Control de calidad La extraordinaria Margherita Buy es el principal argumento que tiene este film dirigido por la hija del gran Ugo Tognazzi. En oportunidad de la reciente Semana del Cine Italiano vi varias películas que abordan el tema de las mujeres maduras y en soledad. Irene, la protagonista de Viajo sola -Margherita Buy, quizás hoy la mejor actriz de ese país- pasa muy poco tiempo en su casa: trabaja como “el pasajero misterioso”, aquel que llega a los hoteles de cinco estrellas o de súper lujo como una huésped más, pero que en verdad está allí para hacer una auditoría secreta. Durante unos pocos días observa cómo el hotel responde -o no- a un protocolo de normas férreas: servicio de bienvenida, presentación de la habitación, atención al pasajero en todos los ámbitos, higiene, olores, sentido del confort y hasta la temperatura de la comida. Un trabajo que la lleva a viajar por todo el mundo y podría parecer glamoroso, pero que en realidad encubre una profunda soledad. La directora Maria Sole Tognazzi -hija de Ugo- logra lo mejor de su film gracias a la actuación de Buy, siempre en cámara y totalmente convincente. Es una pena que la historia evite ir más allá en los otros frentes de la protagonista, que se presentan cuando vuelve a su hogar: su amistad -o algo más- con su ex pareja (Stefano Accorsi), la relación con su hermana, la aceptación de las características de sus viajes, donde los encuentros siempre se frustran, la vicariedad de esa vida. En suma, un debate entre libertad e independencia vs. soledad. Irene tiene un encuentro que parece tan revelador como iniciático con una sexóloga inglesa (la estupenda Lesley Manville, actriz de Mike Leigh y de la serie River), que la lleva a replantear su vida. Puesta a examinar su propio protocolo, esos temas de su existencia emergen a la superficie, pero allí quedan, sin progresión ni giro evolutivo, en un rechazo a profundizar un tema muy actual de la mujer contemporánea. Tangencialmente, se presentan otras mujeres con problemas, sin que la historia se comprometa tampoco con ellas. Eso sí: asistimos a un despliegue fotográfico de espectaculares hoteles y locaciones alrededor del mundo, en un auténtico viaje cinco estrellas.
Meryl, cada día canta peor (mejor) El veterano director de Ropa limpia, negocios sucios, Relaciones peligrosas, Alta fidelidad, La Reina y Philomena reconstruye (de la mano del despliegue histriónico de Meryl Streep) la historia real de la mecenas y "cantante" Florence Foster Jenkins en la Nueva York de las décadas de 1930 y 1940. Una comedia que apuesta a la farsa con resultados correctos, en la línea de la reciente aproximación al mismo personaje que el francés Xavier Giannoli había concretado en Marguerite. Basada en la vida real de Florence Foster Jenkins, una mecenas artística en la Nueva York de las décadas de 1930 y 1940, Florence, la "mejor" peor de todas es una buena ocasión para reflexionar sobre el poder de la música y el poder del dinero. Sobre la primera, sin duda es la música quien mantiene activa y vital a esa mujer con cierta edad y muy precaria salud (en el cuerpo de Meryl Streep), quien dedica la fortuna heredada a difundir expresiones clásicas por medio de su club privado, organizando recitales y conciertos. Todos regados de buena comida, bebida y regalos. Siendo ella una soprano de coloratura, también se anima a dar recitales, que un marido abnegado y bondadoso (el manierista Hugh Grant, aquí más calmado) ampara y protege desde su planificación, pasando por controlar la entrada sólo a los amigos incondicionales, e impidiendo el acceso a quienes pudieran emitir juicios adversos hacia esa mujer que de buena cantante no tiene nada, sino al contrario. Él mismo ha sido un actor mediocre y su mujer, sin saberlo, ha replicado su gesto: ocultar las reseñas que hayan podido serle adversas. Su dinero le ha servido para que una corte de amigos e interesados seguidores le hicieran creer que está dotada de buena voz, y es su dinero también el que le ha permitido grabar discos y fantasear con una carrera artística. Pero todo cuidado por mantenerla en ambiente privado que la proteja de la crítica sucumbe cuando Florence decide dar –gracias una vez más a su dinero- un recital en el Carnegie Hall, nada menos. El film no disimula su intención farsesca. Al ridículo de las performances de esa cantante desafinada se suman su vestuario, tan exótico como abigarrado, la obsecuente conducta de sus amigos, el carácter de las actuaciones. La película busca la risa pero también se ríe de sí misma. Sigue en gran medida el punto de vista del pianista y partenaire de Florence, Cosmé McMoon, interpretado por Simon Helberg, un gran comediante. Tan gracioso como sus empleadores, McMoon toma inmediata conciencia del incómodo lugar en que lo deja su rol, que amenaza con ridiculizar y arruinar en consecuencia su carrera profesional. Pero ¿cómo negarse a un sueldo suculento y a tocar en el Carnegie Hall? Acepta las reglas del juego y deviene un colaborador del marido en sus aventuras matrimoniales, y de las otras. Filmada en Inglaterra, la reconstrucción de la Nueva York de época en estudios y por computadora es estupenda. Igual que su personaje, la actriz Meryl Streep no conoce descanso. A su interpretación de Margaret Thatcher, de la Miranda de El Diablo viste a la moda, agrega esta de Florence a la galería de mujeres poderosas, decididas a hacer su voluntad aunque el mundo les sea adverso. Las performances de la real Florence han merecido un film anterior, Marguerite, de Xavier Giannoli, un musical en Londres y videos que pueden escucharse en YouTube para evaluar los aullidos con que ataca sus coloraturas. Stephen Frears le dedica un retrato realizado con cariño, buscando en todo momento la diversión del espectador en una pelíula menor y de puro entretenimiento denro de su prolífica filmografía. Aquí todos los personajes son nobles, planos, sin matices, estereotipados: ella en primer lugar, ingenua en el uso de su poder; el marido, leal y devoto chevalier servant aunque mantenga una vida paralela; el fiel pianista, e incluso el crítico que no se deja corromper por un puñado de dólares. Como el personaje, este film no es para jóvenes irreverentes sino para aquellos incondicionales seguidores de Meryl.
Comedia francesa… a la italiana Lograda remake de Le prénom (El nombre) por parte de Archibugi. La obra de teatro Le prénom (El nombre), de Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière, ha tenido un sonoro éxito. Además de representarse en Francia y en Buenos Aires, ya tiene dos versiones cinematográficas: El nombre (2012), dirigida por los propios autores, y ahora esta remake de Francesca Archibugi que la traslada al contexto italiano. Más allá de parecidos y diferencias, la obra mantiene su interés por plantear una variedad de temas arquetípicos referidos al simbolismo del nombre, la familia y la amistad, sin que pesen demasiado las características o sensibilidades peculiares de cada país, más allá de ciertas referencias locales como al excelente vino Sassicaia, o a la música de Lucio Dalla. Cinco personas se reúnen a cenar en casa de una pareja en crisis, ella (la excelente Valeria Golino) hermana de otro de los comensales (Alessandro Gassman, hijo de Vittorio), que pronto va a ser padre, su esposa y un amigo común. Todos se conocen de casi toda la vida y, mientras comen, conversan y discuten, el pasado vendrá una y otra vez en forma de flashbacks, alternando presente y pasado, madurez y juventud, cinismo y frescura, interior y exterior, con distintos tratamientos cromáticos. Con todo lo cual se atempera el carácter teatral del film, que evita así caer en espacios claustrofóbicos. La conversación pondrá de relieve diversos problemas y prejuicios sobre el valor de los nombres, la relación matrimonial, el menosprecio a la mujer por parte de los pseudo progresistas que se resisten a dejar su machismo, la literatura, la política italiana, la homosexualidad, etc. En este sentido, constituye un logro el personaje de la cuñada (Micaela Ramazzotti), una mujer de otro ámbito, más marginal, social e intelectual, que se revela de un nivel humano superior al de los intelectuales pequeño-burgueses. Si el film francés ponía el acento en la comicidad de diálogos y situaciones, el italiano se apoya en el dramatismo de los mismos. En suma, una lograda remake, aunque siempre queda la pregunta sobre el sentido de las mismas. ¿O es que pesa tanto el nacionalismo?
Mentiras impiadosas Tras la reciente El tesoro, llega a la cartelera argentina otro exponente del siempre sorprendente y provocador nuevo cine rumano. El cine rumano parece una fuente inagotable de frutos delicioso y maduros, muestras de la realidad de la vida cotidiana en una sociedad en constante evolución. Siempre con un pie en la vida de hombres y mujeres no demasido excepcionales, sus directores nos conmueven con historias veraces y profundas, de un humanismo que lo acercan a una realidad universal (personalmente, debo también al cine de ese país el acercamiento a amigos entrañables y la posibilidad de haber disfrutado del Festival de Transilvania.) Con obras que acaban de ser premiadas en el Festival de Cannes, ahora celebramos el segundo estreno del año en Argentina: antes fue El tesoro, de Corneliu Porumboiu, ahora es el turno de El vecino, de Radu Muntean. El vecino enfoca en el quehacer de Matei Patrascu, un hombre común, buen padre de familia, quien sale cada mañana a caminar con su perro, y a transpirar, ya que no puede dejar la cerveza o atenerse a una dieta. Al regresar de uno de esos paseos, es testigo de una pelea doméstica entre un hombre y una mujer en el segundo piso de su edificio. Su curiosidad lo vence: se queda a escuchar tras a puerta. Cuando el hombre sale, se saludan: ambos saben que el otro sabe. Más tarde, la mujer aparece muerta, posiblemente asesinada, y entonces sabremos que no se trataba de una pareja oficial, sino que el hombre vive un piso más abajo (tal el título original) con su esposa. Durante la investigación policial, Patrascu no dice palabra sobre esa discusión que quizás pudo originar el crimen. La cámara nunca abandona al protagonista (Teodor Corban, actor frecuente en el nuevo cine rumano), que continúa sin alterar su vida normal. Ergo, el film está narrado desde su punto de vista, aunque sin que en ningún momento se produzca una exteriorización de su pensamiento. Pero un día el vecino (Iulian Postelnicu) se introduce en su casa, ayuda a su esposa e hijo con la computadora, se come su comida, lo contrata para un trámite burocrático para su coche, y lo mira cínico y desafiante, en una absoluta invasión a su organizada privacidad. La incomodidad de Patrascu va en aumento, y el habitual no te metas -que conocemos sobre todo quienes hemos vivido un régimen totalitario- se revierte: ¿Es acaso su propia conciencia la que lo persigue, en la forma del posible asesino? El director opera una peculiarísima versión del thriller, que en nada se parece a las realizaciones del cine clásico que Hollywood nos tiene acostumbrados. Sin casi utilizar primeros planos, la cámara conserva una distancia con los personajes y la acción, en sucesivos planos secuencia, y hay cierta sequía en el tratamiento. Nunca una explicación, nunca un fluir de la conciencia de ninguno des sus personajes, nunca una explicitación de los motivos que se ponen en juego tras las acciones, nunca una concesión a la corrección política. Sólo percibimos la expresión de Patrascu y sus cambios de conducta. Todo lo cual saca al espectador de su cómodo, conocido lugar, sacude su propia conciencia, produce un batido de posibles planteos morales. Valores como responsabilidad, solidaridad, deber o culpa no están en cuestión (¿o sí, sutilmente?), y descubrir al asesino es un detalle irrelevante. Muy significativa resulta una charla entre amigos, donde los conceptos machistas y prejuicios contra las mujeres plantean una actualidad que testimonia que el "Ni una menos" refiere hoy a un flagelo que excede las fronteras. Muntean ha realizado remarcables films previos: The Paper Will Be Blue, Boogie y la excelente Aquel martes, después de Navidad. En todos ellos presenta conflictos morales, situaciones límites, cuestionamientos de la gente común, sin una bajada de línea, sin una moraleja. El vecino trasunta la angustia de una clase media individualista, que ve su comodidad amenazada. Vale destacar el trabajo de Patrascu: es un burócrata, gestor de automotores, organiza papeleos, sabe tratar con los funcionarios y empleados gubernamentales, controla y ordena gestiones. Ese es el orden que pretende conservar.
Sueños de libertad Cécile de France, Izïa Higelin y Noémie Lvovsky se lucen en este film de la directora de La repetición. Evocación de una época de movimientos de liberación femenina, La belle saison (tal el título original, mucho más sugerente que el del estreno local, tan literal) tiene su punto de apoyo en dos temas igualmente importantes: la evolución del pensamiento feminista con la formación de grupos combativos después de la revolución cultural de 1968, que abrieron el camino a las conquistas sociales de la mujer y, por otro lado, la toma de conciencia de una otra forma de sexualidad posible para dos jóvenes mujeres de formación casi opuesta. En ese contexto histórico y social, la historia muestra a un personaje poco abordado por el cine: una hija de agricultores en la Francia rural profunda, quien -al igual que su madre- hace todo tipo de trabajos, incluso aquellos considerados masculinos. Sin embargo, Delphine (Izïa Higelin) y su madre no son consideradas agricultoras sino hija y mujer del agricultor, respectivamente, sin gozar de los derechos laborales en esa sociedad masculina y patriarcal. Lesbiana, frustrada después de un amor imposible en su pequeño pueblo, Delphine va a Paris en la década de 1970 en busca de mayor libertad. Allí se une a un grupo de lucha por los derechos de las mujeres, y se enamora de la líder, Carole. Si Delphine tiene claros sus sentimientos y su deseo, Carole, varios años mayor y con una vida organizada, ha hecho su propia toma de conciencia sobre la lucha feminista, pero los planteos que recibe de Delphine hacen tambalear toda su estructura y su vida hasta entonces heterosexual. Cécile de France despliega una extraordinaria performance debatiéndose entre sus dudas, su ansia de libertad, sus represiones y contradicciones. Catherine Corsini, siempre interesada en desarrollar temas femeninos (La repetición, Partir), sabe abordar ese conflicto, así como logra filmar las escenas de una homosexualidad libre con sensibilidad y sensualidad (inevitable el recuerdo de La vida de Adèle). Párrafo aparte merece la destacada actuación de Noémi Lvovsky como la madre, quien, si bien es una mujer decidida, fuerte y ejecutiva, una verdadera obrera, debe enfrentar una situación familiar y social para la cual no estaba prevenida. Su duelo con De France es uno de los momentos superiores del film, cuya tensión emocional es reveladora de las diferentes capas de significación que están en juego. Sin embargo, Tiempo de revelaciones no termina de comprometerse a fondo por su propia historia y personajes, donde la tensión entre campo y ciudad no es menor a la de restricción-libertad. Extracinematográficamente, cabe destacar que Catherine Corsini encaró este film como una respuesta al movimiento reaccionario que se levantó en Francia frente al matrimonio igualitario, intentando que, por lo menos, el amor entre mujeres adquiriera mayor visibilidad.
La españolidad al palo Una secuela que se ubica bastante por debajo de la muy popular comedia original. Secuela de la exitosa comedia –comercialmente hablando- Ocho apellidos vascos, ambas dirigidas por Emilio Martínez-Lázaro, esta película repite una fórmula que tuvo éxito, y confirma la ley de segundas partes nunca fueron buenas. Ocho apellidos catalanes retoma a los personajes del film anterior, después de que la pareja protagónica se ha separado. Si el noviazgo de su hija con un andaluz lo había alterado bastante, su nueva relación -ahora con un catalán- pone al vasco Koldo (el simpático Karra Elejalde, lo mejor del film) en pie de guerra. La acción se traslada a un pueblo catalán, en plena euforia independentista (en la ficción y en la realidad). Se desata entonces una farsa que es menos de lo mismo, esto es: una serie ininterrumpida de chistes sobre las distintas nacionalidades españolas, y los conflictos de familia, y tampoco la Guardia Civil queda libre del ridículo. Vascos estereotipados se burlan de los catalanes ídem y éstos de los andaluces mientras se produce una serie de enredos en esta parodia del nacionalismo que tal vez cause gracia a algún público. De hecho, ambas películas hicieron saltar la taquilla en España: la primera batió todos los récords y la segunda fue elegida sin merecerlo para cerrar el reciente Festival Pantalla Pinamar, supuestamente para complacer al público masivo. La bella Clara Lago no cumple con su rol como lo hiciera en la primera parte, las parejas no expresan la simpatía y la química que mostraron entonces, y Rosa María Sardà es la única que parece cómoda en su rol de matriarca a la que convencen de que Cataluña es ahora una nación independiente. El guión apresurado se apoya en los gags que, por repetidos, terminan por hartar hasta a los mejor dispuestos. No cuenten conmigo, no me hace gracia este tipo de humor, que resulta obvio y fácil, con chistes burdos, como que todas las rivalidades y fanatismos se suspenden ante un buen jamón con vino. Puede ser una cuestión de gusto personal, pero por favor, no más apellidos nacionales.
La guerra a distancia Un sólido thriller que expone dilemas morales en medio de los conflictos bélicos modernos. Asombra ver a Helen Mirren como una coronel del ejército británico fanática en su obsesión de cazar terroristas a cualquier costo. Sin embargo, ella puede interpretar -siempre bien- cualquier papel, algo que queda demostrado en este film. Su presencia es lo más fuerte del mismo, y su tenacidad y perseverancia (o la de su personaje) sostiene toda la tensión de este tour de force sobre las actividades del Imperio en los países en conflicto. La guerra ha mutado, en tiempos en que satélites, cámaras ocultas y drones han devenido las nuevas armas. En una Kenia convulsionada, las fuerzas británicas y estadounidenses tienen a todo el país controlado y vigilado con estos nuevos recursos. Hay ojos en el cielo (tal el título original) que penetran todos los rincones, que exponen la vida de los ciudadanos, incluso su intimidad. Un dron en la forma de ingenioso pajarito mecánico portando una cámara, que busca a una inglesa radicalizada, logra incursionar en el bunker de un grupo guerrillero y allí están, en las pantallas de los cuarteles en Inglaterra y en Estados Unidos, los jóvenes que la acompañan y se preparan para morir en un atentado suicida, pertrechándose con explosivos alrededor de su cuerpo. El operativo parece fácil, en el desierto de Nevada ya están preparados los oficiales que lanzarán desde otro dron el misil sobre ese hangar, pero inesperadamente surge un inconveniente. ¿Puede ponerse en peligro la vida de una niña para evitar ese atentado en (suponen) un centro comercial donde habrá muchas víctimas posibles? Tal el dilema moral que entorpece el operativo, y pone en suspenso la acción. Por otra parte ¿en qué posición quedaría la imagen de los aliados matando a una inocente? El sudafricano Gavin Hood (Mi nombre es Tsotsi, X-Men: Orígenes - Wolverine) indaga sobre “los daños colaterales”, y aquello que subyace cuando una acción bélica se cobra víctimas civiles, inocentes que estuvieron en el lugar justo en el momento menos oportuno. Algo similar vimos hace muy poco en La otra guerra, cuando un oficial ordena atacar de forma inescrupulosa un edificio lleno de civiles. Aquí las decisiones se toman en otros continentes, desde posiciones seguras, en oficinas impolutas (allí está Alan Rickman en el último papel de su vida), en embajadas, en secretarías, en hoteles de lujo, centros de convenciones y hasta en mesas de ping pong. Pero también se decide según la información que se posea, y la coronel –caricatura de una fundamentalista- hará todo lo que esté en sus manos –en su poder- para que los datos le sean favorables, en medio de un enfrentamiento entre militares y políticos legalistas. Un thriller político que trasciende lo bélico para presentar el conflicto moral, y que denuncia las incongruencias y arbitrariedades que mueven esa guerra sofisticada de pantallas y teléfonos. Sin embargo, el film no hace más que responder al mercado, y pone el acento en la acción, en el suspenso sostenido, muy bien llevado, perdiendo la oportunidad servida de indagar a fondo en la cuestión humana. Tampoco ayuda la banda sonora, que carga las tintas exageradamente. Yendo más a fondo, también es debatible el punto de partida –nunca cuestionado-, que da como legítima toda intervención de los imperios en la vida interna de otros países, sin cuestionar su presencia intrusiva, o siquiera qué están haciendo allí.
No soy incondicional del director francés. Si Los amantes regulares y Salvaje inocencia me parecieron esfuerzos no siempre logrados, que recuperaban algo del clima de la nouvelle vague pero sin su magia y su genio, A la sombra de las mujeres me reconcilió con su propuesta. En este film pequeño vuelve sobre su tema principal: las relaciones de pareja. Como es habitual, con fotografía en un blanco y negro de poco contraste, este melodrama casi atemporal desarrolla la relación entre un hombre mediocre, con perfil de perdedor, oscuro director de documentales, y sus dos mujeres: la esposa, quien colabora en todos sus proyectos, y una archivista. Ambas superiores a él, lo aman, protegen, están prontas a satisfacer sus necesidades y requerimientos, son la clase de mujeres que aman demasiado. El hombre es un machista, sádico, egoísta y culpógeno, y es interesante ver cómo se desarrollan las cosas cuando su mujer sostiene también una relación paralela. Clotilde Courau se destaca: su personaje expone su amor, mientras su marido lo oculta. Sin dudas, A la sombra de las mujeres es una película feminista. El film se desarrolla con una ironía seca, austera, y muy humana, y resulta absolutamente verosímil. Con un final que supera todo el sarcasmo anterior.
Convivencia Nominada al Oscar al mejor film extranjero, esta coproducción entre Estonia y Georgia muestra la contracara humana de la guerra civil por motivos étnicos y religiosos. El tópico de la guerra –entre países, diferentes pueblos, o civiles- constituye todo un género cinematográfico. Pero pocos de esos films empiezan de manera tan bucólica como Mandarinas (no confundir con Tangerine, el excelente film de Sean Baker que se estrenó recientemente): un viejo fabrica en su taller cajones para envasar las mandarinas, de inminente cosecha. En la región de Abkhazia, Georgia, cuando al disolverse la Unión Soviética estalló la guerra civil, la numerosa colectividad de origen estonio que allí residía desde hacía décadas regresó a su madre patria. Sin embargo, Ivo (Lembit Ulfsak), un granjero, tiene sus razones para ser de los pocos que permanecen en la que considera su tierra. Por otro lado, junto a su vecino Margus está impaciente por cosechar una enorme plantación, antes de que la guerra llegue a esos lugares, y después Margus pueda volver a Estonia. Pero la guerra los alcanza en su hogar antes de lo pensado: en un enfrentamiento mortal sobreviven heridos dos combatientes, uno, mercenario de los separatistas, checheno, y el otro, georgiano; uno musulmán, el otro cristiano, e Ivo se los lleva a su casa para curarlos y volverlos a la vida. Sin embargo, la convivencia entre enemigos no será fácil: ambos juran matarse mutuamente. Pero la presencia de Ivo, un patriarca, suerte de salvaguarda de la paz y la moral, motiva que esta situación conflictiva tome un giro inesperado. La convivencia genera una interesante red de relaciones entre los cuatro hombres, que va atravesando diversos estadios. Ivo y el checheno, ambos hombres de honor, mantienen un diálogo fluido, en el que Ivo hace obvias las arbitrariedades de la guerra, la nimiedad de las diferencias. Las mandarinas pasan a constituir un símbolo: de lo que debe ser salvaguardado, de la imposibilidad de lo mismo, de la naturaleza que resiste en medio de la guerra. El taller de carpintería de Ivo pronto pasará a fabricar cajones para muertos, no para frutas. Sin adentrarse en los orígenes y fuerzas del conflicto, el film nos dice que dos grupos luchan en 1992 por el territorio: los georgianos y los otros, que en este caso son locales, representados por ese mercenario checheno. Todos hablan un mismo idioma. El conflicto se replica hoy en otros países. El planteo de este bello largometraje, entre la fábula y la parábola, resulta algo simplista porque sabemos que la paz no se consigue con lograr que los enemigos compartan el té, pero la arbitrariedad de la guerra demuestra superar las buenas intenciones. La fotografía de Rein Kotov realza el valor de la acción, con una acertada y bella imagen del paisaje rural y una sutil iluminación para los interiores, concebidos como escenas teatrales. Es esta una de esas películas donde se dice mucho con muy poco, en las que valen los gestos, la música de un instrumento de cuerda que puntea o rasguea siempre la misma melodía, la guerra reducida a un espacio mínimo, donde se reproducen las tensiones mayores.
En lo profundo de la noche El notable director rumano de Bucarest 12:08, Policía, adjetivo, Cae la noche en Bucarest y The Second Game apuesta otra vez por la tragicomedia y, más específicamente, por una historia de una búsqueda del tesoro para hablar del estado de las cosas (tentaciones, contradicciones, burocracia, control y miserias) en la sociedad de su país. Un pequeño gran film con múltiples connotaciones que le valió uno de los premios de la sección Un Certain Régard del Festival de Cannes 2015. El tesoro constituye un nuevo hallazgo de la cinematografía rumana, y otra muestra de cómo una historia pequeña, y que en este caso no cesa de transitar por el borde del absurdo, puede dar lugar a complejas situaciones y reflexiones que la trascienden. Costi, un burgués pequeño pequeño, un burócrata, comienza a soñar con grandezas cuando un vecino acosado por la crisis (el director Adrian Purcarescu), con una hipoteca que no puede pagar, llega a proponerle desenterrar un tesoro que su abuelo habría ocultado años atrás en el jardín de su casa de campo. Ese lugar, evocación de tiempos de abundancia ya idos, estuvo atravesado por la historia de su país. El tesoro a encontrar pasa entonces a constituirse como símbolo. Ambos se ponen a la búsqueda, en una suerte de programa de fin de semana. Desde la primera escena, con padre e hijo a bordo de un coche, se menciona a Robin Hood. La figura del héroe queda así instalada. Costi es un padre excelente, acompaña a su hijo, le lee historias de aventuras, y necesita de su admiración. Toda la búsqueda del tesoro está concebida como una aventura, y con el modelo del héroe Costi debe demostrarle al niño que ha tenido éxito. Hay complicaciones, claro: como en toda aventura, hay obstáculos que deberá superar. Conseguir el dinero para la empresa, después un detector de metales, cuyo técnico no es ni eficiente ni muy colaborador; durante la búsqueda del tesoro, se producen fricciones entre los protagonistas, que nunca se sabe cómo derivarán; y por fin enfrentar a la policía, y rendir cuentas: la ley indica que todo elemento que pueda contener valor cultural para Rumania debe ser declarado, y ceder parte de él al Estado. Una vez más, la burocracia siempre presente sólo está allí para entorpecer el desarrollo de las cosas y de sus protagonistas. El film está claramente estructurado en tres partes: la primera, urbana y fotografiada en una paleta de azules y grises, prepara la búsqueda. La segunda, rural, con tonos tierras y verdes, se desarrolla en el día de la búsqueda y está filmada en largos planos generales, sin los primeros planos que abundan al principio y al final. Sólo en el desenlae, cuando juegan los niños, como rasgo estilístico que aparecía en Policía, adjetivo, recurre a los colores cálidos. Y ese tercer acto, que tiene lugar nuevamente en la ciudad, constituye la peculiar consagración del héroe, con un último plano que es una lección de cine, y de gran significado moral. La película tiene momentos hilarantes, el humor, la farsa y el absurdo crecen a medida que pasan las horas de búsqueda, las derivaciones recuerdan a los films anteriores de Porumboiu, sobre todo Policía, adjetivo y su puesta en ridículo de la burocracia. Su film mantiene un suspenso inquietante, y la permanente duda de si se está hablando en serio o acaso todo se trata de una sátira. Pero sí, el asunto va en serio, sobre todo en la opinión de Costi, quien debe presentarse triunfador ante su hijo. Los diálogos entre marido y mujer (Cuzi y Cristina Toma), mínimos, secos, son imperdibles, y hablan del estado de la sociedad. Así como en Cae la noche en Bucarest una anécdota mínima, personal, daba pie a una reflexión sobre el estado del cine, en El tesoro toda la peripecia aparentemente muy simple, con su ambigüedad y cambios de tono, está abierta a múltiples lecturas referidas a la política, la historia de Rumania, la moral, la familia y la sociedad. Resulta inevitable el recuerdo de una obra de teatro reciente en nuestros escenarios, Cuando vuelva a casa voy a ser otro, de Mariano Pensotti, en la que también las huellas del pasado estaban enterradas en el jardín de los abuelos. Y este tesoro oficiaba como pretexto para hablar de la historia de los argentinos. Cabe subrayar también que tanto El tesoro como la obra teatral están basadas en hechos autobiográficos de Purcarescu, Costi y su mujer son esposos en la vida real, el chico es hijo de ambos, y el técnico es un verdadero especialista en detectores de metales, con todo lo cual ficción y documental se articulan de manera sutil y magistral. Ya en Bucarest 12.08 Porumboiu había abordado la historia de Rumania como sátira. En esta oportunidad, desarrolla su propuesta con mayor benevolencia: ácido, sí, pero también con ternura. En su quinto opus, Porumboiu se afirma como el mejor director del cine rumano.