La compleja deconstrucción de un mito Era imposible que Violeta se fue a los Cielos dejara conformes a todos. Después de todo, Violeta Parra es uno de los íconos sagrados de la cultura popular chilena. No obstante, el trabajo de Andrés Wood (director de Machuca y La Buena Vida) fue recibido con una enorme algarabía y elegido por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de su país como la obra que lo representará en los Oscar...
Invasión a la privacidad En su legendaria obra ¿Qué es el cine? André Bazin definió al cine y a la fotografía como “invenciones que satisfacen definitivamente y en su esencia misma la obsesión del realismo por una reproducción mecánica de la que el hombre queda excluido”. A diferencia de otras disciplinas artísticas, las dos mencionadas partían de una base objetiva que obligaba a creer en la imagen. La esencia del cine, entonces, estaba en su capacidad de registrar la realidad. Esta era la premisa moderna. Ahora bien, ¿qué función cumplía el lenguaje cinematográfico? Bazin no dejó dudas: el montaje era el “creador abstracto del sentido” cuya utilización siempre conllevaba un costo para la especificidad en el cine. Por eso, “cuando lo esencial de un suceso depende de la presencia simultánea de dos o más factores de la acción, el montaje está prohibido”. Como principio fundamental, la unidad del espacio debía ser respetada. Los talentosos directores rumanos de la actualidad parecen seguir esta consigna al pie de la letra. Aquél Martes Después de Navidad, segunda película de Radu Muntean, es indudablemente un ejemplo de ello. Su estructura consta de una larga serie de planos secuencia que refleja la desintegración de una familia de clase media a partir de un adulterio. Claro que, en el comienzo, nada sabemos acerca de ello. Tan sólo vemos a Paul (Mimi Branescu) y a Raluca (María Popistasu) bromeando despreocupadamente luego de hacer el amor. Ella le comunica que va a pasar la navidad en la casa de su madre, lejos de Bucarest. Él se queja, aduciendo que sin ella se siente vacío. Ella le pide que deje de fumar. Él le responde que no puede. A priori, estas con conversaciones típicas de cualquier pareja. De repente, pasamos a la siguiente secuencia. Paul está en un shopping con cara de pocos amigos mientras su esposa Adriana (Mirela Oprisor) elige los regalos de Papá Noel para la pequeña hija de ambos. Es así como nos enteramos de la infidelidad del protagonista. Si esta sorpresa jamás podría ser considerada como propia del realismo baziniano, sí cabría señalar que, en cualquier caso, aquélla es estimulada por éste. Muntean nos introduce sin dilaciones en la intimidad de sus criaturas, quizá más de lo que nosotros querríamos. Paul y su mujer llevan una vida tranquila y acomodada. La mayor preocupación del matrimonio parece ser la elección de los regalos de navidad. En total armonía, las escenas familiares y las de adulterio se alternan sin provocar modificaciones considerables en el relato. De repente, la rutina es sacudida por un inevitable encuentro entre Adriana y Raluca, ya que esta resulta ser la dentista de la hija de Paul. Pese al realismo objetivo de la técnica, el director nos convierte en cómplices de los amantes en esta vergonzosa circunstancia. Miradas de reproche de ella por la presencia de una esposa que ignora todo lo que pasa a su alrededor, intentos de evasiva de él como respuesta. En cuanto que intrusos dentro de ese consultorio, nos sentimos incómodos, nos queremos ir de ahí, queremos separar nuestra mirada de la mirada de la lente, pero no podemos. La confesión de Paul a su esposa, sobre el final de la película, nos alivia. Muntean nos da un respiro, nos libera de una tensa complicidad que jamás buscamos pero que tampoco rechazamos. Súbitamente se nos vuelve a ubicar en un rol neutral para presenciar el mejor desenlace posible, el de la verdad. Si se está dispuesto a atravesar la dolorosa experiencia que nos propone, será imposible, entonces, dejar pasar una obra como Aquél Martes Después de Navidad.
Estilo de época. Pocas películas exhiben su ADN de blockbuster hollywoodense como Top Gun. Rodada con la colaboración de la Armada de Estados Unidos y estrenada en 1986, marcó el inicio de la sociedad productora Bruckheimer/Simpson y el definitivo ascenso al estrellato de Tom Cruise, el galán juvenil que en ese entonces ya había mostrado sus cualidades en películas como Negocios riesgosos. Fue también el mayor éxito en la carrera del director Tony Scott, quien sólo contaba con una película en su filmografía, la injustamente vapuleada El ansia, cuando su hermano Ridley ya se había despachado con dos obras maestras, Alien y Blade Runner. Es, en definitiva, un clásico de la cultura pop, un ícono a la altura de, por ejemplo, Volver al futuro, otra que fue reestrenada en los últimos meses. A diferencia de aquella, Top Gun no es una obra maestra, pero tiene lo suyo: un elenco sólido (Val Kilmer, Anthony Edwards, Kelly McGillis, Tom Skerrit y Michael Ironside, junto a futuras estrellas como Meg Ryan y Tim Robbins), una banda sonora de lujo típica de la época (Kenny Logins, Berlin, Cheap Trick, Loverboy) y unas espectaculares escenas en el aire. A fin de cuentas, el film de Scott marcó a toda una generación, convirtiéndose en un irresistible objeto de nostalgia. La historia la conocemos de memoria: Pete “Maverick” Mitchell (Cruise) y su compinche Nick “Goose” Brad Shaw (Edwards) llegan a Top Gun, academia que alberga a los mejores pilotos de combate del mundo. Una vez allí Maverick se gana un rival casi tan bueno como él, Tom “Iceman” Kazansky (Kilmer), y se enamora de la instructora Charlotte “Charlie” Blackwood (McGillis). El relato transcurre entre el romance y las competencias de vuelo, hasta que sobre el final llega el verdadero desafío que, como todos sabemos, el protagonista logra sortear con éxito, demostrando así ser el mejor. Más allá de todo esto, qué decir de Tom Cruise, personaje al que, a diferencia de muchos cinéfilos, encuentro fascinante. Para comprender la dimensión que tenía su nombre en la época de Top Gun no puedo evitar referirme a American Psycho, esa endemoniada novela de Bret Easton Ellis sobre los excesos de los años 80 que fue transpuesta al cine por Mary Harron y protagonizada por Christian Bale (por cierto, este mencionó a Cruise como su mayor objeto de inspiración para el papel). Recuerdo especialmente ese episodio del libro en el que Patrick Bateman se cruzaba con la joven estrella en un ascensor y le decía que le había encantado su actuación en “Bartender”, recibiendo una corrección como respuesta: rl nombre de la película era Cocktail. Editada en 1991, la novela de Ellis reconstruyó con un cinismo demoledor la época en que Cruise era Dios, por eso debió incluirlo en su glamoroso museo de íconos. Con su sonrisa ganadora de dientes perfectos y su estampa arrogante, el joven ex seminarista de Syracuse con problemas de dislexia fue el héroe del firmamento hollywoodense en los opulentos Estados Unidos de Reagan y Bush, y Top Gun es la prueba más fehaciente de ello. Los años de gloria de la carrera del actor coincidieron con la última época esplendorosa del imperio americano, en la que ninguna conquista, ni militar ni cultural, parecía imposible. En la recesiva Norteamérica actual, como era de esperarse, su chapa no es la de antaño. Hasta lo tildan de loco por su pertenencia a la bizarra Iglesia de la Cientología. En todo caso, si los tiempos que corren llegaran a sentenciar su ocaso definitivo, no podría existir un final más poético para una estrella tan grande. Y Tom Cruise, indudablemente, lo fue.
La inconmensurable belleza de la vida El concepto de “árbol de la vida” es aquel según el cual toda la vida en la tierra está relacionada. Difícil plasmarlo en el cine, pero no imposible, debió haber pensado el legendario Terrence Malick antes de encarar la realización de su sexta película en más de cuarenta años de carrera. ¿Lo consiguió? Veamos. El film abre con una cita al Libro de Job, cuando Dios pregunta: “¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? ¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió sobre ella cordel? ¿Sobre qué están fundadas sus bases? ¿O quién puso su piedra angular, cuando alababan todas las estrellas del alba y se regocijaban todos los hijos de Dios?” De pronto, algo aparece en medio de la oscuridad: una luz, una llama. La Señora O’Brien (Jessica Chastain) recibe un telegrama en el que se informa la muerte de su hijo de 19 años. Su marido, el Señor O’Brien (Brad Pitt), se entera de la tragedia por teléfono. Unos cuantos años después, el otro hijo del matrimonio, Jack (Sean Penn), habla por ese mismo medio con su padre, a quien no vemos, y le confiesa que piensa en su hermano muerto todos los días. Al salir del moderno edificio donde trabaja, ve un árbol. Lo que sigue es una larguísima secuencia que representa la formación del universo. En off se escuchan las voces de los miembros de la familia realizando preguntas existenciales. Galaxias en expansión, volcanes en ebullición, microorganismos en reproducción. Océanos que rugen, flores que crecen, animales que corren. Eventualmente somos llevados a la orilla de un lago. Un dinosaurio que estaba por matar a otro le perdona la vida y se va. Hay algo de todo esto que nos recuerda a 2001: Odisea del Espacio, y no es casualidad. A los efectos visuales contribuyó el genial Douglas Trumbull, en un regreso notable luego de varias décadas lejos de Hollywood. Otro aspecto en común con el magnum opus de Kubrick es la música, que fluye durante todo el metraje: Bach, Brahms, Mahler, Couperin, Berlioz, y Smetena, entre otros, acompañan las imágenes con toda su exuberancia. El majestuoso interludio da lugar a la niñez de los chicos O’Brien en Waco, Texas, bajo la estricta educación de su padre. De esta manera las acciones pasan a regirse por las pequeñas cosas de la vida cotidiana. Gestos, costumbres, retos paternos, rebeldía infantil. La cámara se convierte en los ojos del niño, y su mirada es la de aquél que descubre el mundo por primera vez. En relación con esto no se puede hablar de extrañamiento alguno, puesto que todo objeto aquí resulta intrínsecamente misterioso. El Árbol de la Vida conlleva un reingreso a la atmósfera de esas extrañas tardes estivales de la infancia, con sus dejos de ingenuidad, de tristeza, de sinsentido. A ese redescubrimiento se le opone la amarga contrición de la vida adulta por aquello que pudo ser y no fue. Así de importantes y así de insignificantes son los personajes del relato frente a la existencia que lo abarca todo. El final de este comentario me deja algo frustrado, por cuanto me resulta imposible describir con palabras la inconmensurable preciosidad de lo que vi. ¿Qué es una vida? ¿Qué es La Vida? Tan ambiciosas preguntas no podían obtener mejor respuesta por parte de un cineasta. Malick demostró por qué con apenas un puñado de títulos en su haber es uno de los grandes directores vivos del cine americano. Audaz, ambicioso, magnánimo, su film posee una belleza tan profunda y emocionante que nos enceguece. Por sobre todas las cosas, El Árbol de la Vida es una película insoportablemente hermosa, que hay que saber disfrutar para no perdernos ni un ápice de las sensaciones que nos puede ofrecer.
Crónica de un amor Chloe está devastada. Su marido la dejó por otra. Para ayudarla a recomponerse, su suegro la lleva a una cabaña en el campo durante un fin de semana. Una vez allí, entre whiskies y cigarrillos, le dice que lo que pasó fue, en definitiva, lo mejor que podía pasarle a ella y al marido. Para justificar su aseveración el hombre comienza a relatar su propia historia de amor prohibido, ocurrida veinte años atrás. En 1990 Pierre era un hombre de negocios que en uno de sus viajes conoció a la joven y bella Mathilde. Instantáneamente se enamoraron y comenzaron un apasionado romance a través del mundo, encontrándose en hoteles y paseando por exóticas ciudades. Pero justo cuando él estaba por dejar a su esposa por el amor de su vida, algunos factores pesaron más que el deseo de su corazón: la culpa, la lástima, la comodidad, los amigos, el barrio, la familia. Debido a esta tragedia sentimental que los destruyó como matrimonio, ahora Pierre y su esposa están muertos por dentro. La Quise Tanto aprovecha todos los matices de esa extraña sensibilidad que exhiben los personajes de Daniel Auteuil. A lo que asistimos es al tardío florecimiento y el prematuro ocaso de la vida interior de una persona. Esta consigna se revela en cada gesto de Auteuil, en cada ralentí de la cámara, en cada línea de diálogo. Agobiado por el arrepentimiento y la melancolía, Pierre se tortura a sí mismo con aquello que pudo ser y no fue. Al recordar su única época realmente feliz, evoca el cuerpo de Mathilde -portador de una buena parte de la poesía del film- así como aquellas imágenes y sensaciones relacionadas con él: las pintorescas y multitudinarias calles de Hong Kong, las tardes de ensoñación en habitaciones de hotel, la ansiosa espera previa a cada reunión y las charlas sobre un futuro vacilante a la luz de las velas. Nada de esto volverá, salvo en la memoria, como el vestigio de un arañazo lleno de vitalidad que jamás cicatrizará. Resulta muy difícil comprender por qué Pierre no dejó a su mujer para vivir su amor con Mathilde. A decir verdad, resulta imposible. No por cuestiones éticas o emocionales, sino porque la película nos empuja cada vez más hacia la perspectiva del protagonista y nos obliga a sufrir junto con él, sin dar tregua. ¿Por qué, entonces, Pierre no se animó? La respuesta, en este caso, podríamos buscarla nosotros mismos: ¿Acaso en el transcurso de la vida no tienen lugar decisiones inexplicables y oportunidades perdidas? Es así como La Quise Tanto interpela al espectador, de la manera más dolorosa, pero no por eso menos honesta. Más allá de la palpable infelicidad que padecen los personajes, no se puede negar la visión optimista que, en su último instante, entrega la película de Zabou Breitman. Para ser felices, o al menos para que el arrepentimiento no nos corroa las entrañas, lo único que hay que hacer es respetar los designios del corazón, el único lugar donde habita la verdad. Tan sólo eso es lo que nos mantiene con vida.
Parados en el medio de la vida. Es dificultoso, en las primeras instancias de su metraje, advertir qué nos depara La Vida Nueva, segunda película de Santiago Palavecino: Laura (Martina Gusmán) se entera de que está embarazada, pero esa noticia no la hace del todo feliz. Unos instantes más tarde la vemos dar clases de piano a la joven Sol (Ailín Salas), cuyo objetivo es ganar una beca. Luego nos enteramos de que Laura está casada con Juan (Alan Pauls), el veterinario del pueblo, quien una noche presencia accidentalmente una trifulca callejera en la que un joven es apuñalado. El culpable es el hijo de Martínez (Néstor Sánchez), un poderoso patriarca capaz de comprar lo que se proponga, incluso la beca de Sol. Juan acepta esa extorsión, y mientras la corrupta Policía local intenta maquillar lo ocurrido, aparece Benetti (Germán Palacios), tío del chico herido, músico y viejo amor de Laura. Esta incertidumbre del relato es reforzada por el bucólico paisaje de San Pedro, lugar donde transcurre la acción. La costa del Paraná, con sus apacibles tardes de verano, produce un inesperado extrañamiento respecto de las personas y los objetos que la habitan. Tenemos, a priori, un hecho policial que puede derivar en un asesinato y un triángulo amoroso. ¿Qué puede pasar? Cualquier cosa. El mérito del director, así como de sus coguionistas Pablo Trapero, Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre, es haber logrado transmitir ese desconcierto que jamás nos abandona. Dicha turbación es también la que padecen Laura, Juan y Benetti. La primera ansía mudarse a Capital y comenzar de nuevo. Su alumna representa lo que ella pudo ser y jamás se animó. El segundo, conciente de que su matrimonio pende de un hilo, se desespera por retener a una esposa que no lo ama. El tercero volvió para reconquistar al amor de su vida, sabiendo que este le corresponde sentimentalmente. Así y todo por momentos las actitudes de estos personajes resultan confusas. Más vale entonces intentar descifrar aquello que se oculta detrás de los sonidos y los espacios registrados por la cámara de Palavecino, factores de esa calma que parece preceder a la tormenta, de un solitario umbral entre el pasado y el futuro que se dilata hasta extremos inasibles. Las actuaciones están a la altura de esta premisa. Gusmán, Palacios y Salas entregan interpretaciones contundentes, no así el inexperto Pauls. De todas maneras, hay algo muy peculiar con respecto al personaje de Juan, puesto que su frialdad y su acartonamiento, en definitiva, no desentonan con el contexto. La Vida Nueva es una película extraña, difícil de calificar e incómoda de ver. Hay que estar dispuestos a involucrarnos en el mundo que refleja, etéreo y saturado al mismo tiempo. A simple vista puede lucir como una obra desprolija, inacabada, sin rumbo, mas esto no podría ser otra cosa que una identificación -errónea- de las características del sujeto con las del objeto abordado. Aun con sus defectos, el film de Palavecino no deja librado al azar más de lo que se propone.
Feos, sucios y malos. Aunque decidí titular está crítica en honor al clásico de Ettore Scola (algo que, debo admitir, ya había hecho con Torrente IV, pero creo que en este caso la elección es aun más apropiada), el mundo reflejado por La vitalidad de los afectos me recuerda a algunas películas escocesas de los últimos años, o a los personajes de Kusturica. Gunther es un aspirante a escritor treintañero que no puede conseguir editor para su novela. Su mujer, a la que odia, está embarazada, por lo que debe trabajar de lo que venga para subsistir. Estas acciones se intercalan con la narración autobiográfica del protagonista, que revive su tremenda pre adolescencia junto a su familia. En la cochambrosa morada de los Strobbe solo la abuela trabaja. Mientras, sus cuatro hijos (incluyendo al padre de Gunther) holgazanean, se emborrachan, salen de putas y chocan autos. El niño es un desastre en la escuela y sólo ve un futuro posible fuera de Reetveerdegem y de esa casa. Paradójicamente, las bestialidades que presencia día tras día constituirán su objeto de inspiración. Todo parece indicar que Gunther será un Strobbe más, y sólo él puede alterar las coordenadas de ese destino miserable. La vitalidad de los afectos contiene algunas escenas memorables en las cuales no se ahorra descripción alguna. El concurso de beber cerveza, la carrera de ciclistas desnudos, el polvo contra la pared del bar, la borrachera con canciones de Roy Orbison y el baño al aire libre donde cagan los Strobbe son postales de un retrato lamentable, hilarante, despreciable, querible y, sobre todo, sincero. Con el aporte de unas actuaciones soberbias, el relato de Felix Van Groeningen (quien a su vez se basó en la novela de Dimitri Verhulst) entrega toda su visceralidad sin golpe bajo alguno. Por toda la mugre que nos hace ver no hay reproche que hacerle. Lejos de ese pasado de violencia y peinados ochentosos, el Gunther adulto consigue finalmente convertirse en escritor. De vez en cuando vuelve a Reetveerdegem a visitar a esa tribu de salvajes cuya penosa existencia le valió su obra consagratoria. Claro que con el éxito llegó la vida que tanto anhelaba, junto a una nueva mujer y a un nuevo hijo por los que, ahora sí, siente afecto. Algo así como un salto de calidad que lo alejó del infierno anterior. Van Groeningen no lo juzga, y quizá tampoco deberíamos hacerlo nosotros. Si hay algo que no se le puede señalar a su película, como dijimos, es falta de honestidad.
Entre la abyección y el ridículo. En los años 40 una niña francesa cuyos padres habían sido asesinados en Auschwitz creció con un apellido falso, francés, que le permitió sobrevivir. En los años 70 una joven hippie de familia burguesa conoció a un argelino en la calle y se casó con él. El fruto de este amor fue Baya, que a temprana edad padeció el abuso sexual de su profesor de piano. Debido a esto ella nos relata: "No me quedaba otra que hacerme pedófila o puta, así que decidí hacerme puta", y vaya si lo es. Su gran misión en la vida es acostarse con tantos tipos de derecha como sea posible y luego transformarlos en izquierdistas. Un día conoce por casualidad al cuarentón Arthur y, de a poco, se enamoran. Mientras ella reivindica constantemente su origen argelino,él, a pesar de declararse socialista, parece sentirse avergonzado de su ascendencia judía. Claro, es hijo de la niña mencionada al comienzo de este texto, que ahora es una anciana llena de angustia por ese pasado terrible que siempre reprimió para sí misma. La combinación de los dos temas franceses por excelencia, amor y política, es la premisa de esta comedia romántica y dramática de Michel LeClerc. El Significado del Amor se desarrolla temáticamente en el campo de dos grandes tragedias que aún golpean a la memoria colectiva francesa: la invasión nazi y la colonizaciónde Argelia. Tomemos, por ejemplo, la escena en que Arthur y Baya cenan junto a sus respectivos padres. Antes del encuentro, él le advierte a ella acerca de los temas tabú que no puede tocar, especialmente el Holocausto. Claro que es todo no resulta según lo planeado, y a la joven se le escapan sin querer algunas desafortunadas anécdotas sobre vagones de tren, campamentos, etc. Más allá del dudoso gusto de esta situación, ¿Era necesario apelar a tamañas obviedades? En pos de hacer reír el film de LeClerc no sólo resulta previsible, sino también abyecto. La horrible frase que estereotipa a las víctimas de abuso infantil, citada más arriba, da cuenta de ello. Sólo hay algo peor que estos recursos humorísticos, y son los recursos dramáticos. A raíz de una observación que hizo en su pubertad, Arthur visualiza a su madre de niña, tomando un helado de crema mientras su padre es detenido por soldados nazis. ¿De qué trataba dicho comentario? De que a los muertos en circunstancias tan espantosas era mejor recordarlos no el día de su muerte, sino, por ejemplo, el día en que probaron la crema chantilly. Sin palabras. Con respecto a las actuaciones, nada puede hacer la pareja protagónica. El guión sólo le permite mostrar a Sara Forestier, uno de sus notables atributos, y es su cuerpo desnudo, que ocupa una buena parte del film. En cuanto a Jacques Gamblin, su personaje es tan soso e inacabado que es como si no estuviera. En definitiva, si éste es el significado del amor, mejor que siga siendo un misterio.
Estudiantes, estudiantes, a militar Alto, flaco, de rasgos faciales filosos y perfil seductor, Roque Espinosa (Esteban Lamothe) llegó de un pueblito del interior para cursar sus estudios universitarios en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Desde el comienzo, la película de Santiago Mitre (director de El Amor [1ra parte] y guionista de Leonera y Carancho) nos sumerge en el inhóspito y hormonal entorno de esa universidad. Roque no parece estar muy cómodo en el aula, se lo ve más interesado en recorrer los pasillos de la sede, repletos de carteles políticos. En este deambular de aparente abulia comienza a conocer gente, a relacionarse con chicas. Una de ellas es Paula (Romina Paula), una joven profesora adjunta que además de convertirse en su amante lo introduce en el mundo de la política universitaria. En ese momento el protagonista termina de comprender qué es lo que desea ser realmente y cuál será su papel en la vida que le espera. El film de Mitre refleja de manera notable la condición de microcosmos que la universidad pública siempre ha exhibido con respecto a la totalidad de las esferas institucionales y políticas de nuestro país. Lo que prevalece ante todo es la lucha por un poder material y simbólico que puede escaparse tan pronto como se obtiene. Roque debe arriesgar el capital político ganado en cada compromiso asumido, en cada batalla. El director lo acompaña con su cámara a lo Dardenne en pos de un realismo duro, seco. Los diálogos, por cierto, refuerzan dicha búsqueda. Allí donde se desarrolla la lucha por la supremacía también se mezcla el resto de las vivencias, por eso los personajes secundarios, animales de la misma selva, resultan tan atractivos como el protagonista. Los centros estudiantiles se incorporan a la política nacional por medio de pactos fugaces, traiciones, secretos y miserias. Ideología y jerga para los plenarios, vivacidad e instinto para los encuentros reservados con rectores, ministros y demás popes de la estructura. El Estudiante es, antes que nada, un tremendo relato de iniciación. Roque no puede ni quiere estudiar, puesto que el descubrimiento de una implacable habilidad de negociación con sus adversarios ocasionales le reveló esa verdad oculta que rige el sistema. Una vez que hizo pie en el fango debe hacerse fuerte y ser rápido. Sólo así podrá sobrevivir y él lo sabe. Por otra parte, aquí se refuta categóricamente el supuesto carácter "apolítico" que muchos le atribuyen al Nuevo Cine Argentino. En su libro Otros Mundos Gonzalo Aguilar señaló en relación con este cine el ocaso de una idea que hasta ese entonces, durante las décadas del 70 y del 80, había sido predominante: la del pueblo como actor principal del escenario político. La patética movilización de las promotoras en Silvia Prieto, de Martín Rejtman, funciona como ejemplo de esto. La política, ajena a la vida cotidiana de las masas, se refugia actualmente en los oscuros recovecos de la burocracia estatal y privada. El mecanismo interno de la policía, la universidad y otras instituciones pasa a ocupar el centro de la escena y los nuevos cineastas argentinos se limitan a dar cuenta de ello, algo que, en definitiva, no es poco. Si se tiene en cuenta los films locales de mayor renombre y menor calidad que inundan las salas comerciales, es una lástima que películas como la de Mitre -por lejos, la mejor del último BAFICI- padezcan una difusión tan limitada. El problema del consumo de cine nacional parece ser menos una cuestión de espacios disponibles que de inequidad en la distribución de sus productos. Por el momento queda claro que con películas brillantes como ésta no alcanza para modificar ese triste panorama.
Llegando los monos. Hay algo acerca de este tipo de films que suscita en mí, siempre, el mismo deseo. En la guerra entre humanos y animales, soy feliz cuando estos destruyen, aniquilan, masacran a aquellos. Quiero que el tiburón se coma al muchachito que fue a surfear, quiero que las pirañas se devoren a la rubia tetona que nada como una sirena, quiero que los dinosaurios se apoderen del Parque y acaben con toda aquella criatura no prehistórica. Inválidos, niños, ancianos, por ninguno siento piedad. Dicho esto, una nueva entrega de la franquicia El planeta de los simios, a diez años del fiasco de Tim Burton y a cuarenta y tres del film original, me era digna de atención. El uso de la técnica performance capture para mutar los actores en monos prometía ser aprovechado al máximo gracias a la presencia de Andy Serkis, un intérprete excepcional para la ocasión (ya había atravesado el mismo proceso técnico como King Kong y como Gollum, ambas veces dirigido por Peter Jackson). La historia, como en La conquista del planeta de los simios, cuarto capítulo de la saga, se desarrolla en nuestro planeta. Will (James Franco) es un joven científico de San Francisco en busca de una cura para el Alzheimer, enfermedad que afecta a su padre (John Lithgow). Su invento, un extraño retrovirus testeado en chimpancés, provoca en estos un extraordinario aumento de la inteligencia. Como resultado de una primera demostración fallida, Will termina adoptando a César (Serkis), un primate a cuya madre le fue inyectada la droga. Con el correr de los años la peculiar mascota se convierte en un ejemplar superdotado, que eventualmente terminará uniéndose a otros simios y provocando un tremendo caos en la ciudad. El planeta de los simios: ( R)evolución, del ignoto Rupert Wyatt, es un tour de force que no se detiene nunca. Los pequeños gestos y los detalles que componen el mundo íntimo de Cesar como criatura doméstica derivan en un torbellino vertiginoso y electrizante una vez que pasa a ser el líder de la revolución. En las alturas de las secoyas gigantes, de los rascacielos y del puente Golden Gate estos animales son imparables, y eso es lo único que importa. Ni el romance entre Will y la veterinaria, ni la enfermedad de su padre, ni el extraño virus desencadenado por el nuevo invento, nada de eso debe desviar nuestra atención cada vez que uno de los simios revolea una lanza, o una tapa de alcantarilla, o un helicóptero. Es en esos tremendos momentos de acción cuando el film deja en claro que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo. A tal punto se sale Wyatt con la suya que el desenlace abre todo tipo de caminos para una o dos secuelas, aunque difícilmente sea lo mismo sin Serkis. El hilo fundamental del relato avanza por medio de sus expresiones faciales. Claro que rara vez los mandriles parecen reales, pero tampoco esto importa, especialmente en esa demostración final de poder primate. El cine, lugar de utopía si los hay, entrega, en este caso, una doble reivindicación: la de los oprimidos y la de los animales. Esto debería bastar para abandonar la sala de cine con una efímera sonrisa.