Historia mínima de alcance universal Tres películas locales han sido disputadas este año por los principales festivales: Las Acacias, Abrir puertas y ventanas y El premio (esta última no es una producción argentina, aunque la directora, la historia, los personajes, los actores y las locaciones lo son). Todas ellas pudieron verse en la reciente edición de Mar del Plata. Las Acacias se estrena aquí después de haber cosechado premios en Cannes (Cámara de Oro), San Sebastián, Biarritz, Lima, Londres y siguen los éxitos. Las Acacias es una película pequeña pero de logros enormes, una historia simple que aborda temas universales. Un hombre debe trasladar en su camión un cargamento de troncos de acacias desde Paraguay hasta Buenos Aires. El hombre es un solitario, como suelen serlo los de su oficio y tiene su vida organizada a bordo de su vehículo-vivienda. Pero, esta vez, quien lo ha contratado le agrega un extra: una pasajera que además trae una beba consigo. Así comienza esta road movie que, como todas las de su género, resulta un viaje iniciático para esas tres personas. Con escasos diálogos, y en base a miradas, gestos y actos por demás elocuentes, estamos ante una película de climas. Al principio callado, hosco, Rubén (Germán de Silva) no oculta su desagrado, su incomodidad ante esas dos intrusas que han invadido su cabina. Jacinta (Hebe Duarte) lo percibe, y respeta sus silencios, que hace propios, y casi no sostienen diálogo en la primera media hora del film. Recién entonces él le preguntará sus nombres. Será Anahí, la bebita, con su sonrisa encantadora, su mirada expresiva, sus actitudes de simpatía hacia Rubén, quien ayudará a ablandar de a poco la dura coraza del hombre quien, es evidente, vive un vacío emocional y afectivo. Así, va estableciéndose entre los tres un vínculo que al principio parecía impensable. Poco se contarán los protagonistas acerca de su pasado, de sus familias. No hay confidencias, tampoco explicaciones. Y no hacen falta. Sin música ilustrativa, el sonido ocupa una importancia relevante: el llanto de la beba, los ruidos de la ruta, los del propio camión, los silencios, componen una banda sonora pletórica de significados. Es además un film respetuoso de los tiempos, en el que jamás decae la tensión narrativa, y nunca se cae en los lugares comunes. En esta película donde el lenguaje corporal cobra una importancia radical, basta comparar dos momentos similares: cuando Rubén recibe a madre e hija al pie de su camión por primera vez, y cuando, después de una noche y una escala técnica, vuelve a esperarlas junto al vehículo para continuar viaje. Todo su cuerpo expresa la transformación que se ha producido. Rodada en su mayor medida dentro de la cabina, desde una y otra ventanilla hacia el interior, alternando con el enfoque del espejo retrovisor, la película recuerda a las de Abbas Kiarostami, otro director de seres itinerantes, cuyos films también transcurren en gran parte dentro de los vehículos, y también abordan temas universales desde pequeñas historias particulares. Giorgelli ha evidenciado en varias entrevistas la importancia que para él conlleva el tema de la paternidad. Las Acacias, con su sensibilidad, habla de los lazos afectivos, de la solidaridad, de la necesidad de amar, sin otros recursos que una dirección inteligente y dos actores estupendos, nada menos. Y, por supuesto, con las horas que habrá necesitado el equipo de dirección hasta obtener los gestos adecuados de esa niña excepcional.
Nunca es tarde... Poesía para el alma está a la altura de los anteriores films del coreano Lee Chang-dong, como Oasis o Peppermint Candy. Se trata de un melodrama narrado desde el punto de vista de una mujer que, después de los 60 años, decide que quiere escribir poesía. Algo excéntrica, la señora se encarga con dificultad de criar a su nieto, involucrado en un grave hecho de violencia. La protagonista enfrenta objeciones de conciencia, mientras la sociedad parece aceptar el hecho naturalmente. Aunque su salud está deteriorándose, ella despliega gran vitalidad, cuida de un anciano y trata de aportar a su vida otra sensibilidad. Es clave que, cuando empieza a olvidar las palabras, por un proceso de Alzheimer, ella quiera dedicarse a la poesía. El aspecto relacionado con la actividad literaria es quizás el menos logrado o el más ingenuo de este film complejo, que plantea temas como el lenguaje y la incomunicación, el dolor y la culpa, el deber y la reconciliación. Y las diferencias entre las conductas femenina y la masculina. El film habla de la transmutación personal, más allá de la edad las limitaciones, de cómo lo prosaico o lo banal pueden devenir poesía, y todo en manos de una mujer muy simple, que cerca de la vejez empieza a ver el mundo y la vida con una nueva mirada. Un personaje hermoso y muy emocionante, en la piel de la veterana actriz Yun Jung-hee, quien brinda una lección de actuación en un film de gran humanismo.
Mishima a la argentina Luis Ortega siempre demostró tener claro su camino como director. Nunca complaciente, siempre transitando en los bordes, se niega a la narración clásica. En su oportunidad saludamos su opera prima, Caja negra, que marcaba la aparición de un artista muy personal. A lo largo de sus trabajos posteriores, Monobloc y Los santos sucios, ha adquirido un sello propio, con historias mínimas, un buscado hermetismo, escasos diálogos, ausencia de sobreexplicaciones, personajes difíciles, torturados, y un permanente uso del artificio. No es habitual que los directores argentinos contemporáneos se basen en obras literarias para sus films. Pero en este caso, el guión de Verano maldito, de Ortega y Alejandro Urdapilleta, está basado en la novela Muerte en el estío, del japonés Yukio Mishima. Historia de un duelo, la tragedia sobreviene en una familia joven, del alta clase social y económica, frente a su espectacular casa en la playa. En la secuencia mejor filmada de la película, dos de los niños de esa familia desaparecen en el mar, durante una distracción del adulto (Urdapilleta) que está con ellos. Esa tragedia desencadena un proceso de disolución familiar, y la progresiva alteración de la madre (Julieta Ortega), quien ya no confía en nadie, y en particular desarrolla un rechazo hacia su marido (Joaquín Furriel), algo ajeno a su propio dolor. Como en sus films anteriores, Ortega se niega a explicitar verbalmente el conflicto: diálogos ahogados, ausencia de sonido, esos recursos técnicos se complementan con la emocionalidad a flor de piel de sus personajes. Si bien el director exhibe exquisito placer y destreza a la hora de colocar la cámara, logrando planos de moderna belleza, ante su excesivo artificio se siente una creciente sensación de cosa forzada; resulta evidente que cada pieza ha sido puesta allí, de manera muy planificada, que se ha perdido la frescura con la que sorprendió en Caja negra. Fuera de foco, primerísimos planos, juego de espejos y las disonancias del jazz como expresión de la locura creciente son sólo algunos de los elementos que construyen el relato. Julieta Ortega -cuyo personaje lleva su mismo nombre- sabe conjugar su fuerte sensualidad con la expresión del dolor y la locura. Pero puede objetarse que en ella el artificio está llevado al extremo, sobre todo en algunos momentos como durante su siesta, o en el uso de la máscara, o en su vestuario, para no hablar de la escena torpe y gratuita del ménage à trois. Pese a estas objeciones, Ortega logra su objetivo; queda al espectador dar su respuesta ante esta propuesta diferente.
El cuarto film de Radu Muntean confirma la madurez adquirida después de The Paper Will Be Blue y Boogie. El director trabaja una situación arquetípica, como la ruptura de un matrimonio, con una sobriedad y economía admirables. En una sola visión no pude contar los planos, pero calculo que todo el film no tiene más de 15 ó 17, todos exquisitos y precisos. Los actores Mimi Branescu y Mirela Oprisor son marido y mujer en la vida real: ella se destaca en la escena de la ruptura, íntima, sensible, filmada en un solo plano de unos diez minutos, pasando de la placidez matrimonial a la sorpresa, la rabia, y el dolor. A diferencia de sus contemporáneos, Muntean ubica sus dos últimos films en ambientes de la clase media-alta rumana que vive en amplios departamentos, con muebles modernos, tienen los mejores autos, viajan por Europa y consumen como seres globalizados, lejos del socialismo, en una vida burguesa que parecía perfecta, pero que claramente no lo es.
El mundo contra mí ¿Hasta dónde puede llegar la autoindulgencia? Esa es la pregunta que resuena veladamente durante toda la historia de este personaje, relatada a través de los años. Desde la primera imagen, sabemos que Barney no es feliz en su elegante y clásico departamento. Es alcohólico y gordo, está viejo y solo. Llama a su ex mujer en medio de la noche y le satisface despertar a su sucesor. En verdad, su estado actual es resultado de una conducta egoísta que ha sostenido durante toda su vida, que vamos a recorrer en flashbacks alternos. La historia retrocede hasta sus años de juventud, cuando llevaba en Roma una vida de bohemia, alcohol, amigos y una esposa que lo engancha con un embarazo. Cuando comprueba que el hijo –que nace muerto- no era suyo, abandona a la mujer en el hospital. Ella se suicida a los pocos días. De regreso en Canadá, comienza una carrera exitosa como productor de televisión, se casa con una heredera bella pero tonta, en la fiesta de su casamiento conoce al amor de su vida y no descansará hasta seducirla. También tiene su alta cuota de responsabilidad en la muerte de su mejor amigo. Forma una familia pero descuida su matrimonio, con lo cual regresamos a la primera escena. El mundo según Barney -basada en una premiada novela de Mordecai Richler que tuvo cierto éxito en Canadá y los Estados Unidos- trata sobre la mediocridad, pero también sobre la autoindulgencia. Narrado desde el punto de vista del protagonista, presente en todas las escenas, nadie en el film sale de un nivel mediocre, y Barney sobre todo es una persona bastante miserable. Jamás un ejercicio autorreflexivo, jamás un matiz diferente en su conducta autocentrada. Pero he aquí la trampa: así como él tiene una luctuosa autocomplacencia, el film parece perdonarle todas sus agachadas, mantiene la ambigüedad o termina por sentir simpatía hacia él. Y en lo mismo puede caer el espectador: “cálido relato”, “emocionante”, ha dicho la crítica norteamericana, siempre dispuesta a rescatar estos antihéroes, a buscarles la faz redentora. Este film canadiense bien narrado tiene un cast formidable: Paul Giamatti logra una composición del irreductible Barney que le valió un Globo de Oro al mejor actor de comedia -aunque la película no se encuadra en el género, o en todo caso es una comedia muy dramática-, Dustin Hoffman es quien más se luce como su padre, un policía bastante brutal que no parece tomarse nada en serio, y Rosamund Pike da bien una sufrida esposa, que demora en reaccionar ante el egoísmo de Barney, mientras Minnie Driver es una total caricatura, intencional, imagino. Como juego cinéfilo, la película presenta cameos de prominentes directores canadienses, como Denys Arcand, David Cronenberg y Atom Egoyan.
La verdad oculta Ferzan Ozpetek es un verdadero luchador por la causa gay. Su cine está dedicado al tema de la visibilidad u ocultamiento de los homosexuales, su vínculo con la familia y las relaciones familiares en general. Tanto El baño turco como El hada ignorante y La ventana de enfrente abordaban de un modo u otro esta temática, siempre con gracia y simpatía por sus personajes. Tengo algo que decirles insiste en la problemática del coming out, o la revelación de un gay, en este caso un joven de familia burguesa adinerada, que en la visita anual a su pueblo decide blanquear en la cena con sus seres queridos su condición homosexual, decirles la verdad y su deseo de devenir escritor en Roma. Hechos inesperados impiden esa confesión, y el muchacho debe permanecer en el seno familiar y ocupar un indeseado lugar al frente de la próspera fábrica de pastas del padre. Nacido en Turquía, Ozpetek ha desarrollado casi toda su cinematografía en Italia como un continuador de lo mejor de la tradición de la comedia italiana. Como en el cine de Monicelli, Risi o Scola, combina el melodrama con la comedia para trazar un cuadro costumbrista con sabios toques de humor y mucho de melancolía. Más allá de la temática gay, Ozpetek presenta una vez más un retrato amable de una familia italiana y sus vínculos de parentesco, donde el tema de los deseos personales -no siempre aceptados- tienen una importancia radical y en la que cada uno tiene algo que ocultar. Y como en aquel viejo cine italiano, la cámara saca el mejor provecho de su ambiente, las calles de la ciudad de Lecce, al sur de la península. En este film coral, además de Tommaso, el protagonista, un personaje complejo bien interpretado por Riccardo Scamarcio, hay una serie de secundarios muy valiosos, como la sabia abuela (Ilaria Occhini), cuya historia tiene tanto peso como la de Tommaso, y la tía soltera, una compleja mujer que compone Elena Sofia Ricci. Ellas, como el protagonista, son las mine vaganti del título, personas que no se ajustan a los requerimientos de esa sociedad patriarcal, clánica, hipócrita y represora, que quieren hacer la suya y que resultan inclasificables. El mensaje del film deviene obvio por lo repetido: uno debe hacer sus propias elecciones y cumplir su deseo como único medio para ser feliz. Otros personajes, en cambio, están tan subrayados que llegan a la caricatura, como el estereotipo del padre reaccionario y homofóbico, o los amigos gays que llegan de visita por sorpresa. En este punto, el film cambia de tono, deriva hacia la farsa y decae peligrosamente. Y, como en El hada ignorante, Ozpetek no se priva de jugar con la posibilidad de que el gay tenga sus fantasías sexuales con una chica. En suma, una película bien narrada, con una mirada que pretende ser amplia, moderna y políticamente correcta, pero que -tal vez sin querer- encierra algunas prevenciones.
De la trascendencia Son dioses, hijos del Altísimo, sin embargo, morirán como hombres y caerán como príncipes. Me resultó sorprendente, la primera vez que vi este film, encontrar una obra que, lejos de enfocar desde su aspecto político un problema como la presión y violencia ejercida sobre ocho monjes franceses en plena guerra civil de Argelia, se detuviera específicamente en su aspecto religioso. El cine ha derivado últimamente hacia los temas inmanentes, cuando no banales y superficiales, y el crítico ya está horadado por el cinismo imperante en la actualidad. Por esas razones la aclaración. Estamos ante una película religiosa como pocas, auténtica en su espiritualidad, con un respeto por la vocación, con una creencia en la fe insólitas en estos tiempos en que el cine suele bromear con la iglesia, cuando no la ataca frontalmente. El film del francés Xavier Beauvois -ganador del Gran Premio del Jurado en Cannes 2010 y del Cesar a la mejor película, entre muchos otros galardones- retrata una pequeña comunidad de monjes católicos con una reverencia inusitada. Maneja el ritmo con pericia admirable, pautado por el desarrollo de las tareas cotidianas a las que se dedica ese grupo de hombres: la más importante, la atención de los aldeanos por parte de Luc, el médico (el excelente y viejo conocido Michael Lonsdale), la producción de miel, el trabajo en la huerta y en los campos, la cocina, y, marcando el pulso rítmico entre uno y otro episodio, las escenas de cánticos litúrgicos y rezos silenciosos en la capilla. Christian, el líder (Christopher Lambert), tiene a su cargo la coordinación del grupo y la relación con los líderes musulmanes de la aldea que rodea el monasterio, ubicado en lo alto de un cerro de los montes Atlas. Rodeados de un estallido de violencia (por un lado, un grupo guerrillero invade el monasterio dos veces para pedir auxilio médico y, por otr,o el ejército, conociendo estos hechos, primero les ofrece protección y luego los urge para que vuelvan a Francia), los monjes viven en un estado de amenaza permanente. Si bien la escena de la última cena tiene un enorme impacto emotivo, prefiero como sobresaliente el momento en que un helicóptero sobrevuela el monasterio, ominosamente, mientras los monjes cantan más fervorosamente que nunca, entrelazados, orando por su vida. Verdadero cuerpo social, esos monjes trapenses debaten el principio de comunidad, discuten sus distintas opiniones, entre irse o permanecer. Quienes temen por su vida serán de a poco convencidos por los otros, los que creen que huir es morir, que su tarea allí no ha terminado, y saben que ellos representan el sostén de la colectividad árabe que los rodea. En esa comunidad hay variados tipos, no falta el que siente flaquear su fe, como Christophe (Olivier Rabourdin), en plena crisis de silencio de Dios, ni el de firmes convicciones, como Luc, factor de decisión y determinación en el grupo. Michael Lonsdale aporta toda su contundencia para un rol consagratorio, si es que aún le hacía falta. Pero en este film coral, todas las actuaciones son extraordinarias. Y la fotografía de Caroline Champetier es tan expresiva en los planos medios de los monjes como cuando toma esas panorámicas del paisaje circundante. El punto de apoyo de De dioses y hombres es su aspecto religioso, tema al cual no estamos acostumbrados hoy. Los monjes creen en la palabra de Jesús, (“Quien desea conservar su vida la perderá, y quien la pierda, la conservará”). Toda vez que se reúnen en la capilla, los cánticos y rezos están relacionados con el acontecer. Los monjes serán mártires “por amor y fidelidad”. Es interesante la cita de Pascal en boca de Luc: “Los hombres jamás hacen el mal tan completa y alegremente como cuando lo hacen por convicción religiosa”. Por otra parte, en estos momentos de candente anti islamismo en el mundo occidental, se establece en el film una diferenciación explícita entre el Islam y quienes lo distorsionan. Aunque por cierto hay elementos de la actualidad, aunque hay referencias claras a la responsabilidad del colonialismo francés en la violencia imperante, aunque se trata de hechos que tuvieron gran repercusión en Francia en los ´90, el film transmite cierta atemporalidad, se presta a la sugerencia de que ese estado de cosas no tiene fecha ni lugar determinado, es universal y permanente. Y que siempre existen almas religiosas como éstas, entregadas a una vida diferente.
Simplemente amigas Cada año, el BAFICI presenta algún producto surgido de la Universidad del Cine que da que hablar, que genera polémicas: en esta 12ª edición le toca el turno a la opera prima de Delfina Castagnino, quien ha trabajado como asistente o montajista en películas tan disímiles como Luego, El amor (primera parte), Los muertos, Liverpool y Todos mienten, con cuyo equipo se la identifica. La historia tiene lugar en el Sur, pero no se va a esa zona en busca de la identidad ni huyendo de algo, como ya es un tópico recurrente en el último cine argentino, sino que dos amigas se reencuentran allí cuando muere el padre de una de ellas. Una acompaña el duelo de la otra y aprovecha ese tiempo para tomar distancia de una relación que pasa por un mal momento. Lo que más quiero es el relato de ese encuentro, de esos días de convivencia, de charlas compartidas, de finales. Filmada en base a unos pocos y largos planos secuencia fijos o con poco movimiento de cámara, asistimos a varias situaciones cotidianas, banales algunas, más dramáticas otras. Las mismas pueden resultar algo vistas, pueden recordar el cine de Ezequiel Acuña o el de Matías Piñeiro, pero, sin embargo, con respecto a ellos, esta opera prima elige apoyarse en los sentimientos de las protagonistas, lo cual le da a la historia una carnadura, un grado de emocionalidad poco frecuente en el cine argentino realizado por los más jóvenes. Por otro lado, estamos frente a un film medido, poco pretencioso, y no es éste el menor de sus méritos. María Villar ya había demostrado su talento y simpatía en El hombre robado y Todos mienten, y Pilar Gamboa se revela como una actriz a esa misma altura. Son particularmente logradas la escena entre Villar y Esteban Lamothe, una larga charla sobre la actuación, filmada completamente en un solo plano, y el episodio final entre las dos chicas, ídem. No menos importante resulta el trabajo con la imagen, de una belleza mesurada en un entorno bucólico, que nunca cae en la tarjeta postal ni en el afiche turístico. El soporte digital desmerece un poco la bella fotografía de Soledad Rodríguez, lo cual hace desear su paso a 35 milímetros. Esta es una oportunidad para destacar el excelente trabajo de los equipos técnicos que se observa las películas argentinas que participan en el BAFICI: en mi opinión, tanto la fotografía de Fernando Lockett en Secuestro y muerte, la de Gerardo Silvatici en El recuento de los daños, y la de Agustín Mendilaharzu en Ocio tienen en común ser el aspecto más admirable en cada uno de esos films. En cuanto a Delfina Castagnino, promete ser una tarea interesante seguir su trayectoria como directora.
Otro pueblo chico con infierno grande La opera prima de Sergio Teubal está basada en la novela El dedo, de Baldomero de Alberto Assardourian. Esta comedia negra postula un costumbrismo a ultranza, aplicado a una historia con fuerte intención de alegoría, ubicada en un pueblito de Córdoba. Allí, Florencio, el almacenero, y su hermano Baldomero son figuras referentes de una comunidad pequeña. La trama transcurre 1983, y es el regreso a la democracia. El hombre fuerte del pueblo (Gabriel Goity) ya sueña con ser intendente y, de allí, pasar a la gobernación. Pero Baldomero amenaza ser un fuerte contrincante, hasta que un duelo de honor lo deja fuera de la competencia. Es su dedo, entonces, quien toma vida propia y lo reemplaza en el favor popular. Fabián Vena juega su rol supeditado primero a su hermano, y a su dedo después, con la máscara de Buster Keaton: nunca una sonrisa, siempre esa firme determinación. El elenco lo completan Martín Seefeld, Mariana Brisky, Mara Santucho y Roly Serrano, todos correctos, y Goity se destaca como el factotum. Y el dedo, digitando el destino de los pueblerinos. El film es esquemático, simpático por momentos, demagógico y con fuerte color local. No obstante, encontrará su público entre quienes gusten verse representados en ese pueblo chico.
En busca del tiempo perdido El film canadiense Incendies ha generado una respuesta de considerable importancia, con críticas elogiosas en todo el mundo y la candidatura al Oscar extranjero. Basado en la obra teatral del nativo libanés Wajdi Mouawad, emigrado a Canadá, es el tercer film del quebequés Denis Villeneuve y el primero suyo en estrenarse en los cines de Argentina. Se trata de un visceral melodrama familiar con trasfondo bélico: al morir su madre, Nawal, emigrante en Canadá proveniente de un país nunca nombrado de Oriente Medio, los gemelos Simón y Jeanne Marwan reciben del escribano amigo de la familia dos sobres que su madre les ha legado para que se los entreguen a su padre, al que creían muerto en la guerra, y a su hermano, de cuya existencia ellos nunca habían tenido noticias. Jeanne, que es matemática, acababa de recibir un consejo de su maestro: no comenzar un problema a partir de datos desconocidos. No obstante, la hija parte inmediatamente en busca de lo que no conoce, a investigar el paradero de su padre, en una suerte de viaje al pasado, ya que en la tierra natal de su madre conocerá su durísima historia, que ella nunca les había revelado. Por su parte, Simón no accede fácilmente al pedido póstumo, resentido con una madre que siempre ha actuado extrañamente. Pero cuando Jeanne toma conocimiento de hechos reveladores que los involucran directamente, él se le une en ese viaje iniciático hacia los propios orígenes. Villeneuve -y el autor de la obra, Moawad- trabajan Incendies como un thriller de investigación, a la manera del Edipo Rey de Sófocles, para llegar a la revelación de la propia identidad. Estructurada en varios capítulos que se desarrollan en distintos tiempos, a medida que los hijos avanzan desde el presente hacia el pasado de su madre, se despliega la historia de Nawal en flashbacks paralelos. Villeneuve adhiere así a la tendencia actual de contar una (muy larga) historia en diversas líneas narrativas, evitando la dirección única. Embarazada por amor siendo muy jovencita, su familia le arrancó a Nawal el niño por haber quedado deshonrados, y ella debió ir a la ciudad a educarse. Allí se compromete políticamente y años después, estallada la guerra civil, parte tras ese hijo que ha quedado en zona de guerra, a quien busca por años. Nawal pasa años en prisión, donde es sometida a todo tipo de vejaciones, a pesar de lo cual ejerce su resistencia cantando en su celda, por lo que se la conoce como La Mujer Que Canta. La actriz Lubna Azabal encarna a esta mujer en tres momentos muy diferentes de su vida, y pasa de la pureza inicial a la fuerza combativa, y de allí al desasosiego del fin de su vida, cuando la verdad se le muestre tan tremenda que sólo el amor podrá sobrellevarla, rompiendo el hilo de la cólera. Se dice en un momento que no se puede desafiar lo inevitable. Incendies puede ser leída como el desarrollo de un mito moderno sobre los lazos de sangre, inspirado en los griegos, aunque por momentos derrapa peligrosamente hacia el culebrón. La omisión el nombre del país donde transcurre la tragedia apunta a hacer de la historia un conflicto universal. Por supuesto puede tratarse del Líbano, que sufrió una guerra civil desde los ´70 a los ´90, pero también se ve escrito en un vidrio el nombre de Palestina, y varias veces vemos la bandera de ese país, los nombres de las ciudades mencionadas pertenecen a distintos países árabes, pero en realidad las amplias y bellas panorámicas fueron filmadas en Jordania, donde existe realmente el campo de refugiados que se ve en el film. Hasta las coincidencias, que podrían resultar poco realistas, poseen un valor mítico. Por otro lado, son muchos los países asolados por guerras de religión, con sociedades paralizadas por el horror. Las devastadoras consecuencias de la guerra –civil, para colmo- superan lo que el ser humano estaría dispuesto a tolerar. El film carece de sutilezas: masacres, violaciones, torturas, todo parece haber atravesado el cuerpo de Nawal, a quien sus hijos conocen íntimamente por primera vez después de su muerte. Por sobre todo, estamos frente a una elocuente película sobre la desolación de la guerra, que mueve a la reflexión.