George de la selva pero sin gracia Tarzán, el popular personaje creado por el escritor Edgar Rice Burroughs en 1912, vuelve a la vida de la mano de David Yates, responsable de las últimas películas de Harry Potter. Con alrededor de 200 adaptaciones cinematográficas a lo largo de la historia, esta nueva entrega tiene como novedad la inclusión de temas como la esclavitud y el colonialismo europeo en África. Sin embargo, pese a sus buenas intenciones, el film adolece de múltiples falencias, entre las que se destacan una trama inconexa y rudimentaria, un guión excesivamente expositivo y personajes superficiales que, más allá de su aspecto físico, no poseen ningún atractivo adicional. Protagonizada por el sueco Alexander Skarsgard (True Blood), La Leyenda de Tarzán retoma las aventuras del rey de los monos una vez que éste ha logrado reintegrarse en la aristocrática sociedad inglesa de fines del siglo XIX. Heredero de una cuantiosa fortuna y felizmente casado con la bella Jane (Margot Robbie), Tarzán -alias John Clayton III- vive tranquilamente en Londres y no tiene deseos de regresar a la selva, lugar que constantemente le recuerda su origen salvaje. No obstante, pronto se ve obligado a retornar a su hogar en el Congo, pues se entera que el Rey Leopoldo II de Bélgica (que por aquella época ejercía el dominio colonial sobre ese país) planeaba esclavizar a la población nativa para luego saquear sus riquezas naturales. De esta manera, John vuelve a la jungla con sus demonios internos a cuestas, determinado a finalizar con las injusticias perpetradas por la monarquía europea. En el viaje lo acompañarán Jane y George Washington Williams (Samuel L. Jackson), un emisario estadounidense que previamente había advertido a Tarzán sobre las atrocidades que se estaban cometiendo. Sin embargo, el verdadero villano de esta historia es el cínico Leom Rom (Christoph Waltz), lugarteniente del Rey Leopold e ideólogo principal de este malévolo proyecto de dominación. La confrontación entre ambos se intensificará cuando éste último rapte a Jane, empujando a Tarzán a liberar definitivamente a su bestia interna para rescatarla. Si bien el retorno de lo civilizado a lo salvaje resultaba, a priori, un enfoque interesante para redescubrir a Tarzán, las simplificaciones argumentales hacen que la película se quede a mitad de camino en este sentido. Por otro lado, la unidimensionalidad de los personajes, sumadas a la proliferación de lugares comunes y clises, generan que las escenas de acción - muy bien logradas desde lo visual- pierdan interés. El ejemplo más cabal de todo esto es la secuencia en la que animales de diferentes especies unen fuerzas y arman una estampida para expulsar al “europeo invasor”, como si de repente hubiesen adquirido una suerte de conciencia de clase. Para ser uno de los blockbusters más esperados del año, La Leyenda de Tarzán está muy por debajo de las expectativas. Sea por la falta de cohesión argumental o por la superficialidad general del relato, el film no logra entretener a lo largo de sus casi dos horas de duración.
Infalible comedia de acción Pocos podrían discutir a esta altura que Shane Black es uno de los padres de las “Buddy Movies”. Y menos lo harían luego de ver Dos Tipos Peligrosos (2016). El otrora guionista de Arma Mortal (Lethal Weapon, 1987) y El último boy scout (The Last Boy Scout, 1991) demuestra una vez más su destreza en el género y se despacha con una propuesta disparatada, inteligente y muy divertida. Dos tipos peligrosos es la típica película de “parejas desparejas” en la que dos personalidades diametralmente opuestas unen esfuerzos para resolver un crimen. El dúo protagónico, en esta ocasión, lo integran el veterano Russell Crowe y el multifacético Ryan Gosling, y ambos deben desentramar una compleja red de corrupción que vincula la desaparición de una adolescente con la industria automotriz, la pornografía y el departamento de justicia de justicia de los EE.UU. El problema es que Gosling y Crowe son detectives privados de poca monta, y, además de ser diferentes entre sí, son rudos, toscos y algo rústicos (cada uno a su manera) en el arte de develar misterios. Envueltos en una conspiración repleta de asesinatos, traiciones y giros inesperados, su torpeza policial hará que el caso se vaya resolviendo a pesar de ellos y no gracias a ellos. Justamente, es esa colisión permanente entre personalidades y la aplicación de métodos poco ortodoxos lo que hace tan entretenida a esta película, dando lugar a todo tipo de situaciones bizarras y exageradas verdaderamente desopilantes. MV5BMTg5MDgwMjEwNl5BMl5BanBnXkFtZTgwMDMxODM5ODE@._V1_SX1500_CR0,0,1500,999_AL_ Una de las cosas interesantes de este film ambientado en los 70s -más allá de la calidad actoral y el timing humorístico del director- es que Jackson Healy (Russell Crowe) y Holland March (Ryan Gosling) generan empatía aún siendo personajes bastante despreciables. Por más deshonestos e inescrupulosos que sean, estos antihéroes resultan queribles, lo cual es un tanto perturbador. La única reserva moral la constituye la hija adolescente de Holland (Angourie Rice), que los asiste y guía en la investigación. En cualquier caso, lo que subyace en todo momento es un sólido guión, cuya estructura hace creíble toda la historia. A la excelente química de la dupla protagónica se le suman altas dosis de acción y violencia muy logradas desde lo formal. En conjunto con los gags físicos y el tono absurdo que recubre toda la trama, Dos tipos peligrosos conforma un coctel explosivo que espontáneamente nos reenvía a aquellas exitosas Buddy Movies y series de TV de los 80’. Dos tipos peligrosos, el film de Shane Black, es entretenimiento del bueno: preciso, inteligente, ingenioso, bizarro y algo patético, con actuaciones sobresalientes y un guión sólido; una excelente oportunidad para ejercitar los músculos de la cara durante dos horas y no pensar en otra cosa más que en el divertimento personal.
Pueblos Podridos El director de Parapolicial Negro: Apuntes para una prehistoria de la triple A (2010) y La Memoria del Muerto (2012), Valentín Javier Diment, vuelve a la gran pantalla con El eslabón podrido (2015), un relato de género que profundiza alguna de las líneas temáticas de su última película, como el gore y la violencia explícita. Ambientada en un pueblito rural un poco perdido en el espacio y en el tiempo, la película elabora una aguda fábula de terror investida de crítica social que, sin embargo, arroja resultados desparejos en sus aspectos narrativos. El escondido es una pequeña comunidad rural aislada en la que habitan una veintena de personas. Entre ellos está Raulo (Luis Ziembrowski), un leñador con retraso mental que vive con su madre Ercilia (Marilú Marini) y su hermana Roberta (Paula Brasca), la prostituta favorita del pueblo. Ellos se cuidan y se quieren incondicionalmente. Pero día a día deben compartir su rutina con personajes grotescos, chatos y desagradables, entre los que se destacan una pareja de ancianos, un matrimonio disfuncional, la dueña de un bar y un cura manipulador que utiliza la religión para mantener unida a la comunidad. En ese contexto, sobre Roberta pesa una maldición: si se acuesta con todos los hombres del lugar, indefectiblemente morirá. Y tan sólo queda una persona con la que no se acostó: Sicilio (Germán Da Silva), el marido de otra prostituta, que la busca constantemente para concretar el acto sexual. El desarrollo de los acontecimientos determinará consecuencias trágicas para el pueblo. aela-1000x500 El tono siniestro de los personajes y el miserabilismo de su idiosincrasia son lo mejor de la película. Diment nos presenta a una sociedad repulsiva que, por un lado, habilita prácticas de explotación sexual y de sometimiento extremo y que, por otro, exalta diversos valores (como el respeto o la bondad), basados en un discurso ético-religioso tan convincente como hipócrita. Se trata de una mirada irónica, descarnada, que bien puede ser extrapolada para pensar en nuestras propias contradicciones como sociedad. Sin embargo, quizás la exhibición de ese patetismo sea demasiado enfática y reiterativa en el guión. En ese sentido, la extensión de esa primera parte descriptiva termina siendo muy extensa y monótona, generando la sensación de que la historia no avanza. Esto cambia en la segunda parte, cuando la historia pasa del cansino drama rural al frenético relato de género. Allí, el festival de sangre, violencia y desmembramientos funciona muy bien, demostrando que es uno de los terrenos que Diment mejor conoce. No obstante, la falta de homologación entre los dos géneros y la brusquedad en el paso de uno a otro provocan un efecto bizarro, como si hubiésemos estado viendo dos películas distintas. En definitiva, si bien El eslabón podrido logra articular una crítica social convincente, la falta de cohesión narrativa como efecto de su hibridación genérica, la determina como una película rara, irregular, despareja y, en cierta medida, desconcertante.
Acción en primera persona El desarrollo exponencial de los videojuegos en los últimos veinte años ha cautivado la atención de muchas industrias; la del cine entre ellas. En este sentido, muchísimas películas –Street Fighter (1994), Mortal Kombat (1995), Tomb Raider (2001), Resident Evil (2002), Silent Hill (2006), Hitman (2007), Max Payne (2008), Prince of Persia (2010) o Need For Speed (2014)- ya han probado suerte en la gran pantalla con resultados dispares. También podríamos incluir otros títulos, como Gamer (2009) o la genial Scott Pilgrim vs the world (2010), que aún sin estar basados en videojuegos, nos siguen remitiendo a ese universo, por su estética, temática y puesta en escena. Hardcore: Misión extrema (Hardcore Henry, 2015) se inscribe en este género pero al mismo tiempo pretende ir un paso más allá: ¿Cómo? llevando toda la experiencia inmersiva de los videojuegos a la pantalla grande para que los espectadores sientan en carne propia todas las vivencias del protagonista. Para ello, el debutante ruso Ilya Naishuller utiliza la cámara subjetiva como único punto de vista narrativo, emulando de esta forma a los juegos de disparos en primera persona (First Person Shooters). El resultado, en parte, es el esperado: 96 minutos de acción vertiginosa, caos, múltiples asesinatos y mucho gore. Sin embargo, luego de los primeros minutos, el recurso se vuelve monótono, aburrido y anecdótico; como el guión, al que evidentemente no le pusieron mucho empeño. Hardcore_Henry_trailer_debut Desde el comienzo, la trama es un delirio absoluto: Henry es una especie de cyborg estilo Rocobop que huye sistemáticamente de Akan, un malvado multimillonario ruso que cuenta con poderes telepáticos y una hueste de mercenarios a su servicio. El objetivo de Akan es simple: capturar a Henry, diseccionarlo y crear un ejército de robots-humanos invencibles para –literalmente- conquistar el mundo. En el medio, Henry debe rescatar a su esposa -secuestrada por el mismo villano- abriéndose paso a los golpes, tiros, cuchillazos y explosiones varias, en una Moscú testigo de la masacre sin pausa que allí acontece. Algunas escenas de acción están muy bien logradas. La estética gamer y el ritmo furioso constante nos recuerdan mucho a Crank (2006), con un montaje igual de frenético y una banda sonora tan al palo como en aquella cinta. La diferencia, acaso, es que Hardcore Henry carece de esa dosis de ironía y humor negro que hacía tan efectivo y original al film de Statham. Sin eso, la película parecería tomarse todo el asunto demasiado en serio, generando la sensación de que el grotesco y el ridículo alcanzado en ciertos momentos son más producto de falencias narrativas propias que de una decisión artística consciente por parte del director. En este sentido, la acción pronto se vuelve monótona y, a la larga, la experiencia de la cámara subjetiva termina resultando agotadora e injustificada. Sumado a esto, la simpleza de la historia hace que nunca podamos vincularnos afectivamente con el protagonista. Es decir: sí, estamos dentro de la cabeza de Henry, pero en definitiva es como ocupar una carcasa vacía, pues el personaje no piensa, no siente, no reacciona; sólo hace lo que tiene que hacer: cumplir con la misión. Exactamente como en un videojuego. HardcoreHenry_trailer Esto supone un problema, porque la transposición directa olvida que ambos medios poseen lenguajes y reglas de funcionamiento diferentes. En el cine uno se entrega al punto de vista del director y a lo que éste nos quiere mostrar, mientras que en el videojuego lo divertido es justamente lo contrario, véase: tomar decisiones, elegir qué camino tomar, a quien disparar, cuándo, cómo, dónde, etc. Con Hardcore: Misión Extrema, la sensación es la de estar presos dentro del protagonista. Algo casi tan frustrante como ver a un amigo pasar todos los niveles de un jueguito sin perder ni una vez. Frenesí rítmico, excesos de todo tipo, carnicerías humanas por doquier, acción sin sentido, ausencia de verosimilitud y coherencia interna; el film de Naishuller es la viva muestra de que en el cine, más que experimentos bizarros de renovación, lo que hace falta son los buenos guiones.
Hay que dejar de robar con los fantasmas por dos años Si alguna vez alguien decidiera inventariar aquellas películas de terror con temáticas sospechosamente similares, la lista sería cuantiosa. Y dentro de éstas, los films sobre fantasmas constituirían una sección infaltable: protagonistas acechados por apariciones de distinta índole, espíritus que no logran descansar en paz, traumas del pasado irresueltos, mensajes crípticos desde el más allá; ¿Quién no ha visto estos lugares comunes reproducirse en cientos de ocasiones? El agotamiento es evidente y, sin embargo, el catálogo se agranda todos los años con propuestas que –más allá de algún susto pasajero- no le aportan nada ni al género ni a los espectadores. En este sentido, Ellos vienen por ti (2015) representa otro ladrillo más en la pared de argumentos trillados y finales cantados. El director y guionista Michael Petroni (libretista de “La Reina de los condenados”, “El Rito” y “La Ladrona de libros”) presenta una historia de terror carente de imaginación para asustar a la audiencia y con serias dificultades narrativas para hacer avanzar a un relato por demás inconexo y bastante forzado. Las peripecias de la trama nos sitúan en la vida del atormentado Peter Bowen (Adrien Brody), un psiquiatra que intenta rehacer su vida luego de la muerte de su hija en un accidente de tránsito. La tarea no será nada sencilla, pues pronto cae en la cuenta de que todos los pacientes a los que estuvo tratando en el último tiempo están muertos. Buscando la conexión entre estas extrañas apariciones y la muerte de su hija, Bowen comienza a indagar en su pasado, revelando oscuros traumas de su adolescencia que quizás hubiese sido mejor no recordar… Más allá de algunos detalles inexplicables (¿De qué vivía Bowen si todos sus pacientes estaban muertos?) lo que vuelve deficitaria a esta pequeña producción australiana tiene que ver con los complicadísimos ribetes de un guión que se presenta como un –fallido- híbrido entre historia policial de misterio y película de terror, quedando a mitad de camino entre ambas. En ese sentido, la conexión entre los distintos eslabones de la trama resulta poco convincente y el devenir de los acontecimientos, confuso. Lo único que posibilita la progresión de la historia es la memoria del protagonista, que esporádicamente se activa para revelarnos detalles importantes que, de otra forma, no hubiera sido posible conocer. zm7ORi1ZpbDHmtpI1ny5apZHGZ2 Por otra parte, estamos en presencia de una típico film de golpes de efecto: aquí el terror no proviene del gore o de la insinuación del peligro, sino que se da a partir de repentinos y bruscos sobresaltos que le marcan a la audiencia en qué momentos debe estremecerse. Si bien algunos de éstos logran ser efectivamente tenebrosos, todo resulta demasiado anunciado, y la reiteración viciada del recurso (sumado a un uso saturado de la música, bastante molesto) lo vuelve cansador. Sin dudas, el que más debe haber sufrido la película es el bueno de Adrien Brody, que pese a su correcta labor no logra nunca rescatar a su perturbado personaje. Es un caso extraño el de este actor. El tipo tiene un talento impresionante y, sin embargo, luego de deslumbrar al mundo con su actuación en “El Pianista” (2002) (siendo el actor más joven de la historia en ganar el Oscar a mejor actor, con tan sólo 29 años) se desdibujó completamente participando en producciones menores y/o olvidables en la década subsiguiente. Claramente, es un artista que por calidad, matices y personalidad está para mucho más. El desperdicio de talento también incluye al veterano San Neill, que en este caso fue convocado como “cara conocida” para el afiche, pues su participación en la película se reduce a tres escenas. En el fondo, Backtrack es una película discreta que se oculta detrás de una maraña de enredos argumentativos para no terminar admitiendo su insípida simpleza. Así, sin ideas ni originalidad, la obra termina siendo una raya más en el tigre de la industria que no hace demasiada diferencia.
Saber es poder ¿Qué es la verdad? ¿Es lo que reproducen los medios de comunicación? ¿Existe verdad por fuera de ellos? ¿Existen mecanismos correctos e incorrectos para llegar a la verdad? ¿Cuáles son? ¿Qué grado de respaldo documental es suficiente para validar o autenticar una información? ¿Cuál es el status de poder que otorgan las verdades públicas a quienes las pronuncian? ¿Puede la verdad ser utilizada para ocultar otras verdades? En tal caso, ¿Existe una deontología de la verdad? ¿Acaso hay verdad sin credibilidad? Estos y muchos otros interrogantes (la lista sería interminable) podrían plantearse a partir del visionado de “Sólo la verdad” (Truth, 2015). Basándose en hechos reales, el experimentado guionista –pero debutante director- James Vanderbilt (Zodiaco, 2007), se sumerge en el mundo del periodismo de investigación y propone interesantes reflexiones sobre las luces y sombras de la profesión, la importancia de la aplicación de sus códigos ético/prácticos, los intereses corporativos en juego y el oscuro entramado que se teje constantemente con el poder político. La película retoma los sucesos desencadenados en 2004 a partir de la publicación de un informe periodístico en el programa “60 minutos”, en el cual se denunciaba al entonces presidente George Bush de haber usado sus influencias para ingresar a la Guardia Nacional entre 1972 y 1973 y así evitar la Guerra de Vietnam. Dicho informe fue objeto de fuertes cuestionamientos por parte de sectores republicanos, que alegaban que era imposible autentificar una parte de las pruebas documentales suministradas por el programa. Esto motivó una investigación interna en la cadena CBS que, a su vez, derivó en una larga serie de presiones y hostigamientos al presentador de ese entonces, Dan Rather (Robert Redford), y a la productora del programa, Mary Mapes (Cate Blanchett). ‘Truth’-La-vuelta-de-Redford-al-periodismo1 Partiendo de un título tan sugerente como provocativo, Vanderbilt explora detalladamente el apasionante mundo del periodismo investigativo en todas sus etapas: búsqueda de pruebas documentales, chequeo de fuentes, consultas a especialistas, la edición a contrarreloj, la articulación del discurso final, etc. En ese sentido, la película retrata con cruda frialdad las trabas, presiones y tentaciones que atraviesan al periodismo político de investigación, un género que, por otra parte, recibe cada vez menos inversiones debido a sus altos costos y a su baja rentabilidad comercial. Reivindicativa del periodismo de calidad y crítica de la banalidad del entretenimiento informativo, el film a cada paso transmite una nostalgia -en cierta forma romántica- que nos reenvía a épocas pasadas en donde la vocación de servicio público primaba por sobre la voracidad del rating y las audiencias. Al mismo tiempo, esa nostalgia insinúa un llamado de atención, un reclamo por profesionales comprometidos con su labor que valoren la noción de que una sociedad mejor informada es una sociedad más libre. Así lo atestiguan los personajes de Mapes, Rather y su equipo de investigación, que luchan por revelar informaciones de alto calibre con las elecciones presidenciales como telón de fondo. Cate Blanchett brilla en la piel de Mary Mapes y brinda una interpretación repleta de matices, acorde a lo que nos tiene acostumbrados. Si bien el resto del elenco acompaña (Robert Redford realiza una excelente labor), la personalidad y la presencia de la australiana de 46 años termina llevándose todos los aplausos. Coyunturalmente, la temática de Sólo la Verdad puede resultar un tanto redundante por su cercanía con el estreno de Spotlight (2015), ganadora del último Óscar a mejor película. Sin embargo, el depurado guión y la frescura de la narración la convierten en un producto verdaderamente atractivo para todo tipo de público. Más aún, se trata de un film que, además de entretener, seguramente motivará largas reflexiones sobre el poder, sobre la verdad y sobre la capacidad de los medios de comunicación para influir directa o indirectamente en la opinión pública.
Biopic testimonial Como aficionado al ajedrez, debo decir que esperaba el estreno de La Jugada Maestra (Pawn Sacrifice, 2014) con muchas expectativas. No es común encontrar películas sobre este apasionante deporte y mucho menos con un director de la talla de Edward Zwick (El Último Samurai, Diamante de Sangre, entre otras) detrás de las cámaras. En este sentido, no hay dudas de que el personaje que más elementos reunía para ser llevado a la gran pantalla (sobre todo para la etnocentrista mirada hollywoodense), era Bobby Fischer: por su incasillable talento, por su obsesiva –y patológica- personalidad, por el boom publicitario que generó y, fundamentalmente, porque fue utilizado como un recurso más de cooptación en la guerra psicológica que enfrentó a EE.UU con la Unión Soviética en la segunda mitad del siglo XX. La película retrata entonces la vida de este excéntrico ajedrecista, desde su meteórico ascenso durante su juventud hasta el mítico torneo de 1972, donde se consagró campeón mundial con tan sólo 29 años. En ese derrotero, la rivalidad con el soviético Boris Spassky (Liev Schreiber) ocupa un lugar central, como así también sus trastornos psicológicos signados por una obsesividad flagrante y una marcada paranoia anticomunista y antijudía. En ese sentido, el guionista Steven Knight decidió trabajar la figura de Fischer a partir de la dicotomía genialidad/locura, es decir, la idea de un prodigio único que sólo es tal en función de los demonios que lo acechan. Este enfoque causal resulta muy trillado si tenemos en cuenta la recurrencia de este concepto en muchas biopics anteriores (“Una mente brillante”, por ejemplo). Además, el énfasis puesto en la soberbia y excentricidades de Fischer -sumadas a la hiperbolizada y artificial actuación de Tobey Mcguire- hace que, como espectadores, nos sea muy difícil empatizar con él. Por otra parte -y en lo que respecta al desarrollo de la historia- el film padece las consecuencias de un guión superficial, demasiado preocupado en el avance cronológico de los acontecimientos y muy poco ocupado en la descripción dramática de lo que va ocurriendo. Así sucede, por ejemplo, con la relación de Fischer y su madre que, siendo una veta interesante para conocer más al personaje, termina pasando rápidamente por el relato sin demasiado desarrollo. En otras palabras, si la regla “Show, don’t tell” (Muestra, no cuentes) es una de las condiciones fundamentales para la narración de historias (escritas o audiovisuales), La Jugada Maestra hace exactamente lo contrario: explica mucho y muestra poco. En conclusión, más allá de algunos aciertos (el principal: la inserción de la historia en el contexto de la guerra fría), la película termina siendo una biopic testimonial, literal y muy superficial. Una lástima, porque daba para mucho más.
Lo no dicho El cine es inseparable de lo social. Todo momento histórico determina para cada sociedad un universo de temas pensables y asociaciones posibles de la que nos es imposible escapar. Esas significaciones son producto de experiencias sociohistóricas precisas y de luchas político-culturales que habilitan el debate público de algunos temas (y no de otros). En otras palabras, somos producto de nuestra historia: hace 150 años era una utopía discutir sobre los derechos de –por ejemplo- los homosexuales. En cambio hoy, es un tema ampliamente instalado en sociedades como la nuestra. En este marco, cada vez son más las películas que abordan temáticas vinculadas con los colectivos LGBTIQ. Sin ir más lejos, dos de ellas (muy recomendables, por cierto) compitieron en el rubro a mejor película en los Oscar 2016 –Carol (2015) y The Danish Girl (2015)-. En los últimos años, la producción de películas de esta índole coincidió con la sanción de diversas legislaciones en materia de género en distintas partes del mundo –sobre todo en Latinoamérica-, lo cual da cuenta de un progresivo (aunque lento) reconocimiento social a los derechos de estos grupos. Obviamente, la situación dista de ser la ideal y los prejuicios y la discriminación aún subsisten en muchos sectores. La Visita -ópera prima de Mauricio López Fernández– aborda la problemática de la aceptación social de las personas trans en un contexto tensionado por la persistencia de un fuerte conservadurismo cultural. Aún con errores y algunos desniveles, la película aporta sensibilidad en un tema muchas veces invisibilizado en el cine. La historia se centra en Elena (Daniela Vega), una chica transexual que después de mucho tiempo regresa al hogar en el que se crió para asistir al funeral de su padre. Su llegada genera un gran impacto, pues al momento de partir todos recordaban a Felipe, y no a Elena. La tensa relación con su madre –la Coya Ramírez- y los signos de un pasado marcado por un vínculo complicado con su padre militar son los núcleos dramáticos principales que desanda el film. La casa de una acaudalada familia aristocrática chilena (lugar en el que la madre de Elena trabaja como empleada cama adentro) es el escenario en el que se desarrolla la trama. Allí, atravesada por los prejuicios ajenos, la protagonista enfrenta una violencia simbólica que la niega y la excluye a cada instante. En un contexto hostil, la aceptación, el reconocimiento y la afirmación de su subjetividad frente a los demás –todos ellos elementos esenciales del ser humano- serán la brújula que guiará la búsqueda de Elena. LaVisita-001 Fernández trabaja poniendo el énfasis en el juego de miradas, en las que suprimen y estigmatizan y en la propia percepción de Elena sobre su cuerpo (el recurso de los espejos es, en ese sentido, demasiado obvio y reiterativo). El manejo de las tensiones entre quienes cohabitan bajo esas cuatro paredes es uno de los mayores aciertos del director, que logra climas opresivos y verdaderamente angustiantes. La casi ausencia de diálogos en el guión, por otro lado, no funciona tan bien, ya que aletarga el ritmo narrativo y prolonga situaciones que quizás podrían haber sido resueltas con mayor solvencia. Más allá de todo esto, La Visita detenta una sencillez y una sensibilidad que la hace atractiva a quienes no estén buscando relatos estructurados y convencionales. En definitiva, se trata de una correcta historia sobre la reconciliación familiar y la búsqueda (y afirmación) de la propia identidad, una identidad que- por otra parte- ya era hora que tuviera su lugar en el cine.
Diario de una migrante Uno de los platos fuertes de esta semana sin dudas lo constituye Brooklyn, nominada a tres premios de la academia, entre ellos mejor actriz y mejor película. Con una estupenda dirección de arte y fotografía, y una actuación descomunal por parte de la bella Saoirse Ronan, el film relata la historia de una joven irlandesa que en 1952 emigra a los Estados Unidos con una valija repleta de sueños, miedos y la perspectiva de un futuro mejor. Dirigida por John Crowley (“Intermissión”, “Boy A”) y basada en la novela Colm Tolbin, el film comienza en un apagado pueblito Irlandés a mediados del siglo pasado, en donde Ellis Lacey (Ronan) decide -gracias a la ayuda de un párroco amigo radicado en EE.UU- cruzar el atlántico dejando atrás a su hermana y a su madre (a quién no le agrada nada la idea de perder a su hija menor). En un principio el trabajo en una boutique y el hecho de mantenerse ocupada estudiando contabilidad no logran ocultar el sentimiento de desarraigo, la pérdida de su identidad, las diferencias culturales en un entorno hostil y el desamparo ante la lejanía de sus afectos. Poco a poco, sin embargo, la cosa va cambiando, y la timorata niña inmadura que veíamos al principio se va transformando en una mujer segura de si misma, resolutiva y afincada en sus convicciones, en un proceso descrito con mucho feeling por parte de Crowley, quien además ahonda con inteligencia en los contrastes entre la impasible vida irlandesa y el ritmo ajetreado de una urbe como Brooklyn, en plena expansión en el contexto de posguerra. Una de las cosas que más le suma a esta cinta es que todos los elementos se van concatenando con armonía, desde la subtrama amorosa (con la que es imposible no empatizar) hasta el perfil de los personajes secundarios, todos ellos creíbles y con motivaciones bien definidas. Pero claro, todas las luces se las lleva Saoirse Ronan, que con una actuación repleta de matices hace que nos identifiquemos con una Ellis tan frágil como valiente hasta en el más mínimo detalle. Una performance digna de hacerse acreedora de la estatuilla dorada. En definitiva, Brooklyn es una hermosa historia de amor que incluye un retrato honesto sobre las experiencias de los migrantes de mediados de siglo XX (con todos los miedos, esperanzas y anhelos que cargaban sobre sus hombros). Con actuaciones extraordinarias y un nivel de excelencia en todos los rubros técnicos, la película desanda el camino del desarrollo identitario de una persona que al fin y al cabo busca lo que todos buscamos: encontrar nuestro lugar en el mundo.
El desgaste, el cansancio, la rutina… Luego de un más que interesante debut con El Crítico (2014), Hernán Guerschuny vuelve a la gran pantalla dirigiendo otra comedia romántica. ¿El tópico? La crisis marital de una pareja inmersa en los cuarenta y tantos ¿La novedad? El debut como guionista del periodista/humorista Sebastian Wainraich. ¿El resultado? Un film con algunos momentos logrados, de a ratos perezoso, y con una moraleja final algo conformista. Esta minimalista historia narrada desde el puño y letra del conductor de Metro y Medio tiene como protagonistas a Leonel (Wainraich) y a Paola ( Carla Peterson), un matrimonio de clase media alta algo desgastado en la intimidad y claramente abrumado por la rutina y las obligaciones lógicas que conllevan la crianza de dos hijos. Una noche, los susodichos se disponen a disfrutar una cena junto a dos amigos de toda la vida. Sin embargo, la repentina separación de estos últimos los obliga a modificar sus planes, teniendo que afrontar la velada ellos solos. Así las cosas, la noche les depara una serie de desafíos ¿Pueden pasarla bien juntos ahora que por fin tienen una cita a solas? ¿Siguen deseándose? ¿Siguen compartiendo cosas en común? ¿Acaso quedan vestigios de la química que supieron tener? La respuesta a estos interrogantes la vamos conociendo mientras se suceden graciosos imprevistos (algunos más efectivos que otros), que involucran una discusión con un trapito, una huida furtiva de un restaurant, una pseudo-gresca por los precios de un estacionamiento y una cena con una pareja bobalicona del ambiente publicitario (Spregelburd y Carámbula). El problema es que detrás de cada acción parece haber un significado ulterior, y a cada paso que dan, el fantasma de la separación de sus amigos (que funciona como una proyección de su propia situación) los persigue más de cerca. Aún siendo bastante previsible y por momentos demasiado enfática (y obvia) en las ideas que plantea, Una Noche de Amor ostenta un buen ritmo y una química apreciable en el dúo protagónico (pese a la evidente falta de oficio actoral de Wainraich). Guerschuny saca la narración adelante con seguridad y presenta con mucho ingenio el desgaste de la pareja, sus peleas tontas, sus miedos y sus caprichos, a partir de pequeños detalles filmados con innegable destreza. Como pendientes quedarán seguramente varias cosas, algunas de ellas ya mencionadas. Con respecto a lo dramático, la historia quizás flaquea en los momentos de mayor tensión climática, lo cual tiene consecuencias directas en la catarsis final. Con respecto a esta última obviamente no voy a adelantar nada, pero sí voy a decir que me pareció un final conformista (¿realista?) y bastante triste en cuanto a la mirada que construye sobre las posibilidades de cambiar el rumbo y la tónica de una relación erosionada. En todo caso vean Una Noche de Amor y después me cuentan…