¡Malkovich, Malkovich, Malkovich! En los cuatro jueves de diciembre, en la cartelera porteña, suelen aparecer estrenos muy postergados por la máxima urgencia, el caso de la maravillosa Sully: Hazaña en el Hudson (Sully, 2016), de Clint Eatswood, pero también aparecen otros muy inesperados, como es Casanova Variations, del austríaco Michael Sturminger, una película del 2014. Una nueva versión de Historias de mi Vida, de Giacomo Casanova, parece no tener lugar en una transposición cinematográfica más que por la pretensión de romper estructuras propias de los lenguajes, mezclar la no ficción con la ficción y poner de cuerpo presente al protagonista interpretándose a sí mismo. John Malkovich es en la película John Malkovich y también Giacomo Casanova; el primero aparece nervioso antes de salir a escena a interpretar al segundo en el Teatro Nacional de San Carlos de Lisboa. Hay una tercera variación, y es la de una película de ficción que se mezcla con la interpretación en el famoso teatro lusitano y con el detrás de bambalinas, en las que el actor de Hollywood se cruza con fanáticos, con alguna actriz que le enseña técnicas de respiración para cantar mejor en escena y con una amiga que le cuestiona la calidad de su performance. Las tres variaciones, a pesar de estar bien delimitadas, se unen en el caos de un relato difuso porque las tramas que circundan la dramaturgia solo son ruedas de auxilio, las cuales surgen para apagar el tedio, que en teoría, resulta la duración de las piezas operísticas. La exacerbada sobreactuación de Malkovich para vociferar sus diálogos es lo único que se destaca, más bien por su disonante registro en comparación a los demás intérpretes. El barro de las variaciones opaca los argumentos paralelos para darle el lugar principal a la ficción, quizá lo menos interesante de todo el asunto porque Sturminger resuelve, en términos transpositivos, de una manera conservadora, dejándole el camino allanado al ego de un John Malkovich desatado, en un final en el que se confunden las variaciones. Alcanzada tal instancia las voluntades poco importan en el resultado final, cuando se superponen el actor y el personaje, una especie de reedición pretenciosa y erguida de la escena deforme del restaurant en ¿Quiéres ser John Malkovich? (Being John Malkovich, 1999) cuando el actor entraba en su propio subconsciente.
Tom Cruise solo contra todos Jack Reacher es un héroe de estos tiempos en el cine porque congrega en su perfil muchas de las características del hombre que es arrastrado por su pasado, del cual debe desempolvar sus habilidades para hacer un bien altruista. La particularidad de la primera entrega de Reacher, sobre una saga de novelas de Lee Child, era la de priorizar el suspenso por sobre la acción, que no necesariamente quedaba relegada sino que de la mano de un danzarín Tom Cruise tenía sus dosis justas, especialmente en las peleas cuerpo a cuerpo. Esta entrega mantiene la sustancia de una historia en la que el protagonista se ve inmerso en un entramado de conspiraciones para mantener a flote el negocio de unos pocos con el fin de ganar millones. Reacher vuelve a la base militar en la que desarrolló su carrera militar para conocer a la Mayor Turner (Cobie Smulders), con quien trabajó desbaratando pequeñas redes de tráfico de ilegales. Este encuentro se ve frustrado por el arresto de la militar, acusándola de traición a la patria por el asesinato de dos de sus súbditos en Afganistán, mientras investigaban unas operaciones sobre tráfico de armas del ejército. Reacher no podrá evitar entrometerse en el caso, como no puede hacerlo con cada injusticia que presencia. La sustitución de Edward Zwick –El Último Samurai (The Last Samurai, 2003)- por Christopher McQuarrie detrás de cámara es la principal causa de que este Jack Reacher sea un caos de proporciones magnánimas, en el que se destaca la inexplicable subhistoria de una paternidad de Reacher como correlato de la trama principal. La bifurcación en el guión tiene una sola lógica estructural y es la de sumarle un peso emocional a un héroe frío, casi unidimensional; pero este agregado no resulta refrescante sino que, de manera opuesta, se empastan las dos historias, más aún por lo enrevesado de una posible paternidad que nunca se anuda firmemente con la conspiración para matar a Turner y a Reacher. La posible hija, adolescente, del protagonista es más bien un problema, para los personajes y también para la película, que nunca termina de hallarle un espacio; es un falso impulso de la historia, la cual parece admitir sus propias limitaciones para narrar con sorpresas, con giros que la primera parte utilizaba como una de sus dos grandes cualidades. La otra virtud era la presencia de Cruise, que sí persiste pero que su más de medio siglo de edad se evidencia extrañamente porque en sus últimas películas -por ejemplo, Misión Imposible: Nación Fantasma (Mission: Impossible – Rogue Nation, 2015) se exhibía aún en gran forma. Más allá de una fatiga ligera, Cruise sigue siendo un maestro del manejo del cuerpo, de autoconciencia de su poder físico en articulación con la cámara de cine. El esfuerzo de Cruise (quien parece luchar solo contra toda esta producción) no es suficiente para tapar todos los baches narrativos, suplir la escasez de suspenso ni mucho menos escaparle a la mediocre dirección de Zwick (autolimitado a seguir al protagonista), sin el vuelo que McQuarrie expuso en la primera película. Un director que usaba la acción para un final espectacular dentro de un escenario abierto, de sorpresas, en una verdadera batalla de un ejército de un hombre solo contra todos. Jack Reacher: Sin Regreso (Jack Reacher: Never Go Back, 2016) es una película que vergonzosamente dispara miles de balas a ciegas, tratando de darle al blanco sin sutilezas bajo una dinámica de aceleración narcótica vectorizada hacia una sola dirección, el de los films de acción anodinos.
Un héroe sin mascara Definitivamente ya es una tendencia de estos tiempos, la de los héroes de acción que salen de las sombras por un acto altruista contra enemigos tangibles de un poder superior. Si en Jack Reacher (2012) el vector del protagonista era cumplir su palabra, en El Contador (The Accountant, 2016) el combustible es la necesidad de darle un punto final a los cabos sueltos. Pero la diferencia con todos los otros individuos de ese estilo es que Ben Affleck aquí es un autista, de afección moderada con capacidad productiva, criado por su padre militar bajo una educación basada en la defensa personal, la cual se combina con su talento para los cálculos matemáticos. Dentro de esta descripción del personaje hay que sumarle a su necesidad imperiosa de terminar los “trabajos”, ya sean sumas y restas o blancos a eliminar, porque este hombre se dedica a manejarles la contabilidad a delincuentes poderosos. En esta falencia se halla el desarrollo del conflicto de una película esforzada por mantener el suspenso, construir asertivamente el perfil del protagonista y desplegar una acción demoledora en dosis justas. Ben Affleck aprovecha su personaje de lobo solitario, capaz de arrasar contra un grupo de mercenarios y de huir sin dejar rastros. La oración anterior se podría haber encontrado en un texto sobre Batman vs. Superman: El Origen de la Justica (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016), la película en la que el actor interpretaba a Bruce Wayne / Batman. La diferencia entre ese film y este del director Gavin O’Connor -responsable de las aceptables Código de Familia (Pride and Glory, 2008) y Jane Got a Gun (2016), no estrenada-, se establece en las sutilezas y en los detalles, en la estrategia fotográfica y en el manejo de los tiempos. En ambas películas, las subhistorias florecían casi como plagas, pero en El Contador la estructura del guión enhebra a todos los personajes sin dejarlos salir de un círculo que gira sobre el personaje principal. La historia está vertebrada entre un drama de superación personal y un suspenso que se desenreda lentamente, en especial para los tiempos del blockbuster actual. La acción es la tercera en discordia porque aparece como un cuchillo bien filoso para partir la historia en dos. Allí es cuando se tensan los límites del verosímil que el director logra tenderles un velo gracias a su pericia en la confección de ciertas secuencias, especialmente las escenas de la granja, en las que además se aprecia un humor necesario, aliviador después de semejante despliegue de adrenalina. El perímetro trazado por los secundarios de J.K. Simmons (gran desarrollo de personaje), Jeffrey Tambor, John Lithgow y el villano compuesto por Jon Bernthal es fundamental para la motorización de una película ambiciosa, pomposa y audaz por bordear la banquina sin temor a perder público por mostrarse más cercana a un thriller de hace dos décadas que a un desenfreno de efectos basado en un material publicado previamente en otro soporte, con probado éxito. Como se mencionó al comienzo, los héroes solitarios sin máscaras y con objetivos minimalistas (en comparación a los súperheroes que pretenden salvar al mundo) ya son una fuerza mancomunada, no solo para defender causas perdidas de antemano sino también para aquellos sedientos de películas de otra época.
Una historia (extra) ordinaria para un hombre ordinario Roberto (o Robert, como le gusta que lo llamen) nos cuenta al inicio su propia historia para una película, la cual termina en tragedia, pero en la dimensión de lo cotidiano -este joven de ascendencia asiática- trabaja como casero en una mansión de una ex miss Argentina y, esporádicamente, como extra de publicidades. De manera azarosa conoce a Laura, una aspirante a modelo recién llegada de San Clemente. Así es como los mundos de Robert -el de los sueños y el de la realidad- se cruzan ante la posibilidad de ponerse de novio por primera vez. El guión (que lleva la firma de Bonomo, Giralt y Villegas) traza el contorno de las estructuras sobre películas románticas, aunque esquiva los clichés y los reemplaza por la particularidad de un actor que no actúa sino que parece interpretarse a sí mismo; es el caso del hombre ordinario viviendo una situación ordinaria para la mayoría, pero extraordinaria para él. El concepto del perdedor, más que como tendencia, ya comienza a transformarse en una comodidad para narrar. Sin embargo el encanto de Robert despeja la idea de una película clásica sobre “chico conoce chica” que no tiene más que una fórmula para ofrecer. La estrategia visual por momentos se asemeja al de una publicidad del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, porque en ciertos íconos porteños la cámara está más preocupada por el espacio que por los personajes, los cuales simplemente se desplazan de izquierda a derecha y viceversa. En este tipo de películas, otro de los engranajes que deben estar aceitados es el de los personajes secundarios, esos que colaboran con la causa del héroe romántico; aquí aparece Rigo, un amigo de Robert que es el que le consigue el trabajo de casero, pero también el que arroja algunas pastillas, en forma de consejos, para el inexperto galán en su intento de consumar el noviazgo con Laura. Lamentablemente las apariciones de Rigo son escasas. Está claro que Bonomo sabe de los límites de su historia, de su personaje y del conflicto, por eso acelera los tiempos para resolver la trama, y lo hace de la manera en que Robert puede resolver el final de su propia película, esa con la que comienza el relato pero que en el medio reordena de acuerdo a su propia experiencia con Laura. Miss es ordinaria, pequeña y disfrutable.
Los silentes. Los Ausentes es la primera película de Luciana Piantanida pero no su primera experiencia en el cine (fue coguionista del thriller Mala de Adrián Caetano, por ejemplo). Como sucede con otros primerizos en la dirección, aquí aparecen ciertos vicios de pretensiones que operan a modo de catarsis. La historia, ambientada en un pueblito del interior profundo de la provincia de Buenos Aires, presenta cuatro personajes: una pareja que regentea una pequeña cantina cuya relación pende de un hilo, un forastero que busca desesperadamente a su mujer, y un hombre que vuelve al pueblo luego de un accidente que lo dejó inconsciente durante un buen tiempo. La propuesta de Piantanida es redundante en acentuar largos tiempos muertos en los que la única comunicación entre los personajes es gestual (especialmente la de la pareja), paradójicamente los mejores diálogos son esos silencios porque cuando las palabras aparecen poco tienen para sumar ya que se hacen presentes sólo para superar un letargo de incomodidad. Jimena Anganuzzi es la columna vertebral de la película, su personaje es el nexo entre los personajes y es el que carga con los momentos dramáticos más intensos dentro de una historia maniobrada por los climas, las atmósferas y, principalmente, por lo no dicho. En la estrategia cíclica hay un descuido por la inmensidad del espacio. Ese pueblo cuasi fantasmagórico -que nunca se adosa a los hechos ni a los personajes- es simplemente un lugar donde se desarrollan las situaciones, ni siquiera hay un juego lúdico con el contracampo, concepto que se materializa tibiamente en algunos pasajes a partir de un tratamiento sonoro focalizado en realzar los silencios de los personajes. La preocupación de esta ópera prima oscila entre las pesadillas acechantes que sufren los personajes y la circularidad visual, que falla como concepto con vistas a construir un relato sobre las pérdidas, enfatizando qué pueden hacer los presentes para “completar” lo desaparecido, el peor de los miedos.
Doble moral. En el cine de hoy (ni hablar de las series) hay una obligación de aparecer yuxtapuesto al cine del pasado, quizá sea una acción inconsciente en el hacer que libera la carga nostálgica o una forma intrínseca de conectar con un público que también vive en un estado de buceo hacia un consumo anterior. Es decir, es el viejo camino de la doble articulación entre la producción y el reconocimiento el que provoca este direccionamiento a -en el mejor de los casos- reinventar lo inventado (por supuesto que la falta de ideas de Hollywood expande este fenómeno de la nostalgia). La diferencia en la utilización de esta recurrencia actual la hacen los autores, o al menos, los directores que tienen una perspectiva retórica menos industrial (el caso de Ryan Coogler con Creed, otro producto reciente del cine nostálgico). Todd Phillips tiene, al menos en la teoría, una visión que pretende escaparle a la media por dos motivos: en primer lugar Amigos de Armas tiene la materia prima para convertirse en una Scarface del siglo XXI pero las referencias a la mítica película de Brian De Palma operan en modo de cultura pop, en un discurso propio que se enuncia para pintar el fresco de una época, la de la invasión a Irak durante las dos presidencias de George W. Bush. El otro motivo es incorporar sus propios elementos, más asociados a la comedia americana de los últimos años pero especialmente a una manera de representar el ascenso/ descenso/ redención vinculada al cine de Scorsese. Amigos de Armas no es una película sobre el tráfico de armas, ni tampoco es del todo una descripción del sistema de licitaciones de armas que implementó el gobierno de Estados Unidos para cubrir la alta demanda durante la invasión a Irak, porque el direccionamiento de Phillips tiene su mira puesta en la relación entre sus dos personajes principales: David (Miles Teller) y Efraim (Jonah Hill). El primero es un clásico marginado del sistema que busca dar en el clavo a través de negocios poco potables, el segundo es un hábil rastreador de vacíos legales, aprovechando esa falencia en las licitaciones para hacerse de las “migas” que los grandes vendedores de armas ignoran. La traición, la desconfianza y la fachada para lograr objetivos egoístas motorizan la historia, así como le sucedía a Tony Montana en Scarface, por eso se comprende la sustitución del film de De Palma por El Señor de la Guerra (la película de 2005 que el Efraim de la vida real citaba continuamente). Phillips prioriza el vínculo de un marginado por el sistema (a priori el hombre de buenas intenciones) y un hábil rastreador de huecos legales y manipulador, sin ignorar por completo el contexto de la invasión a Irak. En la mirada sobre las relaciones humanas hay también, siguiendo el concepto de reconvertir ideas, una remodelación del “sueño americano”, cuya principal característica es la de lograrlo bajo una dinámica más frenética. El guión es otro de los grandes méritos de Amigos de Armas porque parece ser consciente de qué elementos tomar de la historia real y qué otros producir para generar la clásica “licencia dramática”, además de ser funcional al ritmo que Phillips pretende brindarle al relato, el cual avanza in crescendo. El puñado de apariciones de Bradley Cooper contornea a un personaje que aparece (y desaparece) como un nexo para el logro de ese sueño de David y Efraim, el de hacerse con la licitación más grande de toda la guerra. Sin embargo, la fortaleza de este personaje oscuro está en el fuera de campo, en la ausencia. El director, para presentar a este ser sombrío, vuelve a Las Vegas (recordemos que Phillips es el mismo de la trilogía ¿Qué Pasó Ayer?) pero su representación de “la ciudad del pecado” aquí es lúgubre porque reposa su cámara en los rincones de los casinos, en esos espacios en los que los traficantes más ricos, sofisticados y mejores vistos por el público general se muestran para ofrecer legalmente sus mercancías y servicios en pos de saciar la demanda armamentista. La secuencia en la convención de armas tiene una construcción visual similar a la de un documental o a la de un informe periodístico. En la escena final, Phillips tira de un golpe amargo la posibilidad de una redención para abrir la puerta de la ambigüedad en los protagonistas, una marca trazada invisiblemente a lo largo de toda la historia.
Villanos ultrapop. Escuadrón Suicida asomaba como el contracampo conceptual del cine de superhéroes, es decir, prometía usar la subjetiva de los villanos para motorizar la historia en vez de ubicar en ese rol a los superhéroes de los últimos tiempos. Lejos de romper con esa recurrencia, la nueva película de David Ayer (Reyes de la Calle) y de la factoría DC, plantea una estructura narrativa en la que los malos se calzan la misma ropa que sus contrincantes y bajo el mismo objetivo de salvar al mundo. La anarquía presentada en los muchísimos trailers y spots queda en la superficie de una pose, en estereotipos caricaturescos sin desarrollo. Harley Quinn (Margot Robbie), Deadshot (Will Smith) y otros delincuentes bien peligrosos -confinados a cárceles secretas- son forzados a formar un escuadrón, al que se recurrirá en caso de seguridad nacional (mundial según la visión de Estados Unidos) ante una amenaza “metahumana”. Por supuesto que esa amenaza se materializa para que veamos a este séquito en acción. Precisamente, la película solo exhibe la idea de ir de una secuencia de acción a otra, pasando por transiciones explicativas, para colmo de las peores: las que intentan justificar el porqué de los rasgos villanescos en los personajes, incluso hay un redoble de apuesta cuando aparece un flashforward de cada villano viviendo como personas normales. Harley Quinn era a priori el personaje más esperado; su condición salvaje y desalmada queda en pequeños destellos porque el desarrollo de su perfil es propio de un corte publicitario que se esfuerza más por ofrecer un atuendo, un arma (el bate) y un par de gestos sugestivos que por abrir la compuerta de la locura y del bicho raro, un tema que solo se esboza en un par de diálogos: ni siquiera hay espacio para el humor o la ironía en su perfil, su performance paradójicamente resulta ser unidimensional. La representación de la locura tampoco es una cuota que propone esta versión del Guasón (interpretado por Jared Leto) porque su construcción tiene un perfil de gánster sofisticado y nada de aquel agente del caos, rasgo definido por los cómics antes que por el film de Christopher Nolan. Incluso su presencia dentro de la trama empantana la historia principal, en primer lugar con los flashbacks (otra vez) explicativos sobre el origen de su chica Harley Quinn, y en segundo lugar, en tiempo presente del relato, por su objetivo de rescatarla. En ambos pasajes la locomotora descarrilla, atentando contra la premisa de mantener -a partir de una sensación de movimiento incesante- la acción efectista siempre en alto. Ni siquiera la violencia, vendida también en los trailers, emerge para solventar la ausencia de características desarrolladas de estos malos, los cuales quedan estampados en un estilo pop, cuasi manierista en la superposición de colores, una idea contrapuesta a la de un conservadurismo narrativo que relata una historia repetida en este subgénero, con pocos matices para particularizar y un notorio exceso de manos en la edición, el golpe certero de un pastiche que no cumple con las expectativas de transgredir los mandamientos del cine de superhéroes y que termina acentuándolos mediante la construcción de una carátula colorinche.
¿Dónde estás, Negro? son dos documentales en uno, o más bien uno que acobija a otro. La primera parte homenajea al ventrílocuo más famoso: Ricardo Gamero, más conocido como Chasman, el hombre que popularizó, en las décadas del 80 y del 90, una vocación muy particular, la de ventrílocuo, es decir la de darle voz (y vida) a un muñeco. En este primer capítulo del documental de Alejandro Maly se ofrecen testimonios de personajes que interactuaron no solo con Chasman sino con Chirolita (su famoso muñeco). Este dúo fue todo un ícono del humor popular, principalmente en los programas de TV nacionales (por ejemplo, Finalísima), que buscaban emular los grandes shows de varieté estadounidenses. Sin caer en la redundancia cíclica de anécdotas, este trabajo también permite explorar, en la segunda mitad, algunas franjas oscuras sobre la comicidad y el detrás de la puesta en escena. En esta segunda parte hay una dedicación especial al legado de Chasman y Chirolita en las generaciones actuales de ventrílocuos, y en los diferentes casos de nuevos valores -algunos más profesionales, otros más amateurs- en esto de darle alma a un simple “dummy” de madera. Estamos ante un film nostálgico, conmovedor y estructurado con el ensueño de un cuento maravilloso.
Para los niños del cine clásico. Desde hace al menos una década, la obra de Roald Dahl empezó a utilizarse nuevamente como materia prima en el séptimo arte, entre las diferentes transposiciones se encuentra la nueva versión de Charlie y la Fábrica de Chocolate (2005), El Fantástico Sr. Fox (2009), esta última en formato stop motion, y algunas otras. De la misma manera que los directores de aquellos films, Steven Spielberg toma del cuento de Dahl la premisa y el espíritu autoral del inglés para luego incorporarle los rasgos que lo definen. El Buen Amigo Gigante (The BFG, 2016) es una historia apropiada para el universo spielbergiano porque trata sobre seres solitarios, dejados al margen. Por lo que no es casual que la encargada de la transposición sea Melissa Mathison, la guionista de E.T. El Extraterrestre, una película con la que El Buen Amigo Gigante guarda muchas similitudes temáticas. Sophie es una huérfana noctámbula que despierta cuando en el orfanato todos duermen y que sigue las reglas de un cuento. Cuando una de ellas se rompe aparece un gigante que la rapta, llevándola hasta la Tierra de los Gigantes. BFG, un personaje de 10 metros que vive “desde que tiene memoria”, rápidamente simpatizará con Sophie porque entre ambos hay más rasgos en común que diferencias. La gran virtud de Spielberg está en narrar esta historia utilizando una dinámica que hoy podría entenderse como aletargada o cansina, sin los efectismos formales usados como parches de un guión, especialmente por nutrir la película -casi de manera exclusiva- con la relación entre Sophie y BFG, y es ahí donde radica la fortaleza de la propuesta. La película, al tener un núcleo basado en un vínculo que se construye a partir del encadenamiento de situaciones, poco necesita de una acción hiperbólica. Es así que las pocas secuencias de acción surgen para romper la sensación de falsa teatralidad y poco ayudan a resolver el conflicto de la historia. Hacia el final, el encuentro de ambos personajes con la Reina Isabel provee momentos de una comicidad casi inexistente en el cine de Spielberg (recordemos la fallida 1941), a su vez la esencia del género está omnipresente en BFG, un personaje que tiene una especie de vocabulario propio (una razón más para ver esta película en un cine con una copia subtitulada). Spielberg regresa al relato infantil más clásico, a ese mundo que conoce muy bien sobre la soledad en la niñez, ensamblado a un modo de narrar que hoy está disminuido. Por eso no es de extrañar que todo su equipo técnico pertenezca a su núcleo duro, desde su editor Michael Kahn hasta John Williams, que regresa luego de haber dejado su lugar a Thomas Newman en la brillante Puente de Espías, el film anterior del director. Tal como ha sucedido con otras transposiciones de textos de Dahl al cine, aquí estamos en presencia de un cuento dirigido a los niños que, por sus elementos formales y narrativos, tiene más posibilidades de ser asimilado por un público más adulto, mejor dicho entrenado en el relato clásico de los cuentos cinematográficos infantiles.
Los vestidos como arma. Pasaron dieciocho años desde la última película de Jocelyn Moorhouse como directora, en el medio produjo y escribió algunas películas de su esposo, P.J. Hogan, el mismo de El Casamiento de Muriel (1994). Desde 1983 a la fecha solo dirigió cinco películas, probablemente su mejor film sea La Prueba (1991); también pasó por las manos de Steven Spielberg, quien le produjo Amores que Nunca se Olvidan (1995), una suerte de película existencial veraniega que incluía a un séquito de actrices de varias generaciones (Winona Ryder, Anne Bancroft, Jean Simmons, Ellen Burstyn, etc.). Ese elenco no es una excepción en su cine sino que más bien se encuadra dentro una preocupación que ha puesto de manifiesto siempre en sus historias, se puede decir que su tema predilecto es “cómo las mujeres se las ingenian para ocupar un lugar en un mundo dominado por hombres”. El Poder de la Moda es un compendio de los intereses desarrollados en otros films de la realizadora, pero es también una gran caja china de géneros: hay western, thriller, comedia, melodrama y hasta una atmósfera de terror en una serie de flashbacks bien sombríos desde la fotografía de Donald McAlpine (Depredador), los cuales narran en cuentagotas el porqué de la ausencia de Myrtle/ Tilly (Kate Winslet) tras un episodio confuso en torno a la muerte de un niño. Su regreso en 1951 (dos décadas más tarde) a Dungatar, en Australia, la reencuentra con el corazón de un pueblo resentido que destila odio hacia ella y también hacia su madre, Molly (interpretada por la notable Judy Davis). Tilly ya no es Myrtle, la niñita polvorienta y miedosa que fue desterrada, sino una suerte de embajadora después de haber estudiado en las capitales de la moda. Pronto las mujeres del pueblo la buscarán para elevar su clase a partir de la confección de vestidos de “haute couture”. La transposición de la novela de Rosalie Ham (uno de los coguionistas es el propio Hogan) resulta despareja por su discurrir en varios géneros y tonos, pero su mayor debilidad está en la partición de la reconstrucción de un hecho particular y una posterior revancha que parece desatarse más por un acontecimiento (o golpe bajo del guión) que por el descubrimiento de la verdad acerca de los sucesos ocurridos veinte años atrás. El mayor mérito de esta vuelta de Moorhouse está -nuevamente- en su elenco, dentro del cual habría que mencionar también a Hugo Weaving como un oficial de policía que esconde bajo su uniforme su homosexualidad. Tan solo la brillante interpretación de Davis -la única que parece manejarse a gusto con los registros de grotesco, drama y comedia casi en simultáneo- se destaca como valiosa, lo cual prueba que a veces una película fallida puede ser disfrutable al menos por un solo rasgo.