estrene comercialmente, sumándole a que es un film del año pasado y que se encuentra fácilmente en Internet. El futuro no es muy alentador porque Miller tiene como próximo proyecto la secuela de Escape Imposible (Escape Plan, 2013), aquella gran película de subgénero carcelario que fue increíblemente ignorada, lástima que una de las pocas esperanzas de un resurgimiento de la acción haya caído en las manos de un director mediocre.
Alien vive Alien: Covenant (2017) es la secuela de Prometeo (2012), ambas son una suerte de precuela de Alien, el Octavo Pasajero (Alien, 1979). Las tres, dirigidas por el inglés Ridley Scott, y se nota en comparación el estilo de este director, cuya carrera se encaminó -en un principio- como disruptiva, dispuesta a construirse en base a la vanguardia y al género, mancomunados. La primera de todas las películas de la saga Alien dejó una huella indeleble en el cine de ciencia ficción que buscaba escaparte a la etiqueta “clase B” para pertenecer a un status artístico más serio, según los cánones. Casi cuatro décadas más tarde, un nuevo eslabón en la franquicia tiene pocas probabilidades de mostrarse con el mismo tenor de quiebre, en comparación a ese film iniciático de 1979. Alien: Covenant busca pisar terreno firme, repite la estructura narrativa de una nave que desvía su curso por una situación extraordinaria, en este caso perece el capitán (James Franco en un cameo extraño) debido a una falla en el sistema de hipersueño por lo que el resto de la tripulación se debate si continuar el largo curso planificado (siete años) hasta llegar a un nuevo planeta llamado Origae-6, donde se espera construir una colonia. Cada tripulante está relacionado sentimentalmente con otro, lo cual afecta dramáticamente las decisiones, generadoras de acontecimientos para la trama, en especial cuando aparece un planeta más cercano pero desconocido que podría ser funcional a los objetivos de colonización. Michael Fassbender reinterpreta a un “sintético” pero con otro nombre: aquí es Walter, pero su versión anterior (David) aparece como sobreviviente de la expedición de Prometeo. La avanzada tecnológica siempre apareció en la saga de manera ambigua, al menos para poner en crisis las ambiciones humanas con respecto a búsquedas que escapan la explicación lógica, una premisa puesta sobre la mesa en el prólogo de esta historia, la cual se queda en un debate filosófico tenue sin demasiado grosor. Los mayores problemas de Alien: Covenant están en la sobre explicación de los puntos grises de la saga, en especial cuando quiere unir todos los puntos de los hechos transcurridos entre el film anterior y este, y la sustancia de esas explicaciones surgen como conceptos teológicos y filosóficos que carecen de profundidad, porque el mayor déficit se halla en el cómo, en la atmósfera de seriedad que se le imposta a los diálogos de los personajes, en especial a los de Walter y David. Las virtudes de Scott como un viejo lobo del cine industrial aparecen en las secuencias de acción, tensión y de algunas pizcas de terror. Hay en una escena particular una excelente recreación del espíritu slasher de los ‘80; desde la puesta de cámara, el montaje y el gore desmesurado. Un director que a sus casi 80 años decide apostar por un cruce entre la tradición de una franquicia (a la que le dio vida) y la innovación en su cine, adosándole a su estilo una impronta a contracorriente de la urgencia mainstream, por ejemplo al armar una diégesis con un eje de acción más propio de varias décadas atrás, sin apurarse en la presentación de personajes, objetivos y demás elementos argumentales. Es así que, si bien la saga no progresa hacia delante, deja espacio para expandirse y repensar el cine industrial. Para que profese, al menos, ligeras variaciones en búsqueda de la innovación en algún aspecto, en algún rasgo genérico o simplemente en los modos de hacer sin pertenecer necesariamente a un rebaño dominado exclusivamente por los intereses económicos. Los viejitos como el propio Scott, Scorsese y George Miller aparecen como los directores más audaces de la industria, liderando un camino que por ahora pocos deciden tomar.
El cliché de las segundas partes Todas las segundas partes tienen un desafío por cumplir; ser igual de exitosa como su antecesora o -el más difícil- expandirse a otros territorios narrativos. Marvel, como estudio y conglomerado cinematográfico, ya sufre una crisis considerable en su maquinaria a la que no le es satisfactoria la autoconciencia, un elemento que aparece como motivo desde Iron Man (2008). Precisamente, el caso de la primera película del universo Marvel, es testigo porque su secuela adoleció de frescura y solo reposó la estructura narrativa en una lucha aburrida entre el bien y el mal. El caso de Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014) es bien distinto porque la estrategia de representrar la estética de los años 80 se amalgamaba de forma excelente con el humor y cierto desparpajo en las secuencias de acción, lo que la hacía más deudora del universo Star Wars que de los superhéroes de la franquicia a la que pertenece. La segunda parte de este collage de efectos, colores y música se encolumna en la fortaleza de sus personajes, el séquito liderado por Star Lord (Chris Pratt), secundado por Gamora (Zöe Saldanha), Drax (Dave Bautista), Rocket y Baby Groot (con las voces de Bradley Cooper y Vin Diesel, respectivamente), los que conforman un grupo diverso pero marginal que vaga por el espacio exterior bajo los códigos mercenarios del comercio, aunque cubiertos por la inmunidad que les da ser los “Guardianes de la Galaxia”. Los primeros minutos generan una alta expectativa como consecuencia de un plano secuencia sostenido en el uso del segundo plano, fuera de foco, de una batalla que libran los guardianes contra un monstruo gigante al que solo se lo ve por fragmentos. El primer plano está dedicado a un Baby Groot danzarín ignorante de lo que sucede a sus espaldas, mientras la cámara lo sigue, aunque algunos barridos ocultan los cortes para generar el efecto de plano secuencia. Cuando el ovillo de la historia se desata pierde fuerza el carácter lúdico y la seriedad gana terreno. Incluso los personajes se ven sometidos a un desarrollo narrativo acartonado, forzados por el develamiento del paradero del verdadero padre de Star Lord, y las segundas intenciones al momento de su reaparición, las cuales generan el conflicto de la película. El espíritu juguetón de la primera parte se desvanece ante la imperiosa necesidad de relatar una historia, que sigue la urgencia de ordenar piezas y reforzar el concepto de familia elegida, de cuatro marginales reunidos por diferentes intereses pero que luego de ese fin altruista -que los unió- solo queda la vagancia por el espacio. De la misma manera se pliega James Gunn, más preocupado por encastrar las piezas del álbum familiar que de la acción y la dinámica narrativa. Las bajas expectativas de la primera película probablemente hayan tenido cierto grado de culpabilidad en el éxito rutilante, la antítesis es este Volumen 2, mucho más amparado en la comedia (Drax y Baby Groot limitados al chiste físico infantil) que en la acción dentro de lo inconmensurable del espacio exterior. Muchos interiores de plástico y poca perspectiva de fugas marcan una falencia llamativa en la estrategia de Gunn, un guionista-director que se muerde la cola al invertir las variables de su criatura. Incluso las canciones de Fleetwood Mac, George Harrison, Funkadelic, etc. no aparecen bajo la opacidad conceptual de un leit motiv, más bien flotan en el aire como un armado arbitrario de un productor. Carente de un espíritu joven en su armado narrativo, el Volumen 2 parece más un disco de outtakes con el perfil oportunista -más transparente que nunca- de Marvel en su escala por dominar la industria.
La parábola de la fe Silencio (Silence, 2016) es una transposición del libro homónimo de Shûsaku Endô, el cual ya tuvo una primera versión cinematográfica en 1971, dirigida por Masahiro Shinoda. Luego de El Lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), Martin Scorsese decide concretar uno de sus proyectos más postergados: una nueva versión del libro de Endo, sobre la proscripción del cristianismo en el Japón del siglo XVII por parte del shogun Lemitsu. Dos misioneros católicos, los padres Garupe (Andrew Garfield) y Rodrigues (Adam Driver), a pesar de esta prohibición, deciden emprender un viaje a tierras japonesas para localizar a su mentor: el padre Ferreira (Liam Neeson), de quien no se tienen noticias desde hace un largo tiempo. El riesgo de una condena a muerte es más que probable, indirectamente proporcional a la posibilidad de lograr con éxito el objetivo. La comparación con La Última Tentación de Cristo (The Last Tentation of Christ, 1986) resulta inevitable por la línea temática que atraviesa a ambas películas. Sin embargo, la diferencia parte de la mirada de Scorsese. En la primera película, la crítica parte desde un punto de vista teológico sobre la condición divina de Jesucristo, una preocupación que se asienta en primer plano bajo el paño de una reflexión ensalsada en lo bizarro y el mal gusto. El libro de Endo no es el de Nicholas Kazantzakis (el escritor del libro sobre el que se basó La Última Tentación de Cristo), la doble sustancia de Cristo y la provocación se sustituyen por la fe estudiada, cuestionada, pisoteada y hasta dudada en hombres que la poseen (a priori) y tiene como único fin en este mundo propagarla, tal es el caso de estos dos misioneros portugueses. La parábola de la fe cruza, en este relato, la frontera de la humillación de los hombres embebidos en un fanatismo que posee poco y nada de material en esa creencia ciega, la cual paradójicamente sale de la agonía ante la llegada de Garupe y Rodrigues, quienes no tienen nada que ofrecer, más que palabras y esperanzas en el aire a los pobres aldeanos japoneses… y cristianos. En cierta manera, Silencio es un enderezamiento de lo que fue su acercamiento más profundo y directo a sus preocupaciones religiosas, hace unas tres décadas, porque su posicionamiento respecto del tema es más blanco, ya que el enfoque sobre la fortaleza de la fe no posee capas que la opaquen. Así es que la película, en definitiva, prioriza la estructura del cuestionamiento de la fe en la primera mitad y el drama existencial del padre Garupe en la segunda; un abordaje denso en lo dialogal que no alcanza a descansar en la estrategia visual del fotógrafo mexicano Rodrigo Prieto, la que en la primera mitad embellecen esos planos generales gracias a un particular uso del color y los puntos de fuga en ciertos espacios inconmensurables del cielo y el mar. Scorsese vuelve a trastabillar, en otro intento por volcar sus intereses religiosos en una empresa que pone casi todos sus esfuerzos en la densidad de sus diálogos y muy poco en la estructuras narrativas. Vidas al Límite (Bringing Out the Dead, 1999) continúa siendo la mejor película de este director en la que trabaja estas ideas críticas sobre el cristianismo, las cuales están en un segundo plano, porque utiliza operaciones de producción de sentido, en términos visuales y narrativos, elaboradas con mucha mayor astucia. Probablemente la causa de ello esté en el nombre que aparece como guionista: Paul Schrader.
El hombre y la antítesis La nueva película de Ben Affleck como director se llama Vivir de Noche (Live by Night), pero gran parte de ella se desarrolla de día, incluso los grandes acontecimientos dramáticos que presenta tienen lugar en horarios diurnos. Más allá de esta antítesis, el título responde a un estilo de vida que adopta Joe Coughlin (Affleck) al regresar de la Primera Guerra Mundial, el cual es vivir como un forajido en el plena Ley Seca. Hay otra antítesis en esa elección porque Joe es hombre bueno desempeñándose en una actividad criminal; esa dualidad es parte del cine noir, que abraza Affleck en otro intento por seguir explorando los géneros, en tiempos en los que el cine de superhéroes tiene casi monopolizado el accionar de los grandes estudios, los mismos que en otros tiempos llenaron sus arcas beneficiados por los géneros y el Cine Clásico. La dinámica del cine negro pasea al pobre de Joe por las redes de una femme fatale de turno y un retroceso a cero, en su carrera de marginal durante épocas turbulentas de las primeras décadas del siglo XX en Boston. Tras salvarse de una muerte segura (y de pasar un corto tiempo en la cárcel), la sed de una venganza latente lo lleva a Florida para estructurar el contrabando de ron cubano perteneciente a un jefe de la mafia italiana, a pesar de ser un irlandés. Affleck toma nuevamente una fuente textual perteneciente a Dennis Lehane, como lo hizo en su ópera prima Desapareció una Noche (Gone, Baby, Gone, 2007) para encausar una nueva mirada moral dentro de un contexto de violencia y corrupción -quizá la única que se despega de esta recurrencia temática sea Argo (2012)-, pero a la que le suma la variable de la Ley Seca como experimento sociológico y antropológico sobre el accionar de los ciudadanos comunes ante un disparate semejante para disminuir la tasa de criminalidad. El vector del protagonista está sellado por hacer el bien en un mundo que se lo impide con diferentes obstáculos: el odio racial del Ku Klux Klan, el fanatismo religioso y la codicia de sus rivales hampones. La habilidad de Affleck se halla en su capacidad narrativa, aprehendida del cine clásico más puro, al que logra adosarle sus propias ideas estéticas a partir de recursos formales en el uso de la cámara, identificados de manera más transparente en el puñado de escenas de acción que el film tiene: la persecución policial luego del robo al banco y la pistoleada final, aunque a toda esta numeración hay que darle también crédito al gran fotógrafo Robert Richardson. Ciertos pasajes de confusión nublan el relato cuando se inmiscuye el personaje de Elle Fanning, interpretando a la hija de un jefe policial (Chris Cooper) reconvertida en líder religiosa que obstaculiza el crecimiento de Joe en su perspectiva por dejar el contrabando de alcohol para dedicarse al juego legal, como visión futurista de un negocio sin riesgos de ningún tipo. De la misma manera en la que el protagonista no puede escapar de sus actos de bondad, esos que se transforman en una sentencia de muerte, Aflleck reafirma que los personajes que se mueven en círculos de violencia, sin importar sus intenciones, tienen un final inevitable al momento en el que deciden tener una mínima demostración de piedad. Podría interpretarse, como una segunda lectura, que estos hombres nunca terminan impolutos, que no hay jubilación que les permita vivir en el paraíso con las ganancias de una vida dedicada a los negocios. Este axioma del cine negro se apodera de la cuarta película de Ben Affleck, porque en este género no hay salida desde el primer momento en el que se entra en él; sus criaturas viven al filo porque no pertenecen a un sistema, tampoco hay lugares para volver a empezar, así es que esta tesis del hombre ambiguo entre el bien y el mal se vuelve a poner de manifiesto en un film cargado de clasicismo bien entendido e interpretado.
Caricia al corazón En 1982, Francis Ford Coppola estrenaba su proyecto personal más ambicioso: Golpe al Corazón (One From the Heart), ese que le costó una nueva hipoteca de sus propiedades y el trastabillar por el abismo de la quiebra, por la que transitaría algunas veces más. Tal obra magnánima presentaba un paño formal, que excedía el virtuosismo del director de fotografía Vittorio Storaro en su trabajo sobre el color en la imagen electrónica porque Coppola buscaba plantar la bandera autoral desnudando el artificio; el mundo ya no era un escenario -como decía Vincente Minnelli- ni tampoco el escenario un mundo, sino que el escenario no era más que un escenario, esa capa con la que el cine siempre trabajó, a modo de velo para sus hilos, ya estaba descubierto. En Golpe al Corazón, Las Vegas (la ciudad más artificial del mundo) era representada en su totalidad en un estudio gigante; es decir que desde un principio se rompe la ilusión, de la misma manera que sucedía con los números musicales: mal bailados y cantados todos en off. Toda esta introducción es para presentar la contracara de esa ambición coppoliana desmesurada: La La Land (2016). La película de Damien Chazelle, inmediatamente después de Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash, 2014), es una que no abre el telón para decirnos: “Este es el escenario”, sino que abre el juego del musical en un espacio casi inconmensurable: una autopista de Los Angeles. Allí se desata la parafernalia retórica en un plano secuencia dinámico, que va en un in crescendo de la música y la destreza coreográfica, hasta que la cámara se detiene en los dos personajes de la historia. Desde sus perfiles, el de una aspirante a actriz, Mia (Emma Stone, en una interpretación repleta de carisma) y el de un pianista de jazz quien busca abrir su propio club, Sebastian (Ryan Gosling) hay una idea sobre la necesidad de soñar, ese combustible del que se alimenta la ciudad de Los Angeles. La La Land es un intersección del camino pedregoso del sueño hollywoodense y los rasgos genéricos del musical, en una suerte de disonancia complementaria; la utopía de triunfar en un mar asfixiante de soñadores que persiguen la misma liebre del éxito en Hollywood se topa con la esperanza que el musical ofrece desde ciertas características, sobre la que más se apoya Chazelle; es la irrupción de los números en los momentos dramáticos más profundos para los personajes, es decir lo que es un intento de transformar esas situaciones en burbujas de optimismo para resolverlas. Los bailes con coreografías semi-espontáneas generan una mancomunión del cuerpo con una imagen, en la que juegan las luces y claroscuros repentinos exponiendo la espesura del escenario. La imagen cobra vida propia en cada secuencia musical, siendo autónoma de los personajes, pero no de sus objetivo, o mejor dicho, del súper objetivo de cada uno porque en lo músical de La La Land aparece la ensoñación. La improbabilidad de la concreción de esos objetivos, a modo de subtexto de ese optimismo, está representada en la cinética de los cuerpos desplegados al compás de canciones cursis como si surgieran para apañar un dolor a sabiendas de un final inevitable. La La Land es la refracción de Golpe al Corazón porque el transcurrir hacia la materialización de los sueños no es un camino del héroe, no hay una búsqueda circular del equilibrio sino que la línea es oblicua, multidimensional a pesar de los cliches (aunque deformes en el buen sentido) que representan los personajes, incluso como pareja romántica que abraza el cine clásico (ver la secuencia-homenaje a Rebelde Sin Causa [Rebel Without a Cause, 1955]) y a todo ese carácter metonímico que representa Los Angeles para el cine de Hollywood. Es el mundo del escenario dentro del escenario, pero los hombres y las mujeres no alcanzan la cima al tocar los sueños, allí comienza una nueva historia. Chazelle con la deformación de rasgos comunes (y el homenaje a grandes clásicos) del musical endereza esa ambición torcida de Coppola, casi un cuarto de siglo más tarde.
El idealismo como concepto formal Poco tiempo después del ataque a Pearl Harbor, Desmond Doss (Andrew Garfield), un joven de Colorado, decide ingresar a las filas del ejército de su país, aunque no desde un impulso de cierta venganza para matar japoneses sino para salvar vidas. La historia real de este héroe, que salvó 63 vidas -cargándolas sobre sus hombros y sin portar un solo fúsil por ser objetor de conciencia- está configurada casi a medida para ser parte de la filmografía de Mel Gibson como director. Así como a Clint Eastwood le importaba desgranar el factor humano en la reciente Sully: Hazaña en el Hudson (Sully, 2016), a Gibson le preocupa abordar la existencia humana desde un caso único en la historia del ejército estadounidense. Ambos directores abrazan el cine clásico, cierto es que Eastwood es más dogmático mientras que el actor de la saga Arma Mortal (Lethal Weapon) desconoce la moderación de las formalidades, las cuales arrastra hasta el límite. Las vísceras, la sangre y las mutilaciones son los platos principales, en ellos reposa la hipérbole que caracteriza al cine de Gibson; aquí tienen lugar a partir de la segunda mitad del relato, durante las batallas profundas de Estados Unidos dentro de territorio nipón. En su opus más polémico, La Pasión de Cristo (The Passion of Christ, 2004), el festival de torturas físicas se presentaba como la instancia necesaria hacía la reencarnación; pero aquí la violencia explícita de la guerra, representada en una ornamentación predilecta del director, cobra un sentido más atendible porque es la manifestación más pura del infierno. Por el mismo sendero de la desmesura aparece la intersección del humor negro en el fragor de la adrenalina, un recurso que George Miller utilizaba en la saga Mad Max aunque con algo más de sutileza. Antes de llegar a la instancia épica de la batalla de Okinawa, en la primera mitad en el relato, se narra la niñez y la juventud de este soldado que oscila entre un fuerte vínculo con su hermano (al que casi mata de un golpe) y la tormentosa relación con su padre alcohólico (otra gran interpretación de Hugo Weaving), un veterano de la Primera Guerra Mundial. Allí, en esa relación, se vislumbra una clase de expiación de los propios demonios del director, particularmente en un hecho que rearma a partir de un flashback, en el momento que Doss espera que se derima su futuro a través de una corte marcial, ante la negativa de portar un arma durante su entrenamiento y declararse objetor de conciencia. Su padre, precisamente, es el que torcerá ese destino a favor de su hijo, en una suerte de lavado de culpas. También hay tiempo para contar el cuentito amoroso del joven y una enfermera, Dorothy (Teresa Palmer), que sirve para generar cierta tensión sobre su decisión de ir voluntariamente a la guerra, pero que se transforma paulatinamente en una columna de resistencia para la causa idealista de Doss. Entre las dos partes del film hay marcadas diferencias, porque si en la primera hay una edificación de ciertos traumas infanto-juveniles en el perfil del protagonista que derivan en su causa cuasirevolucionaria (en especial para el ejército de un país sediento de venganza contra Japón tras el bombardeo de Pearl Harbor), hay en la segunda mitad un concierto de crudeza sobre el horror de la guerra, un lienzo sobre el que Gibson pinta basándose en su estilo bien calado en el exceso. Más allá de lo explícito de su estrategia formal, hay en su cine una prolijidad que no debe confundirse con esta manera de encarar las historias, las de estos hombres que ante la extraordinaria adversidad de la vida siempre ponen la otra mejilla, como sucedía en la mencionada La Pasión de Cristo (máximo exponente de este concepto) y también en su ópera prima El Hombre Sin Rostro (The Man Without a Face, 1993). Incluso más allá de corrección, el cine de Gibson se caracteriza por encontrar particular belleza en el mayor de los infiernos, tal como sucedía en Apocalypto (2006), thriller sanguinolento enraizado en la polémica sobre los pueblos originarios momentos antes de la llegada de los españoles a tierras mayas. Sin profundizar en la reflexión ideológica, Hasta el Último Hombre (Hacksaw Rigde, 2016) se las arregla bastante bien para polemizar una historia real de valentía sin precedentes, es decir que el mismo Mel particulariza a partir de ciertas intenciones formales, escapándole a la pereza de narrar un clásico cuento genérico sobre la Segunda Guerra Mundial.