Tras su elogiado debut con Ciencias Naturales, Lucchesi construye un film al servicio de su talentoso protagonista, bien acompañado por Pilar Gamboa y César Troncoso. En la alicaída Competencia Argentina del último BAFICI, que dio pocos momentos de alegría, resultó una excepción El Pampero, de Matías Lucchesi, cuya opera prima, Ciencias Naturales, mereció varios premios. El director es acotado al filmar: en este caso, elige un espacio mínimo y cerrado -un velero- y tres actores. El comienzo es elocuente, a pesar de la ausencia de diálogos. Un hombre enfermo sale solo en su barco, y deja vivienda y pertenencias: su destino pinta negro. De manera sorpresiva, una mujer irrumpe en su camino y sus planes se ven alterados, con el agregado de un tercer intruso. Dos hombres y una mujer en un espacio cerrado y algo que ocultar: estos elementos sostienen un drama de contenida tensión que permanece amenazante durante todo el film, con un logrado clima y suspenso. Nada sería lo que es sin la presencia de tres intérpretes soberbios. Julio Chávez ha vuelto al cine para dar lo mejor de sí; presente en casi todas las escenas, nos mantiene en vilo sin que sean necesarias muchas líneas de diálogo. Ya hemos visto su personaje solitario y taciturno, una máscara que ha ido elaborando en films anteriores, en una búsqueda actoral, en este caso súper contenido. Pilar Gamboa es una excelente actriz, siempre, tanto en el teatro como frente a la cámara. Y el uruguayo César Troncoso está a la altura de sus compañeros: compone un personaje en las antípodas del dueño del velero, un marino cínico capaz de sacar provecho de todo fallo ajeno. Es este un logrado film sin estridencias ni pretensiones, con una excelente fotografía de Guillermo Nieto en los espacios del Tigre y la costa de Buenos Aires que capta las variaciones de la luz en los distintos momentos. El Pampero sostiene un tono de contenida intensidad que atraviesa esta suerte de road movie en su viaje hacia la muerte.
La última película de Terence Davies es una pièce d’époque, un retrato de Emily Dickinson, considerada una de o la más grande poetisa de los Estados Unidos, contemporánea de las inglesas Jane Austen y las hermanas Brontë, aludidas en el film. Davies se vale de todo su academicismo para trazar un cuidadoso e impecable cuadro de época en una sociedad cerrada y puritana, la de Nueva Inglaterra en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX. Detallista, exquisito creador de atmósferas, Davies recrea el ambiente enclaustrado en que vivió la escritora, quien parece no haber salido de las habitaciones y jardines de su casa, ni haber conocido más personas que las de un entorno muy reducido y, sin embargo, dio gloriosos versos de humanidad romántica y profundidad sabia y poderosa. La puesta en escena responde a la obsesiva minuciosidad de Davies, con encuadres clásicos, estilizados paneos de las habitaciones, y un sugerente uso de la luz, creando claroscuros de sutiles contrastes, en planos muy pictóricos a manera de cuadros de época, gracias a la fotografía de Florian Hoffmeister. El film está centrado en la personalidad de Emily, quien si bien parece al comienzo una joven fresca, de fuerte e independiente personalidad, ya decidida a volcarse de lleno a la escritura, con los años va evolucionando hacia la persona de una mujer ácida, de sexualidad reprimida y acerba ironía, siempre con la respuesta de palabra justa y destinada al mármol. Los diálogos de Una serena pasión son lo más elaborado del film, incluso más que la exquisita imagen, y Davies le imprime un tratamiento teatral, discursivo, que junto a la estrechez del espacio crea un sentido de claustrofóbica prisión, progresivamente más encerrada. Cynthia Nixon (muy ajena a su personaje de Sex and the City) imprime a su Emily toda la fuerza de una personalidad aguda, pronta a la réplica cuestionadora, un carácter complejo y algo altanero que, con la falta de reconocimiento a su talento a lo largo de los años y el avance progresivo una dolorosa enfermedad que la postra en su cuarto –paralela a una neurosis-, va tornándose más acerbo. La admiración de Davies por su protagonista se desliza peligrosamente hacia la solemnidad; Emily se expide sobre variedad de temas para todos los cuales siempre tiene una opinión lapidaria: la religión, la devoción, el lugar de la mujer en esa sociedad represora y patriarcal -en una suerte de pre feminismo-, la moral, la literatura, la muerte, etc. y en todos ellos va tornándose progresivamente más intolerante, perdiendo la frescura y el humor de la juventud. En concordancia, la luz, que en el comienzo es resplandeciente, va debilitándose al final. En esta oportunidad, Davies trabajó con actores y técnicos de Bélgica y Estados Unidos. Jennifer Ehle cumple una acertada performance como la hermana de Emily –quien después de su muerte sería la responsable de su trascendencia como escritora-, siempre colocada en segundo plano, ejecutando una suerte de contrapunto de sensatez y sentido común frente a esa hermana terminante e intolerante. En cambio Keith Carradine como el padre parece fuera de lugar, en una sobreactuación menos ajustada. Una serena pasión no es un film fácil de incorporar: si bien tiene un atractivo visual estético irresistible, donde cada flor, cada vela, cada detalle del vestuario y cada gesto ocupa su lugar delicadamente controlado, la rigidez de los conceptos, la claustrofobia de esa vida clausurada, la abundancia de los poemas que ilustran cada acto, cada escena, pueden terminar por crear alguna irritación. La banda sonora merece una mención: Davies tiene una especial sensibilidad para la elección de las música y no falla en este film: su elección de Charles Yves parece la más acertada.
Tras su presentación en Pantalla Pinamar, se estrena esta valiosa película finlandesa. Dos noches hasta mañana, como describe su título, incursiona en el tópico del encuentro circunstancial entre dos seres que están de paso y han de separarse prontamente. Y, sin embargo, este film procura en todo momento apartarse del cliché, abordando otros temas adyacentes, aunque no siempre con éxito. Ella, una arquitecta francesa; él, un músico y DJ triunfador, finlandés. Ambos se alojan en el mismo hotel en Vilnuus o Vilna, la capital de Lituania donde han llegado por motivos de trabajo, y la acción transcurre en los espacios cerrados del lugar y algunas calles de esa ciudad desconocida, que convoca a la aventura. Lo que en principio parece un fácil encuentro sexual deviene en algo mucho más complejo: ambos tienen compromisos que los reclaman, ella se encuentra dubitativa entre su homosexualidad y la presencia de este hombre más joven, atractivo y potente, que la seduce de inmediato. También los tiempos se ven alterados, porque lo que iba a ser un encuentro de una noche, ha de prolongarse. La actriz canadiense Marie-Josée Croze, a quien viéramos en películas tan disímiles como Las invasiones bárbaras, La escafandra y la mariposa, Calvario y la reciente El secreto de Kalinka, cumple una excelente performance como esa mujer adicta al trabajo, aparentemente firme y segura que esconde una secreta vulnerabilidad que aflora por momentos. Mikko Nousiainen encarna a ese hombre que parece creerse irresistible. El primer tercio de la película es la parte más interesante, cuando se produce el encuentro y casi no median palabras entre ambos, comunicándose por miradas o gestos elocuentes. El resto reitera los temas con pocas variantes. Entre dos viajeros en el mundo globalizado, Skype es el tercer personaje, que se interpone entre ambos. Muy poderosa la tesis de que la tecnología no cesa de interferir en las relaciones en un mundo permanentemente comunicado, que la presencia virtual de otros personajes irrumpe en ese tiempo entre paréntesis y fuera del mundo cotidiano que ambos creen estar viviendo. Y sin embargo un gesto, una mirada, pueden más que la palabra.
Audaz y bastante lograda ópera prima como director del reconocido actor. Una de las sorpresas argentinas del reciente festival Pantalla Pinamar fue el debut como director de Fernán Mirás con El peso de la ley, una película sobre un caso jurídico real. La propuesta estética del film es arriesgada: con un tono de farsa, absolutamente todas las situaciones que se presentan son caricaturescas, sus personajes estereotipados, las actuaciones forzadas y, sin embargo -si uno accede a ese tono cercano al grotesco criollo-, el resultado es más que aceptable. Paula Barrientos pone todo su histrionismo en el personaje de la defensora de oficio -talentosa y renga- de un hombre acusado de violar a un discapacitado en un perdido pueblito de provincia. Enfrente está María Onetto como la fiscal inescrupulosa que despliega toda su violencia y agresión mordiendo sus palabras frente a esa abogadita que osa desafiarla. Y, entre ambas, Darío Grandinetti como el juez gay que le debe su cargo a la fiscal, por aquello de “la familia judicial”. El film desnuda los mecanismos de la Justicia argentina que se ponen en funcionamiento en un caso real, menor, como hay tantos. Corrupción, connivencia entre policías y jueces, burocracia, injusticia en suma. Resta saber si el resultado era la intención original del director -¿esos primeros planos feroces buscaban el efecto final?, ¿ese pianito insufrible está allí para ilustrar o para molestar al espectador?- o, como se dice por allí, fue una sumatoria de encuentros de talentos que dieron este resultado.
Hay que celebrar el estreno de esta rara avis, un excelente film colombiano sobre la violencia en ese país, que tiene la peculiaridad de carecer de diálogos. Que no son necesarios, dada la elocuencia de la imagen y el relato que ella conlleva. En la selva colombiana, en plena lucha armada entre bandos nunca identificados, se desarrolla la historia de tres mujeres que viven paralelas situaciones de abuso y violencia, y salen al camino en busca de algo mejor. Una ha perdido a su hombre y su familia, chupados por no sabemos quiénes, grupos armados que destruyen a su paso, y deja su hogar devastado. Otra es esclava sexual de uniformados que la tratan como objeto de uso y descarte. La tercera, una luchadora, soldado de la resistencia, también sometida al abuso masculino. En montaje paralelo, las tres historias avanzan a medida que las mujeres se trasladan por la selva en su intento por huir del infierno que cada una vive. La ausencia de diálogos permite cierta amplitud de interpretaciones, la imagen es por demás sugerente del conflicto básico, y es una medida inteligente evitar lo anecdótico, el detalle particular. Así el drama queda reducido a su esencia: la violencia masculina en su forma más animal, que no conoce nacionalidades, ni grupos partidarios, ni fechas determinadas. La violencia en varias de sus formas, pero igualmente destructiva. O el oscuro animal puede ser la guerra misma, que degrada al hombre predador hasta sus instintos más básicos. O también, es la fiereza que poseen esas mujeres que no se doblegan, no se entregan. Las tres mujeres tienen personalidades firmes pero anónimas, constituyen arquetipos, sin caer en el estereotipo ni en la idealización romántica, luchan por su supervivencia y son ellas –las mujeres- las únicas que tienen algún gesto de solidaridad, de comprensión, incluso de ternura en ese deambular trágico. Pero carecen de voz, y su única salvación, la única puerta para recuperar su dignidad, para intentar recomponerse, parece la huida. Una vez más, es admirable la fotografía del argentino Fernando Lockett. Frente a esa naturaleza agreste y agresiva, la selva como zona de peligro y amenaza permanente. Sabe captar lo esencial de cada toma, la expresión de las mujeres, en planos medios y panorámicos. No menos capital es el uso de la música, con distintos ritmos tropicales que sirven para identificar a cada grupo humano. La primera escena es impecable, esa obertura plasma en pocos minutos toda la tragedia que se vive y la que vendrá en consecuencia. También es valioso que no se identifique los bandos, posibilitando que la violencia se expanda a cualquiera, poniendo el acento en sus consecuencias. La propuesta de Felipe Guerrero parece actuar como contrapeso de la actual tendencia al diálogo permanente, a la velocidad de las escenas. Su ritmo es acorde con el avance de las mujeres, desde la presentación hasta su llegada a la ciudad. Si bien algunos planos de prolongan más de lo conveniente, y el film se extiende un poco más allá de lo óptimo. La selva era un infierno, pero la ciudad no lo será menos.
Más de 43 años después Hugo Santiago vuelve a filmar una Buenos Aires mítica, soñada, amada. Que ya fue, pero que permanece. Y vuelve con sus mismas obsesiones, actualizadas, pasadas por el tamiz del Nuevo Cine Argentino. Se produce un cruce entre la temática de Santiago y la de las huestes de la FUC, con Mariano Llinás a la cabeza, como coguionista y coproductor. Pero no es el único. No podemos decir con seguridad si Santiago toma de los jóvenes o estos se montan en su aura para decir lo suyo. Lo cierto es que allí están los tópicos de Invasión: la ciudad y su mapa imprescindible, el complot, el objetivo último -aquí la búsqueda de un desaparecido y una cierta ave Fénix, Halcón Maltés redivivo pero también un McGuffin que empuja la acción hacia adelante-, los personajes misteriosos, el extranjero (Malik Zidi), el idioma, que vira del castellano al francés inadvertidamente. Todos esos elementos se combinan de manera algo azarosa, enigmática, no causal, en una peripecia que circula a toda velocidad, en persecuciones recíprocas, por los distintos barrios porteños, creando un mapa ideal, que ha de completarse progresivamente. En una Buenos Aires fotografiada en blanco y negro por Gustavo Biazzi, con ciertas explosiones de color en las copas de los jacarandás, en algunos cuadros exultantes y en algún papel amarillo que trae claves para esta búsqueda del tesoro tan cara a Llinás, y que muestra su mano creativa (pero Llinás no es Borges, claro). Es como si Santiago hubiera tomados sus propios tópicos ya emblemáticos y decidiera hacer una broma con ellos. Porque este film hay que tomarlo con humor, de lo contrario podría odiárselo. Cada elemento está parodiado, banalizado, porque Santiago quiere reírse de sí mismo. Y también de Carlos Perciavalle, por ejemplo, o de Roly Serrano, o del mismo Llinás, en algunos chistes (no todos buenos). La música tampoco quedó fuera de la parodia, con una banda de sonido ampulosamente tanguera, un obstinado bandoneón y temas que ya constituyen clichés, como en la secuencia de los títulos finales. Hay aquí varias películas en una, con forma de laberinto. En medio del delirio, muy peculiar es el episodio que domina Romina Paula, quien da una lección actoral y de historia argentina y de su arte, con esa clase magistral sobre Cándido López, en el momento más luminoso del film.
El esperado regreso del director y guionista neoyorquino de joyas como Puedes contar conmigo y Margaret es un melodrama encabezado por un elenco de lujo: Casey Affleck, Michelle Williams, Kyle Chandler, Lucas Hedges, Matthew Broderick y Gretchen Mol. Nominado a seis premios Oscar, este ensayo sobre la ausencia, el dolor y la culpa está trabajado con un rigor, una sensibilidad y una maestría infrecuentes en el cine contemporáneo. Kenneth Lonergan regresa con otra historia de crisis familiar, que muestra las consecuencias que acarrean hechos tan inesperados como dolorosos. Si en Puedes contar conmigo era la muerte de los padres y su efecto sobre los dos hermanos que sufren la pérdida; y en Margaret, las reacciones que puede producir un accidente, en Manchester junto al mar se desarrolla una historia que, mediante sucesivos flashbacks articulados de manera alternada, va entrelazando dos tragedias. Casey Affleck vuelve a poner todo su talento actoral para crear a Lee, un personaje hosco, taciturno y solitario con una vida nada envidiable en Boston, lidiando con clientes y buscando peleas en los bares, provocadas por su carácter irascible. Las primeras escenas lo presentan con trazos firmes, contundentes: Lee tiene todo bajo control hasta que se dispara su furia.. Su vida se ve alterada con la noticia de la súbita muerte de su hermano, quien ha sufrido un infarto mortal. Cada movimiento que ejecuta Lee genera un flashback por el cual vamos conociendo aspectos de su historia: la amorosa y fluida relación que tenía con su hermano (Kyle Chandler), con una mujer alcohólica y un hijo, y también su delicada condición cardíaca. El hermano lo ha nombrado –sin advertirle- tutor de su hijo adolescente, y esta situación altera la vida de Lee, quien no desea esa paternidad ni tampoco regresar a Manchester, donde lo rodean dolorosos recuerdos. Lonergan va entregando la información de manera dosificada, en sucesivos flashbacks que informan de la tragedia que ha vivido Lee, que lo ha marcado para siempre y que no conviene revelar ahora. Lonergan saca el mejor partido de las locaciones del film, un pueblo en la costa de Nueva Inglaterra en invierno, lo que hace más duro y seco el drama. Un lugar pintoresco que parece tan bucólico y placentero, con un mar imponente y que, sin embargo, constituye una trampa para el protagonista. Mientras tío y sobrino se ajustan a la nueva situación, crece entre ellos una fuerte relación que excede los trámites burocráticos o funerarios, surgiendo una camaradería que a Lee le genera sentimientos encontrados. Porque también reencuentra en Manchester a su ex mujer (la enorme Michelle Williams) y brota entre ellos el dolor del pasado, heridas que permanecen abiertas. El film crece cada vez que Williams está en pantalla, y la escena entre ambos es una de las mejores que he visto este año, plena de angustia compartida, de duelo, sacrificio y también, de amor: escalofriante. Después de la proyección en el último Festival de Viena, Lonergan nos concedió una entrevista. Preguntado por su parquedad en realizar films (tres en 15 años) dijo que además está ocupado con su trabajo como guionista y la puesta de sus obras de teatro. Que no elije los temas sino los temas lo eligen a él, y que la reiteración del asunto no fue una elección consciente, no sabe por qué se produce. Le pregunté por qué eligió temas musicales tan populares –y usados tantas veces en el cine- como El Mesías de Handel o el Adagio de Albinoni para musicalizar largas secuencias –alguna sin diálogo- y respondió que en los Estados Unidos esos temas no son tan masivos, ni siquiera conocidos, y que a él particularmente lo conmueven e ilustran la historia, por eso los seleccionó. Yo encuentro que la banda sonora no ayuda al film sino que lo reblandece, invadiéndolo todo, y entra en contradicción con el tono austero, en uno de los aspectos más débiles. Lonergan maneja el melodrama siempre en el filo del exceso emocional, cuidando de no traspasar el límite. Experto guionista, su película es un ejercicio de psicología en la creación de un personaje del cual tenemos poca información verbal, pero sí actoral, con una personalidad en contraste con la de su sobrino (Lucas Hedges), con quien forman un dúo muy particular y conmovedor y con quienes se permite la comedia.
Este film es notable porque –si bien es lo más nuevo del nuevo cine argentino- ni se acerca a los clichés tan remanidos de joven-que-se niega-a-crecer, o adolescentes-en-la-nada, o niños-ricos-aburridos, y tantos más. Esta película se anima a lo político! Y, a pesar de estar dirigido por dos novísimos directores, muy jóvenes, nacidos después de la dictadura, reflejan el clima que vivimos en aquella época con un realismo y dramatismo estremecedores. Basado en la novela homónima de Humberto Costantini -militante, compañero de Haroldo Conti- la película relata un día -y sobre todo una noche- de Francisco Sanctis, un mediocre empleado de empresa que sueña con un improbable ascenso y tiene una vida tranquila con su esposa docente y sus dos hijos. Francisco es uno de aquellos que en los años '70 se animó a la militancia -palabra que hoy la han cargado de oprobio, pero que entonces significaba luchar por un mundo mejor y más igualitario- y también tuvo sus escarceos con la literatura. Pero cuando llegó la hora de mayor compromiso, se “abrió”, como tantos otros, que eligieron esa vida oscura y prefirieron no enterarse de lo que estaba ocurriendo alrededor, incluso entre sus propios amigos. Pero el destino… es ineluctable. Le llega a Francisco en la persona de una amiga de aquel período, quien le entrega inopinadamente una información sobre personas que van a ser “chupadas” esa noche. Allí comienza el largo calvario de Francisco, que intentará de uno y otro modo sacarse la responsabilidad de encima, pasar la información, no hacerse cargo una vez más. Hace tiempo que venimos admirando la calidad de los actores de la escena argentina. Diego Velázquez confirma una vez más su ductilidad, en este caso para encarnar ese burgués pequeño pequeño con aire chaplinesco, cuya máscara de miedo y tensión no lo abandona jamás; Valeria Lois está maravillosa en esos diez minutos como informante (no dejar de verla en estos días en la tablas con Esplendor, la obra de Santiago Loza, en el rol de Natalie Wood), y Laura Paredes y Marcelo Subiotto también excelentes en dos secundarios. Pero el centro de la escena está en Francisco, la cámara nunca lo abandona en su peregrinar por una Buenos Aires nocturna, barrial, portuaria y desértica, casi irreconocible, con una fotografía gloriosa, en cuadros cerrados, planos cortos o primeros planos cerrados, señales del encierro psicológico del protagonista. Es destacable que en ningún momento se deja traslucir el origen literario del guión, que es de los propios directores. No hay aquí un narrador en off, no hay explicaciones innecesarias o redundantes, no hay militares ni coches con sirenas, tan solo lo que ve Francisco -gente que se esconde, o que huye- y en todo caso es el espectador –y sobre todo el que ha vivido esa época- quien conoce el contexto. Tampoco hay música, a excepción de la inclusión diegética de la canción -entonces tan popular- de Roberto Carlos, Yo quiero tener un millón de amigos, cuando Francisco decide asumir su destino.
El director de Metropolitan, Barcelona, Los últimos días del disco y Chicas en conflicto regresa con una fascinante incursión en el cine de época a partir de la literatura de Jane Austen. Whit Stillman dejó de lado la pintura del mundo contemporáneo y recurrió a una obra de Jean Austen para concretar el que es su mejor film. Suerte de nouvelle o novela corta espistolar, Lady Susan es una obra de juventud que traza un retrato muy agudo y ácido sobre la sociedad inglesa o, dicho de otro modo, un mordaz cuadro de la aristocracia británica de principios del siglo XIX. Las obras de Austen –como las de las tres hermanas Brontë- están siendo recatadas por el cine y las feministas porque muestran el estado de situación de la mujer en la primera mitad de ese siglo, mucho antes de que surgieran los movimientos de liberación femenina, y abordan de uno u otro modo el tema del matrimonio, único destino para la mujer burguesa de la época. La protagonista, Lady Susan Vernon, es una viuda sin fortuna, con una hija casadera de 16 años, Federica. De acuerdo con su condición, la chica estudia en una escuela de señoritas y la madre vive de la hospitalidad de sus conocidos. Así llega a alojarse de manera algo forzada y comprometida a la gran casa de campo de su cuñado, quien con toda ingenuidad la recibe a pesar de las reservas de su esposa sobre la dudosa conducta de la joven viuda y de las críticas del señor De Courcy, hermano de ésta y un joven heredero. Por supuesto, este hombre será el centro de las atenciones de la mujer, quien si bien no posee recursos económicos sí los tiene para la seducción, en una amplia y admirable variedad. Kate Beckinsale ha madurado con toda la gloria y está en un momento alto de su carrera, igual que su personaje Lady Susan. Despliega todo su charme, su ropa de luto es deslumbrante, sus sombreros admirables, y su inglés, de sonoro encanto. Arribista, intrusiva, inescrupulosa, la mujer es tan inmoral como bella y seductora, y viste su falsedad con toda elegancia al punto que nadie osa contradecirla. Mientras De Courcy cae en su red, ella mantiene una relación con otro noble casado y maneja los hilos para unir a su hija con un noble, rico y bastante idiota. Es este cuadro no podía faltar la amiga y confidente, una bella estadounidense (Chloë Sevigny) casada con un noble inglés mucho mayor que se resiste a morir, y quien no aprueba la conducta de Lady Jane ni la amistad de su mujer con personaje tan turbio. Stillman prefiere el trabajo con conocidos, y suele a recurrir a los mismos intérpretes: Sevigny y Beckinsale ya habían estado juntas en Los útimos días del disco, otra historia de amistades, aunque en otro contexto. La película evoca de alguna manera su origen epistolar: hay cartas que van, cartas que vienen, que se envían de una a otra casa, que informan, confiesan, denuncian, despiden. La palabra, célula de la epístola, lo es también del film, con voces y diálogos constantes, algunas líneas brillantes, argumentos de Lady Susan en uno y otro sentido tendientes a justificar su conducta, pero es oral en una medida que puede llegar a abrumar. La música original siempre es la adecuada para acompañar la acción, y recuerda aquella de Barry Lyndon, e incluso la de Downton Abbey, otras obras dedicadas a la aristocracia inglesa, a partir de piezas de Haendel, Johann Christian Bach, Charpentier, Vivaldi, Mozart y otros. Stillman diseña una puesta en escena exquisita: en una cuidada reconstrucción de época, donde tanto decorados como vestuario responden a una paleta de colores delicada, los planos con fotografía de Richard van Oosterhout lucen un buscado equilibrio: los personajes siempre enmarcados por puertas, ventanas, arcadas, columnas, espejos, o componiendo dúos o tríos cuidadosamente pautados por la luz, en una puesta tal vez demasiado teatral. Con un humor muy fino, Stillman desarrolla una crítica corrosiva de los que posan, de los que especulan y, sobre todo, de esos nobles que en la flor de su edad no hacen otra cosa que pasear por los jardines -primero con la madre, después con la hija- o recorrer a caballo sus propiedades -trabajadas por otros-. Los hombres de Amor y amistad son inactivos, ingenuos o estúpidos -sobre todo el fantoche pretendiente de Federica (Tom Bennett), un personaje muy logrado que se roba cada escena-, o se mueven según la manipulación que ejercen las mujeres, quienes tienen más clara la situación y saben manejarla con sutileza.
Recuerdo cuando en 2000 se estrenó Solo por hoy saludamos la llegada al cine de Ariel Rotter como la aparición de alguien que se destacaba entre los nuevos directores por su originalidad y talento. El otro confirmó en 2007 esta apreciación, y ahora La luz incidente es la tercera prueba de ello. Rotter se toma su tiempo para elaborar cada obra, y los resultados nunca decepcionan. Su última película vuelve a los años '60 con una reconstrucción de época admirable. El blanco y negro ya imprime a la trama de una atmósfera de cierta melancolía, la apropiada para un conflicto de pérdida y duelo. La mujer (Erica Rivas) ha perdido un esposo joven, padre de dos niñas, y un hermano, en el mismo accidente de ruta. La familia ha quedado fracturada, los hombres faltan y mientras la mujer se abandona en el dolor de su duelo, la abuela (la estupenda Susana Pampín) trata de sostener y estimular para reconstruir la vida. Rivas pone una vez más todo su talento para componer ese personaje de clase alta, arrasado por la pérdida inesperada, en sus tiempos muertos del dolor, el desánimo, la desesperanza. Su vida futura es un terreno desconocido, empeorado ahora que falta incluso el proveedor material de esa familia. La estética del film y la fotografía de Guillermo Nieto remiten al cine argentino de los '60, pero también al melodrama de Michelangelo Antonioni. Mayormente filmado en interiores, con encuadres cerrados, muchas veces dominados por los marcos de puertas y ventanas, encerrando, limitando el accionar de esa mujer. La época, decíamos, minuciosamente recreada no sólo en la ambientación sino también en los personajes, vestuario formal, cabelleras sujetadas, o artificiosamente armadas, y en lo ideológico, por el desgarro que significa la falta del hombre en la estructura familiar. En medio del duelo, surge otro, un hombre posible que podría llenar ese vacío, aun ante las resistencias de Luisa. El film no está exento de toques de humor, como en la genial secuencia de las fotos familiares. Y Marcelo Subiotto es el actor para ese rol, completando un trío excepcional.