Es tuyo Natalie. La solemnidad de El cisne negro está presente en lo primigenio de su planteo. Aronofsky toma una de las dos piezas de ballet más trilladas, aburridas y convencionales del mundo como El lago de los cisnes (la otra es El cascanueces, también de Tchaikovsky). A partir de esa premisa, el director construye un relato solemne y pretencioso, presumidamente disfrazado de audaz que no hace otra cosa que echar mano al psicologismo más llano y torpe, y como si fuera poco, sobreexplicado, no vaya a ser cosa que alguno por ahí no lo entienda. Aun así, es justo reconocer que, en un primer momento, la película es interesante. Coquetea con el terror y el misterio y cuestiona al espectador. Intriga. Pero los hilos se le notan demasiado rápido. Nina, una fría y perfecta bailarina, se rompe el lomo para ser elegida como la nueva figura del New York Ballet, para eso tiene que conseguir el doble papel de cisne negro y de cisne blanco en una nueva puesta en escena de la obra que apela al desdoblamiento. Es decir, ella sería un cisne blanco ideal: frágil, etéreo, con un aire trágico en su mirada y en sus movimientos. Pero no logra “sacar” al cisne negro: sexual, seductor, vibrante, malvado. Por supuesto, las audiciones son frente a un coreógrafo francés que es un compendio de estereotipos. La competencia entre las bailarinas no se queda atrás. Nina obtiene el rol, claro está, y se hace carne y vida sobre su obsesiva persona. Esta escisión que tiene que operar en Nina para llevar adelante el personaje es lo que se mencionaba como atractivo del comienzo (junto con los planos cerrados sobre Portman). Pero el otro gran problema es que se abusa del recurso para marcar la descomposición de ella: Nina se cruza con su doble imagen –por decirlo de manera simplificada– dos millones de veces y así la modalidad se torna torpe y el posible misterio se vuelve inestabilidad mental de manual. Nina es el cisne blanco, entonces durante toda la película viste de colores claros, simplificando aún más el ya bastante obvio significado. Por supuesto, su doble está de riguroso negro y actitud desafiante. Y así sigue, el tenor opositivo ramplón se utiliza para todo, para con su entorno, sus colegas, la relación con su madre (obsesiva y patológica). Todo es llevado, precisamente, al blanco o negro de esa bendita pieza de ballet. Y no parece consecuencia en el planteo escénico, sino una palmaria forma de simular sofisticación. El colmo de la sobreexplicación barata viene de la mano de la frase “Vos sos tu única enemiga” (dicha varias veces de distinta forma), con lo cual lo que viene detrás es solo puesta en imagen de ese sentido explícito. En el proceso, Aronofsky juega un poco a la sordidez y a la lesión corporal que tanto aparentan gustarle, sin aportar mayor sustancia que puro exhibicionismo de refuerzo. El cisne negro no es otra cosa que una película maniquea y snob, simple y torpe pero con aires de importancia que le quedan demasiado grandes. La idea de Aronofsky de “continuación” de El luchador solo parece darse en el hecho de destacar a sus protagonistas, más allá incluso de sus propios cuerpos. Es Natalie Portman y nada más.
Sr. montonero Allen, ¡renuncie! Que está viejo. Que se repite. Que dale con eso de hacer una película por año. Que maltrata a sus personajes. Que es pesimista. Que otra vez esos títulos blancos, los mismos desde hace décadas. Que meta insistir con la voz en off. Que es misántropo (ni siquiera sé desde cuándo esto está mal). Que en los setenta era genial. Que ahora no. Un sector de la crítica (o algunos críticos) justifica que Conocerás al hombre de tus sueños es mala (o que no les gustó) esgrimiendo algunos de los argumentos que leímos arriba. Ah, porque si fuera de otro la cosa sería diferente, porque sería de otro, claro. Pero es de Allen, entonces tiene que ser brillante o nada. A Woody Allen se le pide, casi se le exige, que sea novedoso, gracioso, genial, que adore a sus personajes, que vuelva a Manhattan, que sea alto y de ojos azules. Que haga obras maestras o no haga nada. Que se deje de joder con estas peliculitas menores que no hacen más que copiar a Crímenes y pecados y Annie Hall. Que renuncie. Conocerás al hombre de tus sueños es una buena película. Y es de Woody Allen. Toda la historia gira alrededor de la descomposición personal y de la posibilidad de relacionarse, de amar a alguien o algo. De la vacuidad de la vida y de la necesidad de disfrutarla aquí y ahora. Los personajes son varios pero el entrecruzamiento es bien sencillo, dos mujeres son el centro: Sally (la cada vez más cinematográfica Naomi Watts) y su madre (Gemma Jones), alrededor de ellas giran sus maridos, ex maridos, posibles parejas, y algunos más. Pero siempre el ojo está puesto en esas dos mujeres. Sally está casada con un chanta con pretensiones de escritor (Brolin) y su madre acaba de ser abandonada por un marido que se niega a envejecer. Todos están en la búsqueda: Sally de un futuro familiar junto a su marido, de una carrera después. La madre busca que le digan lo que tiene ganas de oír y le paga a una especie de mentalista trucha para eso, la que no es más que una de esas amigas que te reconfortan aun a sabiendas de que te están mintiendo. El padre necesita sentirse joven; la chica que ocupa ese lugar, una vida acomodada económicamente. El marido de Sally aspira publicar una nueva novela y tener a la mujer que aparece en la ventana de enfrente. Simplemente se busca. En Conocerás… hay buenas dosis de humor alleniano intacto; y el tono de las imágenes, que ya es marca registrada, impacta directamente sobre el rostro bello, natural y abatido de Watts y sobre la mirada triste y esperanzada de Jones, poniendo en un gesto más significado que todo lo que se pueda decir (vean la discusión entre ellas). Sí, hay pesimismo, hay cinismo y hasta nihilismo y eso no está mal. Y cuando nada parece terminar demasiado bien, ahí está Helena (Jones) con su tall, dark, stranger para darle esa esperanza que clamaban sus ojos. Conocerás al hombre de tus sueños es la película de un director con altibajos, viejo y vigente y sin ganas de renunciar. No es una obra maestra –pensar que todo lo que filme debe serlo por el solo hecho de ser de Allen es un paroxismo autorista indefendible–, pero es una muy buena película.
Cuando hace unos años se estrenó la espantosa Un novio para mi mujer, muchísima gente y buena parte de la crítica creían que habían descubierto la quintaesencia de la comedia romántica argentina. Incluso había usuarios de escasa vida propia adoradores del personaje de la Tana Ferro pululando por el ciberespacio. Es verdad que la actuación de Bertuccelli descollaba en varios momentos; de hecho, toda la película descansaba sobre sus hombros. Pero Un novio para mi mujer tenía (tiene) un problema gravísimo: el guión se caía a pedazos, se desentendía de la historia y se cagaba en sus personajes. Así, a uno delineado como el de la Tana Ferro le hacía leer a Bucay, escuchar a Christian Castro, o considerar que se podía enamorar de un en extremo grasiento Puma Goity. Quizá fue la necesidad de meter a presión el peor costumbrismo polkiano; quizá no les importó, quizá no se dieron cuenta al trabajar con una materia desconocida; sea cual fuere la razón, el resultado fue una película horrible. En De amor y otras adicciones pasa algo parecido. La película es un constante desvío. Un constante salto de casillero en una rayuela temática; la falta de cohesión es innecesaria para lo que se termina contando, y en el proceso se cuelan errores que lesionan la composición de una historia creíble. El relato comienza con una leyenda que nos ubica en el tiempo: “1996”, pero la gente va vestida como en el 2010. Jamie Randall, un joven empedernidamente seductor comienza a trabajar en la compañía farmacéutica Pfizer como visitador médico, previo a esto, en la primera escena de la película se nos mostró un debate familiar bastante conservador y hasta un poquito misógino (vean a la madre sino) sobre la ética médica. En ese momento parece que el film tiene una marcada toma de posición política al respecto, sobre todo si consideramos que el plano inmediatamente posterior es la de un entrenamiento ridículo por parte de la empresa. Los primeros minutos de la película van por ese lado: retratan la puja constante para lograr imponer un producto en detrimento del otro y se intercalan las conquistas sexuales de Jamie; esa primera instancia es ágil y fluida, entran en cuadro dos personajes secundarios como Platt y Azaria y se disfruta, no está mal, hasta… Hasta que arriba el personaje de Anne Hathaway (Maggie), y no me malinterpreten: es un placer para los ojos verla y más aún su seno izquierdo (en una de las escenas más gratuitas de los últimos años), pero con su aparición la película bifurca hacia la comedia romántica un poco a los ponchazos. Maggie tiene veintiséis años y Parkinson, y un humor ligeramente negro y ácido para sobrellevarlo. El guión, por sádico o por descuidado –o por las dos cosas–, le da a Maggie dos oficios: fotógrafa y camarera, claramente dos actividades facilísimas de llevar a cabo si uno padece de esa enfermedad. Se conocen, se encaman, el chico está más bueno que comer pollo con la mano, ella ni les cuento, lo que les dije: comedia romántica + tono trágico porque está el bendito Parkinson en el medio –por las dudas te lo repiten varias veces no vaya a ser cosa que te olvides–. Ahora la película es igual a Sweet November (¿se acuerdan?, 2001, Keanu Reeves, Charlize Theron, ella enferma se niega a amarlo por más de un mes, pero vieron cómo son las cosas). Y seguimos saltando en la rayuela. En el casillero de al lado, camino al infierno, anda dando vueltas el hermano de Jamie, un personaje incomprensible, y además aparece el Viagra, vayan sumando. ¿Fueron memorizando las subtramas, no? No me hagan repetirlas. A De amor… no le basta con contar la historia de dos jóvenes que se enamoran y ese largo etcétera, a pesar de la adversidad, o justamente por eso. En lugar de mostrar, de narrar simplemente la vida de estos dos personajes, necesita aleccionar groseramente: en un viaje de negocios, Viagra de por medio, ella va a una convención que habla sobre su enfermedad, para mostrarnos –la película también se lo muestra a ella, parece que no lo sabía– que se puede vivir con Parkinson. Se suceden los chistes y los primeros planos de dudoso gusto, para inmediatamente darnos el testimonio de un familiar que no está tan seguro de que eso sea vida. El montaje crea sentido y la idea que se desprende es contradictoria y chocante dentro del universo que plantea la película. Casi como si se hubiesen dado cuenta, corrigen en el aire, y en menos de diez minutos, escenas vergonzosas (el discursito del hermano después de tener sexo casual) y chistes obvios sobre erecciones, la película tiene un acomodado final feliz. En el medio quedaron personajes colgados, numerosas puntas abiertas sin sentido, moralejas que desafían la inteligencia de cualquiera, y hasta un uso de Internet más propio de este siglo. Mil relatos, ningún relato. Un guión cocoliche. Una película cachengue.
Del medio. Pocas películas motivan menos que “las del medio”. Hace ya dos semanas que vi El turista y acá estoy, dándole vueltas a la medianía. El turista no es buena, pero tampoco mala. Está actuada correctamente, convoca desde la imagen del póster, pero no ofrece mucho más allá de la postal. Bettany está un tanto ridiculizado; lo de Dalton parece un cameo; Deep hace de Deep y Angelina es Angelina, aunque ella es lo mejor que adorna la pantalla. Quizá por primera vez hay una plena conciencia de que la belleza de esta mujer no es algo que se ve todos lo días y cada uno de sus movimientos está en función de eso; el reparto completo se da vuelta para admirarla, como si realmente hasta los extras se deslumbraran con la llegada de la estrella principal (ver la escena de la fiesta por ejemplo), y es que solo dentro de ese marco cabe la posibilidad de que la mujer “elija” a alguien parecido a su amante en un tren (motor del argumento), como quien elije chocolates en el kiosco. Un lindo momento. Digamos que todos los momentos en los que Angelina se mece felonamente sobre sus altísimos tacos son lindos, muy lindos. Los otros, no tanto. La trama es algo enquilombada (por suerte) y si viste al menos dos películas de espionaje o ladrones o algo por el estilo el desenlace se descubre en, ponele, unos cuarenta minutos, pero igual entretiene. Y si aparece Angelina, un lindo momento. Y así con todo, el justo medio aristotélico aplicado al cine. La música no invade, la acción está bien, tiene alguna cuota de humor, un je tibiecito, y las locaciones, se sabe, aportan mucho (pongan a la chica de En la ciudad de Silvia caminando por Río Gallegos sino) pero no pueden salvar El turista de la apatía. Hacia el final, parece que toda la película está contenida en una frase: cuando encuentran a un hombre que supuestamente podría ser el estafador tan buscado, él les dice que es simplemente un turista y que le pagaban para entregar las cartas; la policía le cuestiona cómo es posible que haya aceptado ese trato de un extraño, irse así, como quien no quiere la cosa a cualquier lado a hacer de cartero sigiloso. Él contesta “a cualquier lado no” y señala el paisaje. Eso es El turista, no importa qué, no importa cómo, no se juega por destacarse, no se arriesga a hundirse, pero mirá qué linda Angelina en Venecia.
Ideas sueltas y arbitrarias sobre Enredados. 1. Todo lo clásico de Disney se cruza con la modernidad de Pixar: el cuento de hadas de la princesa Rapunzel + humor + ironía + autoparodia + slapstick + un combo de personajes secundarios imbatibles (con Pascal a la cabeza) + un increíble e impecable detalle para la animación (ver el movimiento del pelo y los pliegues del vestido de Rapunzel) logran un equilibrio perfecto. 2. Es tierna (muy) sin ser pavota, sensible sin ser sensiblera y romántica sin ser cursi. Es divertidísima sin bifurcar el humor. No hay chistes para los chicos y chistes para los adultos. No es una película “de dibujitos” en la que los grandes no se aburren mucho porque de vez en cuando se les guiña el ojo (como en esas porquerías de Madagascar o las del hielo). Es una película animada para todo público que no trata a su espectador de idiota. La vi en una sala a las once de la noche donde todos nos matábamos de la risa y pelábamos pañuelos al unísono, sin distinción de edad. 3. Tiene la dosis justa de musical. Es frecuente escuchar que lo “flojo” de las películas de Disney son los números musicales (y es verdad que algunos son un poco densos), que son muchos, que frenan el relato. Ya en La princesa y el sapo estos momentos están integrados de manera más homogénea a la historia. Acá el musical no rompe con la narración, la complementa, y permite un despliegue coreográfico que pareciera que solo la animación podría lograr, como cuando la princesa canta en su habitación mientras juega con su pelo. O como cuando bailan y cantan en la plaza (¿vieron la cantidad de planos que hay ahí?). Demás está decir que Enredados es una montaña rusa que no se detiene un segundo. 4. Como todo cuento de hadas tiene un malvado, en este caso, una villana. El giro interesante es que esta villana (todavía no leí la historia de los hermanos Grimm, no sé cuánta fidelidad le guarda) tiene su cuota de bondad. Detrás se esconden fines espurios y en definitiva tiene a la princesa encerrada en una torre, pero el trato para con ella es tierno y Rapunzel, de hecho, la quiere. Y sí, es mala, pero deja que Rapunzel cumpla su sueño (en la escena más linda del año), y si eso no es una demostración de cariño, no sé qué es. 5. En fin, clásica y moderna. Hermosa y divertida. Que Enredados está buenísima. Hay que verla y reverla y que si no la disfrutás y aún más, si no te parece que la vida es más linda después de haberla visto, bueno… estás muerto por dentro.
Es el montaje, estúpido. Basada en una historia real. Cinco poderosas palabras. Pueden otorgar un cierto prestigio, aunque sea falso y supuesto. Pueden hundir una narración si se tornan previsibles. Contar una historia de desarrollo y final conocidos no es cosa fácil, se pone en juego la imagen en función del relato; lo que importa ya no es tanto lo que se cuenta, sino cómo se lo hace. Imparable está basada en una historia real: un tren cargado de químicos tóxicos corre a toda velocidad, sin conductor, por unas vías de Pennsylvania con destino a una ciudad densamente poblada. Es sabido que el tren será frenado. Es sabido que lo harán los personajes de Washington y Pine, el viejo empleado a punto de jubilarse y el principiante. No hay suspenso posible al respecto (al menos como premisa inicial). Ninguno se muere y el tren se detiene. Sin embargo, la película corta el aliento. Entonces, tenemos una película de acción en la que sabemos qué va a pasar. Pero Tony Scott, que hace tiempo viene demostrando que es el Scott al que hay que prestarle atención, construye un relato casi esquizofrénico sin perder el centro, y ya no importa si ese bendito tren se detiene o no. No hay ángulo que no se enfoque. A medida que el tren va ganando velocidad, la película acelera el ritmo. Comienza con una mañana tranquila de trabajo, hay que mover un tren, cosa de todos los días, la rutina cotidiana se impone. En esa rutina también se cuela un escenario social y laboral inestable y cruel. Scott se detiene ahí un momento, como quien para en un cruce para mirar a ambos lados antes de tomar un nuevo camino. Y elije, mientras el tren, sin frenos, sin reacción, de a poco, acelera solo. Y corre como un demonio por esas vías, la cámara está ahí. Scott elije ir por ahí. Delante, detrás, de perfil, al ras del suelo, en medio de los rieles, sobre las vías, debajo de estas, en los pasos a nivel. El tren puede chocar de frente con otro repleto de dulces niños. Sí, ya sabemos que no choca. Pero, ¡por Dios que no choque! El montaje es frenético: los trenes, las vías, el desvío, los chicos. La tensión es imposible de contener, como si cada corte y cambio de plano impactara directamente en nuestro sistema nervioso central. En Imparable el pulso, el nervio, la tensión, el vértigo, el suspenso, están construidos mediante un montaje casi de choque, de oraciones cortas, veloces. Trabajando los opuestos al ritmo del convoy desbocado: los protagonistas entre ellos –hasta en su color de piel y condición social–; el héroe anónimo norteamericano (o al menos esa construcción social y mediática que se hace de él) contrapuesto con la burocracia empresarial inoperante; el tipo que se rompe un pie en el fragor del laburo frente al que decide el destino de miles mientras juega plácidamente al golf. Está claro de qué lado se para Scott a la hora de repartir los aplausos, y no está mal, el trazo no llega a ser grueso, aun cuando trastabilla (ver el absurdo final para comprobarlo, cuando la acción le cede el terreno a la sensiblería boba). Imparable no es nada más –ni nada menos– que la puesta en imagen del vértigo absoluto. De la tensión del minuto a minuto. Del uso del tiempo para generar suspenso mientras los segundos se desintegran con cada mojón. Como si la montaña rusa solo tuviera subidas y bajadas. Sí, el tren se detiene, ya lo sabíamos, pero mientras, ¡qué bien la pasamos!
Por un momento creí que podría pasarla bien con Los pequeños Fockers. Error. Grave error. Ya con la franquicia instalada y consolidada para los espectadores, recurrir a una nueva entrega poniendo en foco a los hijos, no parecía una mala idea. En los papeles podía funcionar: un gran elenco, uno de los directores de Un gran chico detrás, y dos entregas previsibles pero no abominables como precedente. Sin embargo, no. No hay nada, pero absolutamente nada que la rescate del oprobio. El cúmulo de calificativos negativos a la hora de resumir “qué tal está Los pequeños Fockers” es abrumador. Apenas algunos: de pequeños Fockers tiene poco y nada porque los chicos son apenas más que accesorios como lo pueden ser el pavo, el gato o Jessica Alba, es decir, ni siquiera se le da un giro a la trama habitual, pero se plantea la idea de que podría ofrecer algo diferente, puro marketing caza bobos. Nuevamente el centro son el yerno y su suegro en una batalla ridícula, torpe, insípida y nada creativa sobre el supuesto “control” de la familia, una idiotez supina. Se siguen haciendo los mismos chistes que se hacían en las anteriores películas acerca del apellido, del nombre, del sexo. Plantea situaciones inverosímiles hasta para su propio universo. Escena tras escena se suceden sin siquiera una lógica interna. Los actores están en piloto automático, cuando no con un notorio desgano. La referencia a El padrino es insultante y repetida hasta el hartazgo. La de Tiburón mejor ni la describo. Los pequeños Fockers no divierte. No entretiene. No propone una idea detrás de los planos pegados con cinta scotch. Nada. La nada misma. Una soberana e insuperable porquería.
Cierren todo y vamoló. Creo que voy a inaugurar una nueva categoría, un nuevo parámetro de medición, arbitrario, claro, pero no por eso menos ajustado: el momento “cierren todo y vamoló”. Personalidad múltiple atenta contra el verosímil de género durante todo su metraje. Un montaje opositivo y torpe, bruscamente maniqueo, establece cuál de los hermanos será el malvado y cuál el bueno hasta lo imposible, y desde dónde se encarará esa “posesión” que anuncia el título, la sorpresa: bien gracias. Una película que apuesta al suspenso, pero que desnuda desde el minuto cero todas sus intenciones, descubre los hilos y desafía al espectador a creer en eso que la película no puede construir como creíble. Los errores de progresión son tantos, la música tan inserviblemente explícita, que para cuando los dos hermanos chocan de frente, ¡entre ellos!, en una ruta, uno no sabe si reírse, levantarse de la sala, o repasar mentalmente la lista para el supermercado. Para ese entonces no hay ninguna posibilidad de que el personaje de Sarah Michelle “cara de nada” Gellar pueda convencer a nadie de que su marido (que ni siquiera está muerto) vive en el cuerpo del hermano más malo que la peste. Y como si todo eso fuera poco, ante la duda de tamaño hecho sobrenatural y para asegurarse bien que Sarah no le vaya a dar murra al espíritu equivocado, el plano tan mentado: un flashback nos sitúa en el momento del choque, ¡crash! Plano cenital, los dos tipos tirados sobre el gris asfalto. Ambulancia. Se alterna con planos detalle de una sangre espesa que se desprende lentamente de los cuerpos. Los brazos extendidos. Hasta… hasta que la sangre de uno y la de otro se encuentran, cual famosa imagen de Miguel Ángel. Plano cenital nuevamente. Corte a blanco. Aceleración del tempo musical. Revelación. La película sigue, de mal en peor, pero ya no hace falta más, cierren todo y vamoló.
Se supone que el crítico –los que aspiramos a serlo–, a la hora de sentarse a juzgar una obra debe escribir un texto argumentativo –con mucho, o poco, de literario– y fundamentar cabalmente su hipótesis, en nuestro caso: tal película es buena o tal película es mala, con sus variantes, claro. Se supone. Se supone también que el crítico mira muchas, muchísimas películas para tener un corpus lo más amplio posible, y por eso además lee como un condenado acerca de cualquier cosa, porque el crítico debe ser ante todo curioso. Debe contar con muchas herramientas. Pero, aunque por momentos no parezca, el crítico es una persona, y a veces el capricho, el gusto, la subjetividad pura se entrometen en el camino de la argumentación, y uno, que aspira a ser ése crítico, se encuentra diciendo: “No está mal”; “No me termina de convencer”. En ocasiones, una película un sábado a la tarde en julio no es la misma que la de un lunes de marzo a la mañana. Y ahí, quizá, nos encontramos “flojos de papeles” para argumentar a favor o en contra de una película. The Switch (como demasiadas otras veces no voy a dignificar el titulejo local) me deja floja de papeles. No sé si es mi reloj biológico que hizo migas con el del personaje de Aniston, si fueron mis hormonas que andan como locas, si fue Jason Bateman que me vende cualquier cosa o si fue el jueves a la tarde, pero a mí esta película me gustó mucho. The Switch es previsible y no nos cuenta nada nuevo: Kassie es una mujer que araña los cuarenta y tiene deseos de ser madre, pero como no está dispuesta a esperar al “hombre indicado” –como si tal cosa existiera–, decide recurrir a un donante (como en la película esa con Jennifer López, pareciera que para actuar de inseminada artificialmente hay que llamarse Jennifer). Kassie tiene un mejor amigo, Wally, un pesimista, un neurótico, un Seinfeld, un Larry David, ese amigo necesario que te baja a la realidad de un hondazo. En una noche de borrachera, en plena “fiesta de inseminación”, Wally tira “sin querer” el semen del donante y lo reemplaza por el suyo, de lo que se olvida por años. Kassie se muda de Nueva York a su ciudad natal para tener a su hijo y vuelve a los siete años (un prolijo cartel establece el tiempo) con un mocosito llamado Sebastian que es igual a Wally, neurótico, oscuro y de ojitos tristes. Como verán, la trama no es mucho más que una sucesión de lugares comunes. Pero a mí esta película me gustó mucho. Es que por otro lado Bateman y Aniston funcionan muy bien juntos; los diálogos, sin ser brillantes, tienen rapidez y un buen timing; los personajes secundarios, si bien están algo desaprovechados, aportan gracia y suman en el momento en el que la película oscila hacia la comedia (nunca se define del todo entre la comedia y el drama); el nenito es la mar de encantador (o tal vez sigan siendo mis hormonas) y está una cinematográfica Nueva York de fondo. Y no tengo mucho más para agregar, la película va remontando conforme pasan los minutos y hacia el final tiene un gran momento en el que no se explica nada y lo que pasa parece abrupto e irreal, pero es que en verdad ya no hay demasiado para decir ni mostrar y la película se hace cargo de su condición de “comedia romántica” sin más trámite. Es cierto que se borra un poco con el codo la personalidad de Wally en función de un cierre familiero, pero por ahí queda un portarretrato que nos dice que quizá no tanto. Y no puedo defender más que con estos flojos papeles a The Switch, no es una gran película, quizá en unos meses ni siquiera sea buena. Pero a mí me gustó mucho.
Me cuesta catalogar Lengua materna como una película gay o sobre lesbianas, más que eso: creo que etiquetarla tan livianamente es un ejercicio perezoso. Lengua materna es una película sobre descubrimientos y sobre una relación madre-hija; no todas las relaciones, no es tampoco una tesis acerca del tema, es una mirada particular sobre una familia particular con la que uno puede sentirse, o no, identificado. Paolinelli no busca el golpe de efecto, el tema se instala de entrada: la película comienza con la declaración de Ruth (Innocenti) a su madre, Estela, (Lapacó) de que es lesbiana, de que su amiga Nora es en realidad su pareja hace catorce años y, para matizar el posible efecto de su confesión, también le cuenta que su hermana Carlota (Katz) se hizo cuatro abortos. Estela reacciona con estupefacción, está más desconcertada por el hecho de que su hija mayor sea gay que por haberse enterado de que la menor abortó. La sorpresa quizá provenga de lo que podría ser posible o esperable de cada una de sus hijas. Estela igual se desmaya. No sé como serán las relaciones adultas entre madres e hijas, pero me las imagino así como me las presenta Paolinelli: conflictivas, fluctuantes, donde el amor a veces se confunde con intrusión; el enojo, con fastidio, con vergüenza. Ruth siente que la noticia no es gran cosa; a Estela se le abre un mundo nuevo por descubrir, comienza a ver a su hija desde un ángulo diferente, con otra mirada. Sus hijas se develan como personas a las que no conocía del todo. Estela entra en ese terreno frágil que las convierte a ellas, de a poco, en madres de su madre. Paolinelli trabaja los tonos de manera precisa, un humor sutil atraviesa toda la película, cuando un diálogo, o una escena, parece cargarse de cierto grado de dramatismo, se encauza rápidamente, y el drama es solo una ráfaga. A excepción de la secuencia en el bar gay que irrumpe en el matiz general, toda la película está impregnada de naturalidad –incluido el rostro lavado de Innocenti–, de realismo. Con ese mismo realismo se amalgama la puesta en escena. Las producciones televisivas de Polka explotaron el costumbrismo de manera tal que cada vez que vemos una azucarera de plástico, una casa chorizo o una mesa de fórmica nos preparamos para la entrada de Laport en musculosa. Paolinelli, en cambio, resignifica esos objetos (o al costumbrismo mal entendido) como lo que realmente son: cosas que habitan y perduran en muchas de las casas de la clase media. El empapelado florido del living de Estela no es menos horrible de lo que era la alfombra colorinche de mi casa paterna. Los espacios en Lengua materna definen y acompañan a los personajes. Tanto la casa de Ruth como la de Estela son hogares vividos, usados, llenos de cosas, enquilombados, cada uno con su estilo, anclado en el recuerdo y el tiempo de lo útil uno; moderno el otro. El costumbrismo le da paso a lo cotidiano. Y en el realismo de lo cotidiano se tejen relaciones posibles y auténticas. Tanto Lengua materna como Rompecabezas son habladas por mujeres y sobre las mujeres: imperfectas, femeninas, hermosas, desbocadas, sensibles, tranquilas y explosivas. María del Carmen en la película de Smirnoff; Estela en la de Paolinelli son todas esas mujeres, pero principalmente, y quizá en eso radica el encanto de las películas que las contienen, pueden ser reales. Son retratadas con sutileza y cariño, con pinceladas, gestos, casi como si hubiera un tacto femenino especial para captarlas. Lengua materna pone ante nuestros ojos un momento en la vida de una madre, un momento en la vida de la hija, ambas se redescubren y se acompañan. Pasa mucho en ese momento, y todo eso que pasa, bueno, simplemente pasa. Al final, siempre serán madre e hija.