Cada año, las nominaciones de los Oscar incluyen películas que representan a otros sectores ajenos a Hollywood, que jamás ganarán nada, pero cumplen con esa corrección política de la representatividad: una comedia, un filme europeo, uno independiente. Entre estos últimos, este año el elegido fue La niña del sur salvaje, ópera prima del director Benh Zeitlin, que decidió contar una historia sobre ese lado B de Estados Unidos, un pantanal de Luisiana donde vive una comunidad en situación de marginalidad extrema. El relato está contado en primera persona, desde la óptica de una niña de seis años, Huhspuppy, que vive en una situación casi de orfandad, en unas construcciones derruidas, con un padre enfermo y ausente, rodeada de perros, gallinas y otros animales que convierten lo doméstico en salvaje. En ese contexto, una inundación no hace más que empeorar las condiciones extremas en las que vive. Sin embargo, para narrar ese universo triste y urgente, Zeitlin elige un velo fantástico que tiñe la mirada de la niña, un realismo mágico cuyas imágenes funcionan como metáfora que hacen narrarle (y mirarle) el horror. Así, desde la óptica de la protagonista, unas bestias salvajes similares a jabalíes proyectan su sombra sobre ese hogar derruido, bestias a las que ella aprenden a enfrentar, a medida que su infancia se acaba por fuerza mayor. Como algunos han señalado, Bestias del sur salvaje es un relato tan duro como el de Preciosa (aquel otro filme nominado en 2010 sobre una joven pobre, analfabeta y abusada) contado con el tono naif de Donde viven los monstruos. La particularidad del filme es que ese aura mágica de sus climas convive con un realismo documental de la fotografía, que encuentra en sus planos y colores el caos preciso, que recuerda que todo eso que se muestra como un cuento de hadas es también una realidad. Merecidos fueron todos los reconocimientos a la joven Quvenzhané Wallis, otro hallazgo del director, que buscó que hasta el casting refleje una genuina realidad de Luisiana. El filme es original y coherente, tanto en su propuesta estética como en sus decisiones narrativas, pero su ritmo se vuelve pretencioso y ensimismado a medida que avanza, aunque la voz de Hushpuppy vuelva todo a su eje.
Justicia o razón Una chica asesinada, un abogado interpretado por Ricardo Darín obsesionado con el caso, y un presunto asesino que juega con la ambigüedad. Inevitable asociar los vértices de este triángulo con El secreto de sus ojos, el thriller que le trajo el Oscar a Argentina. Pasadas esas similitudes, Tesis sobre un homicidio cobra vida propia. La segunda película de Andrés Goldfrid (Música en espera) desarrolla la historia sin demorarse en preámbulos. Darín es Roberto, abogado retirado y profesor de derecho, parco y demasiado aficionado al Johnnie Walker, que recibe en su clase de posgrado al joven Gonzalo, hijo de una pareja de amigos con la que compartió un pasado lleno de secretos y al que no ve desde que es un niño. Desde el comienzo, la pura intuición le dicta que el joven es "un hombre raro". Todo se acelera cuando aparece una chica asesinada en la facultad y su desconfianza se transforma es sospecha, mientras genera un vínculo muy cercano con la hermana de la víctima (Calu Rivero). Darín crea un personaje mesurado, taciturno y porteño, con los aires solemnes de otros roles, sólido. El cordobés Alberto Ammann se pone en la piel de Gonzalo y con sutileza dibuja dos caras, la de un abogado brillante y la de un psicópata prolijo. En tanto, Calu Rivero aporta la cuota de ingenuidad y seducción femenina. Goldfrid elige el punto de vista de Roberto para narrar la historia, y mueve al espectador entre el dilema de seguir el caso a través de la subjetividad de dicho personaje o alejarse de esa mirada y analizar el caso desde la paranoia de su extrañamiento. Para subrayarlo, hay un insistente protagonismo de primeros planos de la mirada de Darín, que no siempre es efectiva. Los ojos del actor pueden ser expresivos, pero no pueden reemplazar el desarrollo de la tensión del guion. Algo similar ocurre con la música incidental, precisamente usada en algunas escenas, y excesiva en otras. Eso no quita que las piezas del relato se construyan con buen ritmo narrativo y atención al detalle, pero cuando aún falta para que el puzzle esté completo, la imagen final se dibuja con cierta previsibilidad. "¿Querés hacer justicia o querés tener la razón?", le pregunta a Roberto uno de los personajes secundarios, y en esa duda se erige el juego estratégico de cazador/cazado entre los dos hombres. Tesis sobre un homicidio cuida sus climas y ambientaciones, y es coherente en su tono. El thriller psicológico tiene momentos de tensión muy bien logrados, pero otros en los que, más que evitar los cabos sueltos, los ata y expone.
Peter Jackson vuelve a la Tierra Media y su regreso lo confirma como el gran director clásico de cine de aventuras actual. Tras años de problemas en el rodaje y tras las críticas mundiales, que fueron tibias, El Hobbit: un viaje inesperado se estrena finalmente. Es larga, sí, casi tres horas. Podría ser menos ambiciosa y más breve y seguiría siendo una buena película. Sin embargo, la duración parece obedecer más a una obsesión por el detalle que a mera megalomanía del director. Sólo en algunas de las salas se podrá ver el filme en el nuevo formato HFR 3D, el que presenta los famosos 48 cuadros por segundo (en lugar de los 24 de las proyecciones normales). Como ocurrió con el estreno de Avatar, esta nueva técnica también despertó polémica: que crea una imagen muy artificial, que marea al espectador, incluso que produce náuseas. Excepto por el primer punto (hay, es verdad, cierto exceso de nitidez y de brillo, que hacen por momentos que la imagen reluzca como un cuento de hadas más que como un relato épico) el formato le otorga un tono vívido a los paisajes, los efectos especiales y vestuarios. En Córdoba, la película se estrena en 35 milímetros y en 3D en todas las salas, pero sólo se podrán ver las copias en los 48 cuadros en Showcase de Villa Cabrera. De todas maneras, lo importante de El Hobbit sigue siendo la historia. Peter Jackson reproduce de manera literal ciertos pasajes del libro (la clásica frase inicial "En un agujero en el suelo vivía un hobbit"), se extiende en algunos y toma sus licencias en otros. Como un contador de cuentos que se toma su tiempo para desarrollar su relato, Jackson logra un ritmo narrativo sin presiones, que rara vez abandona al espectador. Hay una cadencia que tiene, por un lado, el remanso de la lectura y, por otro, la adrenalina del cine de acción. Sin embargo, hay digresiones que se huelen estiradas y varios diálogos y escenas prescindibles (algunas canciones, la presencia de Saruman o Galadriel, por ejemplo, incluida quizá por ser la única figura femenina). La frase que Gandalf usa para referirse a Bilbo bien puede aplicarse al director: "Tiene la habilidad de ganar tiempo". El tono ligeramente infantil y humorístico del libro está presente en el filme, que sin abandonar la oscuridad de El señor de los anillos se permite jugar con cierta comicidad ligera que, combinada con las escenas de acción, recuerda el clima de películas como las de Indiana Jones. Ese tono se equilibra con las batallas, en las que el filme retoma sus dimensiones de gran relato épico. Jackson tiene mano y ojo entrenados para sus coreografías de espadas y orcos, y los despliega en los paisajes neozelandeses con orfebrería industrial. Martin Freeman como Bilbo es también una decisión acertada. El actor encaja perfecto en los pies peludos del hobbit, con una interpretación que opta por la candidez, el humor y la sorpresa. De los enanos con los que Bilbo emprende su viaje puede decirse lo mismo, aunque algunos estén construidos como temerosos guerreros y otros apenas como mineros bonachones. Y, como siempre, Gandalf (Ian McKellen) dignifica. Párrafo aparte para Gollum, bajo cuya piel digital está el actor Andy Serkis. El encuentro entre Bilbo y Gollum, quizá el más esperado, está narrado con naturalidad y el anfibio personaje genera más escalofríos aquí que en la trilogía predecesora. Es notable también cómo el avance de los efectos especiales y de la técnica de performance capture han logrado que Gollum tenga muchos más matices expresivos esta vez (vale preguntarse si en una futura reedición de El señor de los anillos el primer modelo de Gollum será reemplazado por este más moderno, como ocurrió con Yoda en Star Wars). Nunca sabremos qué clase de película hubiera hecho el primer director designado, Guillermo del Toro, con cuya renuncia nos perdimos quizá la oportunidad de ver otra Tierra Media. Pero Jackson hace lo que mejor sabe hacer y sale muy bien parado. Habrá que ver si las dos películas que faltan logran mantener el ritmo y el interés. La primera, cumple y entretiene.
Un viaje para encontrarse Después de La ventana y El gato desaparece, Carlos Sorín vuelve al sur y a un relato sencillo, austero, que bien podría ser un desprendimiento de una de sus Historias mínimas. Días de pesca, su nueva película, vuelve a retratar la desolación de un personaje a través de su viaje iniciático (o, mejor, un viaje-epílogo). En la primera escena, se ve al Marco (Alejandro Awada) un hombre de 50 años, en una estación de servicio, camino al sur. Allí conoce a un hombre que lo invita a su mesa, en la que brilla un pingüino. El objeto (como tantos otros objetos que cobran importancia en esta historia) es el disparador del tema. Awada interpreta a un alcohólico en recuperación, que va al sur a practicar la pesca de tiburones y a buscar a su hija, a quien no ve desde hace años. Sorín retrata esos paisajes sin melancolía forzada ni clichés, y logra expresar a través de la fotografía y el sonido ese existencialismo de páramo patagónico. El clima emocional que la cámara crea se completa con la interpretación de Awada. Con la mínima cantidad de diálogos y un registro gestual sutil, apto para primeros planos, el actor construye sin estridencias un personaje de apariencia cordial y tranquila, pero que deja asomar un pasado perturbado. Un gran hallazgo es el de la actriz Victoria Almeida, que con una mirada que lo dice todo logra la mejor escena de la película; y el de Oscar Ayala, el entrenador de boxeo con un talento innato para la actuación (otro de esos descubrimientos de Sorín, como Juan Villegas en El Perro). Con personajes como él se topa Marco en su camino (más unos mochileros colombianos, un locutor de radio, un instructor de pesca). A través de su encuentro con ellos, Marco mostrará partes de su historia, hasta que llegue el momento decisivo de la cita con su hija. La película se toma el tiempo necesario para contar lo que necesita, sin por eso extenderse en escenas bucólicas eternas, ni en silencios contemplativos que no dicen nada (tentación en la que caen tantos filmes argentinos). Sus 77 minutos son los justos y necesarios para esta historia sencilla de redención. Quizá la música del filme sea demasiado solemne y grandiosa para el relato, pero Días de pesca logra lo que ambiciona.
El mejor amigo del hombre Mariano tiene una vida tranquila: un trabajo, una novia, un departamento con dos plantas de marihuana, un par de amigos. Y un auto. Un Siam Di Tella que es la niña de sus ojos, que pule y cuida y saca a pasear como la mascota más querida. También tiene un plan, juntar un poco de plata para mudarse con su chica. Su cuñado le facilita el proyecto con una idea que parece más brillante que el capó del Di Tella: le pide Mariano la tarjeta de crédito, la explota para que luego él la denuncie como perdida. Pero las cosas se complican, Mariano se asusta y, por miedo a que alguien lo reconozca por la patente, decide abandonar a su auto de colección en una esquina y denunciarlo como robado. Producida por Burman-Dubcovsky, esta comedia de los hermanos Pablo y Diego Levy combina lo mejor del humor judío de clase media porteña, cierta herencia de Woody Allen, un ritmo narrativo que recuerda a comedias del cine indie americano y una anécdota mínima, explorada en sus mejores posibilidades. El humor no está en gags estrambóticos sino en situaciones absurdas narradas con naturalidad y un tempo propio, que no se precipita, que no busca la carcajada anque al final la encuentre. Párrafo aparte para Alan Sabbagh (este año, estuvo en Graduados) que interpreta al joven Mariano, un tipo simple, sin grandes ambiciones, que cuando decide infringir la ley se da cuenta de que no puede soportarlo. Así, con gestos mínimos, retrata a un treintañero que padece tanta paranoia como deseo frustrado. Las cosas no le salen bien y su gran crisis es la pérdida de su auto. Sabbagh se luce como un antihéroe cobarde y sensible, una especie de versión porteña de Seth Rogen (Ligeramente embarazada, Supercool). La actriz Paula Grinzpan, que interpreta a su novia, suma con su trabajo al clima de monotonía y perplejidad ante las decisiones de Mariano y Campi cumple el rol de "actor de otro palo" (como Yayo en Fase 7, Emilio Disi en Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo) para crear al inspector de la tarjeta de crédito, un especie de Columbo, suspicaz y reservado. A medida que avanza la trama y pasan los días, un homeless decide mudarse al Siam Di Tella, y comenzará con Mariano una relación cotidiana, mientras todas las demás estructuras de su vida apacible empiezan a desmoronarse. El vínculo entre Mariano y Andrés, mediado por el auto (objeto de afecto de uno y casa del otro) genera las más frescas escenas de humor, ligeras y logradas. No hay en esa relación ninguna intrepretación sociológica ni clasista, simplemente, un encuentro desopilante. Aun con algunos cabos sueltos, el filme debut de los hermanos Levy los anuncia como una gran promesa de la comedia argentina, en la brecha que se abre entre los tanques comerciales de Suar y cierto cine con marcas propias y un humor distinto, en tiempos de escasez en el género.
La novia perfecta En Jill, la novela de Philipe Larkin, el protagonista es un solitario joven que se inventa una hermana a través de cartas que él mismo se escribe, hasta que cree que ella es real. En la misma sintonía, en Ruby, la chica de mis sueños Calvin, un joven prodigio de la literatura, a quien lo que le sobra en imaginación le falta en vida social, un día se inventa una novia. Primero la sueña, después la escribe y un día se le aparece en su casa. Pero no es sólo el fruto intangible de su imaginación, sino una chica de carne y hueso, con pelo y uñas, que se corporizó desde su cabeza. La nueva película dirigida por los creadores de Pequeña Miss Sunshine, Jonathan Dayton y Valerie Faris, es una comedia romántica con toques fantásticos, que recupera la frescura y el tono de filmes como 500 días con ella. Aquí, lo que prevalece es también la mirada del sujeto que se enamora, el joven Calvin (Paul Dano, de Petróleo sangriento) y que literalmente crea a la mujer de sus sueños. Como en aquel filme, también la cámara se enamora y construye un halo alrededor de esta chica y sus cualidades: es hermosa, aniñada, un poco colgada y peculiar. El modelo con el que la actriz Zooey Deschanel sedujo a Jim Carrey, Joseph Gordon-Levit y la mitad de la audiencia. De hecho, el nombre de la protagonista fenemina es Zoe Kazan, quien también es la autora del guión. La historia, justamente, apunta con humor a la idea de que la media naranja perfecta sólo existe en nuestras cabezas. Pero la idealización cobra cuerpo y vida propia. Si la literatura ha creado personajes tan intensos que parecen reales, como el Holden Caufield de El guardián en el centeno (de hecho, en el filme hay más de un guiño a la obra de J. D. Saliner), lo que Calvin hace no es sólo dar forma a su capricho, sino también probar cuán lejos llega su genialidad narrativa. Cuando esta idea del argumento principal se agota (una idea que funciona pero que no es novedosa) y la historia parece que no tiene adónde ir, la comedia se vuelve más interesante. Calvin sabe que un golpe de su máquina de escribir en el papel es capaz de hacer que Ruby haga lo que él quiera, sabe que puede moldearla a su gusto. Deberá lidiar entonces con su vanidad de escritor superior y con su omnipotencia de macho literato.
El último round Hay radios de fórmula, recetas de cocina y películas de género. En el caso de La pelea de mi vida, el género no se reduce al del drama pugilístico, sino a un filme masivo con aprendidos ítems de manual de Hollywood, más giros sentimentales propios de la televisión argentina. Como Un argentino en Nueva York o Papá es un ídolo, la película busca hacer un relato simple que, a través de varios lugares comunes llegue directo como una flecha al corazón de los espectadores. No sólo al corazón, también a la libido. Y los hombres en el ring, con bíceps aceitados (y, si es posible, con un par de tatuajes) parece que siguen rindiendo en la pantalla, como un infalible estereotipo viril y rudo (ahí nomás está Sos mi hombre, más atrás Campeones). Así que la historia empieza con Mariano Martínez, que interpreta a Alex, mostrando antes sus abdominales que sus sentimientos. El guión va a los bifes y lo hace con buen timing: Alex "el príncipe" es un boxeador que se fue del país hace unos años, sin saber que su novia estaba embarazada. Ella luego se casa con Bruno "el potro", otro boxer, quien trata a su hijo como propio, incluso cuando ella se muere. Por varios motivos, Alex regresa al país, se entera de que tiene un niño y quiere recuperarlo, ganar su admiración. Por supuesto, lo hará a través de los puños, en un ring, porque es lo único que sabe hacer. La película tiene su porción emotiva (la relación del niño con sus dos padres), su parte de romance (el personaje de Lali Espósito) y de acción (las peleas). Entre los aciertos está la elección del pequeño Juani, interpretado por Alejandro Porro, que se carga todos los diálogos de humor y aporta la gran cuota de espontaneidad (veremos a este niño en más ficciones, y se lo ha ganado); y la de Emilio Disi, que al igual que en Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo, toca un registro distinto, con amarga sutileza, como el melancólico entrenador de Álex. En el rubro técnico, vale decir que el 3D impacta al principio, en una secuencia de persecución en la que sillas y frutas caen sobre la nariz del espectador, y luego pasa desapercibido, hasta la gran pelea, en la que Martínez y Amador lucen sus meses de entrenamiento y el espectáculo boxístico logra un ritmo justo. La profundidad que aporta el 3D es por momentos la que le falta a la psicología de los personajes principales, a quienes los golpes los noquean pero las emociones no siempre los rozan. En la columna del debe está también la ambientación musical al estilo golpe de efecto marca Disney, que subraya demasiado y se imposta cuando no es necesaria, y una marcada preferencia por las resoluciones inmediatas, quizá demasiado rápidas para una historia que apuesta principalmente por conmover. Sin embargo, lo dicho probablemente tenga poco y nada que ver con la respuesta en taquilla del filme. Y si la cosa funciona, sabremos otra vez que ciertas fórmulas siempre son efectivas.
Pura acción en presente ¿Tiene sentido comparar a la nueva El vengador del futuro con su predecesora? Lo cierto es que es inevitable, porque si bien han pasado 22 años desde que Paul Verhoeven hizo su versión cinematográfica del relato de Philip K. Dick, sus imágenes y diálogos han tenido la contundencia suficiente para instalarse en la memoria colectiva. Era una buena película y cualquier zapping que la encuentre perdida en la programación del cable demuestra que lo sigue siendo. El filme que interpretó Arnold Schwarzenegger en la década de 1990 optaba por el lenguaje y los efectos especiales de la ciencia ficción, el guión del relato personal y ecologista, y el tono del humor (sin por eso volverse una parodia). El filme que interpreta ahora Colin Farrel reduce todos esos recursos a la acción. Y ese repliegue en el género tiñe las escenas, las actuaciones y el impacto final. Farrell es Douglas Quaid, un hombre tranquilo, empleado en una fábrica, que descubre que su memoria ha sido sustituida por otra y que en realidad es un agente del gobierno que decidió pasarse al lado de los rebeldes. En ese mundo ficticio, su supuesta esposa (Kate Beckinsale, cuyos registros de villana tienen un número limitado de expresiones) se convierte luego en su cazadora. Del otro lado, Jessica Biel salva la dignidad de las chicas de la película, con un papel más sólido y menos histriónico. El relato, líneal y ligero, se consume como una persecución sin fin, sin respiro y sin pausa. Y sin ideas. El futuro es digital y aparatoso pero el director Len Wiseman (Inframundo) prefiere evitar los gadgets modernosos (apenas un celular incrustado en la palma de los personajes y un ascensor que troquela la tierra). En su lugar, hay un clima de sordidez en los escenarios y una austeridad solemne en los diálogos, despojados de toda comicidad. Es claro que la opción de Wiseman para alejarse de las huellas del filme anterior es tomarse muy en serio. Pero esa decisión termina siendo una trampa, y la gravedad del tono hace que el filme ambicione más de lo que logra. Farrell cumple pero no dignifica y la trama se disuelve en las primeras tres carreras de autos que vuelan por los aires. ¿Cómo será el futuro, desde la visión de este presente? Simplemente, explosivo.
Sueños de un opresor Es una obviedad que vale volver a subrayar: el humor de Sacha Baron Cohen o te gusta o te repele; sus personajes te hacen reír o te parecen la más grande idiotez salida de Gran Bretaña (después de Austin Powers). Si estás entre el primer grupo, podés entrar al cine a ver su última película, El dictador, sin salir decepcionado. La comedia retoma la estela de Borat y Brüno, aunque ahora el estereotipo en el que unta su creación es otro: el dictador del ficticio país de Wadiya, un tirano que queda en pie tras la muerte de Gadafi, Hussein y Bin Laden, y que se ve obligado a viajar a Estados Unidos para enfrentar las acusaciones de las Naciones Unidas. El choque cultural entre la vocación de opresor de Aladeen (tan racista y misógino como falto de luces) y el discurso de libertad del sueño americano dispara las situaciones de humor, sobre todo cuando conoce a una joven feminista, vegana y militante (Anna Faris) que es su guía espiritual por Nueva York. A su alrededor, desfilan cameos y participaciones de actores y comediantes varios, como John Reilly, Fred Armisen, Megan Fox o Edward Norton. Un punto a favor de la nueva intrusión de Baron Cohen es que deja de lado la interacción con personas de la realidad, se aleja del humor espontáneo del mockumentary y busca esa efectividad en un guión que enlaza gags en una historia más sólida y se permite perfeccionar su incorrección (el diálogo a bordo del helicóptero sobre el 9/11, imperdible). Un punto en contra es que allí donde la palabra y las situaciones se quedan cortas, el director Larry Charles echa mano de los guiños escatológicos (marca de autor de sus filmes) que, a veces, no cumplen más función que provocar sonrisas pobres. Aun así, quien disfruta de su humor saldrá pensando "Larga vida a Aladeen".
Historia de color y coraje de mujer Si alguien se acuerda de la historia canadiense de la joven Anne de Green Gables (libro y miniserie), o las trenzas de Pippi Calzaslargas, encontrará entre ellas y esta Mérida ciertas similitudes. Son tres personajes jóvenes, de clinas pelirrojas y con la rebeldía escrita en la frente. Y cuenta con una ventaja: el cine ama a las coloradas. Valiente, la nueva película de Pixar deja atrás a los autos que hablan y a los juguetes que cobran vida, y vuelve a poner humanos en el centro de escena (como en Los increíbles y en Up). No sólo eso, pone por primera vez a una chica como protagonista. Ambientada con melodías de gaitas y música celta, la antigua Escocia cobra vida en la animación a través de paisajes salvajes y bucólicos, que parecen más reales que los de Corazón valiente. Allí, la mano experta de los creadores del estudio aprovecha el estereotipo de los guerreros viriles y con pollera, crea un mundo de hombres rudos con kilts, de un pasado épico y con reglas ancestrales. Una de esas normas es que la joven princesa Mérida debe desposarse con el ganador de un torneo de arquería. Pero ella es diestra con el arco y la flecha, y decide hacer un cambio en la tradición. Para alterar su destino en el reino, elige el camino de encantamientos y hechizos, que no saldrán exactamente cómo esperaba. Chica esperanzada El personaje de Mérida es el que más detalle y atención tuvo, tanto de guionistas como de ilustradores. Pero por momentos parece que los creadores hubieran quedado enredados en el diseño de cada uno de sus rulos naranjas y hubieran descuidado la creación de otros personajes secundarios. No hay un villano delineado con claridad y, aunque los jefes de los clanes se lleven el mejor puntaje en la caracterización (Lord McIntosh sobre todo, el homenaje a Steve Jobs de los creadores), tienen apenas intervenciones esporádicas. Se extraña la presencia de personajes que tengan vida propia más allá de la protagonista. La marca de Pixar se nota no sólo en la impecable mano técnica para recrear las piedras remotas de Escocia, sino también en la manera en la que se relata la historia, basada en las peripecias de la aventura y sin atarse a una cadena de gags. Sin embargo, el guión lleva el sello de Disney. El eje de la narración es el vínculo entre madre e hija, en un discurso convencional. Se cierne sobre todo el relato la amenaza del peor de los horrores que retrataron clásicos como Bambi y Dumbo: la posibilidad de perder a la madre. Y para levantar a la audiencia de ese temor, la película desembarca en las mansas aguas del mensaje, la moraleja, que quita a esta fábula toda posibilidad de volar más lejos. Eso no quita que Valiente supere en calidad y con ventaja a muchos de los otros filmes de animación presentes en la cartelera actual. Es una historia disfrutable para chicos y grandes, realizada con alta calidad y narrada con pericia y humor. Pero no llega a acercarse a obras maestras como Toy Story, Wall-E o Ratatouille. Se extrañan esos climas, esa sensibilidad y esos personajes que despertaban inmediata empatía.