Una Aventura Cuadro por Cuadro La oveja más famosa de la T.V británica llega a la pantalla grande con una ingeniosa historia que hará reír a grandes y chicos por igual. Preservando el estilo de comedia situacional que la hizo tan popular, los cineastas Mark Burton y Richard Starzack construyeron un simpático relato sin diálogos en el que demuestran que se puede decir mucho sin la necesidad de proferir palabra alguna. Shaun, El Cordero (2015), llega de la mano de Aardman Animations, el mismo estudio responsable de joyitas del stop-motion como Pollitos en fuga (2000) y Wallace y Gromit, la Batalla de los Vegetales (2005). Además, también son los productores de la serie de T.V de Shaun: el Cordero, que se emite desde 2007 por la CBBC de Londres y cuenta con 4 temporadas y más de 100 episodios emitidos. En dicha serie, cada capítulo constituía una unidad autónoma que no se conectaba con los demás. Los conflictos –en general ocasionados por alguna travesura de Shaun- comenzaban y se resolvían en el mismo episodio. En este sentido, la película funciona como un capítulo largo en el que estos simpáticos y expresivos ovinos viajan a la “Gran Ciudad” para rescatar a su granjero, que sufre de amnesia temporal como producto de un accidente originado en un plan de Shaun para tomarse un día libre del tedioso y monótono trabajo campestre. Shaun The Sheep Movie First Look Still En ese periplo citadino de enredos, aventuras y problemas, el rebaño buscará a su dueño e intentará pasar desapercibido entre la muchedumbre, generando divertidos segmentos narrados con una prodigiosa fluidez e inteligibilidad. Burton y Starzack utilizan la ausencia de diálogos a su favor y construyen una multiplicidad de gags al mejor estilo “slapstick”, que por momentos nos recuerdan a glorias del cine mudo como Chaplin o Buster Keaton. La variedad de situaciones que atraviesan los personajes están matizadas por un humor a la vez ingenuo e inteligente, que entretiene a los más pequeños y permite el goce de los adultos con sus diversas referencias subliminales. La narración es dinámica en todo momento y está sostenida por una excelente banda sonora que puntúa las escenas en su tonalidad adecuada y permite potenciar la expresividad de los personajes. En este sentido, es similar a (e igual de efectiva que) Minúsculos, el valle de las hormigas(2014), aquella maravillosa cinta del año pasado en la que la ausencia del lenguaje y la relevancia de la música eran aspectos igualmente importantes. Por otro lado, la animación es perfecta y le da ese tono sencillo, puro y colorido a una historia que nunca busca ser más de lo que es. En ese sentido, el uso del stop-motion es genial y demuestra que, cuando hay un buen guión y una historia honesta para contar, no hace falta invertir millonadas en espectaculares efectos especiales para conmover al público. Shaun: El Cordero es, en definitiva, una hermosa y tierna película para toda la familia.
Nunca uses disfraces ajenos Las películas de payasos asesinos tienen una larga tradición en el cine de terror, desde clásicos como “It, El Payaso Asesino” (1990), hasta propuestas más bizarras como “Killer Klowns From Outer Space” (1988). Más allá de sus diferencias estilísticas y tonales, el factor que aglutina a todos estos films reside en la seductora premisa de convertir a estos amistosos bobalicones que entretienen a nuestros hijos en crueles y psicóticas máquinas de matar, construyendo a menudo un trasfondo simbólico asociado con la pedofilia. El mensaje siempre es claro: desconfiar hasta de lo que nos resulta más familiar. “El Payaso del Mal” (2014), en ese sentido, es un producto más de la industria estandarizada del terror hollywoodense que no aporta demasiado al corpus existente antes mencionado. Dirigida y guionada por Jon Watts (Cop Car), el film narra la historia de Kent (Andy Powers), un padre y esposo ejemplar que encuentra un disfraz de payaso en el sótano de una de las casas en las que trabaja y decide usarlo para animar la fiesta de cumpleaños de su hijo Jack (Christian Distefano). ¿El problema? El traje tiene una antigua maldición que convierte a quien lo usa en un asesino devorador de niños y, a su vez, le impide deshacerse de él. Si bien su esposa Meg (Laura Allen) intentará recuperarlo valiéndose de la ayuda del inestable Karlsson (el genial Peter Stormare), que es el único que sabe cómo neutralizar la maldición, la situación se irá agravando cada vez más hasta llegar al descenlace. El aspecto más interesante de la propuesta que nos convoca reside justamente en el modo en que está filmado ese proceso de transformación que lleva a Kent de ser un tipo jovial e inocentón hasta convertirse en un demonio con nariz roja y maquillaje blanco incapaz de contener sus ansias antropofágicas de jóvenes precoces (entre cuyas potenciales víctimas se encuentra su propio hijo). La caracterización del payaso, el maquillaje y los efectos especiales construyen verosimilitud en el marco de una producción de bajo presupuesto encabezada por Eli Roth (“Hostel”; “El Último Exorcismo”; “Green Inferno”) que además logra correctos momentos de tensión dramática (sobre todo en la secuencia final). De yapa, los personajes no se la pasan tomando decisiones estúpidas como en todas las películas de terror: pulgar arriba en ese sentido. La nota negativa la dan la reproducción de clichés y lugares comunes que convierten a ésta en una historia demasiado previsible, sin sorpresas y con una narración dispersa. Las actuaciones son bastante flojas, la historia un tanto flaca y, si bien el payaso es lo mejor de la película, le hubiera venido muy bien una mayor dosis de violencia y de gore que aportara una mayor atmósfera de terror. La sensación final es que el demonio no es todo lo malo que podría haber sido. Una pena, porque no hay nada como un buen payaso asesino. Por Juan Ventura
De Distopías y totalitarismos La segunda entrega de la saga basada en los libros de Verónica Roth construye una distopía futurista rebosante de un adolescentismo pop edulcorado, poca acción y evidentes dificultades narrativas que incluso en ciertos momentos traspasan el límite de lo verosímil. En la previa, Insurgente generaba muchísimo entusiasmo en los fanáticos de la saga y cierta expectativa en el resto del público, teniendo en cuenta el más que aceptable trabajo que había realizado Neil Burger con la primer parte de la saga: Divergente (2014). Si bien compartía muchas similitudes con Los Juegos del Hambre y otros productos similares (Ver “La era de las sagas”), la dinámica dirección de Burger y los destacados trabajos de Kate Winslet y Shailene Woodley habían generado un justificado interés en el público. Sin embargo, la negativa del mencionado director para dirigir esta segunda parte -debido a que consideraba insuficientes los plazos de realización impuestos por los productores- evidentemente impactó en la calidad de la obra. Su reemplazante, Robert Schwentke –“Plan de Vuelo” (2005), “Red” (2010), “RIPD” (2013)- fue víctima de ese apuro y nunca pudo superar los problemas de un guión carente de un sentido progresivo de la acción. De ese modo, terminó elaborando un film aburrido, deslucido y plagado de obviedades argumentales. La trama retoma los sucesos de la primera parte y comienza con Tris (Shailene Woodley) y Cuatro (Theo James) huyendo de Jeanine (Kate Winslet), la líder de Erudición que momentáneamente ha asumido el control del sistema de facciones para garantizar la eliminación de todos los divergentes que, según su visión, amenazarían el orden y la paz social. Con este panorama, el dúo protagónico recorre la derruida ciudad de Chicago buscando aliados en las facciones Cordialidad, Verdad, Abnegación, Osadía y en la gran masa rebelde de los Sin Facción, liderados por Evelyn (Naomi Watts). ¿Su objetivo? Simple, descubrir un antiguo secreto protegido por los padres de Tris sobre el sistema de facciones; un secreto que si se revela podría cambiar el curso del mundo y del futuro. maxresdefault Si bien la sinopsis atrapa, el problema es la manera que se eligió para contarla. De forma recurrente, la película transita los sueños de Tris para explicar su angustia y su dolor con respecto a la pérdida de sus seres queridos, lo cual resulta verdaderamente cansador, pues se trata de cuestiones que luego son igualmente resaltados por el director. Esta reafirmación constante de lo evidente, sumado a persecuciones inverosímiles y salvaciones de último momento bastante forzadas, hace que Insurgente se convierta en un film predecible y bastante inferior a su predecesora. La promisoria Shailene Woodley es uno de los aspectos positivos de la película, aunque no puede decirse lo mismo del resto del reputado elenco. No porque lo hagan mal, sino porque sus papeles son tan intrascendentes que daría lo mismo si los interpretase cualquier otro actor. La era de las sagas La industria hollywoodense atraviesa un lucrativo período dominado por el reciclaje de viejos clásicos (desde “Indiana Jones” y “Star Wars” hasta “Carrie” y “The Evil Dead”) y por la aparición de sagas interminables y mediocres que tan sólo se limitan a reproducir fórmulas temáticas, estilísticas y narrativas que aseguran una importante afluencia de público y generosos dividendos. Es cierto, hay algunas sagas mejores que otras y no todas son simples fabricaciones comerciales. Sin embargo, hay una tendencia cada vez más marcada en este sentido que decanta en una especie de serialización del cine: no asistimos a ver películas, sino capítulos, novelas por entregas con intervalos de un año o dos, cuyo final es siempre incierto. En esta “era de las sagas”, se viene desarrollando desde hace algunos años un subgénero en el que podemos incluir indistintamente a “Los Juegos del Hambre”, “Maze Runner”, “El Dador de Recuerdos” (la mejor de todas) y “Divergente”, la saga que es objeto de esta crítica. En todas ellas predomina la misma fórmula: un futuro distópico altamente tecnologizado en donde predominan regímenes autoritarios basados en rigurosos criterios de racionalidad y clasificación; héroes/heroínas adolescentes que son los “elegidos” para salvar a la sociedad; el desafío a la autoridad establecida que desemboca siempre en un proceso revolucionario y; una estética pop y edulcorada que refuerza el direccionamiento hacia un público joven. Las similitudes son tan llamativas y el éxito ha sido tal que no deberíamos sorprendernos si aparecen múltiples sagas que continúen explotando este dinámico segmento del mercado cinematográfico. Por Juan Ventura
MILFS ¡Al fin llegó! Luego de sucesivas postergaciones debido a las vicisitudes fluctuantes de la cartelera cinematográfica nacional, “Madres Perfectas” (Adore, 2013) -dirigida y guionada por Anne Fontaine, y basada en la novela “The Grandmothers”, de Doris Lessing- se estrenó en nuestros cines. No es que se trate de un estreno demasiado esperado y, a decir verdad, una vez visto el film, las expectativas decaen hasta el quinto subsuelo. En este caso, la directora Anne fontaine (“Coco antes de Chanel”, “Nathalie X” y “Cómo maté a mi padre”) presenta una historia en la que los límites de las relaciones parentales se desdibujan y en donde el mandato social se retrae y abre paso al deseo carnal reprimido. La obra se sitúa en las paradisíacas playas australianas, en un pueblito escondido alejado de las miradas curiosas. En ese contexto, dos mujeres cuarentonas (Naomi Watts y Robin Wright, de correctas actuaciones) comparten una intensa amistad forjada desde la niñez y detentan un elevado nivel de complicidad, entendimiento e intimidad que las convierte en dos seres inseparables. Sus hijos, jóvenes, esbeltos y fornidos, son mejores amigos y pronto se ven atraídos por la madre del otro, deseo en ambos casos correspondido que encuentra su consumación en los primeros 15 minutos de la cinta. El resto de la película narra la evolución de esa relación enferma, con sus idas y venidas, a través de abruptos saltos temporales. Sin embargo, todo lo que se intenta poner de manifiesto en el film (su pretendida provocatividad, el límite de lo aceptable que se juega en un vínculo que no es estrictamente incestuoso pero que excede claramente los parámetros de toda normalidad, la tensión presente entre deseo y mandato social), se deshace por las sistemáticas flaquezas de un guión que está más preocupado por avanzar cronológicamente en la historia que en describir la complejidad psicológica que motiva las acciones de los personajes. La tensión dramática de Madres Perfectas se resuelve de forma apresurada en el momento de la consumación del acto prohibido. El resto del film discurre en una inercia plagada de obviedades, frases hechas y con escenas tan livianas como incoherentes. De la noche a la mañana, y para desconcierto del espectador, los personajes se profesan un amor profundo que no encuentra asidero alguno en las secuencias vertidas previamente en la cinta. A posteriori, el resultado narrativo y argumental coquetea constantemente con el ridículo. Uno podría aventurar que el miedo a la vejez (enfatizada por primeros planos que dan cuenta de la erosión en los rostros de las protagonistas), la soledad, los celos o el aburrimiento son el verdadero combustible que impulsa a las susodichas a involucrarse en un vínculo amoroso con el crío de la otra. No obstante, se trata de meras conjeturas, pues el film solamente resalta el componente pasional, impulsivo, visceral, motivado por figuras perfectamente contorneadas que sólo quieren sacarse la calentura. Y para colmo, las escenas de sexo son altamente conservadoras. Madres Perfectas es una suerte de tragedia griega del siglo XXI que, a diferencia de Edipo Rey (su fuente de inspiración poética), fracasa rotundamente. En lo único que coinciden es en el resultado final: arrancarse los ojos. Por Juan Ventura
El fetichismo de la mercancía ¿Cuánto valen las cosas? ¿De cuántas maneras puede llegar a interpelarnos un mero objeto material? Con agudeza y fluidez, los debutantes Tatiana Mazú y Joaquín Maito exploran el mundo de las mercancías y ponen al desnudo la dimensión inmaterial y emotiva que ata a los seres humanos con los objetos; un vínculo cotidiano, conflictivo, que media (y modela) las relaciones sociales a partir de las cuales organizamos nuestro mundo. El Estado de las Cosas es un documental muy singular que pone en escena una de las tantas contradicciones del sistema capitalista en el que vivimos: por un lado, el onanismo consumista de la desenfrenada compra-venta de bienes y, por otro, la angustia existencial que dicho desprendimiento genera, pues, en términos metafóricos, el hombre deposita su alma, su historia y parte de su identidad en esos objetos. Entre los aciertos del film está el hallazgo de una casa de remates en el barrio de flores (Artigas 1030), en donde un carismático rematador, Andres Leonardo Casanovo, vende todo tipo de cosas en pos de la maximización de la ganancia: colchones usados, vajillas, posavasos, muebles, licoreras, tocadiscos Winco y hasta un papá Noel (todo un símbolo que condensa la tensión entre consumo irreflexivo y la dimensión espiritual de los objetos). Todo tiene una historia, pero a su vez todo se vende. El-Estado-de-las-Cosas-620x320 Las entrevistas ocupan un lugar privilegiado en el film. En ese sentido, la pluralidad de los testimonios (entre los que se destacan los propios clientes de Artigas 1030 y un comerciante que vacía casas enteras repletas de recuerdos de personas fallecidas o de ancianos que deben dejar sus hogares) reafirma la premisa principal y unifica el relato con suma coherencia. Sin embargo, el documental no se trunca en la mera denuncia y consolida su eje en todo lo que gira alrededor de esas transacciones. Así, entre martilleo y martilleo, el pequeño local de remates deviene en un espacio de socialización en donde los clientes-amigos comparten brindis de navidad, interactúan entre sí, se cuentan anécdotas, se ríen, concurren con sus hijos, comen sandwichitos. La existencia acontece en contextos siempre hegemonizados por la dimensión comercial, pero que no se agotan en él, y creo que esa es una de las ideas más fuertes de este documental de 71 minutos, que se desarrolla con buen pulso y con una correctísima fotografía y elección de planos. El Estado de las Cosas invita a la reflexión ética sobre nuestras propias prácticas y da cuenta de un escenario socio-económico en donde la dicotomía “placer-angustia” que genera el constante consumo comercial domina las relaciones sociales. Y todo ello tratando con mucho respeto a los propios entrevistados, evitando emitir juicios de valor condenatorios y entendiendo que, en definitiva, ese es el estado de las cosas en el que vivimos.
Sólo Apta para teletubbies Las películas dirigidas hacia un público infanto-juvenil a menudo acarrean un problema que viene dado por el nivel intelectual de su audiencia y que, en ese aspecto, afectan las decisiones tomadas en torno a los contenidos, la complejidad temática y las modalidades enunciativas que se materializarán en el producto final. Sin dudas, los niños no tienen las mismas competencias culturales que los adultos. Su capacidad analítica e interpretativa define un universo de representaciones posibles y limita a los cineastas que, entre otras cosas, deben desarrollar argumentos no tan complejos para que puedan ser seguidos y, en última instancia, disfrutados por sus espectadores. La principal falencia de DinoTime (2012) parte de una exageración de la premisa anterior. Las películas para chicos determinan ciertas exigencias pero no implican la creación de un producto carente de calidad. En este caso, los directores Yoon-suk Choi y John Kafka elaboraron una propuesta simple, opaca, casi inerte, que subestima en demasía la capacidad de su público precoz. El film despliega una variedad de clichés y lugares comunes en pos de transmitir un mensaje paternalista, adoctrinador, que refuerza las relaciones familiares de dominación y consagra la diversión ordenada de los niños bajo estricto control de sus padres. Si a esto le sumamos una máquina del tiempo, dinosaurios de cartulina, personajes unidimensionales y situaciones bastante ridículas, obtenemos la receta perfecta para realizar el bodrio del año. La trama introduce a Ernie, un chico adicto a los fósiles que presenta una –edulcorada- aversión a las reglas. Su cotidianeidad se desarrolla entre el trabajo en la tienda de su mandona madre y las traviesas andanzas en patineta que realiza junto a su mejor amigo freak. El deseo por liberarse del yugo maternal es casi tan grande como su artificialidad. Un buen día, debido –o gracias- a un accidente, Ernie se traslada al período cretácico con su irritable hermana y su mejor amigo. Conviviendo con dinosaurios, el protagonista cree que por fin es libre, pero la alegría le dura poco: una Tiranosaurio Rex pronto los adopta como sus hijos y la opresión familiar vuelve a ceñirse sobre Ernie. El principal problema del argumento radica, entre otras cosas, en la ausencia de conflicto. Más allá de que la historia sea bastante predecible, las motivaciones de los personajes son demasiado básicas y las situaciones a las que se enfrentan no parecen conducir hacia ningún lugar. De esta manera, mientras los protagonistas se desenvuelven en una linealidad estereotipada (y atravesada por un humor ridículo que puede llegar a generar incluso hartazgo en el espectador) la atención decae y la tensión desaparece. La progresión narrativa del film, en ese aspecto, podría equipararse con el electrocardiograma de alguien que acaba de fallecer. El análisis anterior se relaciona con la problemática de los géneros cinematográficos. Éstos establecen pautas, organizan la narración y definen posibles aproximaciones. Sin embargo, pese a su estructura férrea, los géneros nunca son estancos. En efecto, existe un margen de movimiento que genera una reconfiguración constante de sus límites. En ese sentido, el desafío de los realizadores es, en parte, determinar en cada caso de qué manera se puede trabajar con esas reglas para introducir elementos temáticos, narrativos o estilísticos que permitan contar una historia de manera novedosa. A diferencia de otras películas como “Maléfica” o “The Lego Movie” (las cuales introdujeron sensibles innovaciones en el género), DinoTime se contenta con elaborar una historia bastante básica con la excusa de transmitir una moraleja familiar extremadamente literal y que lleva implícito un conservadurismo cultural que apunta a legitimar la dominación vertical de los padres sobre sus hijos. Una pérdida de tiempo. Por Juan Ventura
Nada como ir juntos a la par “Todo lo que necesitas es amor” es una comedia romántica en donde la directora ganadora del Oscar, Susanne Bier, abandona por completo el género dramático y los preceptos del movimiento “Dogma 95” para volcarse hacia una propuesta simpática, amena, sencilla y pasatista. La película está protagonizada por Pierce Brosnan y por la danesa Trine Dyrholm, quien ya había trabajado con Bier en el film “En un mundo mejor”, aquella maravillosa cinta ganadora del Oscar a mejor película extranjera en 2010. “Todo lo que necesitas es amor” es un film cuyo atractivo principal reside en la complejidad psicológica de sus personajes. Ambientada en el paradisíaco sur de Italia, el film narra la historia de amor de dos personas solitarias que atraviesan diversas crisis personales. Philip -Brosnan- es un acaudalado y apático inglés que vive en Dinamarca, viudo y padre soltero. Ida -Dyrholm- es una peluquera danesa en recuperación de un cáncer de mama y cuyo esposo la abandona para disfrutar de los encantos de Tilde, una mujer mucho más joven que ella. Ambos se conocen en Sorrento, Italia, durante el casamiento de sus hijos: Astrid, hija de Ida y Patrick, hijo de Philip. Bajo la mirada escudriñadora de Bier, el film plantea temáticas universales tales como el amor, la pasión, la felicidad, la soledad, la sexualidad y el destino, aunque no puede evitar caer en los típicos clisés de un género cinematográfico que demuestra un claro agotamiento en cuanto a su estructura y modalidades de enunciación. La película es bastante previsible y desde un primer momento sabemos la manera en la que terminará la historia. Sin dudas no se trata de una mala película. Si bien el desarrollo del vínculo amoroso entre Philip e Ida resulta un tanto abrupto y forzado, a su vez cuenta con excelentes secuencias cómicas, grandes interpretaciones y personajes secundarios bastante desarrollados. De hecho, la sub-trama que se desarrolla entre Astrid y Patrick a menudo resulta mucho más interesante que la relación de sus padres, debido a la profundidad de los conflictos que plantea. El cuento de los vejetes solitarios y desdichados que se enamoran contra todas las posibilidades ya lo hemos visto miles de veces en el cine. Cabe destacar también la extraordinaria fotografía de Morten Soborg, que a través de sus postales paradisíacas logra construir un escenario ideal para el desarrollo de una historia de amor. En definitiva, se trata de una historia bien narrada, con buenas interpretaciones, entretenida pero trillada. Teniendo en cuenta la capacidad de Bier, demostrada en trabajos como “Hermanos” (2004), “Things we Lost in The Fire (2007) y la mencionada “En un Mundo Mejor” (2010), se trata de un film que le queda chico al semejante lomo de esta directora.
Entre el amor, el egoísmo y el lugar seguro La irreverente “nueva ola” del cine rumano ya no es una novedad. En los últimos años, la irrupción de películas como “4 meses, 3 semanas y 2 días”, de Cristian Mungiu (Palma de oro en Cannes, 2007), o “12:08 al este de Bucarest”, de Corneliu Porumboiu (Premio Camera D’or, Festival de Cannes 2007), le abrieron la puerta a un cine que tematiza problemáticas sociales a través de una demoledora estética realista y minimalista. “La mirada del hijo”, ganadora del Oso de oro del Festival de Berlín en 2013, se inscribe en este movimiento fílmico y desnuda la dinámica enfermiza del vínculo entre una madre posesiva y un hijo que no logra independizarse del todo. Con actuaciones conmovedoras y un guión inteligentísimo, “La mirada del hijo” narra la historia de Cornelia (Luminita Gheorghiu), una madre sobreprotectora de clase alta que se siente infeliz, pues su hijo Barbu (Bogdan Dumitrache) se ha ido a vivir con su novia y, en su afán por independizarse, la evita constantemente. Sin embargo, cuando éste atropella y mata accidentalmente a un niño de 13 años, sus caminos se reencontrarán. Cornelia, valiéndose de su dinero y contactos, hará todo lo posible para que su hijo no vaya a la cárcel, y aprovechará la oportunidad para hacer que éste vuelva a ser el niño dependiente que era antes. En ese contexto, sus personajes deberán tomar decisiones: por un lado, Barbu deberá decidir entre no aceptar la ayuda de su madre y enfrentarse a las consecuencias de su crimen, o dejar que ésta resuelva sus problemas por él, a costa de sacrificar la independencia obtenida; por otro, el amor de Cornelia se tornará rápidamente en un sentimiento egocéntrico y manipulador para recuperar el control absoluto sobre su hijo y, así, mitigar su infelicidad. Su director, Peter Netzer, nos entrega un complejo drama psicológico dotado de un realismo intenso y a la vez potenciado por el efecto arrollador de sus primeros planos. Sumado a esto, el reiterado uso de la cámara subjetiva acentúa la tensión y acerca al espectador a los cambiantes y contradictorios estados emocionales de sus personajes. Y todo esto en un contexto socio-político atravesado por las miserias y corruptela de una clase acomodada que hace y deshace en función de su conveniencia. En definitiva se trata de un film que llevará al espectador de la simpatía a la repugnancia, de la ternura hacia la brusquedad y de la complejidad hasta el desconcierto. Una propuesta realista, emotiva y que incomoda. Brillante. Por Juan Ventura
El crítico, una parodia romántica Realizar una crítica a una película que se titula “El crítico” y que encima está dirigida y guionada por otro crítico –Hernán Guerschuny, director de la revista Haciendo Cine-, es sin dudas un ejercicio reflexivo, autorreferencial y casi riesgoso. Y más aún si se tiene en cuenta que una de las cosas tematizadas por el film es el rol del crítico en la sociedad, su presunta superioridad intelectual para sentenciar si un determinado producto es una obra de arte o no. Da la sensación de que para obtener credibilidad y, por ende, autoridad, el crítico debe emplear determinados mecanismos para hacer pasar su opinión como un hecho verdadero –quizás, mucho del poder del periodismo se juega en eso, en la credibilidad-. Sin embargo, ¿Vale la pena ese esfuerzo? ¿Cuál es el criterio “correcto” para juzgar la calidad de una película? ¿Importa más si un guión está bien hecho o la sensación de satisfacción con la que uno sale del cine, más allá de cualquier pericia técnico-artística? Y es allí en donde “El Crítico” acierta, recuperando un aspecto elemental –y por elemental, muchas veces olvidado- de la experiencia cinematográfica: ese espíritu de disfrute desprovisto de cualquier tipo de frialdad analítica o distancia crítica, el goce primitivo frente a la pantalla. Víctor Téllez, interpretado por un fantástico Rafael Spregelburd, es el protagonista excluyente de este film, aunque está muy bien acompañado por Dolores Fonzi. Téllez es un reputado crítico de cine que vive amargado y desilusionado en un departamento que se cae a pedazos. Está convencido de que el “buen cine” murió hace tiempo y asiste a las funciones de prensa resignado, sin ninguna expectativa de encontrar algo que lo emocione. Culto, intelectual, pequeño burgués, cínico, pedante y elitista, este singular personaje aniquila con su pluma casi todo lo que ve, en especial las comedias románticas -el género que más odia-, por ser un compendio de lugares comunes superficiales e inverosímiles. Sin embargo, Téllez conoce a Sofía, una persona muy diferente a él –“unidimensional”, diría- que lo cautiva y lo enamora. Pronto, su vida se trastoca y se ve envuelto en todas esas situaciones de las películas que tanto odia: el beso bajo la luna llena, encuentros azarosos demasiado perfectos, la corrida bajo la lluvia, etc. En esos momentos, Téllez se da cuenta de que su vida misma se ha transformado en una comedia romántica. Con escenas muy divertidas y un humor muy agudo, Hernán Guerschuny condensa en Víctor Téllez una serie de estereotipos sobre el intelectual burgués clasemediero pero sin ridiculizarlo. Trabajando en un registro autorreferencial, El Crítico se convierte en una amable parodia de sí mismo en donde, de alguna manera, se reivindica aquello que su protagonista tanto odia. Es que el Crítico es, de hecho, una comedia romántica, pero con el agregado de que Téllez, poseedor de un saber “superior”, es consciente de los clises que va atravesando, y eso lo desconcierta y lo desespera. Inteligente, graciosa, refrescante y original, en su primera semana y media de taquilla El Crítico ya superó los 21.000 espectadores. Por Juan Ventura