Género mayor Resulta bastante desalentador que, a esta altura del partido y después de Supercool, de Hazme reír, de Piña Express, de Cómo sobrevivir a mi ex (¡ay, esos títulos locales!), de las filmografías de Adam McKay, Jody Hill y Todd Phillips y de otras tantas películas que suelen ir de lo muy bueno para arriba, una película como Este es el fin sea tratada por la crítica local como “un entretenimiento pasatista porque la comedia es un género menor y las películas que importan son las que se estrenan en el Arteplex” y otros lugares comunes que a los únicos que hacen quedar mal es a esos mismos críticos. Lo peor es que es muy probable que ni siquiera hayan visto la mayoría de las películas antes mencionadas (muchachos: vean películas, investiguen; de eso se trata el oficio). El desconocimiento casi absoluto ante una vertiente como la de la comedia americana actual, repleta de exponentes que aparecen año a año en formatos hogareños la mayoría de las veces y, cada tanto -y como en este caso, afortunadamente-, en cines, sumado al tan mentado “estado de la crítica” actual, da lugar a disparates como el siguiente, aparecido en el diario La Capital de Rosario y firmado por Luciana Boglioli: “Este es el fin suena a una película de acción o de comedia absurda. Pero lejos de ser un film inteligente, guionado y dirigido, resulta 120 minutos de una improvisación colmada de chistes malos y abuso de material obsceno y drogas duras”. Dirán: “no te gastes; ese texto es insalvable”. Pero no, hay que gastarse: es más bien preocupante que una crítica redactada de forma tan paupérrima (“un film inteligente, guionado y dirigido”), tan ignorante de aquello de lo que está hablando e incluso asquerosamente moralista (“abuso de material obsceno y drogas duras”, Dios me libre y me guarde) aparezca publicada en un diario e influya en el promedio del sitio Todas las críticas (aquí puede leerse completa). Pero así es, y así estamos; ejemplos como este hay montones todas las semanas. Este es el fin parte de un disparate algo más entrañable que la cita de aquí arriba: en su primera película como directores, Rogen y Goldberg, dos muchachos de altísimo nivel judaico, imaginan un Apocalipsis que sigue muy de cerca al Apocalipsis cristiano que aparece en el Nuevo Testamento (diablos, estos religiosos y su abuso de mayúsculas solemnes). Y con ese punto de partida y preguntándose qué pasaría si Rogen y su grupo de amigos actores tuvieran que enfrentarse a ese evento de proporciones literalmente bíblicas, los dos directores-guionistas y su seleccionado de algunos de los mejores actores de hoy en día (si el mundo fuera un lugar justo, la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood miraría para este lado) logran una película generosa y llena de sorpresas. En las críticas locales de esta película leí repetidas veces el adjetivo “repetitivo”, y eso hace que me pregunte si esta gente realmente vio Este es el fin. Porque si hay algo que la película elude es la repetición. Rogen y Goldberg mantienen el espíritu lúdico-reventoniano que un film así merece, pero conocen el cine y sus mecanismos a la perfección, y es así como el relato triunfa en todos y cada uno de los géneros que transita con total comodidad, siempre en las dosis justas. Rogen y Goldberg tienen un sentido perfecto del timing cómico, claro que sí, pero también saben generar suspenso y tensión, saben asustar, saben coreografiar secuencias de acción, y no por tratarse de una comedia escatiman en efectos especiales: las criaturas del mismísimo infierno que aparecen en Este es el fin son estéticamente bellas y no los CGI’s olvidables a los que nos tiene demasiado acostumbrados el cine mainstream actual. Pero el hecho es que la sola mención del término “repetitivo” hace agua: la película avanza a pura aventura, pero mutando minuto a minuto, transitando todos los géneros a los que hice referencia antes y tal vez algunos más (hay mucho de coming of age aquí, si bien los personajes están al borde de los 30 o ya los pasaron hace tiempo). No descarto que la película pueda llegar a cansar por acumulación (de subtramas, de conflictos, de géneros y subgéneros, de capas), pero de ninguna manera es repetitiva. Y sí, mientras un montón de críticos se refirieron a Este es el fin como un pasatiempo efímero indigno de un mayor análisis, yo menciono, en la última oración del párrafo anterior, que la película está llena de capas. Decir que Este es el fin es solamente “un chiste entre amigos”, y descartarla por ello, es ignorar, ya sea por pereza, por el hecho de ver películas en piloto automático o por comerse esa estupidez de “el género menor”, exactamente aquello que hace de Este es el fin una película realmente importante para el cine y para el mundo. Porque lo más interesante de una película como Este es el fin (y una constante en los guiones de Rogen-Goldberg y otros héroes de la comedia actual) es la manera en que rompe con todo tipo de prejuicios, de arquetipos y de estereotipos en cuanto al género (entendido aquí como gender y no como genre). Si la comedia juvenil siempre se caracterizó por lo desatado de su misoginia y su heteroseximo, aquí tenemos a quienes tal vez hayan sido los inventores de la “comedia bromántica” con Supercool descomponiendo totalmente cualquier lugar común de “lo masculino” habido y por haber. Y bromeando cada dos por tres con los misterios de la orientación sexual del artista todoterreno y comediante extraordinario James Franco, quien consiguió hacer del enigma sobre su sexualidad una instalación de arte en sí misma dirigiendo películas queer, realizando él mismo unas producciones de fotos de tabloides donde se lo ve chapando con tipos y haciendo de Kanye West (y Seth Rogen de Kim Kardashian) en una remake plano por plano de un video del rapper egocentrista.
En primera persona He leído algunos textos en los que se acusaba a la segunda película de Maximiliano Pelosi (la primera fue Otro entre otros, una exploración sobre la homosexualidad dentro de la comunidad judía, tema que vuelve a tocar lateralmente en Una familia gay) de “exhibicionista”. Y sí, se trata, en su mayor parte, de un documental en primera persona en el que Pelosi se pone a él y a sus dudas sobre si quiere o no casarse con su novio en el centro de la escena, y vemos varias escenas de su vida cotidiana, con su pareja y con algún que otro familiar directo. Pero es más bien claro que la película se ganó el pacatísimo mote de “exhibicionista” por una escena en particular: aquella en la que Pelosi y su novio buscan a un tercero en el sitio de contactos Manhunt, lo invitan a casa y tienen sexo con él. Y lo vemos con bastante detalle. Esto, lejos de ser una falencia, es uno de los puntos más sobresalientes de la película. No porque se trate de una escena muy bien resuelta: está filmada cual escena de película softcore de esas que solían pasar por The Film Zone y no tengo idea si siguen pasando; está en un registro muy diferente al del resto de la película. Pero es un momento osado en el que Pelosi deja en claro que no tiene ningún interés en rebajarse a hacer algo “para no herir sensibilidades”. De hecho, y debido a eso, tal vez esa ruptura, ese cambio brusco en el registro, sea algo deliberado. El resto de la película se debate entre las entrevistas a cámara y las escenas de la vida cotidiana de su protagonista; entre el documental tradicional y el documental ficcionalizado. Y es en esto último donde la película falla, porque a la parte ficcionalizada le falta espontaneidad; se le ven todo el tiempo los hilos. Tanto en las escenas de la vida conyugal (David, el novio de Pelosi, está interpretado por un actor: Luciano Linardi) como en aquellas que intentan pasar como estrictamente documentales, hay un gran problema en los diálogos y la marcación actoral que hacen que todo sea bastante poco verosímil. En una escena, Pelosi va a llenar un formulario en el registro civil y, en un momento, la chica que lo atiende le pregunta: “¿cómo se llama ella?”, y él le responde: “David”. Y se nota tanto lo guionado del asunto que la escena pierde mucha fuerza. En cambio, es en los relatos a cámara por parte de terceros, en los segmentos realmente documentales -las historias de vida de dos mujeres que lograron concebir un hijo mediante inseminación artificial y de la lucha de los referentes de la CHA César Cigliutti y Marcelo Sundheim-, que el film termina resultando altamente conmovedor.
Quesadilla en lo profundo de la noche El conjuro fue una de las grandes sorpresas de este año: la consagración absoluta de un director que había comenzado su carrera con una película muy mala, que por poco destruye el género de terror (El juego del miedo, obviamente) y que fue creciendo película a película hasta culminar en uno de los mejores exponentes del cine de terror de los últimos tiempos; un film que remitía al mejor cine de los setenta pero que no tenía nada que envidiarle a este. El gran problema de haber llegado a semejantes alturas, y que lo haya hecho de forma progresiva, es que ahora todos esperan que Wan siga superándose a sí mismo. Y Wan, arriesgado él, no tuvo mejor idea que estrenar esta secuela de su gran película de 2010 inmediatamente después de El conjuro. Y no, La noche del demonio 2 no es la obra maestra que es El conjuro. Pero ese es su principal encanto: resulta evidente que Wan no intenta en ningún momento hacer una película del nivel de sofisticación y cuidado que tiene El conjuro. Aquí, Wan renuncia por completo a la seriedad y la gravedad setentistas de El conjuro y nos entrega una obra deliciosamente pulp. La noche del demonio 2 es algo así como el rip-off italiano (o la típica “falsa secuela italiana de película americana”) de su primera parte que, si bien tenía algo de comic relief por el lado de dos personajes que reaparecen en esta película, estaba más cerca del clima seco y la sensación de amargura y desesperanza que El conjuro explota hasta las últimas consecuencias. En La noche del demonio 2, Wan no se toma nada en serio: como muestra, basta mencionar que en una escena, y por cuestiones que no vale la pena mencionar, un personaje que está haciendo atacado por otro (poseído, él) se pone a gritar: “¡Quesadilla! ¡Quesadilla!”. Wan se divierte y da rienda suelta a su cinefilia de una manera mucho más brutal, disparatada e in your face que en el resto de sus films: es una película exploitation orgullosa y consciente de serlo, y amalgama escenas y líneas argumentales de montones de obras que marcaron a Wan: el espíritu de Psicosis y sus clones sobrevuela toda la película en forma de subtrama de asesino serial travestido (vestido de “novia vestida de negro”: ¿Hitchcock/Truffaut?), pero el realizador también mete muchos elementos del terror italiano (hay un hermoso flashback salido directamente de un giallo, y Wan se preocupa tan poco por nimiedades como “el guión” y “la progresión dramática” como Lucio Fulci y Dario Argento) e, incluso, en un momento, decide convertir su película en Volver al futuro 2. La noche del demonio 2 es un tour de force psicótico en el que Wan se permite divertirse, jugar, distenderse, arriesgarse (para a veces fallar, por qué no), y resulta llamativo cómo el tipo fue capaz de hacer, el mismo año, una película como El conjuro, un “cuentito bien contado” en el que se tomaba su tiempo para construir el suspenso y presentarnos unos personajes con los que podíamos sentir empatía, y esta, una película que se mueve a velocidad rayo, que no para nunca, a la que no le importa nada: dos películas que resultan irresistibles por razones totalmente opuestas.
Publicada en la edición digital #255 de la revista.
Cinco amigos de verdad El odio generalizado de ciertos sectores hacia una banda como One Direction no es, por supuesto, nada nuevo. Las boy bands y el pop manufacturado en general fueron siempre detestados en masa y sin hacer demasiadas distinciones desde posturas intelectualoides por gente que ni siquiera se toma la molestia de escucharlos. Ultimamente, un pequeño grupo de estos “bashers” empezaron a aceptar un poco el estado de las cosas -en las listas de mejores discos de 2012 del sitio trendsetter-hipsteril por excelencia pitchfork.com, tanto Believe, de Justin Bieber, como Red, de Taylor Swift, obtuvieron varios votos-, pero esa idea ridícula de que una banda o artista que no escriba sus propias canciones y haya salido de algún concurso de talentos es sí o sí, sin ninguna duda, algo malo, sigue estando presente. En el caso de One Direction, se suma el hecho de ser acusados de plagio cada cinco minutos, lo cual hace notar que los denunciantes no entendieron absolutamente nada de las intenciones de la banda de recurrir a la referencia de clásicos del rock para acercarlos a un público que posiblemente no habría conocido nunca esas canciones y esas bandas. El caso más reciente de estas acusaciones de plagio se dio gracias al comienzo de Best song ever, single lanzado para promocionar One Direction – Así somos, que está construido alrededor de un riff que remite inmediatamente al de Baba O’Riley, de The Who. Antes, más específicamente en Take me home, su último disco de estudio, los muchachos de 1D habían grabado Live while we´re young, que contenía una mínima variación del riff de Should I stay or should I go, de The Clash, y Rock me, que remitía de forma evidente y claramente buscada a We will rock you, de Queen, y a Say it ain’t so, de Weezer. En serio, hagan la prueba; escuchen esas canciones y verán que no hay manera de que esas no sean meras referencias (y con esto no estoy diciendo que robar en la música sea malo; ver: Led Zeppelin, Miguel Mateos). Encima, unos meses antes de Best song ever, lanzaron un cover de One way or another, de Blondie, que contenía un fragmento de Teenage kicks, de los Undertones. En fin; el hecho es que si One Direction hace que a una niña de once años le den ganas de escuchar esas bandas, entonces One Direction es una banda más que necesaria. Pero además son buenos los pibes: las canciones funcionan, tienen grandes melodías, ellos cantan muy bien (y cantan en vivo), y sus shows, algunos de ellos registrados por Morgan Spurlock para esta película, parecen ser una fiesta. Y ahora, encima, tienen una gran película en su historial. One Direction – Así somos contiene todo lo que podíamos esperar de un documental sobre una banda manufacturada y esponsoreada hasta el infinito: hay entrevistas a cámara; hay, como mencioné antes, registros en vivo; hay fans corriendo y gritando; ellos aparecen lookeadísimos de principio a fin y no hay momentos de “tensión” ni nada que se le parezca. Es muy probable que este documental esté bastante lejos de la realidad de una banda como One Direction, pero esto no es Metallica: some kind of monster ni podría serlo jamás. Aún así, es un documental excelente y, la sorpresa más grande de todas, una gran comedia. Lo primero se debe a que Spurlock le imprime a la película muchísimas más ideas y oficio que los de cualquier otro film de similares características. La película es estéticamente bella y por momentos se amalgama perfectamente con las visuales de los shows que vemos de la banda. En uno de los registros en vivo, la pantalla se llena de gráficos 8 bits (fantasmitas pacmanianos y etcéteras) que salen de la pantalla donde se ven las visuales en el show (y también salen de la pantalla en la que vemos la película gracias al 3D). En otro, los integrantes de la banda se convierten en personajes de cómic en correlato, también, con las visuales del recital. Pero tal vez el momento más plenamente cinematográfico se da cuando vemos la progresión de una fecha en México desde su llegada al estadio hasta el final del show con el sonido ambiente reemplazado por música incidental y declaraciones de ellos, en una secuencia totalmente generosa en cuanto a ideas de montaje. En cuanto a lo segundo -al temita de “la comedia”-, resulta que estos muchachos, además de ser talentosos, son grandes comediantes y tienen una tendencia al disfraz a todo trapo (prótesis incluidas) claramente heredada de cosas como Jackass. Esto ya podía verse en el video de Best song ever, donde los cinco integrantes se interpretan a ellos mismos y a otros cinco personajes (uno de ellos, Louis, se disfraza del personaje de Tom Cruise en Una guerra de película; bien “meta” todo), y aquí está explotado al máximo. Hay un gran momento en el que Harry se disfraza de “acomodador escocés” de un show de ellos, hace sentar a las fans en las sillas del estadio y les dice que la banda es una mierda. Y después están las escenas durante los créditos, con algunos de los momentos de comedia más altos del año. Además, la película es por momentos realmente tierna y emocionante. Y no me refiero a los momentos en que los padres de los chicos hablan de cuán orgullosos están de ellos y esas cosas cursis que, igualmente, no podían faltar en la película, sino a otros más pequeños y aparentemente insignificantes, como aquel en el que dos de ellos están cantando a dúo durante un ensayo, se van acercando el uno al otro y empiezan a acariciarse, naturalizando el “bromanticismo” de una manera que hubiese sido impensada antes de una película como Supercool. Al igual que en aquella escena en la que Jonah Hill y Michael Cera se declaran su amor cerca del final de la película de Greg Mottola, este momento no está jugado por el lado de la comedia -en el sentido de que no está construida para reírse del “estamos siendo re putos”-, sino desde un lugar mucho más sincero y, sí, altamente conmovedor. Y la película, en el fondo, y sin la obligación de tener un correlato con la realidad, es eso: la historia de cinco amigos que, por haberla pegado, perdieron todo salvo a ellos mismos. O sea, una gran “bromantic comedy” adolescente. Ah, cinéfilos: ¡Aparece Scorsese!
Baby, baby, baby, you’re out of time Eso de que “el viejo Dario ya no es lo que era, ya no es lo que era, ya no es lo que era” es una verdad a medias. Sí se puede decir que, por lo menos desde el disparate para todo el mundo detestable y para mí adorable que fue El fantasma de la ópera, su carrera fue algo más bien errática, con puntos bajísimos como El cartero, que tenía una trama típica de los thrillers de Argento pero, al tomar la decisión de no filmar los asesinatos -casi siempre los momentos más hermosos de su cine-, lo que quedaba era una berretada digna del canal Space, y la espantosa La madre de las lágrimas, que venía a cerrar de la peor manera posible una trilogía cuyas dos películas anteriores -Suspiria e Inferno- se caracterizaban por ser terriblemente oscuras y desesperanzadas: metiendo “magia blanca” y convirtiendo todo en una especie de Harry Potter de segunda selección. Pero también es verdad que durante este período Argento realizó dos pequeñas obras maestras a pura tripa y grand guignol para la serie Masters of horror: Jenifer y Pelts. Y que Giallo, si bien fue muy vapuleada, tenía un final deliciosamente depalmiano y se permitía hacer un chiste genial desde su título mismo al hacer que este remita no al subgénero con el que Argento inició su carrera sino a la hepatitis que sufre el villano de la película -también logra colar una escena totalmente disparatada en la que dicho villano se masturba con un chupete puesto mientras mira fotos de sus víctimas en la computadora-. Su adaptación de la novela vampírica de Bram Stoker -y su primer coqueteo con el 3D- tampoco fue muy bien recibida, y su estreno en salas comerciales luego de unos treinta años sin películas de Argento fuera del “directo a video” y de los festivales y ciclos resulta una anomalía. El hecho de que cierta “nueva crítica” y otra no tan nueva parezca no haber visto en su vida una película europea de terror -sólo de esa manera puede entenderse que se haga tanto hincapié en el risible doblaje de esta película y se lo tome como algo malo cuando es una marca registrada del eurohorror desde hace más o menos cincuenta años-, no ayuda demasiado. Y hay que decir que tampoco ayuda la película. Porque si la posibilidad de verla en un multicine resulta una anomalía, la película misma es una anomalía aún mayor. Drácula 3D es una película tan descaradamente fuera de época, tan poco enterada de casi todo lo que sucedió en el cine en los últimos años, que resulta un bicho rarísimo y, por eso mismo, apasionante. Desde que surgió el 3D, el cine se adaptó muy rápido al formato. Y no hablo del uso del 3D en sí, sino al tratamiento de la imagen digital en ese formato. En la versión que se estrenó en la Argentina, la película se ve tan mal, tan berreta, como Sangriento San Valentín 3D, una de las primeras películas 3D de acción en vivo que se estrenaron aquí. Y digo “en la versión que se estrenó” porque, al revisar la película, lo hice con la copia 2D ripeada del Blu-ray que anda dando vueltas online, y la calidad de imagen es altamente superior, sin los “videazos” que vi en el cine. También está el temita del CGI, que no se parece a algo de hace tres o cuatro años sino a algo de hace veinte. Pero incluso en ese sentido la película tiene su encanto: en la escena en la que Van Helsing prende fuego a Lucy, ese fuego es una truchada inmensa pero, al mismo tiempo, esa imagen resulta enormemente bella. Igualmente, la belleza de Drácula 3D no pasa exclusivamente por su carácter berreta, y su carácter berreta sí pasa exclusivamente por el lado de los efectos especiales. Más allá de eso, se trata de una película muy refinada, tal vez la más cuidada estéticamente desde Inferno, aunque en este caso el refinamiento no es exacerbado como en aquel triplete de imágenes ampulosas que fueron Rojo profundo, Suspiria e Inferno. El director de fotografía Luciano Tovoli -el mismo de Suspiria- logra construir una película repleta de imágenes bellas, con unos cielos de colores rarísimos y una tendencia a lo fluorescente que remite a Inferno, la película más fluo de la historia. Drácula 3D es un bicho tan raro como aquel grillo gigante (o saltamontes, o mantis religiosa, dependiendo del crítico al que lean; se ve que los críticos somos pésimos entomólogos) en el que se transforma Drácula en el momento más alto de la película, una escena tan demente que hace que el defecto más grande de la película sea que no haya más momentos como ese. Es una película puramente Argento -incluso tiene el obligado momento kinky de mostrar desnuda a su hija Asia-. Tal vez no sea LA película con la que empezar si nunca vieron nada de este gran director, pero si hacen el esfuerzo de obviar los “videazos” y naturalizar un poco el doblaje, puede ser una experiencia endiabladamente divertida.
Adorables revoltosas Si hay algo que no entiendo es la manera en que se tilda a Matías Piñeiro (y a su cine) de elitista y snob. Lo he leído mucho y lo he escuchado en boca de gente a quien respeto muchísimo pero, la verdad, no lo entiendo. Sí entiendo que es un cine que podría caer fácilmente en eso: ahí están las permanentes referencias histórico-literarias a Sarmiento en sus dos primeras películas y las shakespeareanas en Rosalinda (el mediometraje que acompaña todas las proyecciones de Viola) y Viola; ahí están esos movimientos coreográficos de la cámara y de los personajes, virtuosismos que bien podrían pasar por pedantería. Lo que no entiendo es que sus detractores se queden sólo en eso, en la cáscara, en el MacGuffin de su cine, y no noten algo que para mí es clarísimo: que las películas de Piñeiro son comedias brillantes, juguetonas, livianas y ancladas en la mejor tradición de la screwball comedy de los 30 y los 40, con heroínas encantadoras y seductoras que se llevan puesta la acción, hablan sin parar y se interrumpen y superponen las unas a las otras. Viola es, al igual que el resto de las películas de Piñeiro pero, incluso, un poco más, una película diminuta temporal y argumentalmente pero enorme en todo lo demás. Aquel virtuosismo coreográfico del que hablé no está ahí para hacer alardes de nada, sino que está exclusivamente al servicio de la narración. Sí, Viola se ve increíble y eso te lo dicen incluso sus detractores, pero ese resultado no depende solamente de contar con un gran director de fotografía como Fernando Lockett, sino que es más bien una suma de factores en estado de gracia en la que todos juegan un papel importante. Tomemos una escena como aquella en los camarines después de la obra de teatro en la que actúan (algunas de) las protagonistas, que está basada en varios textos de Shakespeare: es una conversación entre chicas donde, básicamente, hablan de tipos, y está construida a base de primeros planos donde hay poco corte de montaje y mucho, muchísimo, montaje en plano, logrado mediante reencuadres y reenfoques. O sea, todo pareciera estar planificado al máximo; de tan programático debería perder toda espontaneidad. Pero no: hay una química tan perfecta entre la cámara, los textos, la marcación actoral y las actrices mismas que la escena adquiere una naturalidad extraordinaria (y extrañada, por qué no) que acompaña toda la película.
Hace unos meses, tras el estreno de la excecrable Soledad y Larguirucho, surgió el debate de si es o no bueno ser un poco más tolerantes con una película mala argentina que con una de afuera. Mi postura es que todas las películas son iguales; que ser más benevolente con una película porque es argentina es un acto de nacionalismo berreta y no juega en favor del cine argentino sino todo lo contrario. Ahora se estrenó Piñón Fijo y la Magia de la Música y el sitio todaslascriticas.com.ar compila 9 críticas a favor de un total de 14. Soledad y Larguirucho había cosechado solo 4 críticas favorables de un total de 24 y solo con esas 4 notas favor generó todo un debate, así que el hecho de que Piñón Fijo, una película aún peor que la de García Ferré, haya cosechado tantos comentarios favorables, resulta algo escandaloso...
No hace falta haber visto mucho cine para notar lo trillado que es todo en una película como Las Ventajas de Ser Invisible. Con mayores o menores variaciones, a esta historia de muchachín torturado con futuro de escritor que acaba de entrar a la preparatoria y se hace amigo de los seniors más freaks la vimos montones de veces. La ambientación ochentera y el hecho de que los protagonistas escuchan música más bien cool (The Smiths, Nick Drake y otras delicias de la platea indie-hipster) también han sido explorados hasta el cansancio en este tipo de películas. Pero así como Juno era una gran película a pesar de ser el show del lugar común, algo similar sucede con Las Ventajas de Ser Invisible...
Secuela de película derivativa de una de las sagas más nefastas del cine de terror reciente: El Juego del Miedo. El Marcus Dunstan este escribió las entregas 4 a 7 de la saga de Jigsaw, y aquí también dirige. O eso es lo que dice en los créditos, porque esta película es tan amateur en su puesta en escena que haría sonrojar a Enrique Carreras y Emilio Vieyra. Dunstan desconoce por completo cualquier noción de espacio...