Pesada herencia Cuando una serie de películas llega a una cuarta entrega el desgaste parece ser inevitable; no es el caso de la saga The Purge, que por el contrario ha incrementado su poder narrativo y hasta se ha animado a recrudecerse sin miedos. El freno cronológico de sus creadores es la columna vertebral de 12 horas para sobrevivir: El inicio porque lleva la historia a un grado cero, sobre cómo un experimento fascista (llamado la purga) de un gobierno nace para tapar una realidad económica agobiante. Durante una noche al año el Gobierno permite de manera legal que se cometan todo tipo de crímenes (incluido el homicidio) sin que intervengan las fuerzas de seguridad. Para la prueba piloto se elige Staten Island, una zona de Nueva York rodeada de barrios de clase baja. La locación es ideal para implementar este siniestro experimento, más aún si a los habitantes se les concede una gratificación monetaria para permanecer en el lugar, la cual se incrementa si participan activamente durante la purga. El high concept creado por James DeMonaco con La noche de la expiación (2013) fue puesto en valor en cada película de esta saga porque trabajó de manera inteligente diversos géneros, aplicándolos en diferentes perspectivas sobre el asunto. En la primera se explotaba la premisa bajo el contorno de una película de encierro, en la segunda se amplificaba el miedo a unos personajes que buscaban sobrevivir en la calle, en la tercera la trama giraba sobre la dimensión política aunque sin prescindir de una arista violenta y visceral. Una de las particularidades (y logros) de esta cuarta parte se halla en la articulación de géneros sin dejar expuestas las costuras. Hay un primer acto de tensa calma con presentación de personajes, de espacios sociales y, en términos de guión, de algunos set up y foreshadowings; todo en su conjunto se lo puede pensar como película de terror. Un terror formalmente contorneado por operaciones visuales inteligentes, desde detalles (ejemplo: los ojos de los personajes que deciden participar para cobrar un “plan” del Gobierno) hasta el uso de una cámara narrativa, factura del fotógrafo Anastas N. Mitchos. Ya en el segundo acto la historia vira hacia la acción más urbana, en una disputa entre un narco local que decide quedarse para cuidar el negocio y su ex pareja, una activista en contra de la purga. En esta fase de la película, McMurray (con un solo crédito anterior como director) propone una acción artesanal, más propia de otras cinematografías y, también, de otros tiempos de Hollywood. La última parte exhibe el costado más violento por la aparición de una variable en la ecuación en forma de mercenarios que tienen el objetivo de torcer los resultados parciales del experimento; la guerra del vale todo se impone. DeMonaco (el autor intelectual de la franquicia que aquí solo figura en los roles de guionista y de productor) también conoce el maridaje de influencias, y es por ello que en este último tramo mezcla algunas recurrencias del “cine de encierro” de la primera película de la saga con destellos de Duro de matar. Como muchos fenómenos de la Historia del Cine (pensemos en el blaxploitation, por ejemplo), el cine de género llevado al extremo ha propuesto las mejores miradas sobre momentos sociales y políticos, principalmente por no pararse en la columna de la fábula o del cine de protesta más grueso. No hay dudas de que 12 horas para sobrevivir: El inicio es una película anti Trump, ni tampoco de que es a la vez la más contestaria, pero no pierde jamás su carácter lúdico ni expresivo en el uso discursivo de su posición ideológica sobre el cine actual. Aquí la medalla es para Jason Blum, quien desde su productora apuesta al mercado casi huérfano de la producción cinematográfica de mediano presupuesto. La saga de 12 horas… se ubica ya, con este nuevo eslabón, en una cadena evolutiva superior del cine explotation (¿un neo explotation junto a los films de la productora y distribuidora A24?) que nació cobijado por el cine de encierro hasta llegar a este monstruo maduro e híbrido de géneros textuales. Una película subversiva por la temática y también por mantener viva la llama del espíritu del cine que John Carpenter y Walter Hill (por citar solo dos casos) se atrevieron a hacer en tiempos de Reagan y Bush, período casi tan oscuro como el actual.
Elenco femenino, mirada masculina Las relecturas de obras recientes en el cine es un fenómeno específico de las remakes, que existen casi desde el nacimiento del medio, pero en los últimos años la brecha temporal entre la obra original y la versión se acortó drásticamente. También se han recortado los argumentos para retomar una película: si antes a la variable comercial se le adosaban las variaciones del color (junto a otros avances técnicos), el contexto, la barrera idiomática (en el caso de los films extranjeros), etc., ahora solo se mantiene la posibilidad de exprimir monetariamente una narrativa. Ocean’s Eight: Las estafadoras es un caso que articula el concepto de remake y el de spin-off a la vez porque toma la historia original de La gran estafa (2001) para releerla pero también refocaliza y extiende el mundo de su protagonista, Danny Ocean. Ahora el personaje principal es su hermana Debbie (Sandra Bullock). Recién salida de la cárcel, la protagonista pergeña un plan para robar el collar más caro de la historia en la próxima gala del Met de Nueva York, y así organiza un equipo junto a su amiga Lou (Cate Blanchett). Hasta aquí tenemos una estructura similar a la del film del 2001, con Bullock y Blanchett interpretando los papeles de Clooney y Pitt respectivamente. Los problemas de las remakes no se hallan en la reproducción narrativa de una obra original, sino en la carencia sustancial de las variaciones que exige una versión. El caso de Caracortada (1983) es testigo de una remake perfecta: sostiene la historia original pero la hace atravesar por un contexto bien diferente al del film fuente, cambia la época de la Ley Seca por el de los exiliados cubanos en Miami. Más de medio siglo separa la película de Hawks de la de Brian De Palma, y allí radica un punto para pensar por qué fallan las remakes de estos últimos años: no existe una distancia temporal entre films para desarrollar grandes cambios, bajo ninguna dimensión. Ni formal, ni temática, ni de época. Ocean’s Eight: Las estafadoras no cumple con ninguna condición para ser una buena remake, en primer lugar porque el reciclaje que propone es hacer un baño de género (sexual) superficial, al presentar a ocho mujeres que llevan a cabo un robo en un evento icónico de la moda. Gary Ross escribe y dirige una heist movie edulcorada de mujeres ladronas, bien vestidas, con refinados gustos pero incapaces de hacer un atraco como los de Clooney y compañía. Si en La gran estafa la motivación del protagonista era robar el casino del nuevo novio de su ex, aquí es el despecho de una mujer; porque el hombre conquista y la mujer se venga. Más allá del discurso, Hollywood mantiene algunos clichés machistas tradicionales. Esta mezcla de remake y spin-off ni siquiera funciona como film de género, pues ignora los factores de tensión y de peligro necesarios para una historia de robos. Tampoco aprovecha los talentos cómicos de algunas actrices secundarias como Mindy Kaling (The Mindy Project). Lo peor, con todo, es el ensamble fallido de las dos actrices principales, que no pueden repetir la química lograda entre Clooney y Pitt. Ocean’s Eight: Las estafadoras fracasa porque, pese a contar con un elenco femenino, mantiene una mirada estrictamente masculina y limitada sobre el mundo de las mujeres. Nada de todo esto sorprende, más aún si el realizador es un patán como Gary Ross. A fin de cuentas, los verdaderos cambios se verán cuando las mujeres tengan mayor participación en el guión y en la dirección de las películas, rubros que definen el hacer cinematográfico.
Ser slasher hoy El cine slasher, a este punto de las relecturas de sus obras (desde Halloween, la madre del género, hasta otras más discretas) ya no presenta aires de novedad, tan solo se percibe un aroma parecido a ello cuando se critican, de manera autoconsciente, los códigos en que se encabalgan esas películas. Hace dos décadas se estrenó Scream: Vigila quien llama, una película que a modo de metadiscurso construía los puntos narrativos y las recurrencias de este cine sobre un personaje habitualmente enmascarado (o con la cara cubierta) que perseguía con algún arma blanca a un grupo de adolescentes. Una década más tarde del film de Wes Craven apareció Los extraños de Bryan Bertino, un ejemplo indie de corte angustiante que aprovechaba los recursos del cine de encierro en una historia sobre una pareja aterrorizada por tres psicópatas enmascarados (dos mujeres y un hombre) que, sin una razón, buscaban entrar a su casa para matarlos. Pasó una década entre la obra de Bertino y su secuela Los extraños: Cacería nocturna; mucho tiempo si pensamos en la potabilidad de una franquicia a la vista de su estructura, especialmente por haber resultado un pequeño gran éxito. Podemos considerar LECN tanto una secuela como un reinicio de esta historia. Aquí, una familia debe mudarse temporariamente a un pequeño pueblo balneario (escenario habitual en el slasher) que se encuentra fuera de temporada, por lo tanto vacío y dispuesto convertirse en campo abierto para los asesinos. Como en el film anterior, el trasfondo de los personajes solo se elabora para darles una cierta dimensión a la hora de la supervivencia, momento en que el guión es dejado de lado como si fuera basura. LECN exhibe dos puntos fuertes. En primer lugar, el pueblo se erige como un laberinto por el que circulan remolques idénticos entre sí, dando una sensación de circularidad que asfixia a los personajes. También se advierte una estrategia algo kitsch en el uso de los colores pasteles, recurso que llega a su clímax en la mejor escena de la película, cuando dos personajes se enfrentan en una piscina al ritmo de Total Eclipse of The Heart de Bonnie Tyler. En segundo lugar tenemos una cierta legitimación, otorgada por la leyenda: “Basada en hechos reales”. Tal frase da rienda suelta a la tensión del verosímil de una narración, pues si lo que se nos muestra, en mayor o menor grado, sucedió realmente, entonces no queda otra que aceptarlo. No obstante, esa leyenda no siempre se ajusta a una verdad, sobre todo en los films del género que nos ocupa. Lo importante, en suma, es la impresión de la frase en la pantalla, como una suerte de inmunidad para aceptar el relato. Consciente de sus limitaciones, esta nueva entrega busca generar tensión. Su estrategia la ubica en una vereda opuesta al cine de terror más preocupado por asustar a partir de lo explícito y hasta pornográfico, un estilo que se prolongó hasta hace unos años y hoy parece extinto o limitado a los márgenes de las plataformas digitales. Un ejemplo de los intereses que definen las ideas de LECN se aprecia hacia el final, con un homenaje preciso a uno de los mejores planos de la carrera de John Carpenter (ya por esto merece ser disfrutado en una sala de cine). Amén de sus dificultades (en el guión, en algunas situaciones dramáticas, en un puñado de diálogos), esta secuela o remake dirigida por Johannes Roberts mantiene el espíritu original de causar miedo a través de la nobleza de la tensión y no de los golpes de efecto.
Comedia alla impersonale La comedia italiana actual pasa por un momento de agonía. El reciente éxito de Perfectos desconocidos (Perfetti sconosciutti, 2016) y de su remake española realizada por Alex de la Iglesia ilustran un descenso al impersonalismo más temido, despojándose la cinematografía italiana de ciertos rasgos propios de sus producciones de otra época. Desde el comienzo, Mujer y marido nos invita con la fórmula de pareja en crisis que necesitará de “algo más” para salvar el matrimonio, pero, al menos en esta presentación, existe una idea visual acompañada de un diálogo pronunciado por una terapeuta en el que metaforiza con un cuadro de doble lectura la actualidad de sus pacientes, quienes no tardan en exteriorizar sus miserias bajo un tono de comedia plagada de clichés que se nos irán agolpando en la pantalla. La historia no es más que una ligera variación de Un viernes alocado (1976), en la que dos personajes intercambian cuerpos y de esa manera pueden vivir la vida del otro. A diferencia de ese film, aquí los que pasan por ese proceso son marido y mujer en vez de madre e hija. Un experimento de transmisión cerebral de pensamientos de Andrea (Pierfranceso Favino), neurólogo e investigador, provoca que en una prueba con su mujer, Sofia (Kasia Smutniak), se efectúe un involuntario cambio de roles. Desde la designación de profesiones (ella es una presentadora de TV en un programa dirigido a un público femenino) hasta la caracterización de los dos intérpretes principales, la película surca todos los clichés posibles sobre lo que entiende acerca de cómo se comportan una mujer y un hombre. Avanzado el siglo XXI, todavía vemos en un film a una actriz hacer de hombre que camina con las piernas abiertas porque se le dificulta caminar con tacos o al revés, un actor que quiebra sus muñecas al gesticular porque interpreta a una mujer. Ni hablar de los pobres intentos de progresismo en el programa de TV, con debates superficiales disfrazados de profundos que se cierran con el pensamiento desarrollado del hombre en el cuerpo de la mujer, como si ella hubiera cubierto esa falencia con la voz masculina. Horror. Más allá de las vetustas líneas ideológicas, la gran falla de la película se halla en la pobre estrategia formal, que es la de quitarle cualquier arraigo posible porque todo sucede en una ciudad que podría ser Roma, Nueva York o Buenos Aires, da lo mismo. Mujer y marido podría ser una comedia de Hollywood, hasta tiene todo su soundtrack compuesto por canciones en inglés, porque no arroja ni una pista de su origen italiano más que por los diálogos, aunque un poco de malicia podría llevar a pensar que no es más que un doblaje. Las cajitas de los géneros son flexibles, permiten variaciones estilísticas, narrativas y hasta incluso algún atisbo de novedad. Es muy probable que en poco tiempo se realice (de hecho) una versión en inglés, en la que seguro solo cambiarán el idioma porque, como es sabido, las remakes de otras cinematografías en Hollywood las hacen porque no les gusta leer subtítulos.
Acción en Los Angeles La distribución del cine comercial pasa por un momento especial. Ciertas películas estrenadas en los últimos años, con una línea argumental destinada a un público adulto, aparecen como rarezas dentro de un panorama dominado por los superhéroes. En otros momentos, no obstante, constituían una oferta cotidiana de las salas de cine. Lo cierto también es que esas películas conservan un público (hoy en día más reducido) sencillamente porque están ancladas en la comodidad noble que proporcionan los géneros, y aquí el cine de acción se eleva como uno de los más populares. El Robo Perfecto pertenece a ese séquito marginal de historias pensadas para públicos de otras épocas. Tal afirmación no siempre implica algo positivo. Si bien no resulta suficiente con adscribir a un género, esta ópera prima de Christian Gudegast (guionista de Londres Bajo Fuego) hace esfuerzos necesarios por recuperar los mecanismos autorales, en este caso, del cine de robos (o heist movies, como les gusta etiquetar a los anglosajones). El comienzo augura lo peor. Un robo de madrugada a un camión blindado en pleno Los Angeles por parte de ladrones profesionales termina con varios oficiales abatidos que el director filma con poca inventiva y un exceso de duración en los tiroteos. La llegada de un equipo de crímenes mayores, liderado por un policía más parecido a un sindicalista argentino (Gerard Butler con unas libras de más), invita a revolver en la góndola de la cinefilia reciente para descubrir que las referencias a Fuego Contra Fuego (1995) no son azarosas. Con limitaciones de presupuesto y de recursos actorales, Gudegast trata de emular ese clásico moderno de Michael Mann al encuadrar algunos planos contemplativos con el uso del gran angular, colocar un leitmotiv basado en sintetizadores como el de Kronos Quartet, y también en la utilización de otras recurrencias narrativas, a saber, la del cazador cazado en las escenas de los delincuentes fotografiando a los policías que los persiguen. No faltan tampoco los encuentros entre los líderes de ambos bandos en circunstancias sociales; sin embargo, a diferencia de la célebre escena del bar entre Pacino y De Niro (cargada de diálogos para ilustrar un duelo verbal que luego devendría literal), aquí casi no hay diálogos, tan solo un juego de miradas que construyen una agradable tensión. Gudegast, como casi todos los guionistas devenidos en directores, exhibe limitaciones en el tratamiento visual de sus películas (¿será Paul Schrader la única excepción?). Tal falencia se cubre con un manto de verosímil bien tenso, al enmarañar la trama de un robo imposible que desemboca en una vuelta de tuerca débil, llena de agujeros dramáticos. Se observa, además, una escasa preocupación por los personajes, que en su mayoría son unidimensionales (solo el de Butler exhibe una subtrama familiar). Curioso: en los créditos figura Joel Cox (el brillante montajista de gran parte de la obra de Clint Eastwood), a quien sería muy tentador atribuirle el ritmo de esta película de 140 minutos. En otras palabras, el mérito para nada menor de no aburrir.
La historia sin fin La Segunda Guerra Mundial, para el cine, sigue siendo una fuente inagotable de historias, la mayoría de ellas desconocidas por casi todo el mundo. Más allá de los ejemplos más resonantes, reconstruidos en grandes películas, están aquellos episodios que superan la aberración porque exceden la ignorancia de los sucesos ya que entran en el terreno del ocultamiento y la negación. Desde ese descrédito nace El Testamento (ópera prima del ignoto Amichai Greenberg), un pseudo thriller sobre un historiador de Jerusalem que tiene apenas una semana para presentar evidencias suficientes, ante las autoridades austriacas, de una fosa masiva donde ocurrió una masacre de 200 judíos en marzo de 1945. El lugar es actualmente un campo con destino mega inmobiliario, ubicado en un pueblo austriaco. La pesquisa llevará al historiador a (re) encontrarse con su identidad tras descubrir un hecho sobre su madre, sobreviviente de la Shoá (Holocausto para el mundo occidental). En la comodidad de las estructuras genéricas reposa esta historia, cuyo arranque augura –en apariencia- una película “para el debate”, dejando de lado cualquier intento de presentarse sobre cimientos de esfuerzos cinematográficos. Este debut, sin embargo, halla en la retórica del policial su motor para progresar dramáticamente. Aparecen esos lugares comunes como el del detective –aquí en la piel de un historiador- que descuida su vida y la de su familia; e incluso, en pos de cumplir su objetivo, pone en riesgo su trabajo y el de sus compañeros. Hay una precisión -mucho más interesante aún que el usufructo de los géneros textuales- al sintetizar los testimonios recogidos, centrados en provocar una relación causa-efecto en el protagonista. Muy lejos, valga señalarlo, de la pretensión lacrimógena, sin duda tentadora por tratarse de sobrevivientes a la aberración más grande del siglo XX. El Testamento visibiliza y pone en relieve un hecho infame pero no se olvida del cine, genera tensión -a pesar de la accesibilidad para conocer los sucesos reales- y presenta al personaje más importante de la película en un fuera de campo, a través de un teléfono, lo que sugiere una estrategia de guión muy fresca, en especial por contrarrestar las formas de los otros testimonios realizados cara a cara. En la columna de la inexperiencia podemos ubicar el leve grosor de los personajes secundarios, llanos en el plan de rodear al protagonista. La historia es una vena abierta permanente, el presente continuo es la farsa y la representación es la manera de reflexionar, así sea sobre un período del cual se cree que existe unanimidad en el pensamiento porque como dice uno de los personajes, más de medio siglo después de sobrevivir al horror: “no dejaron de odiarnos al día siguiente de haber terminado la guerra”.
La ilusión del progreso El Futuro Llegó (2017) es un documental que viene a reflexionar sobre el progreso; como concepto, como forma de pensar la cotidianidad y como bandera ideológica. Tal premisa se apoya, de manera práctica -a modo de ejemplo- en la historia de la localidad de Ing. White, un puerto de ultramar fundamental para la Argentina ubicado a pocos kilómetros de Bahía Blanca. La reconstrucción de la historia de Ing. White, desde el punto de vista topográfico hasta su costado turístico, es funcional a una manera de pensar el presente. La incipiente Argentina, versión “granero del mundo”, forjó su fortaleza a partir de la avanzada tecnológica en el usufructo del ferrocarril, sin embargo manejado por los ingleses, quienes desarrollaron la potencialidad portuaria de la pequeña localidad de White. En los testimonios de diferentes actores autóctonos y otros foráneos pero igualmente interesados por la reconstrucción de la pequeña gran historia de este pueblo, se puede hilvanar un entramado potable en la búsqueda de otra reconstrucción, la del progreso en tanto concepto, asociado en primera instancia a un bienestar automático de una comunidad. Es muy frecuente que las historias de los pueblitos fundados a partir de un aprovechamiento natural (petróleo, estrategia geográfica, etc.) tengan los focos de atención como consecuencia de acontecimientos nefastos, ejemplo el caso de la localidad de Magdalena, que sufrió el encallamiento de un buque petrolero de Shell, lo que provocó el hundimiento económico y social de la comunidad. No es el caso de Ing. White, sufriente de una escalonada serie de situaciones provocadas por el llamado progreso y no de un suceso puntual. Las construcciones abandonadas son una huella de esa promesa de crecimiento, las cuales se asentaron para la creación de un polo industrial que hoy no existe pero que permanece en el día a día sin poder utilizarse ni destruir para otorgarse otro uso. Como lo cuentan un par de testimonios, la industria dejó sin chances a los locales de acceder a los balnearios: “Nosotros estamos rodeados de agua, pero tenemos que hacer varios kilómetros para ver el mar”. La ironía perversa del progreso, ese que promete mejorar la calidad de vida de todos provocó, en el caso de esta localidad, un daño irreparable a un bienestar al que no se accede mediante el dinero: el de una vista al mar, a lo inconmensurable brindado por la naturaleza. Hacía el último tramo la particularización se ajusta a una situación puntal, la de una explosión en una refinería en 2010, que dejó el saldo trágico de un muerto. Es así que El Futuro Llegó, deja ese sabor amargo pero también refuerza con su título, esa ironía sobre el progreso que, si bien, está planteada desde lo conceptual en términos reflexivos, la práctica y los hechos vívidos por Ing. White demuestran que la apariencia de bienestar colectivo no es más que una mera ilusión, o peor, una estrategia de venta.
Reportero del infierno El Mensajero (2017) es un documental que recorta la vida de Robert Cox, periodista británico y otrora director del Buenos Aires Herald, en los primeros tres años de la última dictadura militar argentina. Cox, quien llegó al país en 1969, pasó de ser redactor a dirigir el periódico, que si bien se imprimía y distribuía en Buenos Aires, el enfoque estaba circunscripto a los asuntos de la Corona Británica sin ocuparse de los sucesos y acontecimientos que se desarrollaban en Argentina. Bajo su dirección, el Herald se ocupó de la realidad violenta que vivía el país durante la década de 1970, cuyo quiebre en marzo de 1976 se produjo con el golpe de estado por parte de la junta militar liderada por Jorge Rafael Videla. El documental del australiano Jayson McNamara es una nueva perspectiva para abordar la década más sangrienta de la historia reciente argentina, desde la mirada periodística y su costado asistencialista para otorgarle voz a aquellos que clamaban por respuestas justísimas a preguntas como: “¿Dónde están nuestros hijos?”. La vida de Cox, que se asomaba en los primeros minutos del relato como el vector de la película, se acomoda a un lado para dar lugar a la labor concentrada entre 1976 y 1979, año en el que debe abandonar el país ante la amenaza inminente de la Junta Militar y de los Montoneros. Si bien el periódico gozaba de cierta libertad -involuntaria por tratarse de una publicación en inglés-, la orden de los dictadores era que no se escribieran sobre los “actos de gobierno” que implicaban la desaparición forzada de personas. Las Madres de Plaza de Mayo encontraron en el Herald un canal de expresión y de difusión sobre la realidad ocultada del país. El documental no santifica por completo la labor de Cox sino que expone también su costado polémico acerca de sus ideas iniciales sobre el Golpe de Estado que, rápidamente, desvaneció de su imaginario cuasi idealista sobre una posible pacificación, que acabaría con la guerrilla y la violencia social. También es cierto que el racconto sobre el mandato familiar del británico en la milicia se adosa como un parche de justificación, un segmento personal que no vuelve a repetirse. El correlato familiar se disipa en el relato como la esperanza de Cox y el nuevo gobierno de facto. El raro material de archivo que muestra, por ejemplo, a un policía bailando en el medio de la calle junto a varios civiles en la previa de la final del Mundial 78 evidencia la demencia de esos años, que además funciona en varios pasajes como ilustración de una época. Hacia el final, la figura del protagonista se cuela en la góndola del homenaje; la construcción de un personaje fundamental para el periodismo en un período de peligro permanente pero con las contradicciones y grises también necesarios para entender lo sucedido.
La poética del caos ordenado Los detractores de Lucrecia Martel suelen esgrimir su argumento de descontento desde la ausencia de argumento, al menos en los términos más canónicos. Tal idea no solo es falsa, sino que reduce una posible discusión a la existencia de un único componente para dejar de lado el resto de los aspectos del lenguaje cinematográfico. Una nueva demostración de que la imagen, el sonido y el montaje -por nombrar solo tres elementos- quedan obturados por la historia. Sin embargo, Zama (2017) es una transposición de una novela, de Antonio Di Benedetto, lo cual presupone que un texto fuente literario impondría condiciones en su pasaje al cine. No es el caso porque Martel se apropia del material literario para, una vez más, confeccionar su poética ontológica que se establece en el sonido. La imagen tiene un arsenal de palabras para su descripción mientras que el sonido es el margen de la referencia, limitado a la mención de los diálogos, los efectos y la música. En cierta manera la directora, desde La Ciénaga (2001), parece surfear esta precariedad para describir y hasta narrar desde una configuración sonora. En Zama, el esfuerzo por una codificación sonora se presenta desde un barroquismo que invita al desglose de planos, que lejos está de ser parte de una estrategia basada exclusivamente en el virtuosismo porque la directora comprende que el uso de sonido no está circunscripto a la recolección y reproducción naturalista ni tampoco a un poderío mecánico. Martel invita a adentrarse a un mundo de percepciones musicales en la cadencia de los diálogos y en los ruidos penetrantes. El sonido -a diferencia de una puesta lumínica- se propaga, se amplifica, se difumina y se dispersa porque no está anquilosado o plantado en un espacio y es así que en la puesta sonora hay tramas y cruces que se bifurcan, en la búsqueda de una construcción poética que parta de la planificación de un aspecto (re) negado por el propio lenguaje. De la misma forma en que la luz es ilusión, la directora sabe perfectamente que la percepción sonora puede ser engañada y es ahí donde juega, en las fronteras de sonidos naturalistas, reales y tecnológicos, creados en posproducción. Una llama que entra a un casa; se escuchan sus pasos, sus movimientos torpes de un lado a otro, esta descripción es la de un segundo plano en la escena, la cual tiene su centro en el protagonista: Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), un notario español de poca monta a fines del siglo XVIII que espera su traslado del Chaco a Buenos Aires. En la escena mencionada, el gobernador le informa que deberá esperar, aún más. El ensamble de los dos planos visuales conforma, lo que podría denominarse, el caos ordenado. Incluso en esa idea de desprolijidad la directora mantiene las formas de un cuidado estético en un contexto opuesto de apropiadores de la tierra y de falsos defensores de un status quo, preocupados, por ejemplo, por un bandido llamado Vicuña Porto que se cuela en forma de fantasma en los relatos sobre robos, saqueos y otros crímenes que desvelan a los representantes de la Corona. En la segunda mitad, la maldita espera o el deseo proyectado y desmesurado de Diego de Zama se quiebra, como así también la disrupción de Martel en términos narrativos porque conceptualmente el sonido “sucio” y la imagen se potencian para dar paso a la segunda mitad de la película presentada como una fase de ensueño para el protagonista, convertido en un deambulador. La transposición (o traducción, como le gusta llamar a Martel) de Zama es en definitiva una apropiación de la esencia literaria para tender un puente poético de formalidades que se tejen sobre el manto narrativo que dispara la espera, en lo inconmensurable del tiempo. Un paralelismo posible que se podría trazar entre este gris subordinado y la década que se ha tomado Lucrecia Martel para presentar una nueva obra, claro que la diferencia está en la perdurabilidad que tendrá esta película con destino de clásico inoxidable en comparación con el patético protagonista.
La formalidad como eclipse La Poética de la Fragilidad (2017) es un proyecto minimalista (en apariencia), pero ambicioso al mismo tiempo, ya que no solo comprende una película sino también un libro. Ambos poseen una misma materia prima: una serie de testimonios sobre la condición humana bajo un manto semántico críptico, menos opaco en algunos que otros. Desde Nora Cortiñas (parte fundamental de la línea fundadora de las Madres de Plaza de Mayo) hasta la activista Angela Davis aportan momentos, los cuales son retratados a partir de una estrategia de cierto intento de transcendencia retórica por los encuadres, los fundidos encadenados, la profundidad de campo y otros recursos, presentados aquí como ornamentaciones. Las palabras son un accesorio, un acompañamiento al experimento audiovisual, que prima por sobre otros aspectos. El mecanismo de caleidoscopio nunca logra encastrar en la narración, ni mucho menos en el espíritu de presentar a la fragilidad como parte de la condición humana. Es así que uno de los testimonios (el más ficcional), en el que Cherrie Moraga habla sobre un hombre moribundo, se lo presenta en un largo plano fijo frontal, en total contraposición al concepto retórico de los directores porque pareciera aquí sí priorizar la palabra por sobre las ideas acerca de la representación de la imagen. El proyecto no solo se nutre de testimonios orales sino también de un par de performances, como si fuera una amplificación de las palabras en el cuerpo. Nicolas Grandi y Lata Mandi presentan este trabajo como una “videocotemplación”; es decir, una suerte de experimentación audiovisual, sostenido en la profusión de los rasgos formales pero que eclipsa una idea temática desesperada por colarse: la fragilidad y la condición humana, específicamente sobre ciertas preconcepciones acerca de lo primero incorporado en lo segundo. La comunión entre los rasgos retóricos y los temáticos deja una distorsión abrumadora subsumida en un barroquismo atrapante. La Poética de la Fragilidad es un ensayo tamizado sobre una idea multidimensional dentro de un cerco visual de poder desbordado.