Sin factor sorpresa. Quiero Matar a mi Jefe reúne un elenco de lujo. La certeza a priori de presenciar excelentes actuaciones abre, a su vez, un espacio de duda acerca de cómo el guión las aprovechará. Incluso los personajes parecen corresponderse con sus intérpretes. El relato se centra en Nick (Jason Bateman), Dale (Charlie Day) y Kurt (Jason Sudeikis), tres amigos con un problema en común: los jefes. El primero trabaja en una compañía financiera y sufre constantemente los abusos del sádico Sr. Harken (Kevin Spacey, quien encarnó un papel similar en la notable El Factor Sorpresa). El Segundo es asistente de una dentista ninfómana (Jennifer Aniston) que lo acosa incesantemente. El tercero disfruta su trabajo como inminente heredero del adorable señor Pellit (Donald Sutherland) en una empresa de químicos hasta que éste sufre un infarto y muere, dejando el negocio en manos de su hijo detestable y cocainómano (Colin Farrell). Una noche, luego de tomar unos tragos, los amigos deciden terminar con el sufrimiento y deshacerse de los tiranos. ¿Lo lograrán? Según la opinión de quien escribe estas líneas, obras como Quiero Matar a mi Jefe deberían procurar, desde el principio, un mínimo de sentido común en sus protagonistas. ¿Cómo hacer, sino, para lograr una identificación por parte del espectador, cómo hacer para sorprenderlo, para divertirlo? En este sentido, la película de Seth Gordon falla estrepitosamente. Los tres amigos son tan idiotas que irritan. La dimensión sideral de su estupidez nos subestima. Por ejemplo, la escena en que irrumpen en la mansión del hijo de Pellit mientras este no está. En un pequeño desquite personal, Kurt decide pasarse por el ano el cepillo dental de su jefe. Sabemos que el objetivo último de la misión es matar al dueño de casa, sabemos que las huellas de ADN quedarán plasmadas en el cepillo. Es demasiado obvio que esto va a suceder, pero claro, no para el pobre Kurt. El humor negro y zarpado que sobrevuela la trama podría remitir a los hermanos Farrelly y a Apatow, pero sólo de manera superficial. Las criaturas de dichos realizadores resultan atractivas por una sensibilidad que nos permite creer en sus intenciones, lo cual no ocurre en el film de Gordon. Son tan insoportables estos tipos que, por momentos, parecen justificar el maltrato de sus jefes. Como en tantas otras películas que lo tuvieron en su elenco, Kevin Spacey se lleva lo mejor. Su performance es desopilante. En cuanto a Colin Farrell, uno podría pensar que nació para interpretar el papel de reventado si no fuera porque el irlandés ya demostró su versatilidad en varias ocasiones. Lo peor queda para Jennifer Aniston, que hace lo que puede con un personaje muy flojo. Como Bateman, Day y Sudeikis, la estrella de Friends termina siendo víctima de un guión en el que, por cierto, las mujeres son tontas o fáciles, sin término medio. Por otro lado, se introduce la actualidad del gran país del norte en clave de comedia. Nick, Dale y Kurt deciden matar a sus respectivos empleadores porque eso les sería más fácil que buscar otro trabajo. La recesión, se sabe, golpea duro en la economía del hombre común (o, venido el caso, de la mujer común, a recordar sino a Cómo Eliminar a tu Jefe, aquella gran comedia de 1980 con Dolly Parton, Jane Fonda y Lily Tomlin). Una premisa tan interesante podría haber motivado un desarrollo distinto y sin dudas más humano. Acaso una mala versión de Los Tres Chiflados, lejos queda Quiero Matar a mi Jefe de lo que podría haber sido.
Retrato de dos mundos. Empleadas y patrones, del panameño Abner Benaim, ofrece una propuesta que, a priori, resulta atractiva. Su obra consiste en una serie de entrevistas a mucamas y a sus jefes. El objetivo es dar cuenta del vínculo que une ambas posiciones a partir de las abismales diferencias socioeconómicas que las separan. Benaim registra algunos testimonios sobre un fondo negro, aunque en otros casos se introduce en las lujosas casas donde transcurre la acción. Así, el relato avanza por medio de anécdotas y situaciones cotidianas. Pretensiones salariales y acusaciones de esclavitud por un lado, desprecio y uso de términos en inglés “made in Miami” por el otro (en lo que a penetración estadounidense respecta, el asunto en el Caribe, previsiblemente, es mucho más grave que acá). ¿Qué buscan los patrones en una buena empleada? ¿Qué esperan las empleadas de un patrón? Esa es la cuestión. Los trapitos sucios y el trato con los niños ricos tampoco se hacen desear. Algunas secuencias resultan tan graciosas como indignantes, por ejemplo aquella en que el nene llama a la mucama para que le traiga un vaso de agua mientras le da duro a los videojuegos. El desprecio contenido en esos alaridos infantiles simplemente se palpa. Aunque no todo es odio entre las partes. Algunas servidoras llegan a sentir afecto por aquellos a quienes sirven, y viceversa. Por lo demás, el ritmo del documental se va haciendo cada vez más lento y tedioso (apenas sesenta y cuatro minutos se hacen largos), y el final no deja demasiado para destacar. Allí donde se podría haber enfatizado algunas situaciones interesantes se termina por exaltar testimonios demasiado obvios e innecesarios. La música, que por momentos resulta agradable, por otros irrita. En definitiva, Empleadas y patrones es un producto cuidadosamente elaborado y aun así olvidable.
El peor de los infiernos. Kathryn Bolkovac es una policía de Nebraska que viaja a Bosnia como parte de las fuerzas de paz de la ONU luego de la Guerra de los Balcanes. Allí descubre una red de tráfico sexual sostenida por sus propios compañeros. El tráfico de personas debe ser una de las realidades más espeluznantes, sino la más, del mundo actual, y toda película que aborde esta situación debería tener un efecto equivalente al de una piña en el medio del estómago del espectador, valiéndose exclusivamente de rasgos temáticos y jamás de otro tipo (a recordar sino el repudio de Rivette y Daney al travelling de Kapo, de Pontecorvo, apenas quince años después del Holocausto). Dicho esto, se puede afirmar que La Verdad Oculta pasa la prueba con creces. Con armas nobles e incuestionables, resulta todo lo angustiante, cruda y espantosa que debía ser. Kathryn Bolkovac es una agente de policía de Nebraska que intenta ahorrar un poco de dinero para mudarse cerca de su hija, cuya tenencia es del padre. Desesperada, acepta un puesto en las fuerzas de paz de la ONU en Bosnia. Una vez allí descubre una enorme red de trata de esclavas. Los clientes de dicha organización son los policías, militares y diplomáticos que, al igual que ella, fueron enviados con inmunidad para ayudar en la reconstrucción de posguerra. El film está basado en el libro de la propia Bolkovac, es decir, en hechos reales. Rachel Weisz entrega una performance notable en su encarnación de la autora. “Mucha gente supone que la historia es demasiado escandalosa para ser real. Cuando se enteran de que la tuvimos que minimizar, quedan impactadas”, explicó la directora Larysa Kondracki acerca de las acciones que se ven en pantalla. Su película resulta aterradora no sólo por aquello que muestra sino también por aquello que oculta. El contexto posmoderno que rodea a la Guerra de los Balcanes de los 90 alimenta todo tipo de sospechas acerca de los alcances de la conspiración. Funcionarios gubernamentales, empresas privadas que trascienden las fronteras de los Estados, corporaciones fantasmas. ¿Cuál es el límite de este monstruoso mecanismo que, desde el anonimato absoluto, parece regir las coordenadas del sistema mundial? De la intriga producida por estas cuestiones se vale La Verdad Oculta, cuyo título original es The Whisteblower. Kathryn es una “soplona” porque intenta establecer un nexo entre lo individual aberrante y lo colectivo sin rostro. En los oscuros prostíbulos de Bosnia, donde miles de jovencitas son sometidas a las humillaciones más execrables que se puedan imaginar, se percibe algo más. De repente, esos ambientes decorados con repugnantes fotos polaroid, profilácticos usados, jeringas, colillas de cigarrillo y manchas de sangre ya no parecen tan ajenos a las lujosas oficinas de la ONU en cuyo interior Estados Unidos y sus amigotes imponen el devenir de la humanidad. El film no concluye con declaraciones altisonantes ni discursos grandilocuentes. Cuando el escándalo se hace público, el universo posible de debate queda encerrado en la banalidad de un estudio televisivo. El testimonio acerca del infierno que se vive en Bosnia, así como sus consecuencias, no tendrán mayor impacto que el de un talk show. Televisión basura descartable en estado puro. La Verdad Oculta es una de esas historias bien contadas que quitan el aliento, que echan por tierra cualquier visión optimista del mundo por el sólo reflejo de su lado más horrendo. Lo que se muestra pasa en todo momento, en cualquier ciudad, está ocurriendo ahora mismo.
El amor y todo lo demás. Luego de escribir el guión de Un santa no tan santo, Glenn Ficarra y John Requa debutaron detrás de cámara en 2009 con la excelente Una pareja despareja. Teniendo en cuenta ese antecedente se podía esperar bastante de Loco y estúpido amor. A falta de Jim Carrey, protagonista de la mencionada ópera prima, el elenco en este caso tampoco se queda atrás. Cal (Steve Carrell) acaba de enterarse de que su esposa Emily (Julianne Moore) lo engañó con un compañero de trabajo (Kevin Bacon). Deprimido y abandonado, el hombre se revela como lo que en realidad siempre fue: un perdedor (por cierto, el rol de pavote triste y encantador es el que mejor le sale a Carrell). Cansado de ver cómo ese cuarentón ñoño con zapatillas New Balance intenta conquistar mujeres sin éxito, el mujeriego Jacob (Ryan Gosling) le propone convertirlo en un Don Juan. El film asume una estructura coral cuando aparece el hijo de trece años de Cal (Jonah Bobo), enamorado de su niñera sin saber que esta no lo ama a él sino a su padre. A ellos se les suma una joven interpretada por la muy atractiva Emma Stone que aparentemente no tiene nada que ver con las otras historias. Pero sólo aparentemente. En principio Loco y estúpido amor no difiere demasiado de su antecesora con respecto a la naturaleza de sus personajes. Aquí todo se desarrolla en un nivel superficial y moralmente incorrecto, sin demasiados resortes emocionales. Así como Jim Carrey interpretaba a un hedonista inescrupuloso que vivía de sus máscaras –y jamás era castigado por ello– Cal se transforma en un despiadado predador que no repara en los sentimientos de las mujeres con las que se acuesta. Su hijo, mientras, sigue enamorado de la niñera, convencido de que las almas gemelas existen. La primera hora de película parece darle la razón al padre, pero en algún punto de las acciones esto cambia. Merced al azar y a los enredos insólitos (algunos muy divertidos, hay que decirlo), la segunda mitad del film termina por santificarlo en beneficio de todos los clichés hollywoodenses. Parecía que Ficarra y Requa lo harían una vez más, que repetirían las bestialidades de sus creaciones previas sin que se insinuara el más mínimo ápice redentor. Lamentablemente esto no ocurre. “Quise enseñarte a ser como yo, pero al final yo aprendí a ser como vos” le dice Jacob a Cal sobre el final. El sexo sin amor no vale la pena, las almas gemelas sí existen después de todo. No hay nada de malo en esta consigna siempre y cuando no signifique un quiebre inexplicable en lo que se narra. Esta súbita mutación es lo que deja un sabor amargo en relación con una película que, así y todo, tiene sus buenos momentos. La potencialidad de sus realizadores permanece intacta. De todas maneras no deja de ser una pena. Todo estaba dado para asistir a otro festín de deliciosas impudicias. No pudo ser.
Una vida en 8 mm. “Un hombre lleva toda su obra, que es toda su vida, dentro de una vieja valijita de cuero comprada en la India, en un tren que va de Moreno a General Rodríguez, por el conurbano bonaerense. Son los originales únicos de sus películas, todas en super-8, un formato obsoleto, en vías de extinción, que no permite copias. Esa valija es como el manuscrito de su autobiografía. Se trata de Claudio Caldini, cuidador de una quinta de los suburbios, cineasta secreto”. Con estas palabras de Andrés Di Tella comienza Hachazos. Acto seguido nos narra el primer contacto que tuvo con el personaje en cuestión: una vieja performance en donde Marta Minujín se enterraba viva. Corría el año 1976. El título se refiere a práctica usual entre los distribuidores de antaño, que destruían las películas con un hacha cuando sus permisos expiraban para luego reciclar el acetato. Múltiple y Mutante es el nombre del proyecto que Caldini desarrolló junto a Di Tella, que dirigió este documental. Super 8 y 35 mm son los formatos con los que trabaja el viejo artesano antes perdido, hoy encontrado. Su obra es una instalación de museo única, concreta e irrepetible, ajena al desvanecimiento del soporte que implican las nuevas tecnologías digitales. La precede una herencia familiar de recuerdos filmados que se estanca en 1979, el año en que Caldini decidió escapar a la India. El hombre tenía la habilidad de manipular varios proyectores a la vez, cortando y pegando cintas en el transcurso de la proyección. La cámara era un juguete al que se podía atar a una soga y hacer girar incansablemente. El celuloide era una superficie a la que se podía pintar, manosear, rayar y agujerear. Como resultado, el extrañamiento de la naturaleza más íntima: un amanecer invertido cuyo sol se hunde en la oscuridad, unas sombras extrañas por medio de las cuales una postal cotidiana se torna siniestra. Imágenes ilustrativas de una profusión de cuerpos y objetos reales e imaginarios, merced a unos métodos y unas herramientas hoy extintos. El relato nos retrotrae a la infancia y la adolescencia del protagonista. Para quienes no vivimos esa época nos resulta imposible no asociar el registro filmado de la juventud de los 70 con el horror que sobrevino después. Pelo largo, sonrisas fugaces, caras frescas y ansiosas bajo el sol de verano, y la certidumbre a posteriori de que en poco tiempo nada volvió a ser igual. De esos recuerdos en colores desgastados al presente de Caldini hay un largo trecho. En el momento más terrible de la dictadura se exilió en la India, fue encerrado en un manicomio por sus ataques alucinatorios, regresó a Buenos Aires y vivió en la calle. Hace algunos años consiguió trabajo como cuidador en una quinta del conurbano, donde logró conseguir algo de la paz que necesitaba. Allí, Caldini vive solo junto a su colección de recuerdos, ese equipaje que, al fin y al cabo, es su vida. Hachazos no se propone redescubrir a un genio ni mucho menos, sino tan sólo narrar una historia transformando en contenido la materia de la que, hace ya mucho tiempo, estaban hechos los sueños.
Postales vacías. Exhibida en el Festival de Berlín y en el último BAFICI, Un Mundo Misterioso, la segunda película de Rodrigo Moreno, implicaba en la previa una examen considerable para el director, cuya opera prima El Custodio se había destacado principalmente por la impecable performance de Julio Chávez. La cuestión era comprobar hasta dónde podían llegar las aspiraciones de Moreno sin contar con semejante protagónico. El resultado final en este caso no repite el éxito de aquel debut, sino que parece reposar en una cómoda abulia. Boris (Esteban Bigliardi) convive junto a su novia Ana (Cecilia Rainero) en el departamento de ella. Un día recibe ese ultimátum tan famoso como incomprensible: “Necesito tiempo”. De repente, su vida se vacía de todo contenido. Los días de un verano agobiante pasan sin más. Librado a su suerte, pateando la ciudad de un lado a otro sin rumbo determinado, Boris fuma, se instala en un hotel de pasajeros y compra un viejo automóvil soviético medio destartalado. Mientras maneja en medio de la ruta, el coche se le pianta. Una vez en la ciudad, va a la librería de usados en busca de algún best seller barato de los que devora para matar el tiempo y se encuentra con unos conocidos que lo invitan a una fiesta. Esa noche termina a los besos con una chica. Anotación de celular mediante, quedan en encontrarse en Uruguay. Obviamente eso tampoco llegará a buen puerto. “¿Por qué no paramos con esta actuación y volvemos a estar juntos?” le plantea Boris a Ana durante un breve encuentro en un bar. El problema es que él no sabe actuar de otra manera. Persigue mujeres desconocidas por la calle para recuperar aquello que tuvo y ya no tiene. No entiende lo que le pasa, no entiende el nuevo mundo que lo rodea ni se esfuerza por hacerlo. El film se va vaciando de contenido paralelamente a la vida de Boris. Pronto todo se convierte en una sucesión de tiempos muertos. Hasta la cámara parece aburrirse del andar errante del personaje, ya que por momentos se cuelga en la observación de los extraños y los objetos. Si hay algo que Un Mundo Misterioso ilustra con éxito es el absurdo panorama de una vida de treinta y pico subsumida en el divague y el sinsentido. “Al final no pasa nada. ¿Por qué tendría que pasar algo?” le pregunta retóricamente el vendedor de la librería a Boris acerca de la resolución del libro que este está por comprar. De conocer mejor a su cliente, tal observación no hubiera sido necesaria. La propuesta de Moreno sufre por una flaqueza demasiado notoria como para ser ignorada: su duración. La última media hora es un bloque de imagen tiempo gris y sin matices. En esta instancia el relato podría terminar en medio de un diálogo o continuar por horas, sin registrarse el más mínimo cambio. En la última escena Boris cae en lo de Ana justo cuando ella está por escuchar un disco de Gardel. El cuadro se fija en el tocadiscos, y así se quedará hasta el final de la canción (y del film). ¿Volverán a ser pareja? Imposible saberlo. Lo cierto es que si ese tiempo de ruptura en que consiste Un Mundo Misterioso le podía servir a su protagonista para evolucionar o madurar, esta oportunidad fue desaprovechada por completo. ¿Era necesario extenderse por casi dos horas para dar cuenta de ello?.
El regreso de un clásico. A esta altura del partido, un realizador como John Carpenter no necesita introducción. Sus películas hablan por él. Asalto al precinto 13, Halloween, La niebla, Escape de Nueva York, La cosa y En la boca del miedo componen su filmografía más popular, y aun buena parte de su obra menos aclamada, como Diario de un hombre invisible y Los fantasmas de Marte, no tiene desperdicio. Al igual que cualquiera de sus colegas del Nuevo Hollywood de los 70 (Scorsese, De Palma, Spielberg, etc.), Carpenter hizo de su nombre una marca registrada, una garantía estilística. Atrapada es su primer largometraje en nueve años, y las expectativas generadas eran considerablemente altas. El veterano director apela a su género predilecto con una historia de lo más convencional. Kristen (Amber Heard), una joven con amnesia, es capturada mientras incendia una casa de campo y llevada a un neuropsiquiátrico. Una vez allí conoce a sus compañeras de internación, tan atractivas como ella. Con el correr de los días descubre que el hospital está habitado por el terrorífico fantasma de una chica. Al desatarse una sangrienta serie de asesinatos Kristen intenta escapar del lugar, pero esa meta no le resultará nada fácil. Los guardias y el doctor, que saben el origen de estos macabros acontecimientos, están al tanto de todo y convirtieron el lugar en una auténtica fortaleza. Es evidente que Carpenter resuelve todo de taquito. En cada plano, en cada movimiento de cámara, en cada manejo del tiempo y del suspenso se advierte la elegancia que caracteriza a un clasicista del mejor terror cinematográfico, un talento demasiado lejano para las aspiraciones de películas actuales como El juego del miedo y Hostel. Sólo los verdaderos maestros logran dar cátedra sobre la base de un compendio de previsibilidades como lo es, pese a todo, Atrapada, que ni siquiera sobre el final suscita la menor sorpresa en un espectador medianamente familiarizado con el género. Puede que films como este den lugar a ese eterno debate provocado por las obras menores de grandes cineastas. Muchos las desacreditan alegando que, de no llevar una firma ilustre, pasarían inadvertidas. Ahí está para demostrarlo La isla siniestra de Scorsese, o cualquier producto de Woody Allen o de Francis Ford Coppola en los últimos años. Este tipo de valoración puede ser injusto. Atrapada no está a la altura de lo mejor de Carpenter ni mucho menos, y la decepción, como suele ocurrir en estos casos, resulta entendible. Si se la considera en forma particular, no obstante, no es el trabajo de un genio, aunque sí, cuando menos, de un gran artesano que conoce su oficio a la perfección. Tan sólo un aspecto puede reprochársele. Son los golpes sonoros torpes e innecesarios que acompañan algunas de las escenas más tensas del relato, como si con el impecable registro visual no fuera suficiente. Así, la atmósfera supernatural y claustrofóbica que por momentos hace recordar a Corredor sin retorno, aquel clásico de Samuel Fuller de 1963, pierde espesor y efectividad. Más allá de las limitaciones imaginativas ya mencionadas, es esto lo que convierte el film en un mecanismo imperfecto. De todas maneras, la propuesta en general conserva su atractivo. Un Carpenter clásico, aunque ligeramente defectuoso, la justifica.
Un hombre (casi) común. Barney Panofsky es un viejo productor televisivo de Montreal que dedica su tiempo al whisky, los cigarros y la soledad. En la primera escena lo vemos llamar al actual marido de su ex esposa a las 3 de la mañana: “Estoy acá, mirando fotos de ella desnuda, me preguntaba si vos también querías verlas. En ese entonces era joven y estaba en toda su gloria”. Horas más tarde su hija -la única compinche que tiene- le comunica jovialmente que al padrastro le dio un infarto. Barney sonríe. Ese pasado de sobresaltos que carga como un tortuoso equipaje lo ha convertido en un hombre cínico, resentido y atormentado, que pese a todo no perdió su ácido sentido del humor. Sobre la base de un episodio casual, el hombre debe destapar su cofre de recuerdos, momento en que el director Richard J. Lewis comienza a construir un relato por medio de flashbacks. Es innegable que este Panofksy tuvo una vida agitada. Lo vemos frecuentar la bohemia romana de los 70, emborracharse con su insólito padre, casarse tres veces e involucrarse en la bizarra muerte de su mejor amigo. En el preludio de este viaje, El mundo Según Barney se regocija con las miserias que muestra, y la crueldad de algunas situaciones bordea el mal gusto aunque esto es disimulado por una efectiva dosis de humor negro. La performance del ganador del Globo de Oro Paul Giamatti, un actor segundón de superproducciones hollywoodenses que se destacó en películas independientes como American Splendor y Entre Copas, resulta ser bastante convincente, y ni hablar de Dustin Hoffman, que entrega una de sus mejores actuaciones en años. Sin embargo, con ellos parece no alcanzar. El film de Lewis, basado en la novela de Mordecai Richler y nominado para el León De Oro en el Festival Internacional de Venecia del año pasado, podría ser visto como especie de falsa biopic. El problema es que el personaje central no parece merecer tanto interés como para justificar semejante consideración. ¿Eran necesarios 135 minutos de metraje para narrar la existencia de un tipo que, más allá de algunas cualidades pintorescas, no parece ser nada del otro mundo? Con el avance de los hechos narrados la propuesta inicial comienza a deshilacharse, a perder la brújula, a hundirse en la intrascendencia, y a esa altura del partido ya no hay humorada incisiva que valga, porque hasta ese recurso se torna irritante. Al director, cuyos antecedentes se limitan a la pantalla chica, no le queda otra que apelar a un culebrón de lo más corriente. Si lo que se veía en los primeros tres tercios de El mundo Según Barney era más que nada la historia de los amores de este, el final lo constituye su lento y lastimoso deterioramiento a causa de un Alzheimer implacable, matizado con algunos detalles tan obvios como pretenciosos. Un mensajito de hace 30 años guardado en una billetera, una tumba matrimonial y demás cursilerías son empleadas para exaltar la relación entre el protagonista y su tercera esposa (una adorable Rosamund Pike), sin duda el amor de su vida. Al final, el suplicio del pobre Barney se termina. El nuestro también. Como dato curioso, cabe destacar los cameos de varios maestros del cine canadiense: aparecen David Cronenberg, Atom Egoyan, Denys Arcand y Ted Kotcheff. Aprovechando que los tenía ahí, mal no le hubiera venido a Lewis pedir un par de consejos.
Compañeros de elenco en la exitosa tira Los Únicos, Mariano Martínez y Eugenia Tobal protagonizan Güelcom, comedia romántica del debutante Yago Blanco. Él es Leo, un joven psicólogo que vive solo en su departamento. Como no podía ser de otra manera, una foto de Freud decora uno de sus muebles y una enorme lámina con una mancha de Rorschach cuelga de la pared. Ella es Ana, su ex, una cocinera que partió hacia España en busca de un mejor futuro, al igual que tantos argentinos. Con motivo del casamiento simbólico de unos amigos en común, ambos volverán a encontrarse. Leo no pudo olvidarse de Ana, pero ella sí pudo olvidarse de él, o al menos eso parece, ya que viene con su nuevo y desagradable novio español. Pero Leo no se dará por vencido e intentará reconquistarla. Las acciones aparecen narradas en primera persona por el protagonista sobre la base de un decálogo compuesto por “las frases más usadas por los argentinos que se van del país“. Esto no deja de resultar curioso. Güelcom se arriesga a presentarse como un metadiscurso acerca del cliché, sin reparar que en sí misma es una sucesión de clichés. Esta arranca en los personajes: Por ser Mariano Martínez el psicólogo, no podía faltar la paciente sexy y zarpada (Agustina Córdova) que con sus insinuaciones eróticas motiva en aquel unas palabras y conceptos dignos del peor manual de psicología de café. Y qué decir de esa caricatura lamentable del rolinga con que se ilustra a los ex adictos, o del típico gallego guarro y putañero interpretado por Chema Tena. Si en algunos casos el film acierta con sus observaciones sobre los prejuicios de los emigrantes, estas falencias propias pulverizan dicha habilidad. El problema se aplica a los recursos humorísticos. Indudablemente resulta difícil de creer que se siga apelando a la diferencia semántica que entre argentinos y españoles suscita la palabra “coger” para hacer reír, así como a la situación en que alguien recibe un pelotazo en los testículos mientras juega un partido de fútbol. La escena epilogal de la reconciliación, en la que Leo recita su emocionado discurso repleto de metáforas culinarias acerca de “el rompecabezas amor, las relaciones y el compromiso” termina por consumar el bochorno. A favor apenas se puede mencionar la prolijidad de la fotografía, el sonido y la producción en general (algo que cualquiera que haya visto películas nacionales como Cruzadas de Rafecas debería apreciar). En cuanto a Martínez, Tobal y el resto del elenco, poco se puede decir al respecto. A fin de cuentas, todos ellos poseen un manejo más o menos digno de la comedia televisiva y hacen lo que mejor les sale. La falta de ideas argumentales, exaltada por un guión pobrísimo en situaciones y en diálogos, no los ayuda en absoluto. Güelcom pretende ser un entretenimiento liviano, convencional y pasatista, y no hay nada de malo en eso. Sólo que sus aspiraciones, también en este caso, resultan demasiado elevadas para el resultado final.
Temporada de pingüinos. Jim Carrey no es el mismo de aquellas comedias atrevidas de los 90 como Ace Ventura y El Insoportable. Su notable capacidad para encarar roles más dramáticos, evidenciada en The Truman Show, El Mundo de Andy, Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos y la reciente Una Pareja Despareja, dejó en claro que el tipo estaba para explorar otros rumbos. Paralelamente a esto, Carrey se dedicó a las películas infantiles. Pasaron El Grinch y Lemony Snicket: Una Serie de Eventos Desafortunados, y ahora le toca el turno a Los Pingüinos de Papá, otra de esas típicas comedias estadounidenses para toda la familia, basada en la novela homónima de Richard y Florence Atwater. Hay dos hermanitos -un nene curioso y una adolescente que sólo piensa en muchachos-, un papá y una mamá que comienzan divorciados y terminan reconciliados, un legado que se transmite de padre a hijo, un lugar entrañable que guarda recuerdos de la infancia y un grupo de viejitos capitalistas que en el fondo son más buenos que el pan. Y los pingüinos, claro. Todos los elementos que asegurarían un éxito de taquilla en las próximas vacaciones de invierno están ahí. Sólo resta ver qué hay para destacar. Tom Popper es un exitoso corredor de bienes raíces que debe adquirir un tradicional restaurante neoyorquino para demolerlo, aunque la dueña del lugar se rehúsa a vender. Al hombre, como era de esperarse, no le va bien en sus asuntos familiares. Su ex esposa lo considera un insensible y sus hijos apenas le hablan. Un día, como herencia de su padre (un prestigioso explorador con quien apenas se hablaba) recibe una extraña caja llena de pingüinos. Si bien inicialmente intenta deshacerse de ellos, Popper termina por tomarles afecto. Ahora su familia lo ama nuevamente, pero su suerte para los negocios comienza a cambiar y el protagonista deberá decidir cuáles son sus prioridades en la vida. Mientras, los pingüinitos siguen haciendo de las suyas y se emboban mirando viejas cintas de Chaplin. Tanto Carrey como las aves (retocadas con animación computarizada) constituyen las principales atracciones de la película, y afortunadamente aparecen en todas las escenas. El resultado es un entretenimiento ameno, naif y sencillo. La estrella de Ace Ventura agrega a sus clásicas caras de plastilina y sus movimientos espásticos la calidez humana que sus personajes adquirieron en los últimos años. También es digna de destacar la ausencia de esos estúpidos golpes bajos que suele haber en los films infantiles con animales, ya que en ningún momento se ve sufrir a los pingüinos, bichos simpáticos si los hay. Las acciones, a su vez, aparecen matizadas con algunas hermosas postales nocturnas de Nueva York: Sus altos rascacielos iluminados, sus elegantes calles cubiertas de nieve y la pista de patinaje de la Plaza Rockefeller configuran un paisaje ideal, enteramente feliz, y todo resulta tan obvio como encantador. Hay algún villano dando vueltas por ahí, un tonto empleado del zoológico que tampoco parece ser tan maquiavélico. Cabe mencionar la aparición de una muy anciana Angela Lansbury como la dueña del Tabern on the Green, ese restaurante íntimo, mágico, lleno de recuerdos, que obviamente no será demolido por eso de que los tiburones del mundo financiero que muestran estas películas para chicos son, en el fondo, adorables delfines de buen corazón. Los Pingüinos de Papá cumple sin inconvenientes con sus módicas pretensiones. Esto, para los padres que lleven a sus hijos a verla, de ninguna manera debería ser pasado por alto.