Reivindicación de la nueva masculinidad En plena reivindicación de la nueva masculinidad, o de una nueva imagen del hombre en el siglo XXI, una historia de un padre que trata de sacar adelante su casa con dos hijos varones, sin ninguna mujer, era en principio bienvenida. La vida de Joe da un vuelco cuando su bella y adorada esposa se enferma de cáncer y muere dejándolo solo con un hijo de 6 años. El es un periodista deportivo inglés que se liberado de su familia en su gris y lluvioso país para irse a una siempre soleada Australia, tras esa joven amazona de quien se enamoró y a la que embarazó. Tras su muerte, Joe no está dispuesto a dejar que ninguna mujer se introduzca en la casa y lucha por criar solo a ese chico. El film está basado en la historia real del periodista Simon Carr, y lo dirige Scott Hicks, el mismo de la sobrevalorada Claroscuro (Shine). Como en esta última, despliega un arsenal de obviedades y golpes bajos, sobre todo en su primera parte. Cuando el hijo mayor de Joe decide ir a visitarlos, la cosa se pone un poco más interesante. Es rescatable la claridad de Joe para no caer en ninguna de las maniobras de las mujeres bien intencionadas que tiene a su alrededor -su suegra, una posible novia- y no claudica en su decisión de hacerse cargo de su casa y su familia. La ley del padre aquí es que no haya leyes, y que a los hijos hay que darles libertad -el lema de la casa es “sólo di que sí”- aunque eso signifique el caos o a veces exponerlos al peligro, algo que Joe prefiere pasar por alto. Pero no hay que temer porque -para colmo- el fantasma de su mujer se empecina en aparecer en todo momento para darle consejos, que Joe sigue aplicadamente. Clive Owen sostiene con su habitual profesionalismo una historia débil, qure por sí sola no podría salir adelante. Después de haberlo visto últimamente en películas de acción o intriga como Duplicidad, Niños del hombre o Agente internacional parecía ajeno a este registro cercano al melodrama y, sin embargo, logra darle una carnadura realista que resulta lo más logrado del film. A su lado, un debutante George MacKay convence en su lugar de adolescente en conflicto con sus padres, buscando su lugar en el mundo. Pero poco profundiza el film en temas dolorosos que hacen a la relación familiar: la orfandad, la pérdida del ser querido, la necesidad del afecto paterno. Para apreciar las relaciones en una familia de hombres, y un mejor cine, basta recomendar la mexicana Alamar, vista y premiada en el último BAFICI.
Una gran actriz para un film menor En su consultorio, la ginecóloga Catherine Stewart (Julianne Moore) le explica secamente a una paciente, quien no ha experimentado un orgasmo en su vida: “el orgasmo es sólo una contracción muscular, producida por la manipulación del clítoris.” A eso parece haberse reducido la sexualidad con su marido. En plena crisis de los 50, las actividades profesionales, el ascenso económico y la rutina cotidiana ha distanciado a una pareja que tuvo sus momentos de pasión, ahora dormida. Sin embargo, ella sospecha que su esposo encuentra sucedáneos entre sus alumnas, y para comprobarlo arriesga una jugada perversa: contrata a una joven y atractiva prostituta para que lo seduzca bajo la identidad de una estudiante, y la tenga informada de cada encuentro, cada gesto y acto sexual entre ambos. Chloe es una profesional, y nunca olvidará quién es su cliente: ella es un intermediario, pero logra establecer entre ambas mujeres una comunicación erótica que por la palabra, por el contacto, despierta en Catherine sus deseos dormidos, y la lleva a conocer aspectos desconocidos, alternativos de su propia sexualidad. Como a toda persona sumamente controladora como es la protagonista, la situación que ha creado se le va de las manos, como era de prever. Las consecuencias se tornan predecibles, por no hablar de algunos giros algo inverosímiles, como cuando se cargan las tintas involucrando a toda a familia en el juego erótico. Y el remate de la escena final es francamente un disparate. Chloe es una remake de Nathalie X (2003), film de Anne Fontaine más sutil, más ambiguo que éste. En su momento lamenté cómo en el largometraje francés todo estaba demasiado calculado, fríamente calibrado. Lo mismo puede decirse de esta puesta del canadiense Atom Egoyan, quien crea un mundo cool en una Toronto for export, presentada como un producto donde cada lugar de novísima arquitectura reluce junto a la nieve. En aquel film, el trío estaba interpretado por actores de absoluto prestigio: Fanny Ardant, Émmanuelle Béart y Gérard Depardieu. Aquí, los intérpretes no son menores: Julianne Moore, como siempre, extraordinaria en su concepción de la mujer que quiere tener todo bajo su control, y se atreve a hermosos desnudos. Ya en sendos melodramas de Todd Haynes, Moore había encarnado a señoras burguesas en plena crisis personal: en la excelente A salvo / Safe extremaba la insatisfacción hasta la psicosis, y en la no menor Lejos del Paraíso se atrevía a otro amor prohibido. Amanda Seyfried sale airosa en el rol de Chloe, tan sexy como peligroso, y Liam Neeson un poco fuera de lugar, parece preguntarse cómo ha ido a parar a este melodrama erótico. Se lo ve más cómodo en otro estreno del mes, Cinco minutos de gloria, con un personaje noble más a la medida de los que suele encarnar. Es patético el momento en que el profesor de música viaja a Nueva York ¡para enseñar a un público académico el aria Mille tre de Don Giovanni!, sobre sus múltiples conquistas: una escena tan obvia que da vergüenza ajena (sobre la desdibujada actuación de Neeson, recordemos que durante la filmación de Chloe su esposa Natasha Richardson murió en un accidente, lo que alteró el plan de rodaje y, seguramente, su participación.) Si en el film francés abundaban los espejos -tópico del melodrama, que alude a la identificación, la proyección y la duplicidad, también presente aquí, en el canadiense todo se ve a través de grandes ventanales: el vidrio impide el secreto, permite que la protagonista tenga todo -familia, pacientes- ante su vista. Atom Egoyan sigue sin lograr una gran obra. Son las actuaciones de las dos mujeres, las bien filmadas escenas sexuales, lo mejor de una película que decae por tortuosos giros de guión.
Una experiencia hipnótica Tras la apertura con impactantes imágenes del oleaje marino, este peculiar documental lanza una pregunta: ¿Qué es el océano? Se equivoca el espectador si espera que este film responda al interrogante. En cambio, tendrá poco más de 90 minutos de extraordinarias imágenes acuáticas y de infinidad de especies animales que habitan los mares. Información, ninguna. Nunca se menciona un solo nombre de los peces y pájaros bellamente fotografiados, ni se informa cuál es el océano que se está mostrando, ni cuando se pasa sin advertirlo, de uno a otro; tan sólo a la hora de los créditos sabremos que este film de presupuesto varias veces millonario fue realizado en los mares de todos los continentes. Mucho menos espere el público conocer algo sobre corrientes marinas, ni sobre las mareas, o incluso tener alguna muestra de la riquísima flora marítima. No es éste un documental de información, sino que se ha optado por ofrecer una hermosa exhibición visual, acompañada de una sobresaturada banda musical, con el agregado de algunos efectos sonoros, que nada tienen que ver con el silencio del fondo del mar, tan impresionante, tan único. Imágenes que muestran las variadas especies, mostradas de modo que llegan a producir un efecto hipnótico, en tomas que juegan hábilmente con formas, tamaños y colores de las distintas especies ictícolas. Ocasionalmente, una voz irrumpe entre la música, la mayoría de las veces para decir lo obvio, lo visible, como cuando informa que en el mar se producen carreras y competencias, mientras un hábil y ágil montaje imprime velocidad a impactantes tomas de una cacería de peces por parte de las aves desde el aire y de peces mayores desde la profundidad, o se advierte sobre el peligro de la contaminación, mientras se muestra una corriente de plásticos no degradables y un gran pez nada alrededor de un carro de supermercado, anclado en el fondo marino. También se habla de encuentros armoniosos, durante un bello plano en que hombre y tiburón nada juntos a la par, acompasadamente. Es curioso: tanto los afiches de promoción de la película como la gacetilla de prensa abundan en información de la cual el film carece, y no apelan a su mayor valor: la extraordinaria fotografía. Se utilizó un arsenal de equipos técnicos sofisticados para lograr impresionantes tomas de los barcos sacudidos por un feroz océano en medio de la tormenta, o de las masacres de animales que llevan a cabo los pescadores, o las más plácidas, que muestran los desplazamientos de las diversas especies en los distintos mares del mundo, sin ninguna relación orgánica entre sí, pero de una belleza única. De todas maneras, se trata de un film valioso, que merecía tener un guión. Y verlo en momentos en que se está produciendo la mayor catástrofe de contaminación marina causada por el hombre, agrega un plus a la experiencia cinematográfica.
Inocencia interrumpida Otra vez el tema de los hijos abandonados, que viéramos en Nadie sabe, de Kore-eda Hirokazu. Dos niñas asombrosamente naturales, de menos de siete años, deben aprender a afrontar una vida que no ha de resultarles dulce, cuando parte su madre. Filmada con extrema delicadeza por la coreana So Yong Kim, cuya In Between Days fuera ganadora del BAFICI 2007, la historia subraya el protagonismo de las niñas con una cámara cercana que las toma casi siempre en primer plano, dejando a los mayores fuera de cuadro. De la gran ciudad y la escuela al barrio con una tía muy poco esmerada, y de allí al campo, donde la abuela les da una ternura desconocida, las chicas recorren el camino del crecimiento mediante la adaptación al cambio.
El pasado muy próximo La historia argentina encierra innumerables películas. Bien lo sabe Héctor Olivera, quien ha dedicado varios opus de su filmografía a evocar y recrear episodios memorables: La Patagonia rebelde, La noche de los lápices, y otras más. Y la historia del mural que pintó David Alfaro Siqueiros en la quinta de Natalio Botana, con la trama de relaciones que se tejió en torno a él, bien merecía su largometraje. La nueva creación de Olivera se anunciaba como una superproducción histórica, con un amplio elenco estelar y, después de la fallida Ay, Juancito como pintura del peronismo, estábamos un poco atemorizados. Una prevención que el crítico debería ignorar, pero que a veces se impone. Hay que hacerle justicia: este último film trae una excelente reconstrucción de una época muy polémica, cuando el fascismo se hacía fuerte en la Argentina y las Fuerzas Armadas y la oligarquía trabajaban mancomunadas en la construcción de un país ignorante de la democracia. A estas tierras llega en 1933 el marxista Siqueiros, ya famoso como uno de los muralistas mexicanos que, con Gabriel Orozco y Diego Rivera, pusieron su arte al servicio de las causas sociales. Mal podía ser recibido en esa sociedad, donde lo más progresista eran la ideas feministas que Victoria Ocampo proclamaba en su quinta de San Isidro ante señoras paquetas en pro de reeducar al varón. La recreación de época es uno de los puntos más altos del film. Olivera nace en esa década; por su edad y por sus relaciones sociales y profesionales, bien puede haber conocido directa o indirectamente historias de esos personajes, y su versión de los hechos resulta muy ajustada y respetuosa. Los escenarios también fueron recreados sabiamente: la redacción del diario Crítica en estudios y para la ambientación de la quinta Los Granados de Don Torcuato -hoy demolida- eligió una estancia bellísima localizada cerca de Azul, que comparte con aquella el estilo español mudéjar y da un marco apropiado para ambientar la vida de fasto de uno de los personajes más poderosos del país en su momento. “Los presidentes pasan y nosotros quedamos”, dice Botana a su hijo en un retrato muy gráfico -y muy actual- del lugar de los medios en la sociedad. Hay algunas licencias -cuesta creerse el desfile con fotos de Hitler y Mussolini y banderas nazis- concebidas con un fin didáctico, para mostrar las ideologías imperantes. El otro logro es el de las actuaciones, muchas de ellas excelentes: Luis Machín interpreta con notable naturalidad a Botana en toda su omnipotencia, y Bruno Bichir es un vívido Siqueiros, que vibra con sus ideas. El muy joven Camilo Cuello Vitale sale airoso en un difícil papel como el hijo mayor y heredero del imperio, y Ana Celentano está impecable, como siempre, en el personaje tan dramático de Salvadora Medina Onrubia, la mujer del magnate. En cambio, no resulta acertada la construcción de los personajes y la manera de plantear las situaciones, y esto debilita el film. Si bien estos elementos son fieles, resultan demasiado estructurados, demasiado esquemáticos, tanto que bordean la caricatura. Por supuesto, debió hacerse un recorte de los hechos, y éste no siempre resulta acertado. Los personajes no tienen matices: la musa Blanca Luz Brum sólo está para seducir a cuanto hombre poderoso se le presente, sea Botana o Pablo Neruda, incluso su obra poética está banalizada, y Carla Peterson no aporta otras facetas al personaje. El retrato de Salvadora es lamentablemente pobre, presentada como una loca apasionada y drogadicta, sin considerar sus talentos: el importante papel que cumplió ella también en el diario Crítica, su tarea como activa feminista, o su obra literaria. En la larga lista de personajes aparecen también los ayudantes del pintor: unos jóvenes Castagnino, Berni y Spilimbergo, quienes no llegan a decir una palabra. Muy declamatoria, con frases altisonantes, la película cae en el vicio del cine argentino de verbalizar lo que ya está dicho en la imagen. Las contradicciones propias del momento también son gruesas: Salvadora acude a la manifestación obrera en su Rolls Royce con chofer, y allí salva por igual a anarquistas y policías... para incorporarlos a su servidumbre. Las escenas de sexo, por otro lado, parecen subrayar el aspecto salvaje que subyace bajo la pátina de elegancia. En el BAFICI 2006, el jurado de la FIPRESCI -que me tocó integrar- dio su premio a Los próximos pasados, documental de Lorena Muñoz que investigaba el destino que había corrido el mural de Siqueiros, fraccionado y encerrado en un contenedor durante años de litigios judiciales, hasta que en estos días vuelve a ser expuesto gracias a su rescate y restauración, promovidos en parte por el documental. El mismo no ahondaba en la gestación y elaboración de la obra, ni en las pasiones que se desarrollaban a su alrededor. El film de Olivera es la contracara de aquel trabajo: cuenta todo lo que había quedado afuera. Pero se permite un paneo muy similar al de Los próximos pasados por todo el mural, en verdad una reconstrucción, porque el original restaurado aún no está expuesto. La gruesa escena final anuncia la degradación que sufriría esa original pieza de arte.
Deseo y decepción Este film de Karin Albou, muy premiado en Francia, pasó fugazmente, casi inadvertido, durante el festival de Cine Judío en 2006; se estrena con cierto retraso, tal vez debido a que ahora la directora ya es un poco más conocida en la Argentina por La canción de las novias, un film posterior y algo inferior a éste. Albou realiza sus películas alrededor de la problemática de la mujer judía y la relación entre árabes y judíos, con sobria sensibilidad. El suburbio de París donde transcurre la acción es llamado La Petite Jérusalem a causa de la enorme cantidad de judíos que allí habitan. Las protagonistas son dos hermanas de una familia ortodoxa que viven sendas situaciones traumáticas. Como en su film posterior, aquí también la directora se vale de la dialéctica entre dos personajes casi opuestos. La menor, Laura (Fanny Valette), lucha por emanciparse de una familia cerrada en sí misma y en la religión, abrevando en los filósofos occidentales, notoriamente en Kant. De él toma la idea del cumplimiento de la ley para ser libre, y la sujeción a ciertos rituales, como la caminata, para construir una coraza que la proteja de sus propias pasiones. Ella experimenta una crisis cuando se siente atraída por un vecino argelino y musulmán, cuya familia también está sujeta a dogmas rígidos. La mayor, Matilde (Elsa Zylberstein), es una creyente devota atada a las normas de la Torah que interpreta erróneamente, ejerciendo una autorrepresión sexual que pone en peligro su matrimonio con un hombre a la vez religioso y deseante. El tema de fondo es la libertad individual y el conflicto entre la fe y la razón, y entre la ley y el deseo, que cada hermana afronta con temor y confusión pero también con valentía, en una suerte de proceso iniciático. Laura ha abierto una línea de fuga en esa familia ortodoxa al estudiar filosofía, y también Matilde recibe las enseñanzas de una mujer más experimentada que le permiten acceder al placer. Karin Albou desarrolla estas crisis de vida y de creencias espirituales e intelectuales con sumo respeto por cada uno de los personajes, entre quienes se diferencia la madre viuda, una matriarca de origen tunecino y sumamente supersticiosa. Con sensualidad se apoya en el peso y fuerte presencia de los cuerpos, que son los que carnalizan esas tensiones, pero aborda también otros temas, como las dificultades económicas, el antisemitismo y el conflicto siempre abierto entre los dos pueblos, que también divide a la verdadera Jerusalén.
Una vida de película Una vez más, agradecemos a las distribuidoras independientes su compromiso y valentía para estrenar esa clase de películas tan poco convencionales como excelentes. La directora belga Agnès Varda tampoco se ajusta a la imagen tradicional de una mujer de 80 años. Con plena vitalidad y lucidez, realizó una autobiografía muy particular, con la creatividad y espíritu de aventura con los cuales siempre desarrolló su cine. Varda dice que si algún paisaje o geografía la representa, elige las playas para hablar de sí misma: el mar como memoria, evocador del origen y de la vida, que siempre recomienza. Ella se involucra directamente en ese viaje al pasado, recreando situaciones de su historia a lo largo de casi una centuria. Las playas de Agnès son las playas del norte de Bélgica donde transcurrió su infancia, las del Mediterráneo en Sète donde filmó su primera película, La pointe courte, y las de California donde vivió unos años con el amor de su vida, su marido y colega Jacques Demy. Varda nos propone entrar en una “reverie”, una situación imaginaria y de ensueño, en la cual ficcionaliza situaciones y escenas de su vida, combinándolas con rescates de imágenes de sus films, fotografías, escenas en la actualidad, a veces con la compañía de Jane Birkin. Evocar su vida implica recorrer la historia de la cultura europea a lo largo del siglo XX. Desde las clases de Gaston Bachelard, sus inicios como fotógrafa y su admirado recuerdo de Jean Vilar, pasando por su participación en la Nouvelle Vague junto a Alain Resnais, que ofició de montajista en su primer film, a Jean-Luc Godard, bajo cuyo influjo realizó Cléo de 5 a 7, o junto a Demy, cuyas películas también son evocadas. Es curioso ver actores famosos en su juventud, como Philippe Noiret en su debut, o un jovencísimo y ya iracundo Gérard Depardieu, o a la bellísima Catherine Deneuve. La directora desborda aún hoy una notable energía cuando evoca sus luchas por los principios feministas y pacifistas, cuando recorre las playas cuajadas de espejos duplicadores de la imagen, cuando muestra el amor por su familia y por sus películas. La melancolía también está siempre presente, ya porque casi todos sus evocados han muerto -y muy notablemente, se siente el peso de la ausencia de Demy, en 1990-, ya por el caracter testamentario del relato. En sus extraordinarios films-ensayo Los espigadores y la espigadora, y Cinévardaphoto, Varda ya se había valido de la primera persona en el documental, de los deslizamientos entre realidad y ficción y de los cruces temporales como recursos que aquí explora al extremo, construyendo su bricolage -o puzzle, como dice ella- sobre las formas de la memoria. Y se vale para hacerlo de las muchas posibilidades que brinda el cine. El surrealismo sobrevuela el film, tanto en la recreación de escenas -s muy graciosa la oficina de producción que monta en las calles de Montmartre como si fuera una playa- como en la puesta en escena de los amantes de Magritte o la recreación de los gatos de Chris Marker. En fin, se trata de un recorrido riquísimo donde nunca falta el humor, con un ventarrón de vitalidad de parte de una veterana que todavía tiene mucho para decir.
Con las mejores intenciones “Paco fuma paco” es la frase tan obvia como significativa que explica el título del film. Francisco (Tomás Fonzi) es el hijo de una importante senadora, y la policía lo ha hallado en estado de sobredosis, involucrado en la explosión de una cocina de paco en una villa, hecho durante el cual murieron varios delincuentes y un niño del lugar. La madre se niega a aceptar su culpabilidad y, para evitar un procesamiento -que perjudicaría su carrera política-, logra incorporarlo a un exclusivo centro de rehabilitación. Sin embargo, el film no cuenta sólo la historia de Francisco, sino de quienes con él también inician un tratamiento de recuperación de diferentes dolencias. La narración comienza en montaje alterno con una serie de flashbacks que presentan a cada uno de los pacientes: dos nenes de una familia paqueta que los ignora, la hija algo psicótica de una travesti, la de una familia “muy normal”, la de un padre ex alcohólico que adora a su hija adicta, una pareja violenta y un muchacho de condición cultural inferior al resto. Todos ellos practicarán una terapia que de una u otra manera promueve el encuentro consigo mismo y la reinserción social, más o menos limpios de traumas y adicciones. Como en todo film coral, adquiere mucho peso el trabajo de tantos intérpretes y es éste el mayor mérito de la película: una precisa dirección de actores obtiene lo mejor de un elenco en el cual se destacan, entre otros, Sofía Gala Castiglione, Willy Lemos y Juan Palomino. Incluso las dos divas, Norma Aleandro como la directora del centro y Esther Goris como la senadora, están contenidas al nivel de sus compañeros de trabajo. La escena de discusión entre ambos directores es uno de los momentos más altos del film. La película combina una estética del feísmo para las escenas en flashback, de tono agresivo, filmadas con fotografía sobreexpuesta y a un ritmo febril, con la intención de mostrar el submundo morboso donde los pacientes han tocado fondo, y cambia de tono, de luminosidad y de ritmo en las escenas del centro de rehabilitación, presentado como lugar de transmutación. Precisamente, el problema del film radica en su pertinaz corrección política. Si bien los coordinadores del centro están presentados como personas imperfectas, que también cargan con sus debilidades y fallos, el film no cesa de bajar líneas sobre las conductas de todos y cada uno de los personajes. Algo similar sucedía ya en Un buda, la opera prima de su director, aunque Paco es un producto mucho más logrado. En la declaración de principios de la productora –Zazen- se expresa la intención de hacer un cine que refleje y manifieste valores. Pero justamente, cuando el film se pone didáctico y solemne, aleccionador sobre el flagelo del paco, o sobre la física cuántica, o sobre conceptos religiosos, o sobre la “iluminación” que experimenta Francisco, el ritmo decae y el interés divaga, afectando la tensión dramática. No parece aleatoria la elección de Rafecas de reservar para sí mismo el personaje del fiscal, un ser íntegro que apela al inexorable cumplimiento de la ley. Me permito imaginarlo en la vida real familiar del juez Daniel Rafecas -quien figura entre los agradecimientos-, personaje notorio en la justicia argentina por su investigación de hechos ilegales llevados a cabo por funcionarios del pasado y del presente. Incluso Nelson Castro -un periodista muy apoyado en los mensajes morales- tiene un cameo haciendo de sí mismo. Pero en cine, se sabe, las buenas intenciones no son suficientes.
Las cosas del querer Doris Dörrie pertenece a la generación de directores alemanes anterior a la escuela de Berlín, que está dando a conocer tan buen cine recientemente. Recuerdo cuando vi por primera vez una película suya, Nadie me quiere, encantadora comedia romántica que mezclaba los amores no convencionales con el fantástico más delirante. Sentí que estaba frente a una inteligente observadora de la psicología humana que realizaba un cine que destilaba felicidad. Después vi su opera prima, En medio del corazón, una impiadosa mirada hacia los hombres sometedores, vampiros de la mujer. En ambos films, como en ¿Soy linda?, Dörrie se revelaba como una aguda estudiosa del género femenino, aunque también fue de capaz de explorar el masculino en Hombres e Sabiduría garantizada. En esta última mostró su progresivo interés por Japón y el budismo, que resultaba clave para salvar a dos hermanos del hundimiento anímico después de sendos fracasos matrimoniales. También en Japón transcurre la más reciente Las flores del cerezo, en la que sigue indagando en las relaciones entre hombres y mujeres. Tal vez al éxito de ese film se deba el estreno de El pescador y su mujer, que es anterior. Este film de 2005 es un relato tradicional que elaboraron los hermanos Grimm: narra la historia de un pescador que captura un pez, que era en realidad un príncipe encantado. Su esposa tiene una ambición sin límites y le pide a ese pez mágico que le otorgue sucesivas viviendas cada vez más lujosas y encumbradas posiciones de poder. Ya vendrá el castigo ejemplar. Dörrie le agrega otro relato fantástico: una pareja casada dejó de amarse después de tres años y fueron transformados en peces. Ellos son los narradores de la historia. Sólo podrán volver a su condición original si encuentran otro hombre y mujer que sigan amándose después de tres años de estar juntos. La pareja en suerte es una muy simpática: ella, diseñadora de telas y ropa, él, veterinario ictícola, se dedica a buscar ejemplares raros para un coleccionista. Se conocen en Japón, donde ambos han ido en trabajar, e inmediatamente se casan con ceremonia nipona y todo. Por supuesto, se actualiza la historia de Grimm: de regreso en Munich, gracias a los peces ella puede desarrollar una línea de ropa y diseño muy exitosa mientras él cuida a su bebé; se enriquecen, surgen los problemas conyugales y el desencuentro, sobre todo a causa de la desaforada ambición de ella frente a la actitud pasiva de él. Una vez más, Dörrie indaga sobre las relaciones interpersonales y la fragilidad del amor, aunque sin llega a la profundidad ni a la sutileza de films anteriores. Avanza también en una crítica hacia la ambición desmedida y la falta de solidaridad de los poderosos. Hay varios rostros de films anteriores: además de la encantadora actriz rumano-germana Alexandra Maria Lara (quien actuó en su Nackt, no estrenada aquí, y también en La caída y El lector), están Elmar Wepper (Las flores del cerezo) y Gustav-Peter Woehler (Sabiduría garantizada). Una comedia menor y ligera en la filmografía de Dörrie, pero con un despliegue visual muy exuberante y atractivo, debido en gran parte a la ropa colorida y original, inspirada en los peces japoneses koi, así como una variada banda de sonido muy pop -están los Talking Heads, entre muchos otros-, cuyas letras van acompañando la acción.
El sentimiento de los otros Agnès Jaoui y su marido y coguionista Jean-Pierre Bacri ya han realizado juntos tres películas que siguen la tradición de la comedia francesa costumbrista, en las que suelen plantear situaciones de relaciones cruzadas en red, con mucho diálogo y fino humor francés, donde nunca está ausente el artista y alguna temporada en el campo. En este caso -el más liviano de sus tres opus- se instalan lejos de París, en el sur provenzal, donde está la casa materna de las hermanas Florence y Agathe Villanova (Jaoui), una feminista exitosa que ha decidido retirarse allí por unos días, antes de entrar en la política. Hace años que trabaja en la familia, como mujer para todo servicio, la argelina Mimouna, cuyo hijo Karim convence a Agathe de acceder a una larga entrevista para un documental sobre mujeres famosas, en colaboración con un respetado cineasta (Bacri). Todo lo cual se complica un poco porque nadie sabe que éste vive un romance con Florence, víctima de un matrimonio sin amor. Por uno u otro motivo, la filmación sufre sucesivos inconvenientes y lo mismo ocurre con las relaciones entre los variados personajes. Háblame de la lluvia resulta una comedia amable que, a diferencia de los films anteriores, no decide profundizar en ningún tema en particular sino plantear unos cuantos que tienen que ver con las relaciones interpersonales, tratados con un humor exquisito, mordaz, pero muy delicado: los vínculos familiares, los prejuicios y la discriminación racial, el lugar del feminismo en un mundo machista, la relación entre clases sociales, entre el pueblo y los políticos, entre maestro y discípulo, entre víctima y victimario. Temas que ya estaban planteados en El gusto de los otros. Lo más interesante resulta aquí la falta de certezas o reaseguros, la vulnerabilidad que muestran todos y cada uno de los personajes, a quienes Jaoui trata con mucho respeto. La fidelidad e indecisión de cada uno hacia su/s pareja/s, las dudas de Agathe ante el nuevo rumbo que dará a su vida, la cuestión de género, de autoridad, en fin, todas las jerarquías quedarán subvertidas. Con mucho de melancolía y una permanente sensación de pérdida o conformismo, todo tiene que ver más con la lluvia y el mal tiempo que les toca ese verano que con un sol radiante. Jaoui es una excelente directora de actores: Jamel Debbouze, quien ya se había destacado en Días de gloria y Amélie, se roba buena parte del film con su Karim en busca de reivindicaciones; pero también es reveladora la actuación de la no profesional Mimouna Hadji, y Bacri siempre está bien, en un rol bastante ridiculizado que suena a autoparodia. La directora también permite que cada escena respire y progrese en su propio tiempo, mediante un sabio uso de los planos secuencia. Esta experimentada guionista, actriz y directora, que ha colaborado en los guiones de las películas de Alain Resnais, es también música -aspecto que ya desplegó en Como una imagen- y aquí brinda una banda sonora tan variada como exquisita, que va desde Haendel y Schubert hasta Georges Brassens.