Una herencia repleta de sorpresas Israel Horovitz es un reconocido dramaturgo estadounidense, formado en Europa, con más de setenta obras, representadas y traducidas a diversos idiomas, en una trayectoria a través de la cual recibió numerosas distinciones. Y a los 75 años decidió debutar como realizador cinematográfico, con My Old Lady, obra que escribió y dirigió en Reino Unido en 2014 y que tiene a una de las damas de la escena británica como protagonista, la entrañable Maggie Smith. Se trata de una comedia con una fuerte impronta teatral que cuenta la historia de un hombre que está cerca de cumplir sesenta años y después de varios fracasos matrimoniales, está solo, sin familia y repentinamente, tras la muerte de su padre, recibe como herencia un viejo y señorial departamento ubicado en París. Mathias (o Jim, según el caso) vive en Estados Unidos y viaja a Francia con la idea de vender el departamento y así resolver sus problemas de deudas e intentar organizar su vida. Es un hombre solitario y no precisamente exitoso, ni en los afectos ni en los negocios. Pero al llegar a la capital francesa se encuentra con una sorpresa inimaginable: la propiedad que su padre le ha legado está habitada por una anciana, Mathilde, y su hija, Chloe, quienes según la ley francesa gozan de un contrato de usufructo vitalicio y nadie las puede obligar a abandonar la casa por ningún motivo. Se trata de un tipo de inversión inmobiliaria que supone una apuesta de riesgo, dato que Mathias ignoraba, puesto que la relación con su padre se había interrumpido muchos años atrás y no había prácticamente comunicación entre ellos. La gracia de la película de Horovitz es presentar a estos tres personajes reunidos de pronto por una circunstancia tan curiosa como inquietante, fuente de potenciales conflictos, lo que genera una serie de situaciones ríspidas y tensas, en las que la vieja dama, una británica flemática, da rienda suelta a su capacidad para manipular la situación, hasta salirse con la suya. El contrato de usufructo vitalicio no es la única sorpresa con la que va a tener que lidiar Mathias, ya que a medida que pasan los días, en una convivencia forzada y en principio no muy amigable, la anciana se irá despachando con una serie de confesiones que pondrán al descubierto secretos del pasado que la involucran afectivamente precisamente con el padre del heredero. Secretos que tampoco conocía Chloe, una mujer solterona y poco preparada para afrontar la vida apartada del ámbito materno. Así, entre discusiones, aprietes y ensayos diplomáticos para encontrarle una salida a la situación, se van conociendo los tres y terminan descubriendo que nada es casual en lo que les toca vivir y que el destino los reunió por algún motivo. La historia está impregnada de amores y desamores, encuentros y desencuentros, glamour y tragedia repartidos en proporciones a veces un poco recargadas, conformando una trama difícil de describir, pero que atrapa al espectador por la maravillosa capacidad actoral de los protagonistas que no escatiman talento para sacar adelante una propuesta que puede sonar un poco rebuscada. Kevin Kline conmueve con su Mathias perdedor y frustrado, que ante la expectativa de encontrar una salvación para sus pesares, tropieza con acontecimientos que por el contrario lo llevan a pasar una temporada en un pequeño infierno, pero del cual podrá salir redimido, haciendo las paces con el pasado. Maggie Smith está brillante con su anciana pícara, sabia y manipuladora, con su despliegue de humanidad y ternura. Y Kristin Scott Thomas explota una veta en la que se mueve como pez en el agua, interpretando a una Chloe que es una especie de tilinga histérica que termina siendo adorable. “Mi vieja y querida dama” se disfruta con un placer genuino y saludable que suaviza cualquier defecto o debilidad del guión.
Con una ayudita de mis amigos... “La vida de alguien” es el cuarto largometraje de Ezequiel Acuña (1976) y ahonda en el espíritu de los anteriores, al abordar otro relato que pone bajo la lente y expone a un grupo de jóvenes a los que crecer parece que les cuesta quizás demasiado. Un relato impregnado de melancolía, de un vacío, un silencio que solamente se rompe mediante las canciones y la música, ese espacio emocional en el que se puede decir y expresar algo de lo que ocupa el pensamiento, a veces un poco demasiado confuso, de los personajes. Guille, el protagonista, es un guitarrista que ha integrado un grupo musical años atrás, junto con unos amigos que se conocían desde la escuela secundaria. Llegaron a grabar algunos temas pero esas canciones nunca fueron editadas. Han pasado diez años y de repente, un sello discográfico lo convoca para ofrecerle grabar el disco. Pero resulta que el grupo se ha disuelto y uno de sus miembros originales, Nico, ha literalmente desaparecido. Después de un entredicho con los otros integrantes de la banda, viajó al exterior y simplemente, nunca más se supo nada de él. Guille consigue, no obstante, enganchar de nuevo con la idea al otro amigo que conformaba el equipo: el Gordo, el cantante. Ya no son los mismos jóvenes entusiastas, pero todavía se aferran a cierta mística y deciden probar con músicos nuevos para completar la banda. También el azar pone en el camino de Guille una estudiante de música, Luciana, bastante menor que todos ellos y que se siente atraída por la personalidad de su líder, quien la invita a cantar con ellos. Así, entre ensayos, recitales y entrevistas en programas radiales y televisivos, van afiatando el grupo y conjurando un poco la inseguridad y la falta de confianza. Sin embargo, el fantasma del pasado reaparece una y otra vez, ensombreciendo el ánimo introvertido y nostálgico de Guille, que contagia con sus bajones sensibleros al Gordo. Lo que pasa es que extraña a Nico y su ausencia inexplicable se ha convertido en una herida abierta que llena de dudas, angustia y cierto pesimismo al joven. Hasta que, casi en el final, el relato da un giro inesperado, con una sorpresa que pone en evidencia que Nico en realidad no está tan ausente como pensaban... La película de Ezequiel Acuña está más orientada a mostrar climas, a utilizar imágenes sugerentes, atmósferas y diálogos mínimos, que para colmo apenas se pueden descifrar, ya que los actores hablan de un modo entrecerrado como mordiendo las palabras, en lo que no queda claro si es un defecto de la obra o un rasgo idiosincrático de una generación. La cuestión es que por momentos se mezclan las imágenes que pasan de un realismo en estado bruto, por llamarlo de alguna manera, a una suerte de cinismo, a veces, intercalado por momentos con secuencias oníricas que podrían referir a la subjetividad de Guille o quizás a la necesidad de agregar una cuota de misterio, que en definitiva no se resuelve del todo. Este cuarto film de Acuña (y el primero, curiosamente, en 35 mm), luego de “Nadar solo” (2003), “Como un avión estrellado” (2005) y “Excursiones” (2009), no solamente continúa con su temática preferida, el relato generacional, sino que retoma personajes y también algunas de las canciones de los soundtracks de aquellas películas. Quienes conocen su obra afirman que el joven realizador argentino está consolidando un estilo propio muy personal que logra sintonizar con el espíritu del público juvenil, que se siente identificado con sus propuestas.
A clases con Hugh Grant El título original del cuarto largometraje de Marc Lawrence (todos dentro del rubro comedia y siempre con Hugh Grant como su estrella favorita) es justo, preciso y mucho más elegante, The Rewrite “La reescritura”, que la mala traducción, “Escribiendo de amor”. Parece un detalle no muy importante, pero no hay que subestimar el valor de un buen título ni sobreestimar el de uno desafortunado. El caso es que “Escribiendo de amor” no le hace justicia a esta buena comedia escrita, dirigida y protagonizada por profesionales del género. Si bien se trata de un tema autorreferencial, porque es cine que habla de cine y la película está plagada de guiños y alusiones a la cocina hollywoodense, la propuesta es lo suficientemente flexible y amplia como para enganchar al espectador medio que quiere pasar un momento divertido, alejado, eso sí, de las groserías y la chabacanería. Lo que no es poco. Resulta que el guionista Keith Michaels (Grant) ha tenido su momento de gloria años atrás, cuando recibió un premio de la Academia por el guión de una película que fue un gran éxito (Paradise Misplaced, “Paraíso perdido”), tenía un buen pasar económico, una esposa y un hijo. Hoy, Keith está prácticamente en bancarrota, no ha vuelto a escribir nada interesante, está divorciado y desde que su ex se volvió a casar, no ve a su hijo, que ya tiene 18 años y está por ingresar a la universidad. Su representante, una mujerota solterona y mandona, trata de hacer equilibrio entre los remilgos de su representado y las exigencias de los capos de la industria, pero no logra conciliar intereses. Dada la gravedad de la situación (Keith está bloqueado y tapado de deudas), le consigue un trabajo como profesor en la materia Guión Cinematográfico en la Universidad de Binghamton, en el otro extremo de los Estados Unidos. La idea es que se tome unas vacaciones pagas, tenga tiempo para meditar y ver si puede volver al ruedo con alguna propuesta que obtenga el apoyo de los productores. Hugh Grant se pone el traje y la máscara de ese tipo de personajes que conoce muy bien: buen mozo, inteligente, un poco cínico y una mezcla de éxito-fracaso irresistible, sobre todo para las chicas jóvenes. En su debut como profesor, lejos de la movida y del clima soleado de Los Ángeles, no ingresa pisando con el pie derecho. De entrada no más transgrede una de las reglas de oro de la institución y se enreda sexualmente con una alumna. Además, hace alarde de su versión menos diplomática y provoca con su cinismo a la docente que está al frente del Tribunal de Ética de la universidad, la profesora Mary Weldon (Allison Janney), titular de la cátedra en Literatura Comparada, fundamentalista de Jane Austen. Aunque por otro lado, tiene buena onda con Holly (Marisa Tomei), una madre soltera, con dos hijas y dos trabajos, que se esfuerza por estudiar en la universidad y derrama optimismo hasta por los poros. Keith también hace buenas migas con otro docente, divorciado y con algunos complejos, Jim (Chris Elliot), y con el decano, el Dr. Lerner (J.K. Simmons), un ex marine felizmente casado y padre de cuatro niñas que se la pasa tratando de equilibrar sus simpatías con las presiones del cargo. El tema central de esta comedia es, obviamente, la sempiterna cuestión de las relaciones entre mujeres y varones, un tema siempre vigente y que parece no agotarse, reinventándose continuamente para regocijo de la platea, fundamentalmente femenina. Como subtema, Lawrence apela a otro caballito de batalla, que no por archifrecuentado, deja de ofrecer tela para cortar: la cuestión de las segundas oportunidades. En resumen, “Escribiendo de amor” es una comedia respetuosa y respetable, que elude las estridencias y las vulgaridades, para divertir con sano y fresco humor, y, de paso, levantar el ánimo.
El discreto encanto de las biografías noveladas “La dama de oro”, película escrita por Alexi Caye Campbell, dirigida por el británico Simon Curtis (“Mi semana con Marilyn”) y protagonizada por Helen Mirren, está basada en un caso real: la historia de Maria Altmann, una mujer austríaca, de origen judío, que durante la ocupación nazi a su país logró exiliarse junto a su marido y una hermana en Estados Unidos. Resulta que Maria, quien falleció en 2011 cuando tenía 94 años, tiempo antes de morir llevó adelante una batalla judicial contra su país de origen para recuperar parte del patrimonio familiar que fuera confiscado por los nazis y que luego el Estado austríaco reclamó como propio. El objeto más preciado de dicho tesoro es el famoso cuadro, “La dama de oro”, pintado por Gustav Klimt a comienzos del siglo XX, por encargo de un tío de Maria, Ferdinand Bloch-Bauer, quien le solicitó al pintor un retrato de su esposa, Adele. La película se concentra en los trámites legales que decide emprender Maria, quien al morir su hermana, descubre entre sus papeles una carta que le revela algunos asuntos oscuros que rodearon al destino que corrió la famosa pintura, considerada como “La Mona Lisa de Austria”, y que durante muchos años fue el cuadro favorito del Palacio Belvedere. Maria es una mujer que no parece seguir los impulsos de la ambición sino actuar en base al deseo de recuperar parte de su historia familiar. Al final de sus días, se ve conmovida y emocionada por los recuerdos, y la posibilidad de aliviar algunas de las muchas heridas del pasado la lleva a encarar una batalla en apariencia desmesurada, pero que con la asistencia de un joven abogado y con el auxilio de organizaciones austríacas interesadas en limpiar un poco la historia oscura de su patria, llegó a un final satisfactorio. El abogado en el que confía Maria tiene a su vez su parte interesada en el asunto porque es nieto del famoso compositor, también de origen austríaco, Schömberg, quien, al igual que la familia de Maria, debió exiliarse durante la ocupación nazi. El ser ambos demandantes de origen austríaco les granjeó las simpatías de ciertos sectores del público, sin embargo, el juicio no prosperó en la Justicia del país europeo y se tuvo que llevar a cabo en Estados Unidos. El caso concitó la atención mundial. Maria hizo valer sus derechos como única heredera de su tío Ferdinand y tras recuperar la pintura, considerada una de las más valiosas del mundo, fue adquirida en 2006 por el coleccionista Ronald Lauder, propietario de la Neue Galerie de Nueva York. El film es una coproducción entre el Reino Unido y Estados Unidos, y está concebido en un formato clásico, donde todo gira en torno al personaje principal, interpretado con el carisma y la solvencia que caracteriza a la gran Helen Mirren. Mientras en el tiempo presente se desarrolla la puja judicial, el relato apela a numerosos flahs backs pare reconstruir esa parte de la historia que dormía en la memoria de Maria y que se va despertando a medida que el juicio avanza. Si bien en un principio, la mujer presenta algunas resistencias a enfrentarse con sus recuerdos, por sus secuelas dolorosas, poco a poco va tomando coraje y puede lidiar con todos los fantasmas, consiguiendo saldar una importante deuda con sus familiares y amigos, muchos de los cuales no pudieron escapar a la crueldad de los nazis. Paralelamente, el joven abogado, papel que encarna un correcto Ryan Reynolds, también puede llevar a cabo su propio duelo personal y familiar, de la mano de su clienta, con quien termina unido por una fuerte amistad. Ambos son acompañados por un periodista austríaco, papel confiado con acierto a Daniel Brühl, quien hace de anfitrión y guía de los demandantes, asesorándolos para que consigan superar los escollos. Aunque la trama resulta un tanto preestructurada, como suele ocurrir cuando se trata de narrar hechos reales, sobre todo si son recientes, tiene el encanto de las biografías noveladas ya que refiere a sucesos y emociones genuinos. Como bien señala un crítico, se trata de una buena historia “como las de antes”.
Una combinación de clasicismo y modernismo Olivier Assayas (1955) es un realizador francés a quien se le reconocen más de quince títulos de películas como director, pero inició su carrera primero como guionista y también como crítico de cine, oficios que se complementan con estudios de arte y literatura en su juventud. Assayas es lo que se dice un intelectual que parece filmar por el gusto de satisfacer algunos deseos personales y no tanto por encargo, una cuestión que para los profesionales es un dato significativo. Clouds of Sils Maria, la película que escribió para Juliette Binoche, su protagonista, surgió, dice, de un llamado de ella quien le propuso hacer algo “en serio”. Ambos, Assayas y Binoche, tienen un pasado en común, pues el francés fue el guionista de “Apasionados” (1985), el film de André Téchiné que consagró a la actriz y a él le permitió hacerse conocer y debutar como realizador al año siguiente. Son cosas del mundo del cine, que, como se sabe, es una gran familia donde todos se conocen y si bien compiten por los favores del público, también comparten anécdotas, preocupaciones y gustos, así como todos se sienten herederos de los grandes maestros de todos los tiempos. En Clouds of Sils Maria, Assayas cuenta la historia de una actriz consagrada, Maria Enders (Binoche), que si bien goza de las mieles del éxito, atraviesa por un período crítico: su carrera ha llegado a una meseta, en donde la edad parece ser el obstáculo insalvable, y afronta un divorcio conflictivo. Sin hijos, Maria se replantea cómo encarar su trabajo de ahora en más, mientras es seducida por un curioso desafío. Un reconocido autor teatral, Wilhelm Melchior, a quien ella considera su maestro, le ha solicitado que asista a un homenaje que le harán en la ciudad Suiza de Sils Maria. La actriz comenzó su carrera a los dieciocho años interpretando un personaje en una obra de teatro precisamente escrita por Melchior, y entre ellos surgió una amistad que se ha mantenido por más de veinte años, relación afectiva que incluye también a la esposa del dramaturgo, Rosa. Enders está en viaje a Sils Maria, en compañía de su asistente personal, la joven Valentine (Kristen Stewart), quien le filtra los mensajes, le controla la agenda y también le sirve de partenaire al momento de estudiar el guión del próximo film, que se trata, ni más ni menos, que de una versión para el cine de aquella obra con la que debutó siendo joven, solamente que ahora le proponen hacer otro personaje, una mujer mayor. La película de Assayas es un caleidoscópico juego de espejos, en el que la ficción y la realidad se entremezclan permanentemente, y se van enlazando historias en una trama compleja, donde las protagonistas son las emociones y trata de mostrar cómo el mundo del arte, la cultura y el espectáculo se nutre de ellas, para bien o para mal, generando pasiones, conflictos y dramas que nacen entre bambalinas y se retroalimentan de un modo que tiende a borrar los límites entre la vida pública y la privada. La mayor parte del tiempo, el film transcurre en la ciudad suiza, un lugar turístico en los Alpes, de referencia para los intelectuales europeos porque fue frecuentado por grandes figuras como Nietzche, Hesse, Jung y Thomas Mann, entre otros. Con ese trasfondo que remite a la cultura germana como gran referencia para todos los europeos, Maria Enders vive una crisis personal que pone en cuestión varios aspectos, ya que no solamente tiene que enfrentarse a las consecuencias del paso del tiempo sino también a las nuevas generaciones que vienen abriéndose paso en un escenario en el que ella logró ocupar un lugar destacado pero que hoy, muy probablemente, tenga que dar un paso al costado y encontrar nuevas maneras de sobrevivir, en un mercado que tiende a mezclar los géneros con una irreverencia impensada años atrás. El film es una combinación de clasicismo y modernismo, en el que la Binoche se destaca como la gran figura, el paisaje pone un marco imponente de belleza natural y en apariencia perenne, y los conflictos humanos tienden a reeditarse en dramas que se repiten y donde los que cambian son los actores. El resultado es una película interesante, elegante y de buen gusto, que invita a pensar en diversos asuntos, pero sobre todo en la relación siempre compleja entre arte y vida.
Atrapada en un dilema moral Erik Poppe (Noruega, 1960) se ha desempeñado como reportero de guerra antes de dedicarse al cine. Precisamente su cuarto largometraje, “Mil veces buenas noches”, está dedicado al oficio que él conoce y a partir de su propia experiencia personal, escribió el guión junto a Harald Rosenløw Eeg, en el cual narra la historia de Rebecca (Juliette Binoche), una fotógrafa especialista en escenarios de conflicto. Se trata de una coproducción entre Irlanda, Noruega y Suecia. En la ficción, Rebecca es una irlandesa que está considerada una de las mejores fotógrafas del mundo. Se interesa especialmente en las guerras protagonizadas por etnias musulmanas y también por los polvorines africanos, con sus secuelas de muertes, destrucción y desplazamientos de personas que terminan en asentamientos de refugiados, donde solamente subsisten gracias a la ayuda que reciben de organismos internacionales. Sin embargo, el eje de la película es el conflicto interno que padece la protagonista (un excelente trabajo de Binoche, que nunca decepciona), ya que la pasión que siente por su oficio la lleva a asumir riesgos extremos y a pasar largas temporadas alejada de su familia. Ella está casada con Marcus (Nikolaj Coster-Waldau), un biólogo marino, con quien tiene dos hijas. La paradoja de la familia es que el hombre es quien se queda en casa y se encarga de atender a las niñas y de todas las necesidades del hogar, mientras ella, la mujer, anda por el mundo arriesgando su vida y descuidando su rol de madre. Ese conflicto interno hace crisis cuando Rebecca es herida durante una explosión provocada por una terrorista suicida, mientras ella hacía su trabajo en Afganistán. A su regreso a casa, tiene que enfrentar los cuestionamientos de su marido y de las niñas. El desarrollo de la trama muestra la relación de esta pareja, que tiene una vida cómoda en un bello lugar de Irlanda. Ambos, profesionales destacados en lo suyo, cuentan con un importante prestigio en el mundo intelectual, como referentes de personas cultas e interesadas por los dramas de la civilización humana. Ella, como testigo de las consecuencias violentas de la ambición de las multinacionales en los territorios africanos, y él, investigando la contaminación en los mares como producto de los desechos de la industria nuclear. En un momento, Rebecca decide hacer el sacrificio de renunciar a su trabajo para dedicarse a su familia y salvar su matrimonio. Pero, las presiones del medio y una decisión errónea, que pese a todo no es de su exclusiva responsabilidad, llevarán las cosas a una nueva crisis en la pareja. Así, paradójicamente, las desinteligencias con su marido la empujarán nuevamente a Afganistán, para continuar con el trabajo que había quedado interrumpido a raíz del estallido que la dejó herida tiempo atrás. Sólo que ahora, Rebecca ya no es la misma de antes y empieza a ver las cosas de otra manera. La película de Poppe es impecable en los aspectos formales. Una excelente fotografía, buenos (y bellos) actores, tensión dramática medida y equilibrada, nada de golpes bajos, y un desarrollo clásico de la historia. Un formato seductor para plantear algunos interrogantes cruciales en los tiempos que corren, que Poppe, en una entrevista, los resume así: “Eres un testigo, y como testigo también te preguntas constantemente hasta qué punto lo que fotografías es real o lo están fabricando para ti”.
Una mirada femenina sobre la milicia israelí En el Estado de Israel, el servicio militar obligatorio se aplica también a las mujeres. Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) pretenden ver a toda la población como socia en la misión nacional de seguridad. En ese marco, en el año 2004, el Ejército estableció una unidad de infantería de género mixto: el Batallón Caracal, donde los soldados de ambos sexos entrenan y sirven juntos en la frontera entre Israel y Egipto. La debutante cineasta Talya Lavie ha basado su opera prima, “Motivación cero”, en su propia experiencia en las FDI, donde le fue asignado un puesto de secretaria. En su opinión, las mujeres israelíes ven al ejército como una parte inevitable en sus vidas. El título de la película parece una paráfrasis contradictoria de la frase que exhibe un póster publicitario de las FDI, en el cual una mujer, la Sgto. 1ro. Stela, expresa: “Defender tu país no es una cuestión de género. Ser una soldado de combate es hacer sacrificios y estar motivado”. Con un tono de comedia dramática, Lavie ofrece una mirada desmitificadora de ese ideal, en el que muestra las frustraciones, las miserias y los sueños truncos de muchas jóvenes que se incorporan a las fuerzas armadas respondiendo a diversos estímulos que en la práctica se verán defraudados. Sin mencionarlo explícitamente, el film transcurre en un lugar muy parecido al Batallón Caracal, que está ubicado en medio del desierto de Negev, al sur de Israel, y se caracteriza, además de por su aislamiento del resto del mundo, por su precariedad edilicia y sus bajos recursos. La película gira en torno a dos amigas, Zohar y Daffi, quienes se ven siempre a disgusto con su situación y tratan de evadir sus responsabilidades. Zohar debería encargarse del correo pero prefiere pasar el día enganchada con los juegos de la computadora donde bate récords que festeja ruidosamente; mientras que Daffi, encargada de vaciar los cestos de papeles y procesarlos en la trituradora, escribe cartas a todos sus superiores pidiendo un traslado a Tel Aviv, su mayor sueño. Y las dos, con su constante indisciplina, ponen furiosa a menudo a Rama, la jefa arrogante y ambiciosa, que a todas vistas se ve superada por las obligaciones de su función. Las chicas tienen que hacer las tareas burocráticas, encargarse de los archivos de papeles, la limpieza y de servirles café a los jefes, todos hombres. Como es de suponer, donde conviven varones y mujeres suele haber romances, y donde hay romances, también suele haber celos y rencillas. Con muchos gags que desnudan las contradicciones de ese mundo, en la realidad, reservado y oculto a la vista del mundo exterior, Lavie esboza una crítica a la institución, poniendo el acento en la hipocresía, las mezquindades y precisamente, la falta de motivación que afecta a todos, pero especialmente a las mujeres, quienes, como ocurre en otros ámbitos, se ven relegadas y a quienes hacer carrera les cuesta siempre más que a los hombres. La película está estructurada en tres capítulos, donde se parodia de forma sarcástica, aunque no exenta de sensibilidad, a la organización militar y las falsas expectativas con que son captadas para ingresar a sus filas donde pronto verán naufragar sus aspiraciones, que van a chocar siempre contra el ninguneo y la indiferencia de los superiores.
Cuentas pendientes Dwight es un homeless que sobrevive juntando botellas de plástico en una playa de Delaware, Virginia, Estados Unidos. Cada día revuelve los tachos de basura en busca de algún resto de alimentos y con eso parece tener suficiente. Duerme en un auto destartalado estacionado en la arena, cerca del mar. Un día gris y lluvioso, una mujer policía, de color y corpulenta, lo despierta, no porque el hombre estuviera en problemas con la ley, sino para darle una noticia que sabe que lo va a afectar. Ese gesto, entre amistoso y protector, da a entender que Dwight es alguien conocido en el lugar y que no es, en principio, una persona peligrosa. Lo que sucede es que el hombre, cuya edad anda entre los treinta y los cuarenta, ha quedado muy traumatizado y aturdido luego de que sus padres fueran asesinados años atrás. Resulta que ahora, la policía le viene a avisar que el asesino será puesto en libertad en los próximos días. Dwight es un hombre en apariencia lento, como si sufriera algún retraso mental o algo así, se lo ve débil, pero el dato de la liberación del asesino de sus padres funciona como la alarma de un despertador que lo obliga a moverse y a tomar algunas decisiones. El relato, cuyo título original es Blue Ruin, escrito y dirigido por Jeremy Saulnier, es una meritoria pieza del cine independiente norteamericano que cuenta una historia de violencia y venganza, en un pequeño pueblo costero donde todos se conocen y las armas suelen hablar más que las personas. Con un estilo despojado, la cámara se concentra en el personaje protagónico y su transformación a medida que avanzan los hechos. Mientras Dwight se abalanza sobre el ex convicto apenas pone un pie fuera de la cárcel, en un ataque improvisado, desprolijo y propio de alguien que a todas luces no es un profesional, el espectador se va anoticiando de a poco de los detalles de la historia, que se dan a conocer con cuentagotas. Así, se entera de que el vengador tiene una hermana y que el asesino de sus padres pertenece a una familia muy conocida del mismo pueblo. Que hay un asunto oscuro de larga data que ha precipitado los acontecimientos y que en ese lugar rige una ley no escrita que obliga a resolver personalmente determinadas cuestiones. A Dwight lo mueve ese compromiso familiar, aunque no esté muy preparado para llevar a cabo su venganza. Sin embargo, el mandato psicológico es imperativo y lo tiene que hacer. Es torpe, tiene miedo, y no sabe cómo resultará todo, pero sigue adelante, por vengar a sus padres y por proteger a su hermana, y el espectador sufre a la par todas sus tribulaciones, atrapado en un clima de tensión y suspenso, a veces matizado con algunos toques de humor negro, que pone al desnudo la idiosincrasia de una población acostumbrada a vivir en un estado de violencia naturalizada. Precisamente, lo interesante el film del joven Saulnier es esa descripción descarnada de un modo de ser, que pone en boca sobre todo de algunos personajes secundarios, como es el caso de uno de los integrantes de la familia del asesino, quien mantiene con Dwight un diálogo desopilante in extremis, porque antes de ejecutar su venganza, el muchacho parece que necesita hablar, un poco para conocer más sobre lo sucedido y otro poco para justificar su actitud. Otro personaje que devela aspectos interesantes de la psicología de los lugareños es un amigo del protagonista, ex compañero de la secundaria, quien le presta un rifle y le enseña a usarlo, además de darle algunas lecciones rápidas de cómo enfocar la mente cuando se apunta con un arma y esas cosas. Como resultado, el espectador, si bien se ve inclinado a tomar partido por Dwight, a medida que se desarrolla la trama se encontrará con un drama en donde no hay buenos y malos separados por un límite preciso, sino un embrollo entre vecinos que incluye cuestiones pasionales y también asuntos de honor, en el que todos parecen atrapados a pesar de ellos mismos.
Perdidos en la noche “Tres corazones” es una propuesta que se encuadra dentro de lo que los críticos denominan “melodrama a la manera francesa”. El director, Benoît Jacquot, uno de los realizadores de esa nacionalidad que comenzaron su carrera a mediados de la década de los ‘70 del siglo pasado, si bien tiene una filmografía considerable, no es de los más renombrados. En esta película, reúne en el elenco a tres actrices que pertenecen a lo que se podría llamar la gran familia del cine: Charlotte Gainsbourg, hija de los míticos Serge Gainsbourg y Jane Birkin; Chiara Mastroiani, hija del gran Marcello y de la insuperable Catherine Deneuve, quien completa la trilogía, para regocijo de los espectadores. ¿Son los tres corazones a los que alude el título? Quizás... Madame Berger (La Deneuve) es la madre de Sylvie (Gainsbourg) y Sophie (Mastroianni), dos muchachas que andan cerca de los cuarenta años. Todas viven en un pueblo de provincia, en Francia, en la imponente casa familiar y atienden el negocio -también familiar- de antigüedades. Tienen un buen pasar, pero hay un halo de insatisfacción en todas ellas que les da un toque de misterio y de melancolía. El caso es que una noche Sylvie tropieza con un forastero que perdió el tren que debía llevarlo de regreso a París. Inician un diálogo ocasional y comienzan a flirtear como quien no quiere la cosa, aunque sin intercambiar nombres, direcciones ni teléfonos. Nada, ninguna información. Sin embargo, al parecer fijan una cita para otro día, pero por esas cosas del destino, el encuentro no se concreta. Cada uno sigue con su vida. Al tiempo, el mismo personaje masculino tropieza casualmente con Sophie y también surge entre ellos una fuerte atracción, pero en esta oportunidad, las cosas irán más lejos, mucho más lejos. Y así es como nace un triángulo amoroso que no por retorcido sería una completa rareza en la vida. Marc (el actor belga Benoît Poelvoorde) es un hombre que anda cerca de los 50 años. En apariencia, es un solitario un poco neurótico, ávido de cariño y de una estabilidad que a simple vista se puede apreciar que no puede lograr por sí mismo. Sin saber que Sophie es la hermana de aquella mujer que vio una sola vez en la vida, se mete de lleno en la relación hasta formalizar y todo. Sylvie, que para entonces está viviendo en Estados Unidos con su pareja, como era de esperar, un buen día aparece de vuelta en la casa familiar y se da de narices con la situación. Las cosas se ponen densas, el clima se enrarece cada vez más y la tensión explotará por la arista más débil del triángulo. El relato solamente muestra a los personajes en situación, como si fueran presas de fuerzas oscuras, ciegas, que los llevan a hacer cosas de manera compulsiva. No hay reflexión de parte de ellos, es como si fueran puro impulso. En tanto que una música extremadamente grave de fondo va preparando el clima que anticipa un desenlace trágico. Paralelamente, se desarrolla una subtrama en la que Marc se mete en otra situación potencialmente muy conflictiva, pero esta vez en su trabajo. Él es inspector de finanzas y se le ocurre investigar al alcalde del pueblo donde viven las chicas con su madre, ganándose así gratuitamente un enemigo. Tampoco se explica por qué Marc pone tanto celo en su tarea poniendo la mira en el político. Y finalmente, incapaz de resolver el desbarajuste emocional en el que cayó y del que aparentemente no tiene ganas de salir, cual si fuera un kamikaze, fantasea con una huida hacia adelante que, como es de suponer, no lo llevará a ninguna parte. La película de Jacquot presenta una situación poco creíble, no tanto por lo que sucede sino por cómo está tratada. Los personajes son demasiado planos, sin esa profundidad tan necesaria para hacerlos convincentes, sobre todo cuando se trata de conflictos y dramas psicológicos. Lo más fuerte del film, que es la categoría del elenco, no es suficiente recurso para rescatarlo de una superficialidad mediocre que roza la cursilería.
El canto del cisne Mitra Farahani, joven cineasta iraní y pintora, demuestra su sensibilidad y su inteligencia en este documental que rescata del olvido a un artista oriundo de su mismo país y exiliado, al igual que ella. Según los datos de las crónicas, Bahman Mohassess fue un destacado pintor y escultor en Irán en la década del '70, período en el cual regía una dictadura monárquica encabezada por el Sha Mohammad Reza Pahlavi, que había destituido, en 1953, mediante una revolución, al primer ministro elegido democráticamente Mohammad Mosaddeq, quien se había granjeado la enemistad de los Estados Unidos y de Gran Bretaña porque decidió nacionalizar el petróleo. Mohassess, en esa época, joven y provocador, no soportó el régimen iraní del Sha, con el cual tuvo algunos incidentes conflictivos, y decidió exiliarse. Prácticamente desapareció de la escena artística y según comenta Farahani en su documental, estaba inhallable al momento en que planeó su película. Ella se propuso encontrarlo y después de una tarea de investigación, logró ubicarlo en Roma, recluido en un pequeño departamento. Allí se dirigió con su cámara y su micrófono y durante algunas sesiones repartidas en distintas jornadas, logró registrar el pensamiento de este singular creador y también, de manera totalmente imprevisible, lo que fueron precisamente los últimos días del artista, ya que murió prácticamente al finalizar el film. Mohassess se muestra irreverente y muy crítico con respecto al mundo actual, añorando las épocas de su juventud, en la que los artistas y los intelectuales, como él, formaban parte de un movimiento cultural que se nutría en ideas y concepciones estéticas inspiradas en los grandes maestros de la historia del arte. Para Mohassess, la civilización humana está atravesando una decadencia que parece irreversible, se queja de las guerras, la contaminación del planeta y la banalización de la cultura. Fumador empedernido, tiene tan afectados los pulmones que le cuesta respirar, habla entrecortado y cuando se ríe (que lo hace a menudo), de su garganta surge un ronquido áspero y un tanto agudo, un claro signo de que su salud está muy deteriorada. No obstante, tiene un gran sentido del humor y se ve que la aventura que le propone Mitra lo divierte. En pocas palabras, logra sintetizar su proceso creativo, desde sus orígenes hasta la actualidad (falleció en 2010, a los 79 años). Rodeado de unas pocas obras en su departamento, ilustra su relato mediante viejos catálogos de exposiciones suyas y fotografías, ya que para el momento en que se filmó el documental había prácticamente interrumpido su actividad y sólo trabajaba por encargo. Se jacta de vivir del fruto de su trabajo, que sabe vender muy bien. Pero además, muchas de sus obras fueron destruidas, no solamente por el régimen iraní, sino por él mismo en distintas circunstancias. Según explica, riéndose de sí mismo, la construcción y la destrucción son las dos caras de un mismo proceso. La joven Farahani se gana la confianza del anciano y entre ellos se genera una química muy especial que se transmite al espectador, logrando captar su interés, en una experiencia fílmica que incluye fragmentos de otro documental realizado en los años ‘70, algún comentario de un coleccionista admirador de Mohassess y también el encuentro con dos jóvenes hermanos iraníes que han viajado a Roma solamente con la intención de comprar algunas de sus obras. Estos marchands reavivan el entusiasmo del artista, quien se siente estimulado para volver a pintar y de algún modo reencontrarse con sus raíces, pero, ya en el final del film se advierte que será solamente el canto del cisne, próximo a morir. Así de descarnada es la película de Farahani, que está presentada con un especial cuidado en el montaje, consiguiendo narrar una breve historia distribuida en cuatro capítulos, apelando a un juego de intertextualidad, con citas de poemas de distintos autores y de una obra de Balzac, fragmentos de películas y alusiones varias a otras manifestaciones del arte, así como a acontecimientos históricos que inspiraron algunas de las obras de Mohassess, todas referencias del universo mental en el que habita el protagonista, caracterizado por él mismo como “renacentista”. La obra de Farahani es sencilla y compleja a la vez, trasunta ternura y rigor al mismo tiempo, curiosidad y pudor, halagando al espectador en varios planos: despertando la intriga alrededor del misterio, ilustrando acerca de un autor poco conocido y aportando a la diversidad del conocimiento en general. Por último, hay que resaltar que el título original, Fifi az khoshhali zooze mikeshad, es el nombre del único cuadro que acompañó al pintor a todas partes y que nunca quiso vender: “Fifí aúlla de felicidad”.