La nueva Aquilea Un marino francés en Buenos Aires con un mapa y un encargo de su padre: entregar un paquete a un viejo amigo. De eso se trata El cielo del centauro (2015), la nueva película de Hugo Santiago (Invasión, 1969) en la que volvió a filmar en Buenos Aires tras 43 años de exilio. En una ciudad que parece fantástica, el extranjero Malik Zidi) deambula entre desconocidos que de a poco van tejiendo el misterio, revelando y obstruyendo -al mismo tiempo- la trama. Con extrañamiento, distancia y nada más que la intriga como elemento empático con el espectador, la historia extraordinaria (coguionada por Santiago y Mariano Llinás) se va deshilvanando al compás de los acordes melancólicos que acompañan la búsqueda del protagonista. Todo es artificio en El cielo del centauro. La imagen -que combina escenas en blanco y negro con algún destello de color-; la cámara, inquieta, audaz y en una eterna persecución de los personajes; las actuaciones, misteriosas y estáticas, casi inhumanas; la banda sonora que aturde, subraya y embellece; y el guión, ese esquivo zigzagueo que lleva al protagonista por los barrios porteños y que tiene una única digresión (el monólogo de Romina Paula sobre la vida y obra del pintor argentino Cándido López, que combina poesía y arte con historia y ficción). Y también todo es fantasía. Incluso la Buenos Aires vacía, afrancesada y atemporal que Santiago vuelve a recorrer tras 43 años de haber abandonado la mítica Aquilea.
Goodnight Mommy es una película austríaca -¿de terror?- que empieza con una imagen de archivo que muestra a una bellísima familia (compuesta por dos niños rubios y su madre) cantando una canción -infantil o de iglesia, da igual- filmada en Technicolor (un proceso técnico de cine en color que se usó hasta mediados de la década de 1950) que remite al imaginario nazi. Codirigida por Veronika Franz y Severin Fiala, es una de esas películas que no brinda mucho tiempo para pensar. No sabemos cómo, ni muy bien por qué, pero de repente todo ese mundo bucólico de campo y verano que se presentó al comienzo, se convierte en uno opresivo y cruel lleno de inexplicable sadismo y violencia. En el medio, aunque aparecen episodios que podrían explicar ciertos comportamientos, todo se parece a la locura. Y es que quizás de eso se trate Goodnight Mommy. Tras la acumulación de resentimiento, silencio y aislamiento deviene lo irracional, encarnado -cinematográficamente hablando- en la aparición de los recursos del género terror. La trama se compone de tres personajes: dos hermanos gemelos de 11 años y su madre. Ella vuelve a la casa de campo tras una operación, tiene la cara vendada y parece cambiada, distante. Uno de los gemelos -siempre alejado-, ocupa, como en el isósceles, el incómodo lugar del vértice desigual. El otro parece más dócil, resulta más tierno. Los dos tienen nombres de profetas bíblicos: Lucas el primero, Elías el segundo. La cosa es que de a poco los rubiecísimos gemelos que jugaban entre los campos austríacos bajo el sol de un caluroso verano empiezan a desconfiar. Esa mujer que volvió a casa y los reprende con crudeza cuando se portan mal ¿es su madre? Las sospechas se acrecientan mientras desaparece la compasión y se agudiza el encierro. Entonces, el terror lo va impregnando todo. Si en Casa tomada, de Julio Cortázar, lo que iba avanzando ocupaba el espacio físico y expulsaba a los hermanos, en Goodnight Mommy, en cambio, para lo que no queda espacio es para lo familiar y tampoco para esa esencia que lo sostiene: la compasión. Ya sin ella, todo es posible. De hecho, si las primeras escenas remitían al cine de otro austríaco, Michael Haneke, en cuyas películas se muestra a través del naturalismo la crueldad humana y la falta de conmiseración -por lejos el mejor de los sentimientos cristianos-; en su punto de giro el film de Veronika Franz y Severin Fiala da un vuelco hacia el tratamiento terrorífico, recordando cierto esoterismo y apelando a imágenes surrealistas de la magnitud de la navaja cortando el ojo en Un perro andaluz, el cortometraje que en 1929 rodó Luis Buñuel. Con la misma lógica que en Funny Games, de Haneke, lo que en principio es un juego -al que remite la película a través de su título original Veo veo, según su traducción literal del alemán- se vuelve un acto cuyas reglas atraviesan las de la sociabilidad. Ahí el espectador se estremece. Y lo que lo sacude es la culpa. A veces, lo obliga a no mirar, a taparse los ojos, a no querer ver lo que la historia demuestra que es posible. Porque ¿quiénes son estos tres personajes que dicen ser una familia? ¿Acaso el espejo de aquellos otros que cantaban felices bajo los radiantes colores del Technicolor? En Goodnight Mommy las huellas históricas se ven. No hace falta que nadie lo diga.
Paréntesis poético Si estoy perdido no es grave (2014) revela en el título todo su contenido. Es que la película, por momentos errática, oscila entre el francés y el castellano, entre la ficción y el documental, entre los interiores y el aire libre de la ciudad, entre Europa y el resto; y sin embargo, no es grave ni peligroso cinematográficamente hablando. Sin demasiadas explicaciones ni sucesiones lógicas, en esta película-ensayo de Santiago Loza, cada escena es disfrutable por sí misma y dependerá de la paciencia, las expectativas y la sensibilidad del espectador hacerla amigable y placentera en su totalidad. Según cuenta la leyenda, Si estoy perdido no es grave surge a partir de un workshop para actores de teatro a cargo del multifacético y entrañable director cordobés que, como en un experimento, decidió filmar parte de la experiencia y darle fomato cinematográfico. Con actuaciones memorables y momentos de antología como los playbacks de “Por ese palpitar” del grandísimo Sandro y la escena de presentación, que entre poesía visual y una vueltita en canoa introduce el paréntesis lírico que es el mundo de la película; Si estoy perdido no es grave vaga por una innombrable ciudad europea mientras retrata disímiles situaciones cotidianas que se intercalan con apreciaciones del grupo sobre lo que reflejan los rostros de sus compañeros. Un clima de quietud y una imagen en la que se cuelan entradas de luz y algo de misterio completan los elementos de este paréntesis poético-cinematográfico que invita a dejarse llevar, a mirar la pantalla pero también a mirarse a uno mismo.
La oveja negra del cine original El acto en cuestión (1993) podría definirse como la película argentina menos argentina de los años 90. Única, indescifrable y frenética, no se parece a ninguna otra del período ni se inscribe en ninguna tradición nacional. Es una especie de “oveja negra” que, filmada en 1993 en Italia, Bélgica, Holanda, Francia e Israel nunca, hasta ahora, había sido proyectada en el país. Alejandro Agresti, un exiliado cultural en Holanda al momento del rodaje, es el director de la pieza. Entonces era un joven cineasta de 32 años que solo había filmado tres películas y por cuya ópera prima, El amor es una mujer gorda (1987), había obtenido el premio al mejor director novel en el Festival de San Sebastián. Una promesa. Y parte de esas expectativas sobre el director se ven reflejadas en una película vitalizante, joven y arrolladora que recupera el espíritu de la literatura fantástica, el arrabal y lo más conventillesco del ser porteño. Un cine con personajes de variedades, nutrido de ilusiones -tanto en su puesta en escena como en el contenido de su trama- y que pretende el entretenimiento. La versión que se estrena, remasterizada por iniciativa de la revista especializada Haciendo Cine, ofrece, veinte años después de su aparición en el mundo, una relectura lúdica de aquella película mitad maldita/mitad de culto cuyo tema central es la desaparición. Hoy, con la herida un poco más sanada, el público argentino puede aproximarse al tema sin la sensibilidad ni los reduccionismo de otros tiempos. El acto en cuestión es “una bomba”, según la define el director argentino Daniel Burman. Una película abrumadora por su ritmo, desopilante por su historia, irremediablemente atractiva por su manera de estar filmada. Una cámara inquieta -que el propio Agresti operó-, en un registro grotesco que muy bien sabe llevar el elenco elegido. Inolvidables, Carlos Roffe -como el porteño devenido mago Miguel Quiroga, “el hombre con pajaritos en la cabeza”-, la extraordinaria Mirta Busnelli en un registro que le queda como anillo al dedo y Lorenzo Quinteros, como el fabricante de muñecas, en un rol que oscila entre narración y comentario. Con una estructura delirante, espiralada y caótica, El acto en cuestión pone en desequilibrio al espectador. ¿Cómo pensar en los desaparecidos de una manera no política? ¿Cómo alivianar un término asociado a tanta violencia y muerte? ¿Por qué abordarlo desde su costado fantástico? Y más allá del desconcierto, la pregunta latente: La película de Agresti, ¿de verdad piensa en los desaparecidos? Más que como reflexión histórica o denuncia, toma el tema como quien rescata de cierta atmósfera lo que sobrevuela, lo que anda por ahí. Así, Agresti se apropia de la desaparición -que en la Argentina siempre remitirá a los desaparecidos por la última dictadura cívico militar- pero desde otra perspectiva que, aunque no se pretenda política, siempre lo será.
(Auto)Retrato cinematográfico El Picasso de Persia (Fifi az khoshhali zooze mikeshad, 2014), la ganadora del 16 BAFICI como mejor película de la Competencia Internacional (y casualmente también elegida como la favorita por el voto del público) es entrañable. Sobre el arte y la muerte, con mucho humor y también un poco de poesía, cuenta la historia de Bahman Mohasses, un pintor iraní octogenario que vive (¿escondido?) en un cuarto de hotel en Roma. Mitra Farahani, la directora del documental, inicia la búsqueda de Mohasses -quien estuvo fuera de la escena cultural iraní desde la Revolución Islámica de 1979 y cuyo paradero es desconocido desde entonces- y al encontrarlo le propone que juntos hagan la película sobre su vida y su obra. Entonces en El Picasso de Persia, que en realidad es mitad documental y mitad prueba y error sobre cómo hacer una película documental, se entrecruzan la voz del protagonista y la voz de la realizadora, las risas y la complicidad que de a poco los van uniendo y hasta momentos de una intimidad imposible como la agonía. Pero un pintor al que no se lo ve pintar es un poco incómodo para el medio cinematográfico donde “si no lo veo, no lo creo”. Por eso Farahani sale en busca de los mecenas que puedan pagar los 100 mil euros necesarios para que Mohasses retome su trabajo entre óleos y bastidores. Luego de las desopilantes escenas donde dos hermanos iraníes que viven en Dubai visitan Roman para cerrar los acuerdos de la compra-venta, está todo listo para que Mohasses empiece (vuelva) a pintar. Aunque un final inesperado hará que el lienzo nunca deje de ser blanco. Listo para reescribirse, listo para empezar de nuevo.
Mucho para escuchar Sordo (2014) es un documental observacional sobre un grupo de teatro conformado por cinco actores sordos -y su intérprete- que están realizando la puesta en escena de una obra en lengua de señas con el objetivo de llevar adelante una acción artística y política en favor de la integración social. El documental comienza cuando El Extranjero -así se llama el grupo- rechaza un premio. No quieren ser galadornados por lástima y entonces deciden empezar una nueva etapa de producción autogestiva y autónoma. Así, desde el comienzo se plantea la reflexión sobre el mundo de los sordos y la comunicación. La propuesta del grupo es no hablar, lo que no significa “no decir”. A lo largo del documental se muestra la presión que ejercen los oyentes para hacer que los protagonistas lean los labios, “hablen”, traduzcan, sean interpretados. Pero El Extranjero pretende mostrar artísticamente las posibilidades de la lengua de señas y con ellas, las propias. Por eso buscan un registro de actuación personal y no les preocupa que los oyentes no entiendan. Esa convicción, que por momentos está amenazada o en discusión, es el eje del documental aunque haya, tal vez, algunas disgresiones innecesarias -la película dura 90 minutos-. La mirada que imprime Marcos Martínez es la de una cámara presente, cercana y atenta que muestra la acción y el conflicto con precisión y que guía al espectador incluso cuando no escucha o no puede interpretar por sí mismo la conversación de los protagonistas en lengua de señas. Hay fragmentos silenciosos, otros subtitulados y algunos “relatados” por la intérprete del grupo, Marisa, quien, aunque es un eslabón fundamental en el proceso, nunca es indagada en sus opiniones. Los protagonistas son cinco jóvenes. Iris usa audífono, participó del certamen "Miss Universo" de chicas sordas y además de actuar hace changas como modelo. Nelson es estudiante universitario, trabaja y vive con su novio (oyente). A Florencia le hicieron un implante coclear cuando todavía era una nena pero tras un par de años de confundirse y vivir asustada por los ruidos decidió dejar de usarlo y aprender la lengua de señas. “Así entré en un mundo mejor”, cuenta. Lisandro es padre de familia, youtuber y juega al fútbol. Por último, está Damián quien actuó cuando era chico en la tira televisiva Cebollitas y todavía vive con su mamá. Todos ellos ya no están conformes con que vayan a las funciones de sus obras solamente amigos, familiares y asociaciones de sordos. Pretenden, como en la exogamia, salir al mundo, ampliar su lugar de pertenencia, circular, darse a conocer. Pero para eso necesitan de una sociedad que los ampare, que los reciba, que comparta su vocación. Por eso Sordo, se propone resignificar ese lugar de escucha privilegiado que todos los oyentes tenemos con la convicción de que sin hablar, todavía hay mucho para decir.
Una aventura cinematográfica El escarabajo de oro (2013), co dirigida por Alejo Moguillansky y Fia-Stina Sandlund, es una ficción, aunque por momentos usa un registro documental, que cuenta como un grupo de cineastas, actores y técnicos simula filmar una película pero en realidad va en busca de un tesoro jesuita perdido. En el medio del viaje que traslada al numeroso equipo hasta Misiones suceden situaciones de las más variadas: reconstrucciones históricas, reflexiones sobre la relación entre los cineastas argentinos y los fondos de fomento europeos, alguna opinión sobre lo femenino y el colonialismo, la decodificación de un mensaje encriptado y, por supuesto, el afán constante por encontrar el tesoro. Filmada en el marco del DOX:LAB (laboratorio del Festival de Copenhague), que condiciona la convivencia en la dirección y el guión de un director del primer mundo con uno del tercero, su registro de producción explica parte de su versatilidad. Entrecruzando múltiples referencias, que incluyen la adaptación de un cuento de Edgar Allan Poe con las biografías de la escritora Victoria Benedictsson y del político argentino Leandro N. Alem, la trama se vuelve por momentos desopilante y absurda. Como en un reflejo de la argentinidad, los personajes intentan, cada vez que pueden, sacar algo de ventaja sobre el prójimo. Así, la película desnuda la viveza criolla con un tono risueño y picaresco que por momentos se vuelve un poco banalizante e irracional. Con un registro informal y muchos guiños a los espectadores “del ambiente”, fans y seguidores de ese particular cine de aventura que en la Argentina inauguró Historias Extraordinarias (2008) de Mariano Llinás (quien actúa de sí mismo en la película y colaboró en la escritura del guión); El escarabajo de oro es pura acción, vértigo, idas y vueltas en el sinuoso camino de encontrar un tesoro perdido que, en realidad, solo es el pretexto para filmar una película.
El paraíso perdido del Nuevo Cine Argentino Atlántida (2013), la ópera prima de la cordobesa Inés Barrionuevo, transcurre en un pequeño pueblo de provincia durante una tarde-noche de verano. Allí, dos hermanas adolescentes, Lucía (17) y Elena (15), ven pasar el tiempo encerradas en casa mientras esperan entrar a la universidad, la mayor, y que le saquen el yeso, la más chica. Pero de pronto, se abren las puertas y las dos aprovechan para vivir momentos claves de sus respectivos, y muy dispares, despertares sexuales. Si bien Atlántida no es una película de temática y formas novedosas (ya que hace eco del llamado Nuevo Cine Argentino y su predilección por la adolescencia), su singularidad probablemente recae en la exactitud y la precisión en el uso de ciertos recursos. Así, una cámara indiscreta, casi siempre en mano y muy cercana a los personajes y sus acciones, muestra la sutileza de los cuerpos y sus movimientos, las miradas cómplices, la sensualidad incipiente y los primeros deseos sexuales. Entonces, el uso del recurso genera atención sobre el relato y provoca parte de su suspenso. A su vez, la sencillez y el cuidado en el esteticismo son otras elecciones claves para la película. También las impecables actuaciones, llenas de frescura e intensidad, de las jóvenes Melisa Romero, Florencia Decall y Sol Zavala, constituyen otro de los puntos altos de la película cordobesa que las convierte en tres nuevas promesas del cine nacional.
Denunciar con creatividad No hay mucho para agregar. Es sabido que el trabajo en los call center suele ser insalubre psíquicamente y que en esos lugares se expresa la precarización laboral en una de sus máximas expresiones. Córtenla, una peli sobre call centers (2014), de Ale Cohen, retrata la situación a través de testimonios de ex empleados, animaciones, una teatralización estilo sitcom, registro documental de la lucha gremial y la presencia -lejos, el mayor hallazgo de la película- en una convención de empresarios y gerentes del sector. Y todo lo hace con gracia. En la primera parte Córtenla, una peli sobre call centers logra ponernos en la piel de esos telemarketers atormentados por la obligación de vender, acorralados por gerentes y cámaras, aterrorizados por los despidos y sin la posibilidad de organizarse. Hasta que sí. De repente el film da un vuelco: aquellos trabajadores atomizados que hablaban (¿entre sí?) a través de aparatos telefónicos y celulares se encuentran, se organizan clandestinamente y empiezan a reclamar juntos por sus derechos laborales. Entonces, más allá de la tercerización y la lucha contra el empresariado se ponen en evidencia la complicidad de las cúpulas sindicales y el Ministerio de Trabajo. Pero, con un poco de humor y música, el final es esperanzador -logrando la incorporación de trabajadores despedidos por luchar-. En su afán de relanzar el cine militante, Córtenla, una peli sobre call centers (producida por el colectivo militante Ojo Obrero, vinculado al Partido Obrero) se propone como una alternativa posible: que no solo retrata una problemática actual sino que además lo hace desde un punto de vista contemporáneo y actualizado, barriendo los prejuicios de que la denuncia política está demodé. Porque, según parece, la explotación tampoco lo está.
Un ejemplo de integración y alegría Sin drama de down: Un lenguaje propio (2013) cuenta la travesía de un grupo de jóvenes con discapacidad cognitiva para retener la casa en la que viven en comunidad, a punto de ser desalojada por una deuda impositiva. Realizada por Paula Delucchi, Juan Laso y Andrea Doumanian; y protagonizada por actores con síndrome de Down, Sin drama de down: Un lenguaje propio más que una película es un ejemplo de integración. Producida en el marco de los talleres de arte y desarrollo expresivo de los que participan estos jóvenes, la producción cinematográfica tiene por objeto difundir los resultados de la actividad que a diario realizan. Pero más allá de eso, cuenta una historia: la casa de Palermo en la que viven en comunidad es amenazada por las deudas impositivas acumuladas. Entonces, estos jóvenes "especiales" hacen de todo para recuperarla. Frescos, simpáticos y con mucho carisma, recorren las calles con una alegría y ternura inigualables para recaudar fondos y retener el hogar que tanto significa para ellos. En su periplo por juntar los diez mil pesos necesarios para retener la casa, hay una fiesta callejera, un concurso de baile, venta de flores y cafés, una manifestación popular y música, mucha música. Momentos entrañables y un montaje dinámico ayudan a disfrutar la película que es conmovedora por momentos y sumamente graciosa en otros. La frescura de los actores protagonistas, desacartonados y libres de prejuicios, hacen que Sin drama de down: Un lenguaje propio fluya y sorprenda, robe sonrisas, emocione y asombre. Con momentos de una intimidad tremenda, como aquel en el que se presencia un coqueteo o ese otro en el que todos almuerzan y brindan para festejar lo hermoso de estar juntos, la película no tiene golpes bajos ni lugares comunes. Con la participación especial de Coco Sily y Claribel Medina, Sin drama de down: Un lenguaje propio es un ejemplo de integración y de que, a pesar de todo, una sonrisa siempre es mejor.