Invirtiendo la fantasía (o "Cómo lo hizo?") “Gravedad” es una de esas películas que vuelve a plantear la pregunta. El cine sigue renovando sus herramientas y desafiando el límite de lo real mostrándonos imágenes y mundos que cobran vida únicamente en la pantalla. Damos rienda suelta a la fantasía y nos dejamos llevar. Alfonso Cuarón ya hizo esto. “La princesita” es una película cuyo valor imaginativo –como posibilidad de escape- sigue intacto; un film con imágenes de un poder indescriptible que narra los tópicos más recurrentes como si nunca se hubieran contado (osada operación que el director también llevó a cabo con “Grandes Esperanzas” de Dickens). Revísenla. También transitó el mundo mágico de “Harry Potter”, y si bien “Los niños del hombre” mostraba un futuro algo distópico, la fantasía estaba a la orden del día. Con su nuevo film, Cuarón da vuelta las cosas al presentar uno de los temas favoritos de la ciencia ficción desde un lugar perceptiblemente real. “Gravedad” se siente de verdad. Quiero decir, si alguna vez nos imaginamos astronautas literalmente en medio del espacio, ya no dentro de la nave espacial, realizando una misión (esa es básicamente la trama de la pieza), seguro que tiene que ver con lo que nos muestra esta película. Esa es su primera virtud: cero adornos; dos cuerpos flotantes y la impresión de realidad ante algo con lo que el cine sigue fantaseando. Así y todo, cuando el espectador se pierde en la pantalla experimentando todo esto por primera vez, la pregunta no puede dejar de surgir. ¿Cómo hizo para que se vea tan (in)creíble? ¿Para no despertar la duda? Entiendo que Cuarón haya estado cuatro años para completar la película. La magnificencia como elección (o los principios por encima del éxito comercial) El espacio es fascinante pero no es sinónimo de éxito. Luego de que “2001: Odisea al espacio” hiciese historia ha habido varios exponentes. Algunos más cómicos, otros más dramáticos, otros ridículos o incluso de animación. La vida en el espacio no es siempre sinónimo de éxito rotundo. “Gravedad” elige verse magnífica y Cuarón sabe que es un antes y un después. La película ha afinado también el sentido de la aventura y su intensidad, pero contiene todos esos momentos que han hecho de las odiseas espaciales historias densas y lentas; lo que supone el riesgo comercial que se corre con un relato así, aunque lo protagonicen dos estrellas máximas de Hollywood. Lo que queda registrar es el compromiso de un director con la historia que quería contar y la forma en la que quería llevarla a cabo. Hay que reconocer también los detalles que se traslucen en esta elección de lo magnífico; el cuidado que la película tiene. “Gravedad” trabaja muchos desafíos a la vez sobre un lugar ampliamente transitado. En algún punto, lo que Cuarón está haciendo es poner un punto final a la temática –o al menos un enorme punto y aparte- e intenta hacerlo desde la emoción a flor de piel. Para eso desarrolla un diseño de sonido exquisito, con entradas y salidas justas; una partitura con climas que van y vienen y que se entrecruzan con la música que se está escuchando dentro de la historia (la canción de cuna es la clave, presten atención); y una predominancia del silencio, un peso necesario pues se trata de la inmensidad del espacio. Por último, el valor de lo magnífico tiene también su contrapartida: ver el cielo desde la misma tierra puede ser igual de imponente que ver la tierra desde el espacio. Sandra Bullock (o la concreción de lo imposible) En medio de un trabajo definitivo, que se asienta en su magnificencia, que se sabe poco vendible pero da lo mejor, el director elige a la mujer en vez del hombre. Y no cualquier mujer. Cuarón confía en Sandra Bullock para entregar algo dificilísimo y lo pone a George Clooney como mero ayudante. Bullock lo logra, por supuesto. Pero presten verdadera atención a lo que está haciendo e imagínensela, sola despertando todo eso dentro suyo. A mi me importan cada vez menos los premios, pero Sandra tiene que agradecerle al director mexicano por una posible nueva nominación a la Academia. Un reconocimiento extra de todos modos, porque no hay mejor premio que la camiseta transpirada por Bullock para que “Gravedad” nos interpele no solo como un espectacular logro técnico.
Matanza, disfraz y redundancia Entré pensando que iba a ver otra película, literalmente. No me pregunten qué ni por qué, pero no estaba esperando del todo este film. “La noche de la expiación” (The Purge) es una fiesta gore de muertes abominables, sólo que se disfraza de otra cosa. En ese disfraz, uno de los más sofisticados del mundo, pueden verse los puntos altos y bajos de la historia de una familia de muy buen pasar que se encierra en su casa el único día del año en el que está permitido cometer cualquier crimen durante 12 horas sin que haya condena alguna. El país es Estados Unidos, el futuro es cercano y factible. ¿Salir a matar para liberar la furia interna y hacer catarsis? Es lo que discuten los especialistas en los noticieros del film mientras nos compenetramos con su premisa. Esa teoría y la posibilidad de revelar, desatar un perverso costado de la naturaleza humana sin sentir culpa. Este argumento no es nuevo. “La noche de la expiación” lo une ferozmente a la tendencia que puedan tener los sectores más altos de la sociedad de querer eliminar la parte ‘improductiva’ del sistema (el sector bajo) por rechazarla, por tenerle asco, vaya uno a saber. La resultante –intencional o no- sería el florecimiento de la economía y la reducción de la violencia. Todo esto es la premisa ideológica de la película y se nos deja claro en los primeros minutos. Lo que se revela en el transcurso del film es que la precisión de ese discurso es innecesaria y que el director/escritor James DeMonaco no puede llevar más lejos esa premisa. Desde el diálogo, hay un clímax mitad de transcurso del film en la escena de presentación del villano de turno; un personaje que se explica bien y justifica la idea que la historia pone en juego. Luego nada tiene ese nivel de relevancia y es como si DeMonaco lo supiera pero no lo quisiese admitir. Por eso sostiene ese discurso hasta el final introduciendo a un negro pobre (así, negro pobre; o un pobre que ‘justo’ es negro) como elemento de desequilibrio. ¿Quién lo quiere salvar? ¿Merece ser salvado? ¿Qué tan mal está matarlo si eso me permite salvarme a mí? Lo cierto es que el cine de este tipo maneja dos lugares: el de la explicación y el de la ausencia de sentido. “Los Extraños”, una superior película que tiene muchas similitudes con esta, elegía este último camino y su recorrido era una impredecible montaña rusa. No sabíamos tanto sobre los protagonistas, menos sobre los asesinos, y no importaba. Cuando se elige el primer lugar, como en “La noche de la expiación” se precisa no abusar del psicologismo; o sea, no sobre explicar, que no parezca que todo tiene un correspondiente y perfecto por qué. Eso anula la emoción. La elección de la locación única es concreta. Todo sucederá adentro de la casa. Una vez que encerraste a todos los personajes ahí y la matanza es inminente, asumiste un riesgo ante el espectador atento. Las resoluciones argumentales en “La noche de la expiación” son predecibles y los giros sobre el final son muchos y se hace largo. El disfraz tiene peso suficiente para calmar la ansiedad, de modo que DeMonaco se despacha con dos aciertos que merecen felicitación. El primero es la realidad del tiempo. La sensación es la de que todo está sucediendo en un tiempo similar a lo que entendemos como real y eso aumenta la tensión en la sala aunque uno pueda presentir que en la película pasará tal cosa o tal otra. Además está el genial villano de Rhys Wakefield. Australiano, de 25 años y de trayectoria televisiva, Wakefield es una bestia contenida que se roba la pantalla porque el director sabe cuándo y dónde ponerlo (en qué momento debe aparecer y en qué lugar exactamente), cómo filmarlo y qué es lo que el actor tiene que hacer para que su desagradable figura se vuelva inolvidable. La película trabaja los personajes desde el burdo estereotipo. El villano recientemente alabado y su gente son chicos ricos en el sentido más obvio: peinados con gomina, ecos de fraternidad, buen vestir y fino andar. Puertas adentro, un matrimonio rutinario y cómodo, un tanto distante (Ethan Hawke y Lena Headey, de “Game of Thrones”); hijos con dificultad de comunicación con un padre en piloto automático. La hija adolescente (preciosa la australiana Adelaide Kane) es la colegiala madura y rebelde –vestida bien de colegiala americana: falda verde escocesa, corbata roja y medias blancas hasta las rodillas- que sale con alguien más grande; el hijo más chico (Max Burkholder) es un rarito que se mide las pulsaciones del corazón a toda hora. Tienen mucho dinero. Reaparece el componente moral cruzado con la clase social. ¿Hasta donde puede llegar una persona de estas condiciones si se ven forzados? En ese lugar pendulan los interrogantes de la película. De todos modos, en el último tramo de su recorrido, antes de un epílogo innecesario, “La noche de la expiación” ajusta el discurso redundante con el pulso necesario de sus actores y eso es lo que la salva. Se señaló que el disfraz es muy imponente, que el componente ideológico no puede desaparecer aunque pierda efecto, pero el espacio es tan reducido y el film está tan fascinado con esa familia, sus lujos (la casa y el barrio en el que viven están bellamente fotografiados por Jacques Jouffret en su primer trabajo como director de fotografía) y su perturbadora tranquilidad, que –por suerte- se escapa sin querer el componente universal. El discurso lógicamente se va diluyendo pues la naturaleza humana siempre está antes de toda explicación. Podemos tener un asesino adentro todos, ricos o pobres, negros o blancos. También puede que no nos llame matar a nadie, como lo decide esta familia al momento de encerrarse durante la noche que describe el título del film. Es decir, sea más o menos efectivo el discurso elegido, estos actores tienen el pulso necesario del sufrimiento y están lo suficientemente solos y expuestos como para fallar, pero construyen, desde el burdo estereotipo, una muestra del corazón. El film, aunque tardíamente y no con total conciencia de ello, pone las cosas en ese lugar mientras sucede otra cuestión. Esa otra cuestión es la masacre, la matanza pura; el verdadero núcleo detrás del disfraz, lo que todos queremos ver sin que se esté justificando tanto. Bueno, en el medio de esa situación extrema, la vida de una familia peligra y los actores captan esa emoción y desde allí terminan elevando el material. Ethan Hawke, por ejemplo, entrega un padre de familia para ver una y otra vez. Verifiquen ustedes si el corazón de Ethan Hawke no es el centro escondido de “La noche de la expiación”.
Entre el realismo mágico y lo fantástico Hay algo de realismo mágico en “La Sublevación”. Los protagonistas son los residentes de un asilo cuya vida se ve dada vuelta por múltiples hechos en una corta cantidad de tiempo: se muere una amiga que vivía allí; la enfermera que siempre los cuida se va por unos días y deja a su malvado hijo –“El Brujo”- a cargo; y, para colmo, la noticia llega de que Jesús (Jesucristo) ha sido clonado y su clon desapareció. ¿Para qué? Para buscar la cura de una enfermedad. Más preguntas. ¿Cuánta paz hay verdaderamente en una comunidad de ancianos? ¿Hasta qué punto puede romperse? Me tomo libertad con el uso de la palabra ‘comunidad’. Después de estos elementos fuera de lo común que colocan a la narración en un nivel cercano a lo fantástico, la comunidad es la clave principal de la película de Raphael Aguinaga. Hay un clima familiar entre estos viejitos que los acerca instantáneamente al espectador. Quizá no recordamos nombres, pero sí características puntuales: la amarreta, la dormilona, el don Juan, los loquitos recluidos. Una primera línea pone a jugar, con mucha diversión y soltura, a un grupo de amigos que disfrutan de sus días a todo color. Allí están la Norma de Lidia Catalano, la Dolores de Nelly Prince o el Pepe de Juan C. Galván. Por otro lado, el film despliega una subtrama romántica entre Arturo Goetz y Marilú Marini, mediada por el simpático Luis Margani. Si este lugar de la historia no excede su dosis dramática es porque la gestualidad de Goetz mantiene todo en su lugar. Su Juan estaba a un paso de ser un loco de remate, pero el fenomenal actor lo convierte en una criatura plausible. Entre estas dos puntas se tironea “La Sublevación”: el drama desolador y verosímil, preciso; y el delirio cómico de lo inimaginable que sin embargo está sucediendo. Las escenas que vamos viendo desafían la credibilidad y aún así se perciben cercanas. Ese tironeo necesario, causa del equilibrio, es un elemento que estaba faltando el año pasado en “Topos”; fábula más corrida de la realidad, todavía más extrema aunque con un universo justificable dentro de sus parámetros, pero que terminaba descuidando por completo el elemento humano. Es importante la conexión con los personajes, y lo que logra “La Sublevación” es construir una pequeña gran comunidad, principalmente por lo memorable de sus criaturas. El ritmo y las situaciones de la trama quedan ya sujetas a este acierto de construcción. Quizá hay que marcar que la abuela interpretada por Marilú Marini exagera su desconcierto con la vida y podría haber bajado un cambio, pero con estos viejitos hay tela para cortar rato largo. De repente se siente que no hay nada que no puedan hacer y que queremos verlos haciendo cualquier cosa. Dejarlos ir, soltarlos (y no hablo precisamente de muerte) porque toda película tiene un final, es una buena decisión una vez que estamos inmersos en ese mundo. El film nos compra desde las primeras -delirantes- escenas, con conversaciones a los gritos. Una cuestión no menor es lo relativo al tratamiento de la tercera edad. Hay que encarar bien a los viejitos; con ternura y respeto. En muchas comedias este dato pasa desapercibido porque los abuelos suelen funcionar como una especie de descanso cómico, y se los muestra de forma extremadamente liberal o conservadora. Nadie cuestiona porque cumple otra función, pero es cierto que faltan films que le den el total protagonismo a los viejos, y que entiendan desde qué lugar hacerlo. “La sublevación” capta esto, y los actores disfrutan de interpretarlo, y se disfrutan entre ellos, y nosotros disfrutamos viéndolos trabajar. Es un disfrute al cubo
La solemnidad gana la partida La temática no se ha filmado mucho: la estadía de los nazis en latinoamérica luego de la Segunda Guerra Mundial, y la complicidad de ciertas regiones para ocultar su paradero. Eso es lo que trabajaba la novela de Lucía Puenzo y lo que se cuenta en el film. También "Wakolda" nos muestra otros temas, aristas llamativas de la naturaleza humana que son de índole universal. Ya sea la fascinación por las personalidades misteriosas, el mundo adolescente o el poder de la seducción, estas cuestiones sufren el peso de la Historia en la película y quedan ancladas en un lugar que hace difícil discutirlas más allá de su relación con aquella época. Al cine argentino, se sabe, le pesa mucho el pasado. Adrián Caetano en "Crónica de una fuga" o Benjamin Ávila en "Infancia Clandestina" -por citar algo más reciente- supieron hacer del momento más revisado de nuestra historia películas en las que el pasado no pesa y que en cierto modo terminan siendo atemporales. La clave puede estar en evitar que ese peso inunde el relato y que lo que estemos viendo sea una historia más. Cuando la Historia con mayúsculas se apodera del camino, la solemnidad gana la partida y la seriedad extrema se vuelve el código de trabajo. Hay demasiada seriedad y peso en "Wakolda"; demasiado misterio. Lo cierto es que durante la primera hora de metraje no sucede nada. Conocemos a la familia, al extraño y perturbador médico que se introduce en sus vidas. En el fondo, un hotel, una escuela y Bariloche. Y no sólo nada acontece, sino que lo que pasará y las relaciones que se tejerán se adivinan muy de antemano. Aunque no parezca posible, este bajo nivel de sorpresa se ve estancado por la seriedad de las interpretaciones. Elena Roger parece salida de una película que se hizo hace 40 años; Natalia Oreiro está desaprovechada y se la ve exagerada y maquillada en exceso; a todo esto Diego Peretti lucha contra un film que se cae. Y lucha en serio. Levanta la voz, imprime emoción y verdad como un padre que sufre en un contexto en el que todo es frío y automático. Lo que hace Peretti, algo más inconsciente que otra cosa, es parecido a lo que intentaba Sofía Gala en "Todos tenemos un plan". La hija de Moria se sacudía sin cesar y llenaba de vida una producción presa de su género, su condición y expectativas. Las comparo porque con ambas me hice la misma pregunta: por qué no me llama esto? Ni "la del Viggo argentino" ni "Wakolda" son malas películas, pero de fondo hay una triste situación pues son piezas que tienen más para dar y no hacen ese esfuerzo. Es triste además porque son los estrenos nacionales que llegan a la mayoría de los países del mundo y fuera del circuito independiente de festivales, es esta la idea que está quedando de nuestro cine. No somos esto. No somos puro pasado que sigue volviendo ni producción industrial con falta de vuelo. Hay que confiar menos en lo que tenemos y ser más rigurosos. En "Wakolda" Lucía Puenzo pone a un montón de extras a cantar en alemán y se nota con claridad que muchos no lo están haciendo o no lo saben. Por otro lado, la relación entre Mengele (Alex Brendemühl) y la debutante Florencia Bado, centro del relato, tiene escenas para desarrollar más, para exprimir, y se queda corta. El final, épico (o al menos así se pretende), una vez que la película cobró interés y aires de thriller muy tarde, tiene a un personaje mirando algo sin seguirlo bien con la mirada. Hay que cuidarse. El aplauso fácil no nos hace crecer.
Desesperación con manual de género Cuidado espectadores. Se estrena una co-producción imponente, con dos superestrellas: Belén Rueda y Ricardo Darín. Grandes expectativas, podría decirse. Hablar del efecto Darín a esta altura sonará gastado y no sé si alguien ha escrito un libro sobre este tema, dado que claramente hay mucho material. Prefiero discurrir un segundo sobre el actor argentino de cine, lugar ocupado por pocos nombres si se analiza objetivamente. De esta corta lista quizá Darín no sea el mejor, pero sí el que más le presto atención al desarrollo que este lugar le implicaba. Hoy no sólo su figura tiene la mayor proyección sino que, objetivamente hablando, ningún otro trabaja con la cámara como lo hace él. El estudio que hizo sobre su persona cinematográfica, su selección de roles, su decisión de asentarse en el formato, son las razones que hoy le aseguran un mínimo de medio millón de espectadores por película. Le perdonamos su aventura con la dirección en “La señal” porque es un excelente actor de cine. Lo sabe el público, y lo sabe el mismo Darín, que jamás volvió a la televisión. Si algo es cierto es que en “Séptimo” Darín está al tope de su juego. El resto del elenco masculino se compone de actores que el público asocia más a la televisión. Es difícil ponerlo en palabras, pero esta diferencia se nota principalmente porque Darín llegó a un nivel altísimo de dominio de su arte –me parece bien por otro lado que, para evitar un desgaste, se tome un respiro, como anunció hace unas semanas- y porque lo acompaña Belén Rueda. Por eso cada quien con lo suyo. Y lo mismo va para el género. “Séptimo” es un thriller sobre un abogado separado que va a buscar a sus hijos al departamento para llevarlos al colegio y cuando llega a planta baja los nenes (que bajaron por la escalera) no están más. Gran premisa, ¿cierto? De ese punto de partida, hay un millón de direcciones posibles, pero también hay un manual de género. Supongamos que el manual es un libro que explica cómo debe desarrollarse argumentalmente un thriller y tiene la generosidad de desplegar un ejemplo con las resoluciones o caminos más típicos. Basta decir que “Séptimo” sigue el manual a rajatabla, eligiendo lo convencional a cada paso y destruyendo cualquier posibilidad de sorpresa. Así la película desacelera a medida que avanza -aún cuando Darín se echa a correr-, pierde misterio y tensión en la mitad; y en su epílogo, post giro argumental final, ya no nos queda interés. Me resulta llamativo que “Tesis sobre un homicidio” (lo más visto en lo que va del año), otro thriller protagonizado Por Darín, que juega sus cartas más fuertes al comienzo dejándolas bien expuestas, obtenga el resultado contrario. A medida que aquel film desacelera en el recorrido, va aumentando en expresividad, tensión, matices. Tiene que ver con que “Tesis sobre un homicidio” le construye al espectador una empatía con el protagonista directamente desde la mente, y eso obliga a estar atento y a acompañar el frágil estado emocional de un hombre que de principio a fin tiene una misma idea. Se percibe un hombre desesperado, como el de “Séptimo”. Aquí es donde el actor le gana de mano al director español Patxi Amezcua. Darín se pone la camiseta de la desesperación y la viste mejor que nadie puesto que se encarga de lograr su propio crescendo emotivo, pero esa decisión se queda en su trabajo y el guión. Amezcua se la pierde por blando, por confiar demasiado en las superestrellas y en las disposiciones comerciales de la co-producción. Es evidente que hay algo de apresuramiento y descuido en la narración de “Séptimo” cuando el pico de estrés de su protagonista, que lo encuentra en un inesperado estallido de violencia en una oficina, se hace presente meramente como un momento más. Es inevitable recordar aquella escena de “Carancho” con la cual ese momento tiene un parecido. Trapero no nos deja dudas de que el protagonista está dispuesto a todo; a “Séptimo” la protege el manual de género. Hay poco nervio, pero al menos la estructura está intacta. Y espectacularmente filmada (Amezcua trabajó con el director de fotografía Lucio Bonelli). Es el manual el que también se pierde el contexto de la acción, es decir, la ciudad y el jugo que se le puede sacar a eso. Esta barrera también se le hizo difícil a “Tesis sobre un homicidio” y viene siendo ley en las comedias industriales nacionales, con “Corazón de León” como ejemplo más reciente. Me pregunto en qué momento el equipo de realización decide dejar de prestarle atención a la ciudad donde están ocurriendo los hechos. A Suar, y por consecuencia a Carnevale, se lo puedo entender –aunque también se lo reproche- porque gran parte su público (las clases medias y a veces más arriba) está menos pendiente de la ciudad que otra cosa y cualquier paisaje, desde Rio de Janeiro hasta un country en las afueras viene bien. En “Séptimo” lo que ocurre es gracioso porque el manual de género se come a Buenos Aires. Ya la apertura, con un plano aéreo del obelisco y las voces en off de las radios y los noticieros, suenan menos al aire porteño que a cualquier gran urbe norteamericana. Es la herencia de ese thriller hollywoodense la que se pierde el elemento local, por más que de costado esté Tribunales, o la argentinada en la idiosincrasia de los personajes y nuestro lenguaje en sus diálogos. Ninguno de estos elementos aporta verosimilitud. Buenos Aires queda como postal. Yo tengo una particular fijación con que las películas ‘respiren’ la ciudad en la que su historia se desarrolla, si la van a poner en un primer plano como “Séptimo”. De los últimos años, “La sangre brota” es un gran film que coloca a Buenos Aires como centro y personaje también casi culpable del estado emocional de sus protagonistas; “Sin Retorno” incluso trabaja dentro de todos los lugares plausibles. Si nos vamos lejos, para referirme bien a este tipo de trabajo, es “Nueve Reinas” el film que inventa un mundo convincente y es muy nuestra, y esa es su virtud. Mi argumento aquí se basa en que la co-producción ambiciosa –al menos “Séptimo”- parece creer que lo particular de Buenos Aires va a perder fuerza a la hora de transmitir esa universalidad de códigos que capte un mayor público en todos los países en que se estrenará. Verdaderamente, es ante este tipo de situaciones que Campanella crece en el recuerdo. Un tipo al que, en gran medida, no le importa. Si narrar haciendo género ya es algo universal de por sí, no hay razón para perderse de lo otro. Y ahí está “El secreto de sus ojos”, co-producción con una ciudad que no es ‘cualquiera’ y que está bien presente, y que así batió récords de taquilla y se llevó el Oscar. Con “Metegol” pasa algo similar. “Que la doblen como quieran”, decía el director en la conferencia de prensa. Es una de las películas más argentinas del año, y no está situada en Buenos Aires. El peso del manual de género también nos deja una película en la que las actuaciones de los niños, personajes fundamentales, son producto de un descuido difícil de disimular. No hay primer plano que los luzca, no hay frase que les suene natural y se la pasan repitiendo todo el tiempo lo mismo, con un exceso de abrazos, besos y ternura que más allá de la corta edad los hace quedar como dos tontos. Cuiden a los pibes, señores directores. Haganlos trabajar aunque no sean protagonistas. Que son muy transparentes y si no les das nada para hacer, se nota.
Comienzo con un ejercicio. Cuento de qué se trata el film en una oración porque no quiero desperdiciar en ello más caracteres que los que sean necesarios. Tras una serie de eventos (des)afortunados, cuatro individuos terminan viajando a México aparentando ser una familia -papá, mamá, hermana y hermano adolescentes- para contrabandear marihuana. La diferencia entre ‘drug smuggling’ (contrabando) y ‘drug dealing’ (repartición y entrega) es ya de por sí un tanto ridícula en general e innecesaria como ilustración del conflicto que tiene un personaje a la hora de experimentar algo que lo sobrepasa. El conflicto es válido; lo que está de más es el detall técnico. Sin embargo, “¿Quién *&$%! Son los Miller?” hace de esta distinción un tópico recurrente: la primera aparición puede verse en el trailer (Jason Sudeikis, protagonista, se lo marca a Jennifer Aniston mientras ella le regala un baile –que esta es la peli en la que hace de stripper y baila en ropa interior-), luego Sudeikis la busca en Wikipedia cual tonto y más avanzada la trama vemos que se hace presente bajo la misma lógica. No es un buen chiste (o no funciona, como prefieran). La presentación de los personajes sí es buena, o me gustó al menos. Porque es rápida, directa y en cierto modo hasta elíptica, dado que los cuatro personajes resultan estar más conectados de lo que a primera vista puede parecer. Algunos se conocen y conviven en un edificio, eso se puede ver, pero hay otra cantidad de información que se evita y aún así se percibe. Para el momento en que están por cruzar la frontera parece como si la película hubiese arrancado hace nada. Pero volvamos al chiste. Aunque no es alo que suela hacer, me pareció ponerlo en evidencia para recalcar que es producto de un guión de cuatro personas distintas; entre ellos gente que escribió hilarantes comedias (“Wedding Crashers”) y otras más modestas pero al menos atendibles (“Sex Drive”, “Hot Tub Time Machine”). Y ese no es el único chiste que se repite en demasía; y si no funciona la primera vez, agota por exceso (prestar atención al pibe canchero que hace de interés romántico de la adolescente interpretada por Emma Roberts –siempre un talento-). Como las referencias. “¿Quién *&$%! Son los Miller?” hace uso y abuso de las referencias: a otras películas, a canciones, a la cultura pop o a celebridades de cualquier ámbito. ¿Problemas? Dos: primero, no funcionan. Los guiños tienen que ser parte de un juego creativo, de algún recurso que en cierta forma los explicite. Si salen de la boca de los personajes todo el tiempo y como si nada, molestan y no son creíbles. “Hay suficiente droga acá como para matar a Willie Nelson” (otra del trailer, acá no contamos cosas de más). ¡La gente no habla así! Y de aquí el segundo problema: la constante referencia le quita naturalidad a las situaciones y el guión termina obstruyendo la labor de los actores; más en el caso de tipos que saben improvisar, como Jason Sudeikis. Se ve en las charlas telefónicas que su personaje tiene con el de Ed Helms (Stu en “The Hangover”, que acá es el ‘papá de la droga’) que hay dos bestias cómicas desesperadas por salir y pasarse el guión por donde ya sabemos. No hay lugar para la anarquía, la irreverencia o al menos la sorpresa en esta película. Así y todo, aunque se reconoce, se sabe convencional, “¿Quién *&$%! Son los Miller?” intenta salir de ese molde. Y en ese ponerse la camiseta, estalla el alboroto: mucha situación que quiere hacernos reír –a veces lo logra-, mucha secuencia de acción y disparos que llega y se va a las apuradas, mucha familia al borde de la muerte rescatada con los ‘deus ex machina’ que se te ocurran. El resultado es desparejo, y por eso el Maldito Hollywood y su final feliz –todo lo que en el film tiene que ver con lo dramático, su subtrama cursi y también romántica- salen para atrás. Lo edulcorado no encastra bien con tanto bardo y, como no es un bardo verdaderamente anárquico, tampoco el último plano canchero, sabelotodo, no provoca una sonrisa.
Solemnes intenciones Hay ideas nuevas e ideas viejas. Las viejas serían en principio ideas gastadas, que ya en este tiempo no estarían funcionando porque el mundo avanza. Ni siquiera hablo de ideas de grandes proporciones; quizá para empezar me refiera a nociones sobre distintas cuestiones de la vida que yacen en la escala de lo humano. La percepción del mundo que tiene un director se ve en mayor o menor medida reflejada en su obra, y aquí también entra lo ideológico y lo político. En películas como “Causas y consecuencias” todo esto se ve implicado y el film que vemos es su resultado. Robert Redford es un referente, una figura del cine y más particularmente de su fracción más independiente, que promovió siempre desde el festival Sundance. En una época su visión del mundo también le valió un premio de la Academia. Yo recuerdo con cariño “Gente como uno”, quizá por su condición menos política y aleccionadora. “Quiz Show”, con su desglose del mundo del espectáculo, directamente me encanta. Lo cierto es que más de 30 años corrieron y Redford aparece de repente como un individuo de ideas viejas, que no necesariamente reaccionarias. Podríamos decir que son cosas de la edad –el tipo tiene casi 80 pirulos-, que es lógico que titule a un film así. “Causas y consecuencias” es una horrible traducción, pero “The company you keep” (“La compañía que guardas”) es igual de moralizante…tiene eso de “ojo con quien te juntás nene” en este film sobre un periodista que se desvive por una historia/reportaje acerca de un terrorista que se creía muerto pero había adquirido otra identidad. El periodista (Shia LaBeouf; joven y ambicioso, claro) devela esta información y el terrorista (Redford) escapa para limpiar su nombre y poder hacer una vida con su hija. Hasta ahí de argumento. Vamos con algunos detalles que tienen que ver con lo que decía de las ideas. Ejemplificaré para asegurarme de lo que afirmo. Con un personaje como el periodista de LaBeouf retrasás al pibe en su intento de construcción de solidez interpretativa. Si bien el joven actor tiene un problema en rechazar lo que parece serio o importante, aquí el problema es más de guión y de dirección. Esos lentes (hablando de lentes, Stanley Tucci también los tiene puestos en el film y nunca estuvo tan olvidable) no aportan profesionalismo y la actitud arrogante no vende compromiso con el trabajo. ¿Redford se olvida a propósito? Lo que él y Dustin Hoffman tenían era hambre y dedicación, y así nomás salían a la calle. Lo periodístico, uno de los ejes de este film, está descuidado, poco profundizado. El personaje que hace LaBeouf lo hizo mucho mejor Justin Timberlake, con su vocecita aguda y todo. Y si ir hacia el pasado es demasiado conveniente, puedo evitar la mención a “Zodíaco” refiriéndome a “Nothingbutthetruth” y a “State of play”. La película de RodLurie es una clase de integridad pura con una Kate Beckinsale inquebrantable; la de MacDonald muestra la destreza, la experiencia, el rol clave de la edición y la batalla/convivencia –todavía vigente- de la prensa gráfica con lo digital. Ambas películas, actuales por demás, también se tocan con la política y los organismos de estado. Vemos gente del servicio secreto entrenada para convencer a quienes no tuercen el brazo, políticos encontrándose en cuartos de hotel para proteger su futuro. “Causas y consecuencias” no juega estas cartas pero tiene las solemnes intenciones. Al periodismo desdibujado, se le agrega un elemento político fantasma que está como borrado. El FBI, por otro lado, se muestra blando, incapaz, torpe. Parecen policías en patrulleros que se quedaron durmiendo comiendo donas. Así se le da un excesivo espacio a una historia de amor que además de ser obvia retrasa demasiado el encuentro entre las dos partes y en el medio las escenas transcurren en conversaciones ‘definitorias’ en distintos escenarios. Es un elenco de lujo que se para como si cada momento fuera un instante clave, y nunca pasa nada y tampoco están actuando mucho. El mencionado Tucci, Brendan Gleeson, Richard Jenkins, Chris Cooper, Susan Sarandon, Nick Nolte, Sam Elliott y Anna Kendrick. “Secretos de Estado” de George Clooney tenía un elenco igual de impactante, y también un componente político. El tema es que allí los personajes eran más pícaros, lo que diríamos más vivos. Eran despiadados también. Quizá las ideas en “Causas y consecuencias” tengan que ver con eso de la edad, con una historia de amor que se cuela y empaña todo de lecciones sencillas y sin carácter. ¿Un Redford blando? Que el tipo es sensible se sabe, pero de ahí a volverse blando hay un trazo.
Romanticismo (algo) oscuro y triste Primero, que Marcos Carnevale siempre me pareció un tipo sensible: en cine, en teatro, en televisión hizo un gran trabajo con “Condicionados”. Un tipo sensible y capaz; digno. Segundo, que aunque no vi las últimas dos, podría asegurar que esta es su película más cinematográfica, o menos televisiva si se prefiere. Quizá por la experiencia de sus protagonistas (Guillermo Francella y Julieta Díaz), quizá por la obligación del plano abierto al tener que convertir a Francella en un enano; la película tiene una exploración visual distinta y también un mayor cuidado. Tercero, que todo lo que tiene que ver con la forma adecuada de presentar un personaje con esta condición está sorprendentemente bien manejado. A saber, el enano León Godoy tiene sus virtudes, su perseverancia y un gran corazón; pero a la vez tiene sus contestaciones, su carácter y una bronca que se esconde y siempre está al borde del colapso. Sentimos pena por él, sí, pero es genuino y no molesta. Digo, que no hace ruido; que la película no nos está obligando a compadecernos de él. Desde aquí, arrancan los problemas de “Corazón de León”, que tienen que ver a mi entender con una continua indecisión. Este acertado manejo de la temática del enanismo se empobrece, por ejemplo, cada vez que la música de Emilio Kauderer -también este año se lo puede escuchar en la partitura de “Metegol” con el mismo tratamiento en algunas secuencias- subraya ciertas situaciones dramáticas más de lo necesario. No chocaría tanto si no existieran también escenas donde la ausencia de música es intencional y funciona a la perfección. Otra cosa con esto: “Corazón de león” se vende como una comedia pero hay que tener cuidado. Todavía estoy en duda, si la película es efectivamente una comedia romántica o si se vendió así y es otra cosa. ¿Es cómica? No tanto. De hecho, hay momentos planteados desde la puesta en escena para generar un remate, una risa, y no tienen éxito. El personaje de Jorgelina Aruzzi es un cómic relief fallido. Secretaria, con un andar extraño y maneras de decir que se ven exacerbadas para el efecto cómico, tiene un momento que debería ser un punto alto y se queda corto. ¿Es romántica? Sí, pero también tiene un lado oscuro y triste. La última frase que escuchamos en el film suena críptica, dudosa, y no se puede obviar ese último plano desconcertante en algún sentido. No digo más, pues hoy elijo quedarme con esta segunda veta que en sus mejores momentos la película defiende y tiene ecos de un drama plausible. Mañana quizá cambie de opinión, pero no vayan pensando que se van a matar de la risa con Francella. Esta es la disyuntiva en “Corazón de León”: O promete algo y no lo cumple o ni siquiera lo prometió, y nosotros estábamos pensando en cualquiera.
Me gusta “El hombre de acero” en el mismo sentido en que me gustó la última de Batman, “El caballero de la noche asciende”. En eso de que, a pesar de cargar con el peso de un cómic, o de tener un gran presupuesto, asume un compromiso con la historia que vamos a ver, con sus personajes y con nosotros como público desde el entretenimiento. Películas como esta vienen ya con un desafío implícito: estás haciendo una de Superman, papá. Con los años el cine de superhéroes se ha acercado a un nivel de madurez que todavía no está del todo consolidado y quizá sea para bien. Se intenta ahondar con mayor profundidad en la psicología de los personajes, en el por qué de su decisión de convertirse en salvadores. En los cómics siempre está esa razón, u origen, que el cine condensaba en alguna escena tipo prólogo. Ahora la estrategia es otra, y este film es un exponente de los nuevos modos. En “El hombre de acero” está muy visible la marca Nolan (Christopher, aquí productor), del flashbacks que no se anuncia y que, de manera fluida, revela algún aspecto del pasado de los personajes que será fundamental para una mejor comprensión del presente de la historia. Este mecanismo, que insiste sobre lo tortuoso del pasado, funciona bien dramáticamente porque la película encuentra la cuota justa de algo que, inevitablemente, es solemne. A favor de la película también se puede decir que Zack Snyder, director, a conciencia la planteó como el film definitivo de Superman; un objetivo riesgoso, pero factible. La avanzada tecnológica recién hoy en día permite que veamos a Superman volando a toda velocidad a través del mundo y que sea creíble; que podamos percibir una parte de ese vértigo. Superman nació así. No tiene un poder que él mismo se fabricó ni fue producto de una reacción química o accidente. Hay un concepto de fondo en el rol de Superman que Snyder enfatiza y que tiene que ver con la “grandeza”. Además, la película encuentra su propia vuelta para poner al mundo entero en peligro (algo que se está viendo mucho este año). Todo está en riesgo y hay una sola opción. En este sentido de ultimátum, el director logra, con éxito, instalar “El hombre de acero” como una versión clave; como lo que el público estaba necesitando. De allí el peso actores de carácter para que lo épico no pierda verdad. Hablo de Kevin Costner, Diane Lane y Russell Crowe; todos dando muestra de un perfil bajo y una humildad que viene con el tiempo y que a gran parte de Hollywood le cuesta adquirir. Las palabras de esas bocas, con esas miradas, suenan distinto. Henry Cavill cuenta con la mística (y el físico) necesarios para cargar con el personaje. Pero le falta trabajar el peso y la densidad de construcción que aporta el resto del elenco. Digamos que trabajo con lo dado y nada más. No es el caso de Amy Adams, que cada día está más linda y pisa más fuerte. Esto debe redundarse: en “El hombre de acero” Amy es la fuerza y la belleza. De todos modos, siguiendo este objetivo de film definitivo, la película cae en un exceso de escenas de acción. Es algo innecesario y tapa la primer labor musical imperceptible de Hans Zimmer en años. También excesiva es la interpretación de Michal Shannon, un villano que se pasa de malo y loco a mi gusto. Todo buen actor tiene malos momentos.
Los caprichos de los actores son una cuestión siempre extraña. Digamos que, al menos, nos revelan una faceta de ellos con la que no esperábamos toparnos; más aún cuando se trata de superestrellas. Si yo les dijera que la historia de “Después de la Tierra” es una idea de Will Smith, ¿me creerían?. Es algo así. En algún lugar del universo en el que ya la Tierra no es habitable, convive un escuadrón de humanos preparados para combatir a toda fuerza entrenada para matar hombres. Estos “comandos” obtienen su mayor rango luego de un arduo trabajo como cadetes que requiere de mucha práctica. ¿El mejor de todos los soldados? Cypher Raige (Will Smith), el primer hombre que logró “fantasmear” (no recuerdo que la palabra sea exactamente esa, pero la traducción de “ghosting” es demasiado tentadora en términos argentinos así que dejémosla así) y que hoy es jefe de varias divisiones. Mientras tanto, quien se prepara para ser comando, es su hijo Kitai (Jaden Smith). Padre e hijo, que no tienen buena relación, viajarán a una misión para generar un vínculo; todo saldrá mal y del niño dependerá que puedan volver a casa. Arriba no están escritos todos los términos técnicos que corresponden al mundo que presenta la película. Hay más, pero el centro de la historia no se encuentra allí y a la vez es cierto que todo aburre. Aburre la introducción de la película, desde el relato en off hasta los escenarios que van apareciendo. Sorprende que a Will Smith se le ocurra algo que se instala en el futuro pero que es una operación antigua y parece más un juego de nenes. Casas con adornos ridículos por doquier, trajes de velcro ajustados, libros que se abren y cierran como cañoncitos de queso, cinturones de seguridad que son todo un ritual, naves espaciales con botones por todos lados, controlados por jóvenes que no parecen entender de qué se trata. Y de nuevo el vocabulario. Nada es chiste. “Después de la Tierra” se toma tan en serio el extremo detalle de su universo ridículo que por un segundo “Avatar” arremete en el recuerdo como obra maestra. Y no es sólo eso. El conflicto emocional de la película, amarrado con veinte sogas a un único hecho, es tan elemental como escuchar a Vin Diesel decir que “nunca se abandona a la familia”. Y no ayuda para nada que la conexión entre padre e hijo sea nula desde lo físico. Si hay algo que me molesta del tratamiento de las relaciones en la película, por más fríos que puedan ser los personajes, es que se pone toda la fuerza emotiva en el diálogo. El reproche, la culpa y la decepción, la superación de una herida…todo está explicitado en la palabra y los personajes no se miran (nuevamente, el “Te veo” –“I see you”- de “Avatar” aparece como una acertada decisión). No se sienten. Y no plantearía esto si “Después de la Tierra” no hiciese tanto foco en este lugar, pero una vez que el pequeño comienza su aventura, toda charla es un paso más hacia la reconciliación tan anhelada. Por suerte, Will Smith es un tipo inteligente aunque se le pueda ocurrir una historia así. Nunca se pone por encima del material y le otorga entereza a lo que está a punto de volverse patético. Ya lo demostró en “Seven Pounds” y en “The Pursuit of Happyness”; un combo de films que caminaban una línea muy fina, al borde de un dramatismo imposible. El tipo es demasiado inteligente para ser patético. Su hijo es otra cosa. El niño tierno de rulitos se convirtió en hombrecillo y le falta densidad, carácter. Por créditos y por tiempo en pantalla, Jaden es el protagonista absoluto de “Después de la Tierra”. No pocas veces su personaje patalea y grita. Sucede que el grito de un nene no es el mismo que el de un adulto, y esa es una transición que en el cine es pocas veces exitosa. Es muy fuerte la imagen de un grito de Anna Paquin en “The Piano” (1993) y otro grito en “Margaret” (2012). Allí se condensa el camino que no pudieron recorrer tantos niños talentosos que Hollywood se comió crudos. Esperemos que el hijo de Smith pueda pisar más fuerte. Para conectar los hilos hacia el mandamás, debemos recordar que Haley Joel Osment nunca logró del todo la transición. Sin embargo, en “Sexto Sentido” M. Night Shyamalan logró que su cara fuera la verdadera expresión del miedo. Lo que quiero decir es que aunque haya pasado el tiempo, y aunque en ocasiones no consiguió los mejores resultados, Shyamalan es un director que siempre supo manejar el miedo. Y no hablo de terror, y de monstruos y oscuridad. Hablo de un momento de duda, de sentir por un segundo que las cosas son o van a ser de cierta forma que no podremos controlar del todo. Que hay un resultado inevitable. Estaba en “El protegido”, en “Señales” y en “The Happening” que también estaba buena. Y la idea está acá, cada vez que la inmensidad de la naturaleza le gana al protagonista o por ejemplo en escenas como la de la aparición de la hermana hablándole al oído, que resultan en monstruosidades válidas pues son producto del miedo en este sentido. Es lógico que esto no sea prioritario. Que en medio de los criterios de una superproducción, y ante los caprichos de una superestrella, el desarrollo de este elemento quede a medio camino. El videojuego va a estar bueno.