Desde que se dieron a conocer las 13 nominaciones al Oscar para La forma del agua, se empezó a hablar de esta producción como la potencial gran ganadora de la ceremonia. Luego, a medida que otras premiaciones previas a la codiciada estatuilla dorada (Globos de Oro, BAFTA, SAG), dieran por ganador a Guillermo del Toro en el rubro Mejor Dirección, pero consagraran como Mejor Película a Tres anuncios por un crimen; el entusiasmo de gloria alrededor del film multinominado empezó a diluirse. En caso de que La forma del agua se llevara el gran galardón de la industria de Hollywood, la Academia estaría derribando el desdén con el que trató a casi todas las cintas vinculadas con un universo de fantasía. En caso de que Tres anuncios por un crimen sea la ganadora, la Academia también estaría modificando sus habituales paradigmas de solemnidad; para finalmente inclinarse por una joyita en la que reina el sarcasmo y la incorrección. Frente a esta disyuntiva, Ladybird, que cuenta con una mujer como directora, y temas más afines al previsible paladar de los votantes, podría erigirse como la alternativa más políticamente viable; en una ceremonia que cada vez orienta sus premios en una dirección más social que cinematográfica. Habrá que esperar al 4 de marzo. De momento, Guillermo del Toro aspira a ingresar al panteón de compatriotas oscarizados como Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu, que ya tienen sus distinciones como Mejor Director en algún estante de sus hogares; en el caso del último de hecho ganó dos. Con La forma del agua, el realizador de aclamados títulos del cine fantástico como El laberinto del fauno y Hellboy, vuelve a poner en marcha un deslumbrante despliegue visual, que otra vez lo coloca sobre el filo más cuestionado de sus películas; ese que tanto ha señalado la crítica internacional: films que son pura cáscara y diseño de arte, pero carentes de garra emotiva. En esta oportunidad, el cineasta mexicano logra pulsar los mecanismos de la emoción trabajando sobre las consabidas premisas de toda fábula. La historia nos lleva a Baltimore a comienzos de los '60. En un laboratorio científico, una empleada de limpieza muda (superlativa Sally Hawkins), comienza a labrar un entrañable vínculo con una criatura anfibia que ha sido capturada en el Amazonas. Quienes acompañarán a esta inesperada heroína en su extraordinaria historia de amor, son su compañera de trabajo (la siempre noble Octavia Spencer); y su vecino ilustrador desempleado (notable Richard Jenkins). El enemigo absoluto es el encargado de seguridad del recinto (basta de repetir a Michael Shannon como villano). Y aparentemente en una posición intermedia, está el científico interesado en el monstruo (correcto Michael Stuhlbarg). En la primera hora, el relato avanza con un ritmo algo cansino, describiendo la vida cotidiana de cada uno de los personajes. Luego, cuando todos quedan conectados a la salvación o exterminio del anfibio; la película remonta vuelo. En el primer tramo, reina la dirección de arte y no mucho más. En el segundo, la adrenalina, el romance y algunas pizcas de humor; mejoran considerablemente el banquete. Así y todo, La forma del agua promete más de lo que cumple. Si se hubiera limitado a desarrollar los tópicos característicos de la fábula; cumpliría su misión con totalidad. En varios sentidos, la película respeta a rajatabla las convenciones más maniqueístas de todo cuento. En términos de autoridad y clase social, los buenos son los vulnerables y el malo es el todopoderoso. Sin embargo, la inclusión del científico ruso infiltrado se ve totalmente desaprovechada en esta historia. Se trata del único personaje que podría aportar cierta cuota de ambigüedad. Pero no, muy pronto se develará cuál es su rol en la trama, y nada lo moverá de esa dinámica. Si bien los estereotipos muy remarcados son un ingrediente característico de la fábula, el relato de Guillermo del Toro está orientado claramente al público adulto, y aquí es donde esos arquetipos empiezan a quedar un poco rengos a medida de que se desarrolla la trama. La princesa del cuento se masturba cada mañana, el villano mea delante de ella y su compañera de limpieza; y el malvado en cuestión también es capaz de meter el dedo en un agujero de bala que ha perforado el cuerpo de su contrincante. La intrusión de estos salpicones truculentos, muy característicos en otros films del mexicano, no terminan de cuajar orgánicamente con la dominante naif que reina durante casi todo el metraje. A su vez, que la historia esté ambientada en plena Guerra Fría a comienzos de los '60, esa última era en la que Estados Unidos fingía un aire de bienestar que pronto mutaría en cinismo y desencanto; tampoco encuentra una definición exacta. Por momentos, sólo funciona como telón de fondo de la debacle de las salas de cine frente al poderío de la televisión; pero en otras instancias da la sensación de que el director pretendiera ir un poco más allá en el contexto, sin dar del todo en la tecla. Más allá de las filtraciones y goteras de esta fábula, La forma del agua tiene algunas escenas muy logradas, y una seductora descripción sobre el universo de un puñado de seres solitarios. En un tiempo en que las relaciones están fuertemente dominadas por una matriz de intercambio capitalista, este cuento encuentra su anclaje contemporáneo; al postular que un amor épico sólo es posible dentro del territorio de la fantasía. En términos generales, estamos frente a un film cuya nobleza está más sostenida por sus criaturas que por su autor. The shape of water / Estados Unidos / 2017 / 123 minutos / Apta para mayores de 13 años con reservas / Dirección: Guillermo del Toro / Con: Sally Hawkins, Michael Shannon, Richard Jenkins, Octavia Spencer, Doug Jones y Michael Stuhlbarg.
Desde hace algunos años, el cineasta y director teatral Yorgos Lanthimos viene sacudiendo las pantallas con sus movilizantes películas. En una persistente escalada en el Festival de Cannes, el griego conquistó premios en importantes secciones del certamen con films como Canino y Langosta. A su vez, el primer título mencionado estuvo nominado al Oscar a Mejor Película en Idioma Extranjero; y el segundo alcanzó una candidatura en el rubro Mejor Guión Original. Finalmente, con El sacrificio del ciervo sagrado, Lanthimos se llevó el reconocimiento al Mejor Guión en el prestigioso festival francés, y tal vez en su próxima apuesta logre levantar la codiciada Palma de Oro. Detrás de todo realizador aclamado en los circuitos festivaleros, puede haber un artista talentoso, o también un ícono de moda inflado por la prensa. En este caso, el elogiado director nacido en Atenas es ante todo, un narrador inquieto. Acaba de completar el rodaje del film de época The favourite, en el que estrellas como Emma Stone, Rachel Weisz y Nicholas Hoult; transitarán pasiones y traiciones en la corte real inglesa de comienzos del siglo XVIII. Unas cuantas críticas sobre El sacrificio del ciervo sagrado, la película que tuvo un paso fugaz en los circuitos comerciales de Mendoza y continúa en pantalla en la Nave Universitaria, adelantan detalles que transcurren pasada la primera hora de duración. Por lo tanto, no conviene revelar mucho más que el punto de partida. Un cirujano cardiovascular (Colin Farrell) sostiene una enigmática relación con un chico de 16 años cuyo padre ha muerto. Detrás de una fachada de bienestar familiar y éxito profesional, el médico y su esposa oftalmóloga (Nicole Kidman), constituyen el exponente más acabado del paradigma burgués, a puro ejercicio de control sobre sus hijos; todos bajo una impenetrable coraza de frialdad. A medida que el relato avanza, resulta imposible no trazar conexiones con el cine de referentes como Michael Haneke, por el nivel de perturbación de varias escenas; o el de Stanley Kubrick, por el refinamiento y sofisticación de unos planos secuencia, que logran hacer de un escenario como una moderna clínica, un espacio tan aterrador como el del hotel de El resplandor. Si vamos más hacia atrás en el tiempo, también podría resonar algún eco de Rainer W. Fassbinder, por la brutal mirada sobre todo tipo de entramado vincular; o de la legendaria Teorema de Pier Paolo Pasolini, por las consecuencias que trae la irrupción de un extraño en el ceno familiar. Más allá de toda filiación, y de que claramente Yorgos Lanthimos está unos cuantos peldaños debajo de los realizadores citados, el griego logra construir una atmósfera sumamente incómoda, que avanza implacablemente, tanto sobre las criaturas que traza en pantalla; como sobre el espectador atrincherado en su butaca. En la primera hora, el tono gélido que domina el accionar de cada personaje, encierra el relato bajo la etiqueta de film de denuncia, que ejercita una despiadada mirada sobre el universo del pequeño burgués. Luego, la película se moviliza hacia zonas más desconcertantes. Con un pie en la tragedia griega y otro en el terror psicológico, decide a pulsar toda zona de riesgo; aún a expensas de regodearse en suculentas panzadas de sadismo. En el contexto de una cartelera actual, dominada por productos absolutamente pasatistas, el paso de un sacudón como el de El sacrificio del ciervo sagrado ya es motivo de celebración. Es cierto que el film tiende al excesivo subrayado sobre el vacío que reina en el seno de la familia protagónica, y que podría haber explorado más capas de lectura en su coqueteo con lo sobrenatural. Pero mientras pasan los minutos, queda claro que más allá de la escalada de tensión, reforzada por la crispada y omnipresente banda sonora; la intención de Lanthimos tiene mucho que ver con la de mantener vivo el legado de un cine que interpele a la platea. En tiempos de tanta corrección formal y conceptual, el aclamado director griego arropa su película bajo un manto de elegancia, mientras prepara su zarpazo más visceral. Está claro que no estamos frente a un dechado de sutileza, pero también es cierto que las pantallas están cada vez más asépticas en su insípida blancura. Para quienes hayan visto anteriores películas del considerado "director del momento", obviamente percibirán en El sacrificio del ciervo sagrado, un ejercicio más automatizado; cuyo resultado no alcanza la potencia del material que tiene entre manos. Cierta sensación de un autor que ya tiene la vaca atada, y que conoce de taquito el manual de instrucciones para pinchar al espectador burgués. Durante la proyección, la sensación de shock resulta inevitable, porque Lanthimos sigue esgrimiendo ese poder de un cine que abofetea. Pero pasadas unas horas, los hilos que configuran su diseño del sadismo se hacen más evidentes. Así y todo, sigue siendo un creador sobre el que vale la pena sostener la mirada. The killing of a sacred deer / Reino Unido-Irlanda-Estados Unidos / 121 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Yorgos Lanthimos / Con: Nicole Kidman, Colin Farrell, Alicia Silverstone, Barry Keoghan, Bill Camp, Raffey Cassidy y Sunny Suljic.
La traslación a la pantalla grande de los masivos volúmenes literarios de E.L.James, es una de las operaciones más burocráticas del cine de estos últimos años. Desde la película debut, Cincuenta sombras de Grey (estrenada en 2015), pasando por Cincuenta sombras más oscuras (que se deslizó en los cines el año pasado), y finalmente desembocando en este nuevo embutido; la saga completa ha estado dominada por el más soporífero desgano. Una suerte de trámite dividido en tres partes, más tedioso y poco sexy que repetir encuentros en los que el tiempo pasa sin que nada se movilice. Para no desentonar con los dos capítulos anteriores, el director (o mejor dicho despachador) James Foley, vuelve sobre un film en el que no hay ni un indicio de erotismo. Más que una película, Cincuenta sombras liberadas es un amontonamiento de imágenes softporn que atrasan como mínimo un par de décadas. La dupla protagónica ratifica su premio a la pareja con menos química de la historia del cine, y sólo se pueden rescatar algunas canciones pop de la banda de sonido. En este capítulo, los tortolitos que antes jugaron en la habitación roja al seudo masoquismo, dan un paso hacia la ultra normalización. En realidad, más allá de que la franquicia se haya empecinado en vendernos a este par de personajes pasteurizados como si fueran fogonazos sexuales, todo verdadero aficionado al sado habrá querido darle más de un latigazo a la pantalla; por el desabrido y rutinario abordaje con el que este producto retrata algunas prácticas de dominación y sumisión. En este broche final, se supone que es el ex jefe de Anastasia, devenido en villano iracundo y desempleado, el elemento desestabilizador de esta bazofia fílmica. El relato titubea entre el franeleo que no termina de levantar temperatura, y una pretendida cuota de suspenso con varios cabos sueltos. La cosa no funciona entonces, ni como película erótica, ni como thriller; ni como absolutamente nada. Llamativamente, en meses en los que han tenido un gran protagonismo diversos movimientos feministas en el mundo, este bodoque aterriza en las pantallas ratificando, sin ningún tamiz crítico, a la mujer como objeto destinado al servicio y consumo del hombre. De todas formas, sería utópico pedirle a una trilogía que ni siquiera ha sido capaz de ironizar sobre su conservadurismo, que ensaye una reflexión de cualquier índole. Cincuenta sombras liberadas es apenas una seguidilla de publicidades de productos, un flujo de imágenes tan plástico como aséptico. Sólo un milagro podía elevar la bajísima vara que había dejado el tránsito de los episodios iniciales. No sucedió. Y parece que poco importa. En esta operación, vuelven a ganar los productores y a perder los espectadores. El único consuelo es que se trata del último saqueo marca Grey. También es ligeramente gratificante, que al menos en nuestro país, la segunda película de la saga haya facturado la mitad de la primera. Habrá que esperar entonces, los números que termina de engrosar este manotazo de cierre. Mientras tanto, es más saludable para el bolsillo, las retinas y la nobleza cinematográfica; darle chance a cualquiera de los otros seis estrenos que esta semana desembarcaron en las salas locales. Fifty shades freed / Estados Unidos / 2018 / 105 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: James Foley / Con: Dakota Johnson, Jamie Dornan y Eric Johnson.
Hacia 1958, el escritor Michael Bond creó al osito Paddington, uno de los personajes más populares de la literatura infantil contemporánea, cuyos libros han tenido ventas millonarias en 40 idiomas alrededor del mundo. El autor británico, fallecido el año pasado, bautizó al personaje con el nombre de la estación donde compró un peluche que le regaló a su mujer; y que marcó el inicio de un inspirado trabajo creativo. Con toda justicia, esta segunda película que recrea las aventuras del oso de origen peruano fanático la mermelada de naranja, está dedicada a la memoria del escritor; y logra mantener el superlativo nivel con el que Paddington debutó en la pantalla grande en 2014. Sin apuros, golpes bajos ni estridencias, el nuevo film de la factoría de Studio Canal, encuentra sus principal acierto en una narración que extiende por poco más de una hora y media el placer de un relato contado con sensibilidad y respeto absoluto por el público. Por más de que en esta oportunidad, el personaje central de la historia pase buena parte del metraje tras las rejas, apresado injustamente por un robo que no cometió, la película construye un aura luminosa; poniendo siempre en el centro de la escena la lealtad de los vínculos. Visualmente, todo un ejército de animadores dan en la tecla exacta a la hora de combinar acción real y animación, logrando ensamblar de manera absolutamente orgánica al elenco de estrellas británicas que desfilan en pantalla con el oso animado. Desde un villano y divertidísimo Hugh Grant hasta destacadas actrices como Sally Hawkins (nominada este año al Oscar a Mejor Actriz Protagónica por La forma del agua) y Julie Walters. En la versión original, la voz de Paddington la aporta el talentoso Ben Whishaw, pero en los cines mendocinos sólo tenemos la chance de escuchar a Nicolás Vázquez, ya que no hay funciones subtituladas disponibles en las salas locales. Más allá de la calidez narrativa y su deslumbrante andamiaje visual, lo que hace de esta película una experiencia maravillosa para chicos y grandes, es su mixtura entre pasajes de humor desopilante y momentos de una ternura inconmensurable. El film articula una batería de gags que heredan la tradición de lo mejor de la comedia muda. El ejemplo más explosivo se da tal vez cuando el pequeño oso hilvana una cadena de divertidas torpezas en una peluquería, uno de los tantos trabajos con los que busca ahorrar dinero y así comprar un libro pop-up con ilustraciones de Londres, para enviárselo como regalo de cumpleaños a su tía Lucy. Como esta escena, hay otras tan divertidas como bien resueltas. Más allá del sofisticado cuidado en cada rubro técnico y artístico, en Paddington 2 flota una atmósfera que conecta con esa sensación tan simple como mágica, que guardamos de por vida en nuestro ADN: el momento del cuento antes de dormir. La película tiene un refinamiento de detalles fuera de serie para el estándar del cine infantil actual, pero lejos de alardear o aleccionar se entrega a la libertad. No necesita del cinismo para conectar con el público adulto, ni del abuso de golpes de efecto para mantener a los niños sentados en la butaca. Esta joya industrial concebida con pasión artesanal, entretiene y conmueve sin ponerse solemne ni aleccionadora. Al igual que otras maravillas del cine de animación reciente como Coco, focaliza en los vínculos familiares como refugio incondicional, así como en la necesaria cuota de aventura para que todo cuento (como la vida misma); conserve el sabor de la más exquisita mermelada. Paddington 2 / 2017 / 100 minutos / Apta para todo público / Dirrección: Paul King / Con: Hugh Grant, Sally Hawkins, Julie Walters, Peter Capaldi, Jim Broadbent, Hugh Boneville, Noah Taylor, Brendan Gleeson y Ben Whishaw (voz de Paddington en la versión original)
Voy a hacer algo inusual y poco académico en la escritura de esta crítica. Todo abordaje de opinión se piensa en primera persona, pero no se escribe formalmente como tal. Aquí voy a escribir en primera persona. Pero no de una manera caprichosa, sino porque hay todo un recorrido que me lleva a hablar de Lasaña de mono, el cine mendocino y el periodismo de espectáculos; a través de una serie de saludables y necesarios cuestionamientos que he formulado en estos últimos años. El film en cuestión me pareció un despropósito. Pero antes, y para no ser tildado de "cipayo de la cultura local", quiero resaltar que Mendoza ha ofrecido en estos últimos años películas muy nobles, que van de la taquillera road movie Road July, de Gaspar Gómez, a la notable Algunos días sin música, de Matías Rojo. Pasando por un cine con mirada de identidad de género en La pasión de Verónica Videla, de Cristian Pellegrini, o el premiado y exitoso documental Arreo, de Tato Moreno. En estos días, también se presentó en el Festival de San Sebastián la versión cinematográfica de La educación del Rey, originalmente craneada como miniserie de TV por el talentoso Santiago Esteves; y actualmente El Siete está presentando la entrañable y lograda serie Mamut, de Ariel Blasco y Matías Rojo. Dentro de este contexo, ¿Lasaña de mono vendría a suponer una suerte de tropiezo en la producción local? Para mí, claramente lo es. ¿Los periodistas deberíamos hacernos los desentendidos y sólo publicar entrevistas o gacetillas del film?. Definitivamente, no. Hace un año, en una nota que escribí titulada El forzado destierro de la opinión, yo planteaba una serie de interrogantes: ¿No es curioso que en los medios de gran alcance no haya casi opiniones sobre espectáculos locales?¿Todo lo que aquí se hace es tan unánimemente brillante?¿Por qué el periodista de espectáculos hoy elige no cuestionar? Y en esa nota, agregaba que dada una realidad de redacciones cada vez más diezmadas de integrantes, el periodismo local de espectáculos se ha limitado a la producción de entrevistas y publicación de gacetillas. Por lo tanto, la información que generalmente se publica, está relacionada solamente con la previa a la presentación de un espectáculo, como si allí empezara y terminara el proceso creativo. Afortunadamente, este año, algunos medios gráficos y digitales volvieron a volcarse a las críticas sobre el nutrido menú que tenemos en Mendoza de música, teatro, cine, danza; y otras tantas expresiones. La multiplicidad de voces permite que no ejerzamos una cobertura renga, que ni siquiera llegue a cuestionar al espectáculo ya presentado. En estos días, la periodista Eugenia Cano, a quien encuentro en múltiples coberturas periodísticas, publicó en Sitio Andino una elogiosa crítica de Lasaña de mono. Y celebro, más allá de no estar de acuerdo con su apreciación de esta película, la aparición de esta nota de opinión; cuando nuestros restantes colegas han optado (casi en su totalidad), por abordar el film solamente a partir de entrevistas a su director o protagonistas. Existe todavía una suerte de temor, tácito o explícito, a interpelar una producción local, que desde lo profesional sostengo es tan cobarde como innecesario. Tenemos periodistas de espectáculos en los medios mendocinos, que están capacitados para sobrepasar el ejercicio de la gacetilla o la entrevista. Y pienso que es atinado comprender que una crítica adversa no determinará el éxito o fracaso de una película. De hecho, está más que claro que tiene más poder persuasivo sobre el público la publicidad, o la invencible recomendación del boca en boca. Ahora sí, entrando de lleno en Lasaña de mono, película craneada por tenaces realizadores a quienes tuve como alumnos en la Escuela de Cine, viene de cosechar premios en un par de festivales. En el Worldfest de Houston, el film local se llevó los premios Mejor película extranjera y el Premio Especial Remi del Jurado en el rubro Comedia negra. Dicho certamen, este año fue presentado por Rob Reiner (Cuenta conmigo y Cuando Harry conoció a Sally), y hace muchos años allí fueron reconocidos en los comienzos de sus filmografías referentes como Steven Spielberg. Poco más tarde, la producción local sumó el premio a Mejor Comedia en el Festival Internacional de Niza. La sensibilidad y afecto con que el público internacional recibe a películas de diferentes rincones del mundo es muy dispar. Ciertamente diferente a la que se vivió en la función estreno de Lasaña de mono, el pasado jueves en el complejo Cinemacenter. Ya desde el comienzo, la película desafía todo límite de verosímil cuando escuchamos la charla telefónica entre un nervioso estudiante de veterinaria que busca un departamento (el debutante Nico Isuani) y un maligno trabajador de una inmobiliaria (Cristian Máximo Bucci). En plena era en que todo se chequea por internet, el estudiante es embaucado con un derruido monoambiente, al que el chico accede precipitadamente porque el negociador le dice que en el edificio hay muchas chicas. Suponemos entonces que el estudiante en cuestión será una suerte de joven depredador, pero no, es un nerd más bueno que Heidi y Lassie juntos. El hecho de que la irrupción en pantalla del experimentado Darío Anís demore cerca de media hora, sobre expone al principiante Isuani a una serie de escenas en las que la película deambula entre el costumbrismo y algunas irrupciones oníricas. Luego, los dos personajes quedarán en la circunstancia de convivir bajo el mismo techo, tras la muerte de la propietaria del inmueble. Otro dato curioso: el inquilino le paga sistemáticamente el alquiler a ella, pero en el departamento aparece de manera omnipresente el agente inmobiliario. Pero estos apuntes de incongruencia, son apenas un detalle. El verdadero descalabro de Lasaña de mono tiene que ver con su intención de apuntar a todas las vertientes posibles de la comedia, y errar sistemáticamente en cada una de esas apuestas. Durante el transcurso de la historia, el film se asoma a registros tan diversos como el coqueteo con bromas de humor negro, la tentación costumbrista, el momento escatológico, algún que otro ensayo de absurdo; y un par de instantes de tono sentimental. A medida que el relato avanza, da la sensación de que la película va entrar en un territorio de absoluto desmadre, cosa que sin dudas habría mejorado el resultado general de la propuesta; por más de que el film hubiese fallado en ese ejercicio de descontrol. Esa indefinición entre la soltura absoluta y una narrativa caótica que a su vez intenta ser organizada, es el principal desacierto de esta comedia. En los rubros técnicos la película encuentra el refugio de profesionales como Máximo Becci, con un prolijo trabajo de cámara y dirección de fotografía; lo mismo va para el diseño de sonido de Lucas Kalik. El elenco ostenta notorios desniveles, y aún cuando Darío Anís tiene a su cargo algunos de los pasajes de humor más simpáticos, cierta tentación a pasarse de rosca, que obviamente no es responsabilidad del actor, sino del director; no posibilita el lucimiento total de su performance. La actriz Agustina Videla Raganato es la que sale más airosa de esta experiencia, desarrollando su personaje con absoluta solvencia. Las participaciones especiales de Gisela Campos y Marco Antonio Caponi no aportan demasiado al relato, pero destilan una bocanada de frescura. Para cerrar este tour de force en primera persona, quiero compartir que al salir de la sala, con algunos colegas quedamos en modo desconcierto total. Dimos tres vueltas al complejo comercial La Barraca. De repente, todas las escaleras mecánicas subían. Al lograr bajar por unos peldaños a tracción humana, nos costó recordar en qué sector de la playa de estacionamiento estaba el auto. Al llegar a casa, quedé literalmente postrado en mi sillón durante un par de horas, con una indescriptible sensación de intoxicación y tristeza. El ágape previo a la presentación de la película estuvo exquisito y muy ameno. Claramente, el malestar no vino por ingesta desmesurada de sabrosos canapés. Y en medio de toda esta convulsionada marea, el enorme afecto que siento por Federico Santos y Daniel Jatib (director y productor de Lasaña de mono), quienes con su productora Puerta Amarilla y el aporte del INCAA y la Municipalidad de Godoy Cruz, pusieron toda la voluntad posible para que esta sea la primera película mendocina que logre estreno en los tres complejos de multisalas. Federico Santos antes había realizado un film independiente que labró con mucho esfuerzo, La playa; y seguramente a puro tesón, seguirá generando nuevos proyectos. En 2018, se estrenará en los cines la mencionada producción local La educación del Rey. Brindo por un cine mendocino diverso, y más allá de mi visión sobre Lasaña de mono, extiendo mi invitación para que todos vayan a verla y compartan su experiencia. La multiplicidad de abordajes críticos es saludable y vital. El punto de partida en todos los casos, está dado por el acierto o las falencias de cada propuesta. Y mientras más logros tengamos sobre nuestras pantallas, más motivos para que la producción local, en medio de un momento en que se debate fuertemente el apoyo del INCAA a las cinematografías regionales; encuentre el apoyo institucional y el seguimiento de público que merece. Lasaña de mono Ficha equipo técnico y artístico: Dirección: Federico Santos Producción: Daniel Jatib, Federico Santos. Asistente de Dirección: Martín Saenz Jefe de producción: Facundo Serio Continuista: Margarita Morales Barón Director de fotografía: Máximo Becci Gaffer: Pablo Campanario Camarógrafo: Maximo Becci Foquista: Juan Landreau Director de arte: Diego De Souza Utilero: Oreste Sacchi Vestuarista: Alienor Figueiredo Sonido Directo: Martín Chiarpotti Edición: Julio Quiroga Florez Asistente de edición: Federico Santos Diseño de sonido: Lucas Kalik Guion: Federico Santos
En los últimos 20 años, Steven Spielberg ha ocupado la silla de director en numerosas películas vinculadas con acontecimientos de importancia social e histórica. Amistad, Munich, Caballo de guerra, Lincoln y Puente de espías; entre otras, son parte de esta veta explorada por el realizador de grandes éxitos, que hacia mediados de los '80 con El color púrpura, decidió dar el salto del gran espectáculo a un cine con acento dramático. En algunos de los mencionados títulos, la sobrecarga de solemnidad y subrayado, nos hizo extrañar a aquel mago del cine contemporáneo que emergió a pura potencia de entretenimiento hacia fines de los '70. De todas formas, con otras propuestas como Mi amigo el gigante, Atrápame si puedes e Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal; Spielberg logró regresar a su cine inicial en una versión cada vez más pulida y con intacta capacidad hipnótica. Con The Post, el ganador de tres premios Oscar, se ubica algunos peldaños debajo de su anterior opus histórico, la notable Puente de espías; pero aún así construye un relato atrapante con una notable destreza en el manejo del suspenso. La acción nos lleva a las entrañas de la redacción del Washington Post a comienzos de los '70, y a las disyuntivas de sus directivos sobre publicar documentos confidenciales, conocidos como los Papeles del Pentágono; que serían el comienzo de la debacle del presidente Nixon. En un principio, estos expedientes filtrados fueron dados a conocer al público por el New York Times, y tras un dictamen judicial contra dicho medio, que prohibió que siguieran publicando el polémico material, el Post quedó en una dura encrucijada entre el poder político y la libertad de expresión. Los papeles en cuestión demostraban la complicidad de varios gobiernos en temas vinculados a la Guerra de Vietnam. Mientras diversos mandatarios habían proclamado consignas pacifistas, estos textos confirman la minuciosa planificación de un enfrentamiento que se extendió por más de una década, y dejó un tendal de jóvenes soldados norteamericanos muertos. Todo esto fue el preludio del escándalo Watergate, que culminó con la renuncia de Nixon a la presidencia. Spielberg vuelve a esgrimir en esta película su pulso clasicista, con un correcto dominio de la puesta y un andamiaje narrativo sin fisuras, aunque como es habitual en su cine; por momentos el relato luzca didáctico por demás. Más allá de que la libertad de prensa es hoy un ideal o dilema tan apasionante como en los '70, The Post (que en nuestro país cuenta con el agregado Los oscuros secretos del Pentágono); también desarrolla un abanico de temas que tienen que ver con la evolución (¿o la involución?) del periodismo. La competencia entre diferentes medios por cubrir una primicia, la progresiva pérdida de poder de emporios que tradicionalmente pertenecieron a familias para luego ser parte de un conglomerado de accionistas, y las siempre peligrosas relaciones entre políticos y periodistas; son los ejes centrales que atraviesan un relato que logra elevarse por encima de la etiqueta de film testiomonial, para calar en la platea como un trepidante thriller. La referencia más reciente con respecto a un film de Hollywood que coloca al periodismo en una labor justiciera, investigando un terrible flagelo y poniéndolo en conocimiento de todos; es el de En primera plana. La ganadora del Oscar a Mejor Película en 2016, ponía en el centro del relato a un equipo de comunicadores del Boston Globe, abocados a sacar a la luz una gran cantidad de casos de abusos sexuales perpetrados por sacerdotes, que contaron con el amparo de las altas esferas de autoridades políticas y religiosas. Josh Singer fue uno de los guionistas de aquel galardonado y sobrio film, y también es uno de los responsables del guión de The Post. A diferencia de la película de Tom McCarthy, que se focalizaba minuciosamente en la investigación del caso, sin dar margen a subtramas de la intimidad de los personajes, este estreno de Steven Spielberg gana terreno en los momentos en los que lo laboral choca con la vida cotidiana de sus protagonistas: Kay Graham (una vez más, superlativa Meryl Streep) y Ben Bradlee (un Tom Hanks apenas correcto). The Post es también una película que ilustra un tipo de periodismo y una estirpe cinematográfica en vías de extinción. En tiempos en que la mayoría de los medios caen en el abismo de las "fake news", y las coberturas moldeadas por el "copy/paste" o fuentes no del todo fieles como Twitter; el film de Spielberg muestra una redacción con decenas de trabajadores, y no el pequeño puñado de tipeadores que hoy sobreviven en las oficinas de medios gráficos o digitales. En una coyuntura en que la validez de una noticia pasa por su fugaz inmediatez, el periodismo de investigación ha quedado reducido al territorio de la rareza; y esta película nos devuelve a aquella afiebrada búsqueda de datos en la era pre informática, a puro y taladrante sonido de máquinas de escribir. Pero lo más importante, y aquí volvemos sobre este director que saltó de ser el neo Disney del gran espectáculo al defensor de los parámetros del período clásico de Hollywood, es que su cine más allá de conservar moldes de puesta, narración y tipología de personajes; como fiel continuidad de las perdurables películas que la gran industria supo hacer entre los años '30 y '50 del siglo pasado, Steven Spielberg se resiste a la idea de despachar películas como si fueran embutidos. A su vez, en tiempos de salas dominadas por un público de franja teen, confirma que es posible dar en la tecla con un éxito de taquilla orientado al espectador adulto. Como hombre y como artista, demuestra que el cine le sigue importando. Fiel a esa premisa, Spielberg no sólo cumple, también dignifica. The Post / Estados Unidos / 2017 / 115 minutos / Apta para todo público / Dirección: Steven Spielberg / Con: Tom Hanks, Meryl Streep, Bob Odenkirk, Bruce Greenwood, Tracy Letts, Allison Brie, Carrie Coon, Jesse Plemons, Michael Stuhlbarg y Sarah Paulson.
En la última entrega de los Globos de Oro, Tres anuncios por un crimen conquistó cuatro premios en algunos de los rubros más destacados. Mejor Película Dramática, Mejor Actriz en Película Dramática (Frances McDormand), Mejor Guión (Martin McDonagh) y Mejor Actor de Reparto (Sam Rockwell). A esto se sumaron los tres premios conquistados el domingo en los SAG Awards: Mejor Actriz, Mejor Actor Secundario y Mejor Reparto. Con semejante espaldarazo, y sumando el hecho de que el film transita temas como violencia de género, corrupción policial, racismo, y un largo etcétera; estamos frente a un exponente con chances de arrasar en las nominaciones al Oscar que serán anunciadas este próximo martes, y eventualmente transformarse en la gran candidata a llevarse la codiciada estatuilla. En pocos minutos, el director y guionista Martin McDonagh (Escondidos en Brujas, Sie7e psicópatas), nos sumerge de lleno en la sombría vida de Mildred, una madre cuya hija adolescente fue brutalmente violada y asesinada. Han pasado algunos meses desde ese hecho fatal, sin que haya culpable alguno tras las rejas. Tanto la policía como los habitantes del pequeñísimo pueblo de Ebbing, en Missouri, están sumidos en su adormecida rutina; hasta que Mildred decide volver a encender el fuego de la polémica. Bastará con que ella coloque tres frases en enormes carteles que se encuentran en una ruta poco transitada, para que el caso adquiera una repentina repercusión pública y mediática. Uno de los anuncios involucra al jefe de policía (Woody Harrelson), un hombre que padece una enfermedad terminal, y que es secundado por un oficial ultra torpe y racista (Sam Rockwell). El refrán de "pueblo chico, infierno grande" no sólo se cumple a rajatabla en Ebbing, sino que también incluye un variopinto abanico de personajes que van desde el ex marido golpeador de Mildred, hasta un enano que quiere conquistar el corazón de la protagonista. A pesar de que allí los vecinos saben hasta el último detalle de la vida de cada habitante, la película dispara una serie de situaciones inesperadas que generan la revolución de todo paradigma. Más allá de la notable peformance del elenco completo, Tres anuncios por un crimen es una obra maestra del volantazo, que se permite estampar al espectador contra escenas de cruda violencia, para luego automáticamente desembocar en momentos de un humor incómodo, que no le teme a los desbordes de absurdo. Así, a una situación límite de tensión, puede seguirle un primer plano del grotesco oficial escuchando el clásico hit Chiquitita, de ABBA. La capacidad de saltar sin transiciones de un tono a otro, y algunos sagaces giros en la trama; son los principales aciertos de una película que barajando temas tan ásperos como los que abarca, podría haber caído fácilmente en el panfleto discursivo, o en el rótulo de "film de denuncia". Más allá de los pesados conflictos que atraviesan los personajes, no hay una intención de que el relato se vuelva un sermón aleccionador. Todo lo contrario, estamos frente a una historia que mantiene al público permanentemente en vilo, y que se permite unos cuantos momentos de explosión catártica. La fortaleza con la que Frances McDormand asume el rol protagónico es clave en todo este engranaje, que si bien remite al universo de dilemas morales de pueblo que tanto han escarbado los Coen, aquí adquiere un vuelo más desatado que el de las películas dirigidas por el mayor de los hermanos; y también marido de la actriz. Por momentos, cierta arrogancia característica de los creadores de Simplemente sangre, Barton Fink y Fargo; empata con Tres disparos por un crimen en su pose fanfarrona. Pero McDonagh, tal vez por su naturaleza británica, tiene mayor soltura a la hora de manejarse con el humor y la ironía. Por lo tanto, los destellos de arrebato logran imponerse sobre la brillante ingeniería de un guión, que con tanto giro podría derivar en un ejercicio narcisista del autor y director. Seguramente, este martes Tres disparos por un crimen levantará nominaciones al Oscar en varios rubros. Y si bien se puede decir que el galardón está "casi" en sus manos, no hay que olvidar que los integrantes de la Academia de Hollywood, a la hora de dar el premio a Mejor Película, generalmente se inclinan por opciones más sobrias y solemnes. En cambio, Tres disparos por un crimen, parte de premisas de drama académico para luego girar el territorio del más desatado sarcasmo. Habrá que ver si por primera vez triunfa un voto un poco más fresco e irreverente. Three billboards outside Ebbing, Missouri / Estados Unidos / 2017 / 115 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Martin McDonagh / Con: Frances McDormand, Woody Harrelson, Sam Rockwell
A más de dos décadas de su lanzamiento como productora, Pixar conquista con Coco uno de sus títulos cumbre; y demuestra que la llama del desafío sigue más encendida que nunca. En los últimos años, la factoría que produjo el cambio más trascendental en el cine sobre fines del siglo XX y comienzos del XXI, que fue el de inaugurar la era de los largometrajes realizados completamente por animación digital, ha tenido puntos altísimos como el de Intensa-Mente, y otros como el de Mi gran dinosaurio; que hacían temer un regreso a las fórmulas más conservadoras y aleccionadoras de Disney. Desde hace un tiempo, ambas usinas se fusionaron bajo el tándem Disney/Pixar, y Coco es sin dudas la primera creación que reúne lo mejor de las dos potencias. A puro motor de exploración visual y apuesta a la emoción, el film logra una triple proeza: bucear en una celebración clave en la cultura mexicana como el Día de los Muertos sin caer en papelones ni estereotipos, narrar apasionadamente una historia que tiene más de una capa de lectura; y plantear una fábula familiar que combina las metas personales con la viva herencia de los antepasados. Miguel, un niño fascinado por la música, está inserto en una dinastía de trabajadores dedicados a fabricar zapatos; y fuertemente decididos a que ninguna canción suene en el hogar. La tatarabuela del chico sufrió el abandono de un músico, que se alejó del clan para concretar su sueño de triunfar como artista. A partir de ahí, las generaciones siguientes se encargaron de perdurar en una batalla contra toda melodía, pero Miguel, que comparte horas hablando con su bisabuela Coco; tiene un plan. Para cumplir su sueño de consagrarse como cantante en un concurso local, no le queda más remedio que ir por la guitarra que se encuentra en el mausoleo de Ernesto de la Cruz, un ídolo popular al que la comunidad le rinde permanente culto. Al saquear la guitarra del fallecido astro para participar del evento que se desarrolla en la plaza de su pueblo, el niño experimenta un misterioso paso a la Tierra de los Muertos. Su única chance para regresar a la vida, será la de conseguir la bendición de algún familiar difunto. A partir de aquí, se desata una poderosa y desbordante odisea. Más allá de un guión meticulosamente craneado, Coco es una de las películas más libres en la historia de Pixar/Disney. Visualmente, explora matices que van de una una cálida paleta de colores en la casa de Miguel, hasta una fabulosa explosión cromática en aquel enigmático y festivo "Más Allá". Narrativamente, el film pendula entre la férrea defensa de los sueños individuales, aún a costa de romper con el mandato familiar; y un encendido recuerdo hacia aquellos que ya no están. La celebración del Día de los Muertos precisamente honra a quienes partieron a otra dimensión, con la firme convicción de mantenerlos vivos en la memoria. A pesar de los múltiples giros y vueltas de tuerca en la trama, Coco jamás abandona esa premisa. Repartiendo exactas dosis humor, canciones e instancias reflexivas, esta joya dirigida por Lee Unkrich y Adrian Molina, coloca al público infantil y también al adulto, frente a premisas tan inquietantes como la de que algún día todos seremos olvido. Si Disney ha construido buena parte de su arsenal de clásicos, que van desde Bambi hasta el El rey león, alrededor de una noción de la muerte que se debate entre la desolación y el desafío de seguir adelante; Coco da un volantazo y se atreve a zambullirse de lleno en la Tierra de los Muertos, desatando un suculento banquete de luces y sombras. La audacia en varios de los planteos narrativos de este film, tiene su correlato con un estilo de animación que se atreve a combinar exuberantes escenas musicales, con algunos despojados pasajes de tono intimista. Si bien algunas "enseñanzas" se presentan en un subrayado tono explícito, los contrastes entre las dramáticas zonas en penumbras, con las luminosas bocanadas de humor y aventura; hacen que este frondoso relato salga triunfal en todas sus encrucijadas. Porque sobre todas las cosas, y más allá de su calculado guión, Coco logra despegarse en varios momentos del manual de fórmulas, y cada vez que asoma el lastre de la solemnidad, la película está dispuesta a estallar en la más absoluta desmesura. En tiempos en los que el olvido está a minutos de cada experiencia vivida, la nueva maravilla de Disney/Pixar no sólo moviliza a recordar a aquellos seres queridos que ya no están, sino que a la vez honra a un cine que se resiste a ser pulverizado apenas los créditos de cierre lleguen a su final. Coco / Estados Unidos / 2017 / 105 minutos / Apta para todo público / Dirección: Lee Unkrich y Adrian Molina.
Tarde o temprano, toda franquicia o película exitosa de los años '80 y '90, tiene su vuelta a la pantalla en modo siglo XXI. Como pasó este año con It, que en rigor fue la primera versión para cine, ya que la de 1990 fue una miniserie que luego se editó condensada en un VHS de tres horas de duración; ahora es el turno de otro ícono noventero: Jumanji. Como todo ejercicio de reboot, precuela, remake o lo que fuera de un film consagrado, lo más recomendable antes de ingresar a una sala, es sacarse la mochila de la nostalgia y olvidar todo material precedente. Si atravesamos esta Jumanji versión 2017, comparándola con la original de 1995, el flamante film que está liderando la taquilla en los cines argentinos durante estos días, sale perdiendo por goleada. Pero no vamos a entrar aquí en el juego de las diferencias, que son unas cuantas. En términos generales, se podría decir que el relanzamiento de este ícono del cine de aventuras, tiene los ingredientes necesarios para entretener a espectadores de dos generaciones. Claramente, la narración tiene menos matices y vueltas de tuerca que la protagonizada por el legendario Robin Williams, pero se las ingenia para salir airosa con una dosificada y muy premeditada mezcla de códigos genéricos. De esta manera, las peripecias de los protagonistas de Jumanji: En la selva están condimentadas con suculentas dosis de humor, romance y uno que otro guiño para aquellos adolescentes de los '90; hoy cercanos al territorio de las cuatro décadas. El juego de mesa que en el film inicial tenía el poder de irrumpir en las vidas de los personajes, aquí es reemplazado por una vieja consola de videogame que es activada por cuatro estudiantes durante una jornada de castigo escolar. Un nerd de manual, un grandote musculoso que saca provecho de ese nerd, una chica introvertida y una prototípica rubia adicta a Instagram; son literalmente chupados por la arrasadora consola. Dentro del juego, el nerd deviene en un hombre que es una mole de músculos (Dwayne Johnson), el ventajista de gym queda reducido a un hombre de escasa estatura (Kevin Hart), la tímida muta en una insólita amazona (Karen Gillian), y la adicta a las selfies queda atrapada en el cuerpo de un aparatoso regordete (Jack Black). En la dimensión lúdica, cada cual tiene sus poderes y debilidades, y todos deberán cuidar al extremo no agotar las tres vidas de las que disponen para sobrevivir a esta inesperada experiencia, para así lograr el feliz retorno a su dimensión real. Obviamente, la premisa de la lucha conjunta, combinando destrezas y conocimientos, se repite una y otra vez. Jumanji: En la selva no oculta en ningún momento su voluntad de seguir a rajatabla el libro de recetas para refritar los condimentos básicos de toda película de aventuras. Tampoco elude la bajada de línea emotiva que exalta la proeza grupal, un gancho muy eficaz, tanto para aquella generación de espectadores que alcanzó a jugar con amigos en las plazas, como para el atomizado adolescente de hoy, que en medio de tanto egocentrismo digital; se resiste a perder por completo el vértigo de la adrenalina. El director Jake Kasdan, que cuenta con mucha más trayectoria en TV que en cine, combina cierta textura old school con algunos momentos de pirotecnia visual. Pero claramente, el elenco es el responsable de que este divertimento funcione y por momentos resulte plenamente disfrutable. Si bien las cartas están dispuestas para el lucimiento del cada vez más querible y carismático Dwayne Johnson, así como también de un astro de la comedia como Jack Black; todos los protagonistas tienen su momento de lucimiento. Y así como el punto más flojo de Jumanji: En la selva está en la construcción del villano (Bobby Cannavale), la inclusión de un abatido jugador que lleva 20 años atrapado en la consola (Nick Jonas); suma puntos al resultado final de la propuesta. Más allá del arsenal del que disponen Johnson y Black, Karen Gillian sorprende con su desopilante despliegue de danza, aplicado a luchas con todo tipo de giros y patadas voladoras, mientras suena el hit noventero Baby, I love your way, de Big Mountain. Con un pie en la nostalgia y otro en el ritmo vertiginoso, este regreso de Jumanji tal vez tenga unos minutos demás, pero no deja la sensación de estafa marketinera ni saqueo nostálgico. Welcome to the jungle, de los Guns N'Roses suena en los créditos de cierre de una película que indudablemente no pasará a la historia, aunque cumple con su objetivo de mantener a flote un género que desde hace décadas pende del abismo de la extinción; pero que aún guarda algunas hazañas bajo la manga. Jumanji: Welcome to the jungle / Estados Unidos / 2017 / 119 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Jake Kasdan / Con: Dwayne "The Rock" Johnson, Jack Black, Kevin Hart, Karen Gillan, Alex Wolff, Madison Iseman y Nick Jonas
Desde su debut, allá por comienzos de los años '80, hasta hoy, Jim Jarmusch ha construido una filmografía con una identidad inconfundible. Siempre rechazando el modelo de cine ampuloso y el vértigo narrativo, que tanto se han impuesto en estas décadas, sus películas son una auténtica bocanada de nobleza, en medio de tanta producción ejecutada en piloto automático. Con Paterson, el realizador de Extraños en el paraíso, Bajo el peso de la ley, El camino del samurái y Flores rotas; entre otras tantas, nos introduce amablemente en una semana en la vida de un chófer de colectivos (Adam Driver), que vive en la localidad de New Jersey que tiene su mismo nombre, es decir Paterson. Allí, el actor a quien vimos en propuestas tan diversas como Episodio VII: El despertar de la fuerza o Inside Llewyn Davis, reparte sus días entre su trabajo en el bus, siempre captando lo que sucede en ese microcosmos tan particular sobre ruedas, y sus momentos hogareños con su pareja (la actriz iraní Golshifteh Farahani), que tiene la particular pasión de diseñar todo su entorno en blanco y negro. El combo rutinario se completa con las visitas del protagonista a un bar donde toma su cerveza cada anochecer, y el protagonismo central de su perro bulldog (Nellie). Paterson recibió un par de distinciones en el Festival de Cannes, por un lado estuvo nominada al premio máximo, es decir la Palma de Oro, y por otro, Nellie obtuvo la Palma de Perro, dedicada a la mejor actuación canina. Lamentablemente, la perra murió antes de la entrega de premios y se transformó en el primer can en recibir dicho galardón de manera póstuma. ¿Qué tiene de maravillosa esta pequeña y encantadora historia? Esa misma calidez intimista que podemos encontrar en varios films de Jim Jarmusch. Su precisión a la hora de trazar personajes a partir de diálogos que rehúsan de toda solemnidad, y en unos pocos minutos pintan a sus protagonistas en varias de sus dimensiones. Y también su habilidad a la hora de captar esos instantes de absurdo cotidiano, en los que claramente el espectador puede sentirse reflejado, sin ser tomado del cuello por ningún gancho de guión que pretenda generar esa empatía a puro motor de fórmula narrativa. El cine de Jarmusch ha optado casi siempre por la eliminación del vértigo y del artificio. A la vez que los toques de excentricidad de sus personajes, nunca asumen una pose cool, sino que todo detalle de rareza, se desliza de un modo tan genuino como orgánico. La poesía, juega en este film de Jarmusch, un rol medular. El conductor de bus vuelca en una libreta todo aquello que contempla a su alrededor. Y aquí es donde el director vuelve a esgrimir sus cartas de nobleza, sin torcer la muñeca hacia el territorio de esos films que hacen alarde de una prosa "impostada" y "metafórica". No hay entrecomillado en el cine de Jim Jarmusch, sus películas siguen destilando esa textura artesanal, que lamentablemente en los cines va camino a la extinción. En este sentido, y más allá de que al realizador los elogios y premios le resulten apenas accesorios, sus films se han transformado en ese inigualable refugio de resistencia, que tanto él como sus seguidores, siempre estarán dispuestos a preservar. Paterson / Estados Unidos / 2016 / 115 minutos / Apta para todo público / Dirección: Jim Jarmusch / Con: Adam Driver, Golshifteh Farhadi, Nelly, Rizman Manji