"Suzume", el animé en su mejor expresión El director vuelve a demostrar aquí que es mucho más que “el heredero” de Hayao Miyazaki. Shinkai utiliza la fantasía para buscarle una explicación a las tragedias colectivas de su país, pero lo hace imaginando un mundo espiritual arraigado en la naturaleza, en permanente convivencia con el plano humano de la existencia. El estreno de Suzume, nueva película del cineasta japonés Makoto Shinkai, no solo lo confirma como un referente ineludible del animé en la actualidad, sino que al mismo tiempo abre la discusión acerca del uso del término “heredero”. El mismo se ha vuelto un lugar común para englobar a figuras emergentes de talento variable dentro de distintas disciplinas, que comparten ciertas características con algún personaje destacado en el área en la cual se desempeñan. El concepto tiene una larga tradición en el cine y el propio Shinkai aún carga con el peso de ser considerado “el heredero” de Hayao Miyazaki (genio del animé de 82 años, todavía activo), aunque el valor de su propia obra amerita que se lo saque de la categoría de eterno aspirante y se lo admita en el panteón de los grandes maestros del género. Como indican las reglas del animé, la acción de Suzume se desarrolla en el Japón, con un abordaje naturalista cuyo realismo se verá alterado por la aparición de un elemento fantástico que revelará la existencia de mundos paralelos. Lejos de la idea hoy omnipresente de los multiversos, plaga del Hollywood contemporáneo, estos mundos no tienen un origen que busque ser explicado por la ciencia, sino que están vinculados con una idea de lo espiritual de potente raigambre en la cultura nipona. Como ocurría con películas anteriores de Shinkai, como Your Name (2013) o El tiempo contigo (2019), el imaginario sintoísta es central en el argumento de Suzume. A tal punto que, sin llegar a ser una película religiosa, es imposible no percibir ese motor detrás de su historia. Suzume es una adolescente que perdió a su madre en un terremoto, siendo una nena. La película empieza con un sueño recurrente en la que la pequeña Suzume busca desesperada a su mamá entre las ruinas del pueblo y a la que finalmente encuentra en una idílica pradera. Ya despierta y camino al colegio, la chica se cruza con un joven extraño por el que se siente atraída; este le pide indicaciones para llegar a unas ruinas. Deslumbrada, Suzume decide seguirlo a escondidas y así descubre en un domo derruido una puerta que parece conduce a un lugar como el de su sueño, pero al que no puede acceder. Shinkai maneja con fluidez tanto la cuestión relativa a la tensión sexual que surge entre la chica y el extraño (elemento tradicional del animé) como la introducción de lo fantástico. De vuelta en la escuela, Suzume y sus compañeros reciben una alerta sísmica y enseguida la protagonista ve emerger de la montaña una especie de gusano gigante, justo en el lugar donde están ubicadas las ruinas que acaba de visitar. Pero solo ella puede verlo. Asustada, corre de regreso, y ahí encuentra al joven tratando de cerrar la puerta que ella dejó abierta, por donde el gusano de la otra dimensión se ha colado en esta. Suzume lo ayudará y luego él le explicará que la caída de esos gusanos gigantes que nadie puede ver sobre la tierra es lo que produce los terremotos que suelen azotar a Japón (uno de los territorios más sísmicos del mundo) y que su tarea es mantener esas puertas cerradas para evitarlos. Una vez más, un artista japonés utiliza la fantasía para buscarle una explicación a las tragedias colectivas de su país. Pero lo hace desde la lógica sintoísta, imaginando un mundo espiritual arraigado en la naturaleza, en permanente convivencia con el plano humano de la existencia. Lejos de cualquier solemnidad, Shinkai consigue que los elementos religiosos de la historia se conviertan en el origen de una aventura. Una que el director y guionista irá contando sin despreciar el humor y el absurdo como recursos para que el relato avance con fluidez. Un gato encantador que desencadena terremotos, una sillita parlante y fugitiva, una tía sobreprotectora y otros personajes inesperados hacen que la película, la séptima dentro de la filmografía de Shinkai, se vuelva un mecanismo narrativo perfecto. Una novedad más que grata para iluminar una cartelera comercial cada vez más predecible, reiterativa y uniforme.
"Super Mario Bros", llega al cine el súper hit de los videojuegos. Super Mario Bros es algo así como el GOAT (Greatest of All Times) de los videojuegos. Nave insignia de la casa japonesa Nintendo durante la época de oro de los juegos arcade (lo viejos “fichines”) y la guerra de las consolas, que la empresa mantuvo en la década de 1980 con competidoras como Sega o Atari, la saga de Super Mario es la más vendida de la historia de esta industria cada vez más redituable. Como se sabe, hace rato que el cine se convirtió para el mundo de los juguetes en un aliado fundamental, casi una unidad de negocios paralela que busca explotar en la gran pantalla los productos más exitosos entre los chicos. Por eso el estreno de Super Mario Bros: La Película, adaptación animada del universo del videojuego, no solo no es una sorpresa, sino que tampoco es el primer intento que la compañía nipona hace para instalar su franquicia en el cine o la tele. Sin embargo parece que será esta versión 2023, después de varios intentos fallidos, la que conseguirá el objetivo. Atrás queda la película de 1993, que no fue animada, sino que tenía a Bob Hoskins en el papel del pequeño plomero de ascendencia italiana y a John Leguizamo como su hermano Luigi. Mientras que el papel de Bowser, archienemigo de los héroes, lejos de ser una tortuga mutante era el sacado de Denis Hopper con un peinado parecido al de Max Headroom. Unas líneas más arriba se usó el adjetivo “fallida” para calificar a esta producción, pero después de recordarla bien y pensándolo un poco mejor, el calificativo más justo sería “malísima”. Con la vara tan baja, no era difícil hacer una mejor adaptación. En el clásico videojuego este par de hermanos plomeros debían rescatar a la Princesa Peach del Reino Champiñón, de las garras de Bowser, que la tenía secuestrada. Para ello debían enfrentar diversos retos atravesando pasarelas y sorteando obstáculos, con el hoy famoso leitmotiv musical de 8 bits de fondo. Lejos de querer innovar con el riesgo de malograr otra oportunidad, la historia de la nueva Super Mario Bros no hace otra cosa que crear situaciones en torno a esta simplísima estructura sinóptica, haciendo que el relato avance a partir de ellas. La película logra ser correcta, sin mayores méritos que destacar más allá de los técnicos. El resto hace pie en un humor esquemático, diseñado para funcionar en dos niveles. El primero es el del público infantil, que puede o no estar interiorizado en el universo del juego, en tanto responde a un estándar del cine animado industrial de probada eficacia dentro de ese target. El segundo nivel es el de los fanáticos: por un lado aquellos que crecieron jugando al Super Mario; por el otro los conocedores de ese terreno cada vez más grande de la cultura popular que es el mundo del gameing. Serán ellos los que más disfrutarán de la larga lista de referencias a este y otros juegos históricos de Nintendo. Más allá de eso, poco, pero alcanza para ir empezando a pensar en la secuela.
"Los cinco diablos": una chica con olfato A partir de una mixtura entre psicología y superstición, que la directora balancea de forma precisa, la película trenza las historias de sus personajes, entreverando conflictos personales con traumas colectivos. Cuando alguien posee la capacidad de conectar con niveles de la realidad que exceden lo sensible –si es que tal cosa es posible—, se zanja la cuestión atribuyendo dicha facultad a un sexto sentido. Esto sucede tanto en el mundo real como en ese multiverso cotidiano conocido como “el cine”, dimensión paralela dentro del cual se mantendrá este texto para no complicar (más) las cosas. También puede ocurrir que sea uno de los cinco sentidos de los que gozan la mayoría de las personas el que funcione como un portal hacia esos planos divergentes de la consciencia. Es lo que ocurre en Los cinco diablos, segundo trabajo de la francesa Léa Mysius, con la pequeña Vicky, una nena de 10 años dueña de un olfato súper desarrollado que le permite reconocer personas, objetos y lugares solo por el olor. Suele decirse que el olfato, como ninguno de los otros cuatro sentidos, es capaz de transportar a las personas a lugares o situaciones distantes en el tiempo y el espacio, pero arraigadas con fuerza en la memoria, aunque no siempre en un plano consciente. Y algo de eso hay en esa capacidad innata que Vicky se ha encargado de potenciar. Solo que la película toma esa referencia de forma literal, para llevarla todavía más lejos a partir de un dispositivo fantástico. La niña, hija del matrimonio mixto que integran Joanne y Jimmy (ella es blanca y él negro), esconde en su cuarto diversos objetos a los que clasifica por su olor en frascos rotulados. Pero las etiquetas no hacen referencia al objeto guardado, sino a aquello que su olor evoca en su complejo archivo olfativo. Entre esos frascos hay un par, rotulados como “Mamá 1” y “Mamá 2”, en los que ella guarda los restos de la crema de ordeñe con los que Joanne se unta el cuerpo para poder nadar en el lago helado del pueblo alpino en el que viven. A partir de una mixtura entre psicología y superstición, que la directora balancea de forma precisa, Los cinco diablos trenza las historias de sus personajes principales, entreverando también los traumas colectivos y personales que interfieren en los vínculos emotivos que se tejen entre ellos. A los tres miembros de la familia hay que sumarle a Nadine, una amiga de la infancia de Joanne con la que trabajan en el natatorio del pueblo, que lleva sobre su piel las marcas que el fuego le dejó en un confuso incendio ocurrido varios años antes de que Vicky naciera. Y a Julia, hermana de Jimmy, que regresa al pueblo luego de más de diez años de ausencia, pero que por alguna razón Joanne rechaza. A partir de oler un misterioso líquido que la recién llegada guarda en la cartera (y que la niña roba para poder conservar el olor de su desconocida tía, a la que desprecia siguiendo el ejemplo materno), Vicky caerá en breves desmayos que la transportan a momentos del pasado que forman parte de la memoria de los otros, en especial de Joanne y Julia. Dispositivo que además funciona como un recurso narrativo ingenioso para integrar los flashbacks al relato. Los cinco diablos admite diversos puntos de vista y tanto puede ser abordada como un drama familiar, como un coming of age algo retorcido, o como un relato fantástico que incluye viajes en el tiempo, brujería y hasta breves momentos muy cercanos al terror. Resulta asombroso como la película funciona bien en cualquiera de estos registros. Una de las claves está en el carácter alegórico de los elementos fantásticos que enriquecen un abordaje realista. Así, la brujería no sería más que el modo en que un niño intenta intervenir sobre los adultos, para alcanzar el capricho de hacer que el mundo coincida con sus deseos. De igual modo, las incursiones en el pasado de su madre son una gran herramienta para ilustrar la forma en que la percepción de los hijos es moldeada por el punto de vista de los padres. Pero si todo esto resulta positivo es por la forma en que Mysius lo utiliza para mantener en estado plástico las emociones de sus personajes, que, conociendo su propio dolor, serán capaces de empatizar con el ajeno.
"Calabozos y dragones: honor entre ladrones": aventuras con algo de spaghetti western Aunque no hay ninguna novedad en la película, las fórmulas son usadas de manera apropiada, con un gran manejo del tempo y el ritmo. Nueva adaptación del famoso juego de mesa, piedra basal del hoy vasto universo de los juegos de rol, Calabozos y dragones: honor entre ladrones resulta una sorpresa grata. Primero, porque el balance del subgénero de películas derivadas de juegos y juguetes sin dudas resulta negativo, ecuación que pone a esta del lado de las honrosas excepciones. Todo lo contrario de lo que ocurrió con la primera película realizada a partir del juego, estrenada sin gloria en 2000 con Jeremy Irons al frente del elenco. De estética medieval fantástica, repleta de personajes mágicos y criaturas míticas, entre las que sobresalen (pero no mucho) los dragones del título, la película evita algunos lastres que suelen cargar aquellas que transitan el relato épico: no se toma a sí misma demasiado en serio y evita la molesta solemnidad omnipresente en el género. Ya la primera secuencia deja bien claro cuál será el tono que regirá la narración. Un orco es trasladado a una cárcel de alta seguridad del medioevo, donde todos están aterrados con su presencia, incluidos guardias y prisioneros. Pero la abominación es trasladada hasta una celda donde la esperan dos compañeros: un hombre joven que teje tirado en su catre y una mujer que come en silencio un trozo de carne mal asada. Sin inmutarse ni dejar de tejer, el tipo le da la bienvenida al nuevo inquilino, describiéndole de forma escueta las nulas comodidades del lugar. Pero el orco prefiere prestarle atención a lo que identifica como una hembra más con la que podrá saciar por la fuerza sus deseos más básicos. Sin embargo, después de relamerse en la cara de la chica, el urso acabará recibiendo de parte de ella una paliza express, cuya violencia no le impedirá seguir comiendo una vez terminada la faena. El truco de revelar potencia física en el personaje del que menos se la espera es viejo, pero acá funciona como si fuera la primera vez que se lo utiliza. Esta última línea podría desempeñarse bien como resumen básico del resto de la película: aunque no hay ninguna novedad, las fórmulas son usadas de manera apropiada, con un gran manejo del tempo y el ritmo, y hallando siempre algún subterfugio que sirva para renovar su eficacia. La historia, por supuesto, es una mera excusa para poner en marcha los engranajes de la acción. Se trata de una película de aventuras con algo de spaghetti western, pero también de heist movie, donde un grupo de antihéroes, cada uno con una habilidad específica, debe colarse en una ciudad fortificada. El objetivo: robarse el botín que el malvado lord de turno y antiguo miembro de la banda piensa recaudar durante una serie de juegos que tendrán lugar en un coliseo de características también fantásticas. Hay un detalle fundamental para hacer que la receta cuaje: sus protagonistas. Porque no alcanza con un guion sólido y eficaz, sino que es necesario dar con los intérpretes adecuados y ese es otro de los aciertos de esta nueva versión de Calabozos y dragones. Por un lado está el enorme Hugh Grant, auténtico maestro contemporáneo en el arte de la comedia, pero también en el de componer villanos malísimos a los que es imposible detestar. También se destaca Michelle Rodríguez, especialista en interpretar a chicas duras, pero esta vez sumándole buenas dosis de humor a cara de piedra. Y lo más importante, Chris Pine, que ocupa simultáneamente los roles de cabeza de elenco y líder de esa banda de ladrones con todo para perder. Aunque tal vez se trata del menos popular de los cuatro Chris que en la actualidad se ubican en la cima de las estrellas de Hollywood (los otros tres son Evans, Hemsworth y Pratt), Pine vuelve a mostrar una gran capacidad para la comedia, donde se luce tanto en la faceta física como en la verbal. Así, es capaz de ejecutar con la misma gracia una pirueta torpe como de lanzar afilados one-liners para hacer que den ganas de acompañar a su personaje hasta el final de la aventura.
"El hijo", de Florian Zeller: manipuladora y estructuralmente endeble La historia está llena de situaciones en apariencia mal resueltas, pero que en realidad son funcionales al objetivo final: crear el caldo de cultivo para una tragedia anunciada con bombos y platillos. Tras el éxito que significó su trabajo anterior y ópera prima El padre, por la que Anthony Hopkins recibió su segundo Oscar en 2022 a los 83 años (el ganador más longevo en la categoría de Mejor Actor), el director francés Florian Zeller decidió que su segundo largometraje continuara explorando la senda de los vínculos familiares atravesados por el drama. Y eso es lo que vuelve a hacer en El hijo. Ambas películas podrían guardar alguna relación argumental. Como si formaran parte de una proto saga minimalista en la que las historias apenas se entrecruzan en la superficie del relato, pero que le permiten al espectador forjar sus propias teorías más allá de lo que estrictamente se ve en la pantalla. Zeller vuelve a proponer un film de cámara, muy atento a los detalles íntimos, a la forma en que los personajes se relacionan y a las redes emotivas que estos tejen entre sí. En este punto se puede pensar que el relato se articula a partir de una suerte de efecto mariposa emocional, en el que las decisiones que toma cada uno de ellos de forma inevitable acaban por impactar y determinar las acciones de los otros. Un movimiento que en principio parece fluir en dirección descendente, de padres a hijos, pero que acabará por adquirir la forma circular de un sistema de retroalimentación, en el que cada uno recibirá lo que dio, una fórmula que acá solo es entendida en su variante más negativa y fatal. Peter es un empresario exitoso, divorciado y vuelto a casar, que tiene un hijo adolescente con su primera mujer y otro recién nacido con la segunda. Pero la separación afectó mucho a Nicholas, el mayor, quien más o menos desde el nacimiento de su hermanito comenzó a manifestar cierta inestabilidad emocional. Para estar más atento, Peter trae a Nicholas a vivir a su casa, lo cual dará pie a una serie de situaciones que los obligan, en especial al padre, a revisar el vínculo y el lugar que ocupan en él. Zeller vuelve a incluir una afección mental ligada al período vital que atraviesan sus protagonistas como parte de la ecuación narrativa. De esta forma, si en El padre al personaje de Hopkins lo aquejaba la demencia senil, en El hijo Nicholas padece de una severa depresión adolescente que le impide establecer relaciones saludables con su familia y con el mundo. El problema de El hijo surge de su guion, de la forma inverosímil en que construye a los personajes, que no solo deben lidiar con sus problemas cotidianos sino con su propia ineptitud. La historia está llena de situaciones en apariencia mal resueltas, pero que en realidad son funcionales al objetivo final: crear el caldo de cultivo para una tragedia anunciada con bombos y platillos. Si a eso se le suman algunas actuaciones signadas por el exceso y se le resta cierto componente fantástico que Zeller había usado con buen pulso en El padre, el resultado es una película tan manipuladora como estructuralmente endeble.
"John Wick 4": una estética que remite al mundo del cómic. Vista en retrospectiva, la trayectoria que comenzó con John Wick, la original, estrenada en 2015 con el título de Sin control, resulta al menos sorprendente. No solo por la forma en la que una película que parecía ser una del montón, dentro de un género siempre prolífico como es el de la acción, acabó por cimentar una de las sagas más exitosas del siglo XXI (y una de las más entretenidas). También por la eficacia con la que maneja sus recursos, que a simple vista pueden parecer pocos y muy básicos, pero que en realidad contienen a la esencia misma de lo cinematográfico: la pasión por el movimiento. Y John Wick 4 llega a los cines para confirmar todo eso que los tres episodios previos ya habían sembrado y cosechado. Un “todo” que no solo incluye los aciertos, sino también algunas debilidades estructurales que, hay que reconocerlo, nunca consiguen que la nave pierda su rumbo, muchos menos hacer que naufrague. Dichas debilidades tienen que ver con la simpleza argumental que sostiene a las cuatro partes, en las que lo que pasa no es demasiado, aunque en pantalla la acción transcurre sin pausa. John Wick (Keanu Reeves) es un sicario que abandonó el oficio por amor, pero que poco después de casarse quedó viudo. En Sin control un grupo de ladronzuelos de poca monta se mete en su casa para robarle el auto y ante su pasividad le terminan matando al perro, regalo de la difunta, solo por diversión. Eso volverá a encender el instinto asesino de Wick, quien se pasará esa y las dos películas siguientes matando a todo el que se cruce, por lo general colegas, pertenecientes a los distintos clanes que integran una organización que nuclea a todos los criminales del mundo. El objetivo es derrotar a ese sindicato al que una vez perteneció, para volver a ganarse el derecho a dejar de matar. El cuarto capítulo de la historia encuentra a John Wick una vez más tratando de llegar a los que pusieron precio a su cabeza, para terminar con el asunto de una vez por todas. La película vuelve a estar llena de escenas cuyos motores son, por un lado, el simple body count, es decir, el conteo de muertos por minuto que el protagonista es capaz de dejar a su paso. Por el otro, las formas ingeniosas, violentamente divertidas, con las que Wick realiza su trabajo. Es cierto que a pesar de eso los primeros 100 minutos se hacen largos, pero los últimos 40 vuelven a ser un festival de cine. Una oda al movimiento donde la violencia es el combustible del relato, necesario para poner en escena algunas secuencias con características de prodigio. Los planos secuencia cenitales dentro de una casona abandonada o las escenas realizadas en las interminables escaleras que llevan a la iglesia del Sagrado Corazón de París resultan tan estimulantes y entretenidas, como cautivantes y cinematográficamente complejas. Con una estética que remite al mundo del cómic, John Wick 4 cierra con dignidad una saga que volvió a mostrar que es posible narrar con gracia desde el puro movimiento.
"El engaño": espiral de descenso a diversos infiernos Aun con alegorías algo gruesas y retorcidas vueltas de tuerca, el director logra que el relato se vuelva atrapante. Coproducción franco árabe de origen tunecina, El engaño resulta un híbrido construido sobre diversas superposiciones entre Oriente y Occidente. La película comienza con los Ben Youssef disfrutando de un fin de semana en el campo con amigos. Fares y Merien son una pareja cuyo hijo de 10 años Aziz viene a completar el modelo de la perfecta familia feliz. De regreso a casa, viajando por una ruta que atraviesa el desierto, el auto familiar queda en medio de una emboscada terrorista y apenas consigue huir, aunque no sin consecuencias: una bala perdida alcanza a Aziz, comprometiendo gravemente su hígado. A partir de ahí comenzará una deriva trágica que pondrá patas para arriba la vida de los tres. Desde lo argumental, ese comienzo muestra a los protagonistas llevando una vida occidentalizada. No hay velos, burkas, ni diferencias notorias entre hombres y mujeres, se cuentan chistes religiosos, se bebe alcohol, se habla francés. Nada parece dar cuenta de una tradición árabe radical en el círculo en el que se mueven los Ben Youssef. Incluso la acción podría transcurrir en alguna estancia de la campiña francesa. Sin embargo, cuando el drama se desata también comienza un espiral de descenso a diversos infiernos, que revelará de forma progresiva todo lo que había sido eludido o permanecía oculto en aquellas primeras escenas. En términos narrativos es posible identificar un esquema en el que ambas visiones del mundo también conviven y, por momentos, chocan o se contraponen. De esa manera, si el comienzo es asimilable a las formas del cine occidental (en especial al de cierto cine naturalista francés), a medida que el relato avanza se van haciendo visibles otros modos que hacen pensar en las formas de representación de la cinematografía árabe. No es extraño que este tipo de cruces tengan lugar en una película de Túnez, uno de los países más progresistas dentro del mundo árabe, por delante de algunos de sus vecinos en el norte de África. Para la mirada crítica, El engaño (título local que muestra más de lo que sugiere el original Un fils, Un hijo) también presenta un carácter dual. Por un lado pretende abarcar demasiado, recorriendo todo el arco de preocupaciones de la progresía árabe. Aspiración que incluye alegorías algo gruesas y genera no pocas situaciones que tienden a la gratuidad o el exceso. En ese terreno, la labor del cineasta tunecino Mehdi Barsaoui llega a recordar por momentos al cine del mexicano Alejandro González Iñárritu y su moralismo de alto impacto (ver Babel, 2006). Con todo, el director logra que el relato se vuelva atrapante, incluso con las retorcidas vueltas de tuerca que les van cortando las salidas a Fares y Merien. A pesar de eso, y acá radica la gran diferencia con Iñárritu, Barsaoui construye una escena final delicadamente conmovedora y empática con sus personajes, que lo redime de haberlos hecho pasarla tan mal durante 90 minutos.
"Scream 6", cada vez más circular De manera inevitable, las típicas referencias de la saga se miran cada vez más en el espejo. Sin llegar a estropear del todo el resultado, el mayor error es abandonar el tono caricaturesco. Como ocurre con otros exponentes del género slasher, el de Scream es un universo expansivo y expansible. Así lo confirma el estreno de su sexta entrega, que vuelve a tener como protagonistas a cuatro de los sobrevivientes del episodio anterior, dos parejas de hermanos. Por un lado están las Carpenter, Sam y Tara, que resultaron ser hijas del asesino de la película original de 1996, dirigida por Wes Craven. Por el otro, sus amigos, los hermanos Mindy y Chad Meeks-Martin. Pero también reaparecen figuras de episodios previos, como el personaje de Hayden Penettiere o la periodista de televisión Gale Weathers, interpretada por Courtney Cox, la única presente en el reparto de todas las entregas. Esta vez no es de la partida Neve Campbell, gran protagonista de la serie, quien se bajó del proyecto por sentir que el salario que se le ofrecía para volver a encarnar a Sydney Prescott no se correspondía con lo que ella le aportó al mundo de Scream durante 25 años. Como es costumbre en la saga, el episodio 6 vuelve a estar lleno de referencias e hipervínculos que remiten a clásicos y películas de culto dentro del género, detalle que una vez más la convierten en una especie de trivia para fanáticos. La nueva entrega también confirma la decisión de hacer que el universo creado por el guionista Kevin Williamson se pliegue cada vez más sobre sí mismo. Lo cual tiene lógica: si una de las grandes contribuciones que hizo Scream al cine de terror fue su carácter metadiscursivo, resulta esperable que, con más de un cuarto de siglo aportando al imaginario slasher, la saga se vuelva una referencia para sí misma. De esta forma, su curva narrativa tiende cada vez más a la circularidad, hecho que se vio potenciado por la inclusión de Stab ("Apuñalar"), una saga similar basada en los “hechos reales” que tienen lugar dentro de los episodios previos, una especie de Scream dentro de Scream que mantiene su presencia desde la tercera película. Lo mencionado hasta acá hace que a priori Scream 6 pueda resultar de interés para los acólitos, en tanto el guión introduce pequeñas variantes sin alterar las leyes propias del universo. Pero todo eso que se menciona como atributos positivos también puede provocar reacciones en el sentido opuesto, en tanto es cierto que la película no hace otra cosa que traer, de forma más o menos imaginativa, un poco más de lo mismo. Con menos slapstick, es cierto. Ghostface siempre fue como el Coyote, en tanto suele recibir numerosos golpes de parte de sus víctimas cada vez que entra en acción y la saga nunca ocultó el costado caricaturesco del asunto. Hasta ahora, lo cual representa una pérdida clara. En la dirección contraria, los asesinatos tal vez sean los más brutales y explícitos en relación a los que ya se vieron en las cinco películas previas, reforzando la herencia italiana del linaje slasher. Que no deja de ser una forma retorcida del humor físico.
"Creed III", sin Rocky pero con dignidad La novena entrega de la saga iniciada en 1976 exhibe un buen trabajo de dirección y una puesta del boxeo que le da lustre a una estructura dramática ya conocida. Nueva posta de un recorrido que ya acumula nueve paradas y que se ha desarrollado a lo largo de 47 años, sumando los seis episodios de la saga que tiene al boxeador Rocky Balboa como protagonista y los tres de Creed, un spin off subsidiario de aquella otra, Creed III representa un aporte de valor a este universo creado por Sylvester Stallone en 1976, a partir de un guión propio al que él mismo le puso el cuerpo, interpretando a su protagonista. Hasta ahora, porque esta tercera parte de la saga centrada en la figura de Adonis, el hijo de Apollo Creed, gran rival y mejor amigo del famoso “Semental Italiano”, ya no cuenta con la presencia del popular personaje, a partir de un conflicto de intereses que Ezequiel Boetti explicó con lujo de detalles en este mismo espacio. No hay Rocky en Creed III y habrá que ver si eventualmente las partes resuelven sus conflictos, para que el personaje vuelva a aparecer en pantalla en el futuro. Más allá de esos detalles, Creed III logra construir una historia sólida, con una lógica y una dinámica bastante independiente, sin necesidad de colocar a Rocky en un lugar destacado de su narrativa. Ni en un lugar destacado ni en ninguna parte, porque el personaje solo aparece en una fotografía durante unos pocos fotogramas y se lo menciona una vez, en una cita inevitable que funciona como hipervínculo con detalles que son esenciales dentro de este universo con muchísimas reglas propias. Por ejemplo, se puede poner en paralelo esta tercera parte de Creed con la tercera de Rocky y ver que algunos de los conflictos que aquejaron al mentor se repiten ahora en el pupilo. En aquella, Rocky debía pelear contra su propio aburguesamiento para enfrentar a Kluber Lang, interpretado por el recordado Mister T, un boxeador con esa voracidad de éxito que solo tiene el que nace en la miseria. Algo que al protagonista se le había perdido entre las mansiones y los autos de lujo. De manera similar, Adonis se reencuentra con un amigo de la infancia, un promisorio boxeador amateur que ha pasado 18 años preso y que ahora regresa para pedirle que lo ayude a concretar aquel sueño de gloria que se esfumó tras las rejas. Pero el pasado meterá la cola entre los dos amigos y lo que comenzó como la reconstrucción de una amistad perdida terminará convertido en rivalidad. Un poco a la inversa de lo que pasaba en el vínculo entre Rocky y Apollo. Creed III es también el debut como director de Michael B. Jordan, el encargado de interpretar en las tres películas a Adonis, el protagonista, el hijo de un mito que también logra convertirse en leyenda. Debe decirse que el hasta ahora actor consigue pasar la prueba de forma digna, exhibiendo algunas ideas interesantes de puesta en escena. Puede mencionarse a modo de ejemplo una larga secuencia dentro de la pelea final, que transcurre en un ring alegórico y realiza un buen aporte a la representación del boxeo no solo en su faceta física, sino también en el terreno de lo mental. La película también resulta muy solvente en las coreografías de lucha, donde el nivel de realismo llega a ser superlativo. Al punto de que tal vez sea la más verosímil en ese terreno no solo dentro de la saga, sino de todas las que han representado cinematográficamente al boxeo, que no son pocas y muchas son muy buenas. También es cierto que Creed III no se aparta de la lógica interna de la saga, que repite una estructura dramática que ya es bien conocida y que no realiza aportes sustanciales en ese terreno. Pero ese no es un problema per se, ni en este ni en ningún caso. Como ha dicho alguna vez Jorge Luis Borges (palabras más, palabras menos), los argumentos no son lo más importante de un relato, porque las historias que pueden contarse no son tantas. Ahí está el talento del buen narrador, en su capacidad para contar de nuevo la misma historia, haciéndole creer a su público que la está leyendo, escuchando o viendo por primera vez. Y de algún modo, Creed III logra ser, de nuevo, esa primera vez.
"Close", los prejuicios que no ceden Con empatía y sensibilidad, el realizador belga retrata el tránsito de dos chicos a la adultez, enredados en la mirada social sobre las relaciones masculinas. Como un río de apariencia calma en su superficie, pero que se revela correntoso al sumergirse en sus aguas, Close, segundo largometraje del cineasta belga Lukas Dhont, propone un drama de emociones desbordadas bajo un registro formal de apariencia tan poética como distante. Podría pensarse que tales dualidades son fruto de una contradicción y que de forma inevitable debería trasladarse a la pantalla, produciendo rispideces en la narrativa o choques burdos entre ambas líneas. Lejos de eso, la película genera una tensión dramática sutil pero poderosa, que si bien nace de la propia acción, en realidad tiene su verdadero campo de batalla en el interior de cada espectador. Candidata al Oscar en la categoría de Mejor Película Internacional, donde compite con Argentina, 1985, de Santiago Mitre, Close arranca como el retrato de la amistad entre Léo y Remi, dos chicos que atraviesan el último verano de su infancia. Como en la vida misma, esa entrada a la pubertad también implica que dentro de ellos comenzará a tener lugar un combate feroz, en el que una adultez incipiente se irá abriendo paso a través de la niñez en extinción. Y Dhont se revela como un guía de tormenta no solo hábil, sino también empático y sensible, capaz de acompañar a los protagonistas en ese proceso sin que su presencia se vuelva obvia o invasiva. El director hace un retrato idílico de ese último verano, en el que Léo y Remi se comportan como si no hubiera límites entre ellos, como si no concibieran la vida sin la mutua presencia. Así consigue que a partir de un registro preciso y simple (pero no inocente), las miradas, los juegos que siempre involucran el contacto físico o las noches durmiendo abrazados en un mismo colchón siembren una duda. ¿Hay algo más que amistad en esas muestras infantiles de ternura y deslumbramiento que se prodigan los chicos? Enseguida, con inteligencia y elegancia, el director hace que esos mismos prejuicios aparezcan expresados de forma literal en la pantalla, poniendo al espectador frente a un espejo incómodo. Lejos de detenerse, el director permite que el diablo del mundo adulto meta aún más su cola, porque los chicos se apropiarán de esos prejuicios, generando un desgarro que será leve al principio, pero que de a poco abrirá una brecha entre ellos. Con los sentimientos a flor de piel, sin terminar de entender por qué las reglas cambiaron y cómo funcionan las nuevas, Léo y Remi harán lo que puedan. Y Dhont se mantendrá ahí, bien cerca, mostrando sin revelar, acompañando sin estorbar con bandas sonoras de malas intenciones ni con alegorías moralistas. Simplemente dejará que su cámara se convierta en un canal abierto, para que cada uno pueda conectar con una historia difícil de atravesar sin lágrimas. Más allá de lo estrictamente argumental, Close aborda el tema de la ternura masculina como si se tratara de una tesis. En un mundo donde todo lo relacionado con lo masculino se ha vuelto una prueba irrefutable e innata de culpabilidad, versión actualizada del pecado original, la mirada que ofrece Dhont no puede resultar más oportuna. En esta fábula, la pérdida de la inocencia muestra su peor cara justamente en esa prohibición que el deber ser de la sociedad le impone a los niños al volverse hombres. Ya no hay lugar para abrazos entre chicos ni para que los sentimientos aparezcan en público. “Los hombres no lloran”, ese parece seguir siendo el mandato. Es la mirada de los otros la que instala en Léo y en Remi la idea de que hay algo en ellos, en el cariño que se tienen, que está fuera de lugar y que debe ser reacomodado para no incomodar. Y todo eso evitando las afirmaciones enfáticas y los discursos altisonantes, con solo poner en escena el inesperado gesto revolucionario de una serie de hombres capaces de abrazarse, sin que eso se convierta de inmediato en un acto sospechoso.