Campeones del olvido. Quizá muy pocos lo recuerden, dado que el hecho ni siquiera figura en el sitio web de la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) ni es reconocido oficialmente por la FIFA, pero a fines del año 1980 se llevó a cabo en el país vecino un extraño experimento llamado Mundialito. Entusiasmada por el exitoso ejemplo de Videla y sus amigotes, la Junta Militar uruguaya quería tener su propio Mundial 78. La idea había sido de João Havelange, por ese entonces presidente de la máxima entidad del fútbol. Entrevistado para este documental, Havelange recuerda: “Cuando se jugó el primer mundial, en Uruguay, yo tenía catorce años. Cincuenta años después quise conmemorarlo en ese mismo lugar, con un torneo que reuniera a todos los campeones”. En efecto, al certamen fueron los consagrados Italia, Alemania, Brasil y Argentina. En reemplazo de Inglaterra se sumó Holanda. Todas estas selecciones jugaron con sus grandes estrellas (Maradona, Kempes, Sócrates, Toninho Cerezo, Rummenige, Briegel, etc.) y sin duda se vieron partidos de altísimo nivel. No obstante, el Mundialito permanece en la memoria colectiva como una especie de fantasma, un recuerdo intangible cuyas huellas parecen haberse esfumado. Fue este olvido lo que decidió a Sebastián Bednarik a revolver el cajón de los recuerdos y relatar una historia fascinante. El torneo había sido pensado no sólo con el fin de demostrarle al mundo que los uruguayos eran “derechos y humanos” sino también como una gran fiesta popular por el éxito inminente de un plebiscito de los militares que impulsaba una reforma constitucional para otorgarle un poder imperecedero a las Fuerzas Armadas. En este contexto, la organización del Mundialito estuvo rodeada de situaciones insólitas. Ángelo Bulgaris, un excéntrico empresario que fue entrevistado por los directores mientras cumplía una condena de prisión domiciliaria por narcotráfico, terminó viajando a Europa para venderle los derechos de televisación a Silvio Berlusconi, cuyo imperio recién comenzaba a insinuarse. Por medio de maniobras dudosas, infinitas especulaciones y pactos de última hora entre funcionarios castrenses, hombres de negocios y popes de la FIFA (incluyendo a un joven Julio Grondona, pichón de Havelange si los hay), el mejor fútbol del mundo volvió a la Sudamérica de las dictaduras. Los testimonios de los consultados (un completísimo corpus que además de dirigentes, militares y empresarios incluye a presos políticos, presidentes uruguayos, periodistas y jugadores de fútbol, y del que sólo lograron escapar Berlusconi y… Don Julio) no son explícitamente rebatidos por Bednarik y el guionista Adrián Varela. Estos simplemente dejan que los protagonistas hablen. El resultado de esta metodología echa luz sobre las controversias más notables que rodean el recuerdo del Mundialito. En primer lugar, la posición del propio Havelange: “Yo no hago política, hago deporte. Los problemas de su país, resuélvanlos ustedes”, una especie de marca registrada FIFA para justificar la relación del organismo con las sangrientas dictaduras de los 70. En segundo lugar, la opinión de los uruguayos. Porque las Fuerzas Armadas, contra todos los pronósticos, perdieron el plebiscito unos días antes del comienzo del torneo que, para colmo, ganó el local. La gente salió a las calles a festejar y a cantar contra el gobierno de facto de Aparicio Méndez. ¿Fue este triunfo el principio del fin de la tiranía, o apenas un grito en la oscuridad? En tercer lugar, el documental interpela la figura del futbolista y su rol en el millonario circo del fútbol. Mientras algunos se contentan con “haberle dado una alegría al pueblo en momentos tan terribles”, otros justifican haberle garroneado un automóvil a los militares “considerando la importancia que tenía el Mundialito para ellos”. Como reflexión final queda la palabra del gran Sócrates, acaso el más lúcido, al ponderar aquello en que debería consistir la función social del jugador sudamericano, nacida sobre la base de un estrellato instantáneo. Formarse culturalmente, asumir la responsabilidad, no ser títere del poder de turno. Quién sabe qué tan distintas hubieran sido las imágenes que indirectamente remiten a nuestro horroroso pasado reciente de no haber aprovechado los represores el éxito deportivo de sus selecciones nacionales. Mundialito es una obra impecable en todos sus aspectos, tanto por su elección de un evento casi olvidado como por sus recursos argumentativos y estéticos, merced a un impresionante material de archivo. La imagen reconstruye una época y nos transporta a aquel lejano 1980, con sus antiguas y elegantes transmisiones en color (las primeras en la historia de Uruguay), sus viejas grabaciones en VHS y sus diarios amarillentos. No hay aquí un rescate emotivo, sino tan sólo un rescate, y la importancia ineludible de la memoria. Esto es lo que pasó, esto es lo que se hizo, lo que se dijo y lo que se vio. No es poco.
París era una fiesta. Pese a que su trabajo como guionista en Hollywood le permite disfrutar una vida de comodidades, Gil desearía, por sobre todas las cosas, ser novelista y vivir en París. Hacia allí parte de vacaciones junto con su prometida Inez y sus futuros suegros. Él cree que todo pasado fue mejor, aunque un pedante intelectual amigo de su novia le advierta que tal aseveración es propia de aquellos incapaces de asimilar el presente. Quizá sea cierto. En relación con los antihéroes allenianos, eso es lo mejor que nos puede pasar. Sólo basta con ver la seguidilla de imágenes parisinas que abre el film para comprender que Woody Allen ama la capital francesa, en la que apenas había filmado unas pocas escenas de La Ultima Noche de Boris Grushenko y de Todos Dicen Te Quiero. Sin duda esta ciudad todavía tiene algo mágico que ofrecer. A ella le debemos la más extraordinaria película del neoyorkino desde Disparos sobre Broadway. La fantasía y la nostalgia, tópicos que marcan lo mejor de la obra de Woody, fluyen tan intensamente aquí como en La Rosa Púrpura del Cairo y Días de Radio. Lo que en otros films no pasaría de ser una simple postal turística (La Torre Eiffel, El Louvre, los cafés, el Sena, el Arco del Triunfo, Versalles) adquiere, sin el más mínimo ápice de pretenciosidad, un cariz fantástico, secreto, melancólico. Sólo un genio absoluto del cine puede lograr que, a esta altura del partido, nos emocionemos con un rendez-vous amoroso bajo la lluvia parisina. En ese retrato de una París más bella que nunca, cada pasaje se convierte en un túnel del tiempo hacia esas viejas buenas épocas con las que Gil tanto fantasea. Una noche, al sonar las campanadas de las doce, éste es llevado por un automóvil antiguo a una suntuosa fiesta de los años 20. Allí conoce a F. Scott y a Zelda Fitzgerald, a Cole Porter y a Ernest Hemingway. Sin poder creer lo que está ocurriendo, Gil intenta entregarle un manuscrito de su novela al iracundo autor de Adiós a las Armas. En lugar de aceptarlo, Hemingway lo invita a la casa de la legendaria Gertrude Stein, quien se halla junto a Picasso y a una conocida musa del circuito avant-garde, Adriana. A medida que se aleja de su prometida -tan americana, tan materialista- el protagonista inicia un romance con la francesa, aunque pronto descubre que ella también añora una época de oro no vivida. El relato no exhibe la exuberancia historicista de Zelig, más bien se vale de un saber general para sorprender al espectador. El desfile de artistas de la ciudad luz continúa con los surrealistas (Buñuel, Dalí, Man Ray) y, yendo aún más atrás en el tiempo, los impresionistas (Lautrec, Gauguin y Degas). La desopilante escena en que Gil intenta explicarle sin suerte a Buñuel el argumento de El Ángel Exterminador, que el propio aragonés dirigirá varias décadas más tarde, está indudablemente a la altura de cualquier cosa que haya realizado Allen en sus mejores años. El elenco tampoco se queda atrás. Owen Wilson, acaso el alter ego más aniñado y soñador del cineasta en toda su filmografía, interpreta dicho papel con toda naturalidad, lo cual no debe ser para nada fácil: Kenneth Brannagh debería poder dar fe de ello. Marion Cotillard y Rachel McAdams componen las caras enfrentadas de un pasado hermoso y un presente miserable, respectivamente. En los roles secundarios se destacan Michael Sheen, Kathy Bates y Adrien Brody. Sin olvidar los incansablemente publicitados cinco minutos de Carla Bruni. Este Woody Allen viajero de los últimos años, que ya había pasado con éxito irregular por Londres y Barcelona, estaba en deuda con París, y vaya si cumplió. Asistido por la espléndida fotografía de Darius Khondji, Allen captó la ciudad y se adueñó de ella con su mirada. El retrato logrado abarca el presente, la década de la generación perdida y la Belle Epoque. Lo que nos queda, en todo caso, es la paradoja de la nostalgia. Muchos de nosotros podemos ser cautivados por la idea de que todo pasado fue mejor, pero, a fin de cuentas, el presente es nuestro tiempo y eso es algo que tarde o temprano se deberá aceptar si queremos ser felices. Gracias a maravillas como Medianoche en París, este postulado también se puede adaptar a la carrera del viejo Woody.
El reino del ridículo. Hay directores que se regocijan con el sufrimiento de sus criaturas. Darren Aronofsky, por ejemplo. El caso de Jodie Foster es ligeramente distinto, más bien pareciera que busca el ridículo. Esto ya se insinuaba en su primera película, la interesante Mentes que brillan. Luego vino ese insólito festín neurótico llamado Feriados en familia, que fue más lejos en su capacidad de generar en quien les escribe una inevitable pregunta acerca de los personajes: ¿estos son o se hacen? Pasaron dieciséis años para ver una nueva obra de la actriz y cineasta, pero La doble vida de Walter no hace más que intensificar dicha inquietud. Como en los films anteriores, Foster cuenta con un elenco de gran nivel (que la incluye a ella misma) para encarar un guión que raya la estupidez. Otra vez, el tema es la familia. Walter Black (Mel Gibson) es un depresivo incurable. Probó con todas las terapias pero no hubo caso. Ex empresario exitoso, ex buen marido, ex buen padre, el tipo se convirtió en un despojo humano, por lo que a su esposa (Foster) no le quedó otra que echarlo de la casa familiar. Justo en el momento en que está por suicidarse, Walter encuentra la salvación en un basurero. Se trata de un castor de peluche. Acento británico mediante, de ahora en más el protagonista no enfrentará la vida por su cuenta sino que el títere hablará por él. Esta terapia autoimpuesta no tarda en revitalizar el comportamiento del enfermo, que no se saca el bicharraco ni para bañarse. De pronto, la vida comienza a sonreírle. Su fábrica de juguetes, que estaba al borde de la quiebra, ahora no para de vender valijitas con forma de castor. Su mujer no sólo lo acepta de vuelta sino que no puede evitar abalanzársele encima –la imagen de sexo bajo la ducha con el muñeco de peluche estampado contra la mampara debe ser lo más cercano a una escena erótica en un film de Jodie Foster. Pero no todo es felicidad. Eventualmente, Walter comprende que ha creado un monstruo y que no puede vivir sin él. Paralelamente a la historia del protagonista se desarrolla la de su hijo adolescente Porter (Anton Yelchin), que lo odia y es capaz de anotar sus tics en papelitos para no imitarlos. Atormentado por las miserias familiares –y sí, al fin y al cabo, todo indica que golpearse la cabeza contra la pared es el hobbie preferido de los muchachitos anglosajones con tristeza– su habilidad para la imitación le posibilita ganar dinero haciéndole la tarea a compañeros de escuela. Cuando la chica de sus sueños (Jennifer Lawrence, mucho menos brillante y más hermosa que en Lazos de sangre) le pide que escriba un discurso de graduación para ella, Porter se “mete” en sus pensamientos y logra descubrir la gran angustia que la paraliza. Luego de invitarla a salir y conquistarla, intenta exorcizar los miedos de la joven al escribir RIP Brian en una pared. “Lo que tenés en la cabeza es la muerte de tu hermano. ¿Es esto lo que te jode, no?”. Sin palabras. Habiendo llevado el ridículo hasta un punto de no retorno, sólo cabe esperar qué hará la directora al respecto. ¿Acudirá en auxilio de sus personajes, como no lo hizo en sus dos películas anteriores que, no obstante, eran mucho más suaves y convencionales? La respuesta es sí. A pesar de sus padecimientos, Porter se queda con la chica. En cuanto a Walter… no le será nada fácil, pero habrá final feliz. Por suerte tenemos al tantas veces subestimado Mel Gibson, cuya presencia termina salvando lo restante. Como se señaló antes, el gran acierto es el elenco, y la estrella de Mad Max entrega una de las mejores actuaciones de su carrera. Sólo gracias a él se justifica un relato como este.
Una película partida en dos. Como Terciopelo azul, como El carnicero, Retornos es una película de “pueblo chico, infierno grande”. La ópera prima de Luis Avilés se centra en Álvaro (Xavier Estévez), un hombre que vuelve a su pueblito natal en Galicia, donde absolutamente nadie lo quiere. El flashback del comienzo nos explica por qué: un auto emerge de las profundidades del lago, levantado por una grúa. En su interior hay un cadáver, el de la cuñada y amante del protagonista. Juntos iban a huir, pero todo terminó en accidente fatal. Luego de este episodio Álvaro se exilia en Suiza hasta que la muerte de su padre lo obliga a volver al terruño por unos días. Allí descubre que su mujer se volvió a casar con el dueño del puticlub del pueblo, que su hija lo detesta y que su hermano anda con ganas de suicidarse. Sin posibilidades factibles de reconciliarse con la familia, se mete en otro problema al encontrar el cadáver de una prostituta en medio de una carretera. Lo que en principio parecía ser un simple accidente se convierte pronto en otra cosa, que obviamente sacará a relucir el lado oscuro de la pequeña comunidad. La introducción de Retornos es más que promisoria, con su tragedia en cámara lenta y sus rostros moldeados por la angustia. Tampoco desentona el contexto ya que Galicia, merced a su cielo tormentoso y sus muelles siniestros, exalta las acciones del inicio. Pero más temprano que tarde las funciones actanciales se desdibujan y la trama pierde su espesor dramático. Cuando el culebrón familiar muta en policial, la película queda sesgada en dos relatos incompatibles. La intensa nebulosa pueblerina, rebosante de odio y resentimiento, se disipa ante una intriga detectivesca bastante superficial. Avilés podría haber elegido uno de los dos géneros o, cuando menos, los podría haber combinado. Por este súbito y desafortunado golpe de timón, el resultado al que llega no es ni una cosa ni la otra, se queda a mitad de camino. El final es tan inesperado como irrelevante. Retornos es un film partido en dos, donde el todo, marcado por dicho desmembramiento, es menos que cada una de sus partes –por más que la segunda sea bastante floja. Si se tiene en cuenta que la mezcla de géneros no es algo tan accesible como muchos parecen creer, mejor hubiera sido no complicarse.
Problemas en el paraíso. Capra, Lubitsch, Cukor, Hawks, McCarey, Sturges, Wilder… la screwball comedy es un invento bien hollywoodense, claro está. Un espléndido legado del que se sirvieron numerosas cinematografías extranjeras, y probablemente hayan sido los franceses quienes mejor supieron hacerlo. Rompecorazones es, sin duda, un buen ejemplo de ello. Nada extraño hay aquí respecto del género. Alex Lippi (Roman Duris) es un seductor empedernido que descubrió en tales aptitudes para la conquista su profesión. Según él hay tres clases de mujeres: las que son felices, las que son infelices y las que son infelices pero no lo saben. Este último grupo es la fuente de su trabajo, que consiste en destruir relaciones amorosas, en hacer que los novios de las damas a las que seduce pasen a ser los “ex”. Una vez que la misión está cumplida, se despide con el latiguillo de siempre y desaparece. Sus flamantes enamoradas no lo tendrán a él, pero ahora saben que lo que tienen no es lo que necesitan. Junto con nuestro hombre actúan su hermana (Julie Ferrier) y su cuñado (Francois Damiens), socios en el engaño. Como si se tratara de un capítulo de Los simuladores, Alex puede adquirir cualquier disfraz con tal de atraer a su presa de ocasión, cuyos gustos y costumbres son previamente estudiados. Cuando un magnate lo llama para impedir la boda de su hija, el asunto se complica, puesto que a la bella Juliette (Vanessa Paradis) se la ve bastante feliz con su prometido, un inglés apuesto, amable y también millonario. Agobiado por la deuda con un matón que lo persigue, el protagonista debe aceptar y hacerse pasar por el nuevo guardaespaldas de la futura novia. No le queda otra. Lo que no sabe es que en poco tiempo él mismo padecerá ese tropiezo llamado amor. La ópera prima de Pascal Chaumeil tiene todo lo que hay que tener. La Costa Azul francesa, con sus hoteles lujosos, sus Ferraris descapotables y sus playas de ensueño, es el escenario perfecto para la interacción de la pareja protagónica. Y si bien nada supera el encanto de Vanessa Paradis y su sonrisa de paletas separadas, quien se lleva lo mejor de la película es Romain Duris, el excelente actor de El latido de mi corazón, Piso compartido y Las muñecas rusas. Duris camina como Tony Manero, corre como James Bond y baila como Patrick Swayze. No para nunca. Hay algo en su carisma innato y en su porte tan elástico, tan sofisticado, tan francés, que lo hace ver engreído, insolente y frágil al mismo tiempo, en contraste con la glacial e imperturbable delicadeza de Paradis. Ambos, por cierto, saben muy bien lo que hacen. El manual de gags previsibles y final feliz obligado que deben seguir les exige bastante de sí para mantener el interés, y sin dudas lo logran con creces. El resultado es otra simple historia de conquistador conquistado, ni más ni menos, pero bien contada y bien actuada. Acaso teniendo en cuenta los bodrios actuales de un Hollywood que parece haber olvidado el buen gusto y el glamour a la hora de incursionar en un género clásico de su propia factoría podamos apreciar Rompecorazones como se merece.
No muchos secretos esconde ¿Qué pasó ayer? Parte 2. Como en casi todas las comedias del subgénero bachelor, sabemos que el cuento terminará bien y que la boda se llevará a cabo. El relato en esta secuela no depara sorpresas, ya que la estructura permanece intacta: Stu (Ed Helms) parte hacia Tailandia para casarse con su nueva novia, cuya familia, de ese país, lo aborrece. Al viaje se suman sus amigotes, el parrandero Phil (Bradley Cooper) y el impresentable Alan (Zach Galifianakis) quienes, una vez allí, lo persuaden para tomar unos porrones de cerveza en la playa. Marcado psíquicamente por las consecuencias de aquel bacanal iniciático en Las Vegas, el novio acepta a regañadientes y, como esta vez el festejo se reducirá a un módico ritual de amistad, decide invitar al hermanito de su futura esposa, un adolescente prodigio que ni siquiera toma alcohol. Pero claro, los muchachos no aprenden más. Cuando se despiertan a la mañana siguiente en una habitación roñosa de hotel junto al mafioso Chow (Ken Jeong, otro que regresa) y un mono tití narcotraficante, apenas atinan a decir: “Pasó otra vez”. Encima, el joven brillante desapareció y sólo quedó su dedo en un vaso de agua. La osadía del film de Todd Phillips se ubica entre Despedida de soltero y Malos pensamientos, aquella comedia oscura y venenosa extrañamente similar a La sartén por el mango. A su vez, comparada con esta noche de gira por Bangkok, la primera Qué paso ayer parece una de Disney. Se advierte algo novedoso con respecto a la manera de representar el desenfreno: los recién llegados le hacen honor a la fama de pervertidos que precede a los turistas americanos y europeos en estos destinos exóticos, y no sólo arrasan con todo a su paso sino que también se meten en ese fango y chapotean con ganas. Si en Las Vegas Stu se casaba con una prostituta –y eso que ni siquiera era el futuro novio de la fiesta–, acá termina haciéndose coger por un travesti –al cual, por cierto, se le ve todo– y pasándola de lo lindo. Si en la ciudad del pecado a uno le metían sedantes en el trago, acá se puede esnifar una montaña de cocaína, algo que por lo visto sólo aprovecha Chow, pero tampoco se podía esperar semejante nivel de transgresión por parte de los tres yanquis, al menos no de Stu y de Phil, “normales” pese a los eventuales desvíos del primero. El caricaturesco Alan, papel digno de John Belushi o de Chris Farley que Zach Galifianakis interpreta con una facilidad notable, habita otro mundo, sin duda más bizarro que el nuestro. Tan pasados de rosca están todos que tampoco faltan los chistes sobre sexo con jovencitos tailandeses. Hasta el final feliz resulta jodón, incorrecto. Los resacosos vuelven en un estado deplorable, justo cuando el padre de la novia va a suspender la boda. En apariencia está todo mal y Stu, que además luce un tatuaje a lo Mike Tyson en su rostro como producto de la juerga, debería disculparse. Pero no. Nada de eso. El tipo se planta y le espeta a su futuro suegro que no es un dentista gris e ignoto como este creía sino que, por el contrario, lleva un demonio en su interior, una bestia indomable que lo empujó a irse de reviente con el cuñadito y a dejarlo tirado por ahí con un dedo menos. Ahora viene por la hija, decidido a casarse con ella. En una absurda superación dialéctica de la estupidez que caracteriza este tipo de desenlaces, el anciano tailandés se deja comprar por esa muestra pura de brutalidad americana y acepta gustoso. Como frutilla del postre, en la fiesta aparece el propio Tyson (esta vez sin su tigre) cantando y bailando tan espantosamente como lo hizo en el show de Tinelli. Por esta malicia, por esta desfachatez inesperada en las formas, ¿Qué pasó ayer? Parte 2 termina entregando bastante más de lo que se esperaba de ella.
Basada en el best seller de Michael Connelly, Culpable o inocente exhibe, de a ratos, un encanto singular en relación con el mundo recreado. Esos títulos iniciales, encajados en un mosaico de imágenes urbanas y ritmo de funk, hacen preveer un muestrario de objetos sofisticados, pero no se trata más que de una simple introducción. El personaje central, Mickey Haller (Matthew McConaughey), es un abogado sin escrúpulos que recorre la ciudad en su lujoso Lincoln Continental conducido por un chofer negro. Cuando abandona ese auto –su fachada, su oficina– el contexto se nos revela tal como es, y una Los Angeles sucia, árida, hiphopera y desprovista de glamour hollywoodense se despliega ante nuestros ojos. El canchero Mickey no se preocupa. Le va bien con lo justo, aunque no le vendrían mal unos dólares extra. Al ofrecerle uno de sus amigotes (John Leguizamo) la defensa de un tal Louis Roulet (Ryan Phillippe), no duda en aceptar. Roulet, un niño rico, fue acusado por una prostituta de propinarle una paliza descomunal. Todo parece normal hasta que el protagonista se descubre en medio de una trampa relacionada con un viejo asesinato a cuyo condenado también le tocó defender. Las remembranzas de aquellos thrillers judiciales de los 80 y los 90 inspirados por las novelas de John Grisham (uno de ellos, Tiempo de matar, que también protagonizó McConaughey) son palpables. También se detecta, más lejana en el tiempo, la influencia de algunas obras maestras (Doce hombres en pugna o Anatomía de un crimen son palabras mayores, pero la identificación, aunque borrosa, persiste). Ante todo, Culpable o Inocente es un film de género más, donde cada elemento es aprovechado al servicio de la expectativa. Sería injusto buscar reflexiones profundas de ética y moral, deliberaciones sobre el Bien y el Mal que no parezcan extraídas de un folleto y personajes cuya densidad psicológica nos desborde. Nada de eso hay aquí y no está mal que así sea. A la película de Brad Furman le alcanza con un puñado de situaciones ingeniosas y un elenco notable. McConaughey no es un gran actor pero se las arregla bastante bien con su carisma de yanqui sureño. Lo acompañan el siempre sobresaliente William H. Macy como su detective privado, la siempre hermosa Marisa Tomei como su mujer y el siempre ochentoso Michael Pare como el policía que le hace la vida imposible, además de los mencionados John Leguizamo y Ryan Phillippe. El caso de este último es curioso: su irremediable aspecto de universitario orgulloso y prepotente coincide con la naturaleza del personaje que interpreta, y su performance, con todas las limitaciones acostumbradas, termina por resultar más o menos convincente. Se advierten, no obstante, algunos puntos débiles en la trama. El desenlace se extiende más de lo necesario y la narración sufre por algunas vueltas de tuerca sin demasiado sentido. De todas maneras la eficacia del producto final excede dichas flaquezas, y la última escena, con el tropel de motoqueros a lo Hell’s Angels rodeando el Lincoln, nos entrega esa imagen pintoresca, distintiva, que tampoco debería faltar en una buena obra de género.
Feo, sucio y malo. Todo aquello por lo cual se puede amar (u odiar, dado que acá no hay término medio) a esa criatura llamada José Luis Torrente está en la primera película de la saga, cuyos minutos iniciales nos mostraban de qué venía la cosa, con el protagonista “apatrullando” la ciudad. Santiago Segura creó una caricatura implacable del Dasein franquista, un policía facho, corrupto, obeso, roñoso, putañero, racista, cobarde, misógino, alcohólico y merquero, que obligaba a su padre tullido a mendigar para luego dejarlo sin comer, o le proponía a su compinche retardado de ocasión hacerse “unas pajillas”, sin mencionar sus aborrecibles intimidaciones a los inmigrantes latinos, su fervor hooliganesco por el Aleti y su devoción incondicional por El Fary. En otras palabras, el gordo las tenía todas. Se lo aceptaba con carcajadas o se lo rechazaba con asco. Torrente: el brazo tonto de la ley, de hecho, tuvo un éxito impresionante, sin precedentes en la historia de la taquilla española. Hubo dos secuelas: Torrente 2: Misión Marbella y Torrente 3: El protector. Aun con guiños al film original, el acrecentado presupuesto permitió introducir más persecuciones, más tiroteos, más explosiones y más chicas siliconadas, en detrimento de lo que realmente importaba, que era el propio Torrente. La flojísima tercera parte, con su insufrible sucesión de cameos, hizo pensar en el ocaso inminente del personaje. Poco quedaba de sus andanzas nocturnas por callejones, burdeles y bares de mala muerte. Parecía que había decidido abandonar esos recovecos marginales para mudarse definitivamente a lugares más coquetos. La premisa 3D (cuyo efecto a posteriori termina por ser irrelevante) no implicaba augurios alentadores con respecto a Torrente 4: Lethal Crisis. Para colmo la introducción, en la que nuestro héroe echa a perder una boda de alta sociedad, insinúa que veremos más de lo mismo. A esta le siguen unos espectaculares créditos a la James Bond con música de David Bisbal, que dan cuenta del estatus icónico alcanzado por la invención de Segura. Afortunadamente, algo persiste de la vulgaridad maliciosa del viejo Torrente en esa reflexión frente a la tumba de El Fary: “Todo va fatal. Los socialistas nos han llevado a la ruina. Los homosexuales pueden casarse. Y hay un negro en La Casa Blanca, pero no de limpiador, no, ¡de presidente! Lo único es que España ganó el Mundial, pero eso tampoco es tan bueno, porque medio equipo era del Barça”. Junto a los actores acostumbrados de la saga, como Tony Le Blanc, Luis Cuenca o El gran Wyoming, la cuarta Torrente exhibe una pintoresca bandada de personajes mediáticos muy populares en España (Belén Esteban, Kiko Rivera, y varios más, todos desconocidos en Argentina) y un abultado encadenamiento de cameos, que va desde Bisbal hasta Kun Agüero y Pipita Higuaín. Como en la entrega anterior, estas apariciones resultan demasiado forzadas y rozan por momentos lo publicitario. Más efectivas a nivel referencial son las alusiones al agente 007, a Escape a la victoria y a las películas de presidiarios. Si hay algo para celebrar, en todo caso, es el regreso de Torrente a los paisajes que mejor le sientan, los de una Madrid devastada por la crisis económica. Este contexto pone de relieve las cualidades crueles y vomitivas que lo hicieron famoso. Con su calva grasosa, su traje cochambroso, su camisa mugrienta y su calzón palometeado, vuelve el brazo tonto de la ley. Le guste a quien le guste.
Una de suspenso. Luis (Luis Luque) es un profesor universitario que acaba de recibir el alta en el neuropsiquiátrico. Lo va a buscar su mujer Beatriz (Beatriz Spelzini), cuyo aspecto delata una ansiedad comprensible. Cuando llegan a la elegante casa donde viven, él intenta saludar a Donatello, el gato negro de ambos, pero este lo ataca y huye despavorido. Con el correr de las horas la tensión aumenta. Es obvio que Beatriz no confía en su esposo. Los especialistas dijeron que está curado pero ella cree que en cualquier momento puede volver a tener un brote psicótico. Mientras, el gato no aparece. Carlos Sorín venía de dirigir la experimental y poco feliz La ventana, luego de esa trilogía compuesta de mayor a menor por Historias mínimas, Bombón: el perro y El camino de San Diego. Con su nueva película, Sorín incursiona en el cine de suspenso. Al estilo hitchcockiano, el prólogo es un cartel que nos pide no contar el final, y el motivo concreto de la locura del protagonista es un mcguffin de lo más básico. Mientras las acciones narradas manifiestan la creciente desesperación de Beatriz y nos hacen dudar de su estado mental frente a la novedosa tranquilidad de Luis (quizá los médicos tenían razón después de todo), la cámara nos muestra otra cosa, por ejemplo, al encuadrar con insistencia algunos objetos (una radiografía cerebral, un pescado destripado), o en esos lentos acercamientos al cada vez más siniestro rostro del profesor mientras su mujer le habla fuera de campo. Tampoco se olvidan los detalles inquietantes que no deben faltar en esta clase de films, como el plano de unas ramas de árbol que se retuercen y dibujan arabescos en el cielo nocturno, o esa escalera por la que se pasea el gato tomada en contrapicado. La fotografía evidencia un acertado uso del cinemascope, en concordancia con el diseño modernista de la casa matrimonial. Para completar este encaje, la música de Nicolás Sorín hace recordar las elegantes bandas sonoras de Herrmann. El gato desaparece, en definitiva, funciona porque consigue lo que sin una desmedida ambición se propone. Su director conoce muy bien las reglas del género con el que se mete, lo cual le permite valerse de recursos puramente cinematográficos. La pareja protagónica, sin dudas, también aporta lo suyo. El notable Luis Luque, con su cuerpo enorme, su apariencia descuidada y su andar cansino, puede ser visto simultáneamente como una bestia mansa y un psicópata. Ningún otro actor del medio logra transmitir esa sensación de dualidad. Beatriz Spelzini, por el contrario, es una mujer bajo la influencia, un manojo de nervios, una cara deformada por la tensión que a veces deja entrever una sonrisa ante situaciones banales que la abstraen de la angustia (peluquería, planes de vacaciones en Brasil). Su personaje deambula, avanza, retrocede, sale a buscar al gato en la oscuridad de la noche porque intuye que en ese animal, de alguna manera, se materializa una paz mental extraviada. La suya. El final es esperable, aunque no obvio. Injusto sería intentar comparar El gato desaparece con las obras maestras del suspenso. Con su prolija conciencia genérica alcanza. Y eso, en nuestras tierras, no es moco de pavo.
Un cuento chino, la segunda película de Sebastián Borensztein, presenta notables mejorías con respecto a La suerte está echada, aquel flojo debut del hijo de Tato estrenado hace seis años. Una vez más, la narración gira alrededor del azar, las casualidades, lo estrambótico. A Jun (Ignacio Huang), indudablemente, lo persigue la mala fortuna. Justo cuando está por casarse con su novia, esta es aplastada por una vaca caída del cielo. Empujado por la tragedia, sin dinero y sin saber español, viaja a Argentina en busca de su único familiar, un tío al que, por supuesto, no encuentra. En su lugar se topa con Roberto (Ricardo Darín), un ferretero ermitaño y antipático cuyo único interés consiste en coleccionar recortes de noticias bizarras, como la de la vaca voladora. Incapaz de dejar al pobre chino librado a su suerte, el argentino decide hospedarlo en su casa. La convivencia, que intentan sobrellevar por medio de gestos, es poco menos que imposible. Desesperado por encontrar un hogar para Jun y así sacárselo de encima, Roberto atraviesa todo tipo de contratiempos, desde ser echado a patadas de la embajada china hasta trompearse con un policía, mientras que aquél, temeroso de quedar en la calle, se desvive por complacer a su hospedador y adaptarse a sus mañas insólitas. En primer lugar, Un cuento chino sobresale por sus intérpretes. Existe una idea generalizada según la cual Ricardo Darín es el actor más emblemático del cine argentino actual. Esto se debe en gran parte al tremendo éxito de sus trabajos con Bielinsky y Campanella. Quizá no integre ese heterogéneo salón de ilustres que acoge a Alcón, Alterio, Brandoni, Carella, Dumont y Luppi, entre otros. Su estampa, fácilmente reconocible, podrá gustar o no. Más allá de las preferencias, el ex galancete se convirtió en un todoterreno. Basta con echar una ojeada a su extensa filmografía, que reúne títulos disímiles como La discoteca del amor, Perdido por perdido, La fuga y El mismo amor, la misma lluvia. En este caso, lo que hace con el personaje de Roberto es extraordinario. Imagínense: película nacional de proyección masiva, pareja despareja, tipo duro que se ablanda a medida que avanza la historia. El riesgo de propiciar un festín de cursilerías es enorme, pero Darín, siempre seguro para conciliar con toda naturalidad el drama y la comedia en la vida interior de sus criaturas, lo sortea sin inconvenientes. Su partenaire Ignacio Huang no se queda atrás y logra, excepto cuando el chiste fácil obliga a lo contrario, encarnar a un chino despojado de toda cualidad estereotípica, en tanto que Muriel Santa Ana, una de las poquísimas figuras rescatables que entregó la ficción televisiva en los últimos tiempos, despliega sus dotes de comediante como Mari, la desvalida enamorada de Roberto. Apenas un par de factores le resta brillo a la propuesta de Borenzstein. El primero tiene que ver con el pasado del protagonista, que define su carácter inexpugnable. Si bien este trauma se devela sobre el final, Darín y el director se encargaron de adelantárnoslo en varias entrevistas, acaso evidenciando la superfluidad del mismo: Roberto es veterano de Malvinas. El segundo lo constituyen algunos clichés imperecederos de la comedia argentina a la hora de retratar el encuentro con culturas extrañas (¿era necesario hacerle decir a un chino “la concha de tu hermana”?). En definitiva, allí donde Un cuento chino se hace fuerte es en la rutina de sus personajes, en ese magro desayuno de té solo y un pedazo de pan separado de su miga, en las ocurrencias de Mari, en los enérgicos monólogos de Jun sin subtitular (jamás habrá amistad entre él y Roberto), en los ridículos antojos del cliente de la ferretería. Afortunadamente, estos aciertos abundan.