Hay mujeres que no sé si te las cruzás en la calle, así al natural, no sé qué te pasa si te las encontrás así, pero que en una pantalla de cine son una visión (esa palabra y lo que quiero que signifique sonarían mucho mejor en inglés). Además, el cine mismo sabe de estas cosas y se las arregla para darnos el gusto. Hay un plano de Emily Blunt en el film que se repite tres veces. No está en una posición del todo llamativa y tiene demasiada ropa, pero todo esto que intento explicar entra a jugar y les juro que la imagen te vuela la cabeza. Y ni siquiera está sonriendo. Emily es la de los personajes serios, ariscos, fuertes. Hay que remar toda la película para sacarle una sonrisa. A mi parecer no todo funciona bien en “Al filo del mañana” y es por eso que no es en vano la introducción levemente babosa. El público necesita esperar una sonrisa, un cruce de miradas; más si el destino del mundo está en manos de la cruzada de un hombre y una mujer. Él es Tom Cruise, y la historia es esa: el mundo se termina y solo ellos pueden salvarlo. Ambos actores se entregan al juego, y ahora vamos con eso. Resulta que la película propone un truco que ellos vuelven digerible. Se trata de un recurso ‘marmotesco’ (por “El día de la marmota” o “Hechizo del tiempo”, que si no la vieron háganlo ya; aunque con ver el trailer sabrán a qué me refiero) que se pasa de rosca y necesita un contrapeso. Porque Doug Liman es un director canchero, que cree que se las sabe todas. Sigue filmando la acción con la misma espectacularidad, con el ojo puesto en la búsqueda de impacto, y el resultado en ese campo es dispar. Sin embargo, a Liman le tocan guiones que le ofrecen algo más: personajes intensos y relaciones afectivas válidas de ser puestas en escena. Son esas cosas que el género de acción puede edulcorar (como en “Solo 3 días”) o puede desarrollar en su justa medida. No hay mejor ni peor camino, todo está en ‘cómo’ se lleva a cabo, y Liman toma la segunda senda. Aunque, siendo él un director canchero, tiende a no registrar esta característica en sus actores, y eso trae problemas. De una combinación de este tipo resultan films como “Sr. & Sra. Smith”. No se puede aparecer en pantalla sin la mínima reserva para la sorpresa, para el imprevisto. El espectador no va a interesarse pues el juego se queda del otro lado. “Entregarse al juego”, decía yo antes, implica eso, involucrar al espectador. Y Tom Cruise tiene un master en el asunto porque, aunque sabemos que se las sabe todas y que no se puede morir, las cosas le pasan de verdad: las buenas y las malas, las cómicas y las no tanto. Emily Blunt se adapta sin problemas a esta función, aportando además lo que señalamos al principio. No tiene que demostrarnos que es buena actriz todo el tiempo, aunque esta película la confirme como heroína de acción (si no fue eso lo que hizo en “Looper”, vi otra película). El resto del elenco cumple y el cuentito se cuenta bien, con un montaje con el dinamismo suficiente como para no quedarse dormido.
Es innegable que entre tanto refrito y vuelta a lo mismo, una propuesta como la de “Maléfica” es, como mínimo, bienvenida. Tenemos cierta idea establecida de La Bella Durmiente como relato y Disney propone que miremos con otros ojos; que escuchemos otra historia. Eso no implica que por ensayar una vuelta de tuerca se deje de contar un cuento de hadas. Entonces, tenemos un ‘no cuento de hadas’ (si nos apegamos a lo que esa definición suele dar a entender en un nivel general) como solo Disney sabe llevarlo a la pantalla y con lo que se podría esperar de una superproducción de Disney hoy día: prolijidad absoluta, música espléndida y evocativa (cortesía del gran James Newton-Howard) y el atractivo del 3D. Sin ánimo de comparar, cuando se trata de árboles gigantes y criaturas que vuelan por los cielos en 3D, “Avatar” sigue apareciendo como insuperable. Por otro lado –y aunque jamás me hubiese imaginado escribiendo tal defensa del film de James Cameron-, la perfección visual atenta aquí contra la (si se quiere) sensibilidad de los personajes. Por más fría y calculadora que sea la Maléfica de Angelina Jolie, resulta irónica, en contraposición, la humanidad de los seres de Pandora. Parece que después de todo la técnica revolucionaria de captura de movimiento y reemplazo facial le hizo bien a Cameron. El director aquí es Robert Stromberg –que, fijate vos, ganó el Oscar por la dirección de arte de “Avatar” y viene del palo de los FX- y, por más que el anclaje en un cuento de hadas pueda justificar cierta convencionalidad, todo en “Maléfica” resulta mecánico y falto de emoción. Hay un par de momentos que tocan una fibra sentimental, pero es más por el estratégico planteo de la historia que por sus criaturas y el mundo que habitan. En un esquemático ida y vuelta, las secuencias de batalla son muchas, los diálogos muy pocos, lo visual toma predominancia y a estos personajes no los llegamos a conocer. Después está la diferencia de tonos actorales. El trío de hadas llega a cansar; Angelina Jolie no hace una caricatura, tampoco Elle Fanning (Aurora, la ‘bella durmiente’) y entre ambas se condensa la seriedad y densidad dramática del proyecto. Es el rey Stefan de Sharito Copley, por su parte, aporta poco matiz y su constante exageración lo expone como desubicado. Algo similar me sucedió el año pasado con la labor de Michael Shannon en “El hombre de acero”. El atrevimiento que se intuye al principio se va desvaneciendo y la película se posa en un punto medio que, más que molestar, da pena. Sus alas son preciosas, pero “Maléfica” no vuela. Regular.
Ecos de género “La corporación” se sabe y se asume de género, y de género clásico. Su encanto en principio está en no definir qué genero, sino más una atmósfera que envuelve a los géneros cinematográficos; un clima, una conciencia de los arquetipos que definen personajes y resoluciones. De hecho, son esos lugares los que sostienen esta película de Fabián Forte que navega en un terreno de imprecisión. ¿Qué tipo de empresa tiene Mentor, el protagonista? ¿Qué hacen los que trabajan allí? ¿Qué negocio están por concretar? ¿Y Luz? ¿Por qué hace eso de su vida? Podrá parecer que el film se encarga de atar algunos de estos cabos sueltos, pero es lo otro –los géneros- lo que la película trabaja con dominio. Allí emerge el misterio que envuelve a la historia: una pequeña dosis de ciencia y un componente romántico de lo más particular. Incluso en ciertas escenas la película cobra aires de thriller. Hay referentes directos, sí. “The Game” (David Fincher), algo de Andrew Niccol. Eso es lo que se necesita para contar esta historia, para justificar sus ocurrencias más extremas y mantener el interés hasta el final. El comienzo es una secuencia de títulos tipo “Crímenes de Oxford” (Alex de la Iglesia). La película se pone en la atmósfera de género y allí se afianza. Forte tampoco precisa de la oscuridad o la noche para desarrollar el misterio; se agarra de su otra fuerza madre que son sus protagonistas de lujo. Si hay justicia en los premios Cóndor de Plata y Sur, y si no le hacen la vista gorda al cine de género, Moro Anghileri y Osmar Nuñez son números puestos. Ellos imprimen el misterio a plena luz del día. Él, menos solemne que de costumbre y con una ambigüedad entre lo recto/forro y lo tierno/romántico que es todo un logro. Ella, la dama que siempre fue –que es-, con la sonrisa perfecta que esconde un sufrimiento inalterable. Estos son los personajes de “La Corporación”: fuerzas que sacuden todo a su paso porque su mundo se tambalea. Ese es el clima de desesperación y la manera de interpretarlo. Y ya que el cine nacional -y cómo se da cuenta de ese elemento, al menos en mi opinión- es siempre una discusión, hay que destacar que más allá de los referentes y del género que rige (y articula un guión clásico que recorro la transformación de un personaje principal), que pueden hacer pensar en un producto desentendido de su origen, Forte se planta a dirigir con un gen argentino que le sienta muy bien a la idiosincrasia de los personajes y al lugar que hace la historia para algo de humor.
Es difícil sentarse a ver los platos fuertes de la temporada hollywoodense; saber que un film está en cierto modo fabricado para los premios pero es además un film como tantos otros. No se si las intenciones del director Denis Villenueve contemplaron el aire ‘oscarizable’ que sobrevuela en “La Sospecha”, pero es un factor a tener en cuenta. Hay de hecho películas que exceden este tipo de consideración y son aquellas que se quedan con los apartados técnicos sin lograr al menos menciones como “Mejor Película”. Se me ocurre “El gran pez”. Se desprende de aquí que todo lo que tiene que ver con premios es tema delicado. Se ha hablado muchas veces de la maldición del Oscar, considerando por ejemplo los casos de Jennifer Connelly y Cuba Gooding Jr, dos intérpretes que luego de llevarse una estatuilla por actuación de reparto tuvieron largos años de malas elecciones de proyectos y poco reconocimiento. No estoy tan de acuerdo con lo de Gooding Jr pero lo hablamos otro día. ¿A Terrence Howard lo conocen? A él lo persigue la maldición de la nominación. Cuando a comienzos de la década anterior hizo un doblete perfecto con “Crash” y “Hustle & Flow” (nominado!), se esperaban grandes cosas de él. Diez años después, en un proyecto que lo puede reposicionar, Howard parece poco más que un nombre. El ser un actor de peso, considerado ‘serio’, no le da piedra libre para hacer secundarios lavados, que viene haciendo varios, y siempre con el perfil de tipo tranquilo y afligido bonachón. Se esperaban grandes cosas de Terrence Howard. Lo mismo pero distinto en la película pasa con Viola Davis, Maria Bello y Paul Dano. No viven la maldición pues los dos últimos no fueron nominados, y la primera se salva por doble nominación, pero los reconocemos detrás de todo el pantano (“La sospecha” es una película que deforma –modifica es más apropiado- mucho a sus personajes, desde lo estético, lo físico y/o lo psicológico), y decimos “son ellos” al mismo tiempo que nos damos que el trabajo que hacen está en piloto automático. Quizá Melissa Leo sale airosa de esto, pero la clave es que el relato se centra en los dos protagonistas. Uno padre de familia desconsolado ante la desaparición repentina e inexplicable de su hija menor (Hugh Jackman); el otro detective, solitario, exitoso y rutinario que se propondrá descubrir qué hay detrás de lo ocurrido (Jake Gyllenhaal). El último ya hizo algo parecido con su reportero en “Zodíaco”, película que aparece como punto en común porque también lo tenía yendo de un lado para otro; pero aquí –al igual que en “Jarhead”, su mejor papel- sus condiciones como protagonista están a la altura. Jackman es un tipo encantador que a 20 años de carrera exitosa se calza su primer traje dramático serio. A la hora de los premios, Jackman quedará en competencia como protagonista y Gyllenhaal como actor de reparto, pero eso es una vieja mentira tramposa de Hollywood y lo cierto es que aquí ambos llevan la película con soltura. No se la comen, pero son el centro de la cuestión y da gusto verlos. Y es que a decir verdad “La sospecha” no quiere comerse nada. Si come de muchas otras películas. En principio de la poco vista “The Pledge”, de Sean Penn, de la cual toma la obstinación del detective y su compromiso con un caso y con los involucrados. También toma de “Winter’s Bone” el frío, la sequedad de la puesta en escena y la terquedad de quien se asume como pilar de una familia y por lo tanto única persona capaz de solucionar los problemas. Lo que distingue al film de Villenueve es el componente religioso, que tiene fuerte impronta en las acciones de los personajes y los diálogos sin estar subrayado. La religión es algo que está ahí, y ahora, en el tiempo de la película que es, casualmente, nuestro tiempo. Por otra parte, hay una decisión acertada en desarrollar el proceso de investigación policial con lentitud y torpeza, sin grandes heroísmos; le da más realidad a la historia y aumenta la tensión. Ese suspenso eterno que también define una serie como “The Wire”, pero ver “La Sospecha” significa recordar las formas del cine y su diferencia con la televisión. Aunque haya un caso central y protagonistas que giran en torno a eso, aquí hay síntesis y los conflictos emocionales están construidos; hay un arco dramático que va creciendo con el cual el espectador seguro se compenetrará. “La sospecha” no tiene la ambición ni el regodeo estético de algo como “Zodíaco” y tampoco logra la potencia dramática de “Río Místico” o “Desapareció una noche” (si hablamos de hijas que desaparecen es imposible obviar las novelas de Dennis Lehane), pero pisa con seguridad su mundo sin héroes, de penas religiosas y culpables por buscar. Lo hace empujando lentamente a sus personajes hacia los límites de la ética y ofreciendo un lúcido punto de vista acerca de la visión que uno puede tener del otro cuando lo sabe desesperado. Si el otro no tiene nada que perder, lo puedo llegar a mirar de otra manera. ¿Los simbolismos? Los hay, pero no son excesivos.¿La música? La intervención justa, sorprende por su ausencia.
(Crítica escrita en la edición de BAFICI en que se estrenó el film) Por más que hayan existido exponentes aleatorios y si nos permitimos dejar afuera el panorama más industrial, el cine argentino no ha tenido obras que sean marcadamente ‘de género’ en los últimos 15 años. El Nuevo Cine Argentino, como dirían algunos, o la forma más renovada del mismo si tomamos el período 2008-2013, se preocupó por forjar -en mayor o menor medida- su propio Género (vamos con mayúscula). Siempre hay excepciones, pero el cúmulo de films salido de este proceso maneja un grado de universalidad identificable más allá de la Argentina en lo que respecta al desarrollo de historias y a ciertos (destellos de) códigos de género. Lo que sorprende es que el territorio y la idiosincrasia de los personajes no son otra cosa que nuestros, entonces al final del día siempre salen de acá y están hablándonos de acá. Quiero decir, que aunque sean entendibles en todas partes, conectan en un sentido más profundo con el público argentino. Y eso está bien. También está bien que lo que se llamo NCA y sus derivados hayan podido consolidar un gran Género y que el espectador que hace 15 años que va a un festival como el BAFICI sepa qué esperar de casi todas las películas nacionales: Tiempos muertos, silencios misteriosos, diálogos y actuaciones neutras, un ritmo en general lento. Estamos entrenados para esto, si nos gusta lo recibimos con los brazos abiertos y a la vez celebramos todo aquello que se despegue con éxito de la fórmula. ¿Lo invento el NCA? No, pero sea lo que sea nos lo hemos apropiado y hubo ciertos horizontes que dejamos de divisar. “El día trajo la oscuridad” es una película importante, antes que cualquier otra cosa, porque abre uno de esos horizontes. Vuelve a darle lugar al género, no a cualquiera -cine de Terror- y lo hace trayendo, de inmediato, códigos que indudablemente pertenecen al Terror y por lo tanto corresponden a otro lugar. En una enorme casa en el bosque, Virginia espera que su padre regrese de ver cómo está una de sus primas, y se le aparece Anabel, su otra prima, desmayada y descompuesta. Hay una suerte de epidemia, animales destrozados por algo que va más allá de lo animal y lo humano; hay una vieja en un almacén que tiene pinta de bruja; hay mucha oscuridad. La película de Desalvo no oculta su procedencia de género ni la dirección que va a tomar. Además, el diseño de sonido es exquisito: los golpes retumban en nuestros pies y la música nos envuelve los oídos. “Parece una de afuera”, podríamos decir. Pero en toda esta operación, tampoco olvida que es parte de aquel Género. Entonces, es como si todas las obsesiones y recursos consolidados en 15 años se juntaran con un género clásico y derivaran en otra cosa. Esta síntesis es la que descoloca. Hay una extraña paz y quietud en medio de un contexto estrangulador que pone a la película en un lugar único. Si nos vamos a topar con el Terror, y todos sus elementos, también queremos los momentos de exaltación, los gritos, la locura que define al género. Y eso no está acá. Nos toca la misma lentitud, los diálogos monocordes, el incesto (párrafo aparte para la sensualidad de Romina Paula –una vez más- y Mora Recalde). Y no lo escribo como diciendo ‘otra vez sopa’. “El día trajo la oscuridad” es una sopa que todavía no probamos.
Thriller reflexivo Hay una reflexión central en “Omisión” que trasciende su llegada a los cines como nueva muestra de cine de género nacional, con estrellas y producción apabullante. La película pone en contradicción las elecciones éticas con la formación profesional; un corrimiento que tiene que ver con lo que cada persona hace con su vida desde el lugar que le toca tomando en cuenta la diferencia entre lo justo y lo debido. Menuda propuesta la de un film que se para fuerte y que con este eje temático, emparentado con un contexto religioso, se convierte en objeto de interés automático. ¿Qué hay en “Omisión” más allá de este componente? Eso que decía: una película de género -un thriller con tintes policiales en este caso, sobre un cura que vuelve a su barrio luego de muchos años y un hombre en el confesionario le revela una serie de asesinatos que cometerá-, hecha y tratada sin dudas con los instrumentos del cine pero que por los actores y por su formato capitular se siente televisiva. El protagónico recae en Gonzalo Heredia, un actor que no parece encontrar la redención aunque trabajo no le falté. La tele lo condenó –interpretemos el verbo con ambigüedad- como galán y su paso por el teatro fue discreto y con más bajos que altos. Sumando al combo a Joaquín Furriel, que hace poco estrenó “Un paraíso para los malditos”, la pregunta que podría hacerse es si estos actores ‘dan’ para cine, y en qué se basaría esa respuesta, positiva o negativa. Creo que ambos galanes tomaron el camino de los matices únicos en estas incursiones fílmicas. Furriel por el lado del tipo duro y Heredia con un aire acomplejado. Con Furriel yo esperaba más, pero los intentos de Gonzalo son merecedores de respeto, porque hace lo justo y elige descansar en la labor de sus compañeros, aunque uno sobresalga más que otro. Algo se aprende en Pol-Ka. Hablemos de Carlos Belloso. Entrega la actuación más cinematográfica del elenco porque hay que reconocer que, en papel, los tres protagonistas (cura resignado, psicólogo enfermizo, abogada con corazón roto) tienen historias con densidad cinematográfica; pero es Belloso el único que logra darle cuerpo y vida a eso. Eleonora Wexler también sale perdiendo, principalmente porque lo que la define es algo que la película deja a un lado. El interés romántico, elemento fundamental en la trama de la mayoría de los thrillers, en “Omisión” no tiene verdadero peso. La cuestión del formato capitular es un eco de lo que sucedió con “Séptimo”. Si no fuese por su componente reflexivo, la ópera prima de Páez Cubells podría pasar por un capítulo de miniserie. Es cierto que esto también le pasa a Hollywood; no todas las películas logran salirse de esa trampa. De todos modos, en la construcción de un cine de género nacional hay que seguir reforzando los mismos lugares. Que se sepa que estamos en un barrio en Argentina. Aquí son pocos los elementos y personajes planteados para construir ese verosímil. Si vamos al caso, “Un paraíso para los malditos” resolvía esta traba usando pocos escenarios. Claro que también hay que revisar bien “Un oso rojo” (el film protagonizado por Furriel cita en cierto modo al de Caetano) y el cine de Fabián Bielinsky, sumando a Damián Szifrón en el cóctel, para acercarse a un cine de género que no descuide lo local –lo lamento, pero “El secreto de sus ojos vuelve a aparecer en esta discusión-. Volviendo a la veta reflexiva de la película, me gustó también el lugar que le da a los grises. La posibilidad de pensar que aunque nadie merezca morir, tenemos que saber quién es cada persona y entender que quizá algunas no serán extrañadas o que su paso por el mundo no fue el más honorable. Y destaco que “Omisión” no esté pensada y realizada ‘en pose’ (algo de esto mencioné en mi crítica de “Un paraíso para los malditos”). Marcelo Páez Cubells modera la ambición, se asume realizador de género y si bien su carta de presentación no logra ser un ‘relojito’ (los thrillers suelen dar esa impresión) tiene dilemas morales reales que no se sienten fuera de lugar.
A veces tiene que llegar una película para que otra florezca en el recuerdo. Me pasó mucho este año con “El secreto de sus ojos”. La obra maestra de Campanella es una película de género, clásica, con mucha ambición. Terminó por ser una gran experiencia, más para todos los que pudieron verla en cine, pero lo cierto es que la película se vuelve única cuando vemos otras que nos recuerdan sus virtudes. En “Un paraíso para los malditos”, Marcial (Joaquín Furriel, muy lejos de sus últimos grandes trabajos en teatro y su “Turco” en “Sos mi hombre”) decide adoptar la vida de otra persona y sus razones no son claras aunque luego pueda esbozarse una interpretación. Lo que sí está claro es lo que la película quiere ser. No vale que por ser una película de género y de recursos clásicos nos permitamos ser menos críticos con sus obvias intenciones o sus lugares más comunes. ¿Se acuerdan de “Todos tenemos un plan”? Así, de título largo como esta. Estaba Viggo Mortensen, Soledad Villamil, Daniel Fanego, Sofía Gala (lo mejor del film) y una envidiable producción que se fue a filmar al Delta. Ahora que recuerdo, al igual que esta, aquella era una película traicionada, superada por sus intenciones. Cuando las intenciones están en primer plano hay que procurar no estar descuidando la historia. Nos damos cuenta que "Un paraíso para los malditos" prioriza las intenciones cuando podemos contar mucho sobre cómo está hecha la película, sobre su estado de ánimo o sobre los climas que logra pero no podemos decir nada sobre lo que pasa dramáticamente. ¿Cómo cuento de qué se trata este film si pesa más el clima que el film quiere lograr que lo que viven sus personajes? ¿Cómo va el espectador a justificar sus decisiones dramáticas más fuertes si nada lo prepara para esas situaciones? Vayamos a otro universo terminológico y supongamos que todo film tiene una “pose”. “Un paraíso para los malditos” estaría posando desde los siguientes lugares. Si Alejandro Urdapilleta es un buen actor para hacer de loco, porque se lo asocia con ese tipo de rol, entonces lo ponemos a hacer de loco. Si Furriel puede hacerse el tipo duro para demostrar algo más de carácter (es un problema y un desafío con el que batallan la mayoría de las estrellas de televisión cuando buscan un mayor reconocimiento y hacen sus proyectos en cine y teatro; da para rato), pues démosle el papel de duro. Y que el tono de la película sea misterioso, lúgubre, macabro…completar a gusto. Como a mí me parece que el film posa, ninguno de estos elementos, por efectivos que puedan ser, me transmiten la mínima verdad. Atención, que la película no quiere asumirse en pose, por eso avanza firme y segura. Pero está posando. El final del film sentencia su propia forma de realización. Es tan abrupto e injustificado como cada paso que avanza en la trama, aunque la película esté convencida de lo contrario; los cabos quedan más sueltos que en el thriller promedio; los diálogos son de una solemnidad que la película intentó esquivar con economía de recursos cuando era en verdad parte de su naturaleza.
Concientización política Cuando se trata de interceder activamente en cuestiones políticas, tiendo a pensar que de la reflexión y discusión a la participación concreta hay un paso que tiene que ver con la vivencia personal. Somos un país muy político, nos guste o no; con una juventud muy politizada, para bien o para mal. Las tomas de colegios secundarios en los últimos años son el reflejo de una concientización que comienza naturalmente en la escuela. Allí hay que ver qué chicos internalizan verdaderamente ese espíritu de lucha, quiénes lo cargaban desde antes y cómo le darán uso en el futuro. El resto tomará otras posiciones. Como expresan algunos alumnos en un momento del film: “Somos estudiantes, venimos a estudiar. Punto.” La militancia estudiantil no se lleva muy bien con este problemático argumento, pero no deja de ser muchas veces el de una gran parte del cuerpo estudiantil. Esta semana tomaron la Facultad de Ciencias Sociales en una asamblea que contó con la presencia de una cantidad muy poco representativa del estudiantado. “La Toma”, entre otras cosas, expone conscientemente la delicadeza de la militancia juvenil, los pros y los contras allí de la retórica, de hacer política en un nivel general pero situándose en un ámbito micro. Un ámbito micro que tuvo y sigue teniendo un eco a nivel nacional. Cuando termina, el documental de Sandra Gugliotta deja más preguntas que respuestas. Y está bien que sea así. La directora nos muestra el día a día de la escuela secundaria Nicolás Avellaneda, una institución que en los primeros minutos da cuenta de una particular dinámica que se ve puesta en jaque ante la toma en septiembre de 2010. El colegio se maneja con mucha soltura durante todo el proceso porque si bien hay un quiebre, las bases que definen los vínculos dentro del Nicolás Avellaneda son sólidas. Lo que se ve es una preocupación por los alumnos, por el orden y el buen trato; un seguimiento de ciertos casos particulares; y más que nada una atención constante en el diálogo, desde y hacia todos los dados. El vicerrector Vazquez comienza el día en el patio escolar en lo que parece ser siempre una charla. Allí están los alumnos y sus padres, y cuando corresponde, todo aquel que esté involucrado en tal o cual situación. Después de que Vazquez habla, se abre el juego. Es igual antes, durante y después de la toma que el film nos muestra. Gugliotta filma con seriedad, pero con calidez. Busca momentos, consigue muchísimos. Bellos y breves planos de pequeñas historias de amor nos recuerdan, sin que ese sea un tema central, que es la razón por la que los adolescentes hacen los mayores sacrificios; que allí siempre se juegan la vida. En la edición se intentó que nos quedé lo mejor del material. A veces hay conversaciones que se hacen muy largas, en otras queremos saber más, algunas quizá son demasiado convenientes. Son muchas aristas las que pueden encontrarse en una situación como esta. La decisión clave de la directora es, sin dudas, la de no juzgar. Ella observa sin participar y hace el recorte imparcial que su documental le reclamaba. Vemos todas las miradas y oímos todas las voces en menos de setenta minutos que no resultan poco para el debate que la película dispara al instante. Aún así, tal vez por su pasado de ficción, tal vez por el entrenamiento que todo espectador tiene para ver ficción, “La Toma” teje ciertos modelos de personaje que dan lugar a momentos dramáticos y de tensión que en un contexto documental de realidad recuerdan también a cualquier película ficticia. La directora lo denomina a Vazquez como protagonista, así como a Mariana, Melisa, Roberta. Todos tienen sus personalidades definidas y está a la vista el rol que ocuparán en el conflicto una vez que el mismo se desata. Que operen como si estuviesen orientados por un guión cinematográfico no nos dice nada negativo sobre la realidad. A lo sumo pone de manifiesto la conexión de la realidad con los esqueletos argumentales del mundo ficcional. Nada nuevo pero sí útil, si consideramos qué hay en esa conexión que nos fascina. Y allí arremete el centro del relato que es la militancia. Estos protagonistas son militantes. El militante, aunque sea joven y estudiante (y aquí también los hay mayores y profesionales), fabrica relatos, inventa mundos. Y ver política en acción siempre es fascinante. La política tiene el poder de fascinación de la ficción. Por último, y más allá de estas reflexiones, ver “La Toma” es salir del cine con la idea de que la juventud no está tan dormida pero tampoco tan convencida de tantas cosas. Hay una parte que sí, pero es un número pequeño que no tiene las herramientas –o tal vez carece de autoridad- para integrar a la otra. ¿Cómo? Educándola para que internalice un motivo de lucha si va a salir a pelear. Que no caminen por la calle con un cartel si ni pueden defender su contenido. Eso ya le pasa a veces a los más grandes y lo que menos necesitamos es que los jóvenes sigan ese camino.
Drama, parquedad y poesía Para suerte de los espectadores, lo que se conoce en el cine como ‘giro’ (“twist” en inglés) tiene su momento de aparición en una amplia gama de géneros narrativos. Una vez que registramos que lo dramático, antes que lo triste o emotivo, es meramente un llamado a la acción, el giro dramático no es más que una acción fuerte, concreta, que desestabiliza el contexto. Es toda una tentación el giro, y los directores ponen en él mucha expectativa. Tanta que muchas veces sale mal. En “La hermana”, que particularmente sí es un drama como género, Ursula Meier maneja una parquedad, una sequedad –estamos sacándonos de encima el gastado ‘naturalismo’- tan asentada que termina por ser poética. Es en este sentido una película que nos enseña cómo se introduce un giro sin anunciarlo; sin depender de él pero sin descuidar su impacto dramático. Atención con ese momento del film. “La hermana” cuenta la historia de Louise y de Simon, dos hermanos. El entorno es una temporada de ski en algún lugar de Suiza y los esfuerzos de Simon, el varón y más chico de los hermanos, para llevar plata a la casa todos los días mientras que Louise hecha su vida a perder. Es muy profundo lo que la directora teje de fondo con el relato y a parquedad es engañosa si uno va a rescatar los temas centrales del film: el desamparo, el desamor, la desesperación, el desentendimiento. Ahí salieron todas con “D”, y seguro es casualidad, pero “La hermana” también retrata muchísimo dolor. La parquedad es más engañosa aún al momento de localizar momentos precisos de la historia o de contar algo más de la trama más allá de esta doble base: personajes y entorno. Los personajes son emociones, el entorno es paisaje. Hay realizadores para los que el paisaje es un personaje más. La Patagonia no es lo mismo desde que la filma Carlos Sorín. Sorín es lo primero que me viene a la mente cuando pienso en el uso de las locaciones en “La hermana”. Son pocos lugares, y al valerse positivamente de ellos, Meier se permite que siempre sean los mismos, poniendo allí a los personajes una y otra vez sin el menor complejo. Esto se debe a la seguridad de que el paisaje hace a la historia y es casi otro protagonista. El director norteamericano Ramin Bahrani trabaja sus films de un modo similar en cuanto al paisaje. “Chop Shop” es la historia de un chico y su hermana que se la rebuscan en un taller de autos y los sitios frecuentados son pocos. Allí queda claro que la historia tiene que suceder en ese lugar; que no puede ser otro. Y el tiempo. Tanto los films de Barahni como “La hermana” son películas sin tiempo. Lo dejamos para el cierre. No quiero olvidarme de lo físico. En “La hermana”, Meier hace fuerza sobre los cuerpos. En lo físico podemos encontrar las emociones, los grandes gestos de los personajes o cualquier tipo de significación simbólica. Las palabras, por el contrario, aparecen más como eso que a veces nos dicen que son: solo palabras. Esto no debe malinterpretarse: hay complejidad en la construcción de los protagonistas y los diálogos manejan una dosificación de información que permite entender su drama, pero lo más fuerte de la conexión entre estos hermanos (que se termina experimentando también con el resto de los personajes; prestar especial atención a la relación de Simon con la madre de dos hijos interpretada por Gillian Anderson) está en lo físico. En ese mismo lugar conviven por igual la violencia y el amor. Los cuerpos lo expresan todo. Sobre el final de una película así podemos hablar durante horas. Como escribía arriba, recordando algo que alguna vez dije elogiando a Barahni, hay un universo –muy amplio- de películas que empiezan empezadas y terminan empezando. Películas sin tiempo que dejan a los personajes conviviendo con nosotros porque los conocemos y los abandonamos en un momento que no es ni comienzo ni fin. En “La hermana” hay una impronta épica sobre el final, dispuesta como para que entendamos que a Meier le cuesta irse. Le cuesta dejar a esos personajes allí porque sabe que aunque su impacto es fuerte, cuando la cámara se apaga a Louise y a Simon no los podemos seguir más. Agrego entonces algo nuevo a las películas sin tiempo, que no es malo si la imaginación hace su trabajo, pero no deja de ser cierto: cargan con una despedida inalterable.
“Estamos explorando”, pareciera decir el equipo de producción. La exploración es la base del documental de Oscar Mazú, que tiene su origen a partir de una experiencia cercana a la muerte. Mazú menciona a Víctor Sueiro, porque claro, Sueiro escribió mucho sobre su encuentro con la luz. Pero aquí la idea es otra. El dispositivo audiovisual permite otras posibilidades, y si bien hay un texto guía que tiene tono de reflexión en la voz en off del director, es ese el punto de partida hacia lo desconocido. Lo que la película decide explorar en relación a la muerte puede estar más o menos sabido por el espectador, incluso interesarle mucho o nada, pero el documental acierta transmitiendo fuertemente el interés por el tema y la audiencia se contagia de eso. Las imágenes tienen además un tono siempre juguetón y de predisposición a la sorpresa. La cámara, digamos, está lista para cualquier cosa. Otro factor que juega a favor de este documental amigable es su sentido del humor. El propio Mazú se ríe, los entrevistados hacen bromas y el divertimento va balanceando un tema que el film siempre trata con la seriedad justa. Porque es bueno acercarse desde la exploración. Puede percibirse que el documental se va moviendo hacia donde la investigación lo fue disparando. Y también queda claro que la película no quiera tener la última palabra. No conocemos la última palabra porque la última palabra de la muerte la tiene la propia muerte, que se aparece y lo dijo todo. No le corresponde a nadie más y, aunque algunos planos estén fabricados a modo de efecto -todo lo que tiene que ver con las penetrantes miradas a cámara de los entrevistados siempre que se están despidiendo- Mazú lo sabe y así procede. El equipo visita todo tipo de lugares (por ahí aparece una catedral que tenía un particular protagonismo en “Historias Extraordinarias” de Mariano Llinás; imposible pasarla por alto) y, como señalé antes, la cámara no se achica ante nada. Hay una fuerza fundamental en la película, tiene nombre y apellido y originó sin saberlo el nombre del film: Ricardo Péculo. Tanatólogo de título, encargado del traslado histórico del cuerpo de Juan Domingo Perón, un verdadero apasionado de su profesión, Péculo es el centro del documental. De su experiencia y a partir del camino que va marcando, se desprenden el resto de las líneas y Mazú nunca lo abandona. Es obvio que la participación de este hombre es fundamental para el resultado final, pero a partir de esto quiero ahondar brevemente en una particularidad del género documental. La magia de los documentales a veces tiene que ver con lo siguiente: encontrarse con personas que ya no son personajes sino directamente actores que siempre estuvieron llamados a la acción y pudieron concretar ese llamado recién con la aparición de una cámara que los quisiera filmar. Pueden comprobarlo viendo a Ricardo Péculo en este documental. Es muy fácil decir “qué personaje este”. Pero miren bien, miren de nuevo. Ya mismo puedo vislumbrar el epitafio: “Aquí yace Ricardo Péculo, amado esposo y padre, tanatólogo y actor”.