Con la comisura de labios no alcanza Lejos de provocar al espectador, Pasión inocente hace foco en la relación entre un padre de familia y una adolescente. Sin embargo, la película recupera una temática que lejos está de agotarse. Hay grandes ejemplos. Y pequeñas actrices. Tema espinoso, irresistible, el de las lolitas del cine. Expresión -"lolita"- por todos dicha, aún sin el correlato presto que significan la literatura de Nabokov y el cine de Kubrick. Es que en ello radica el tacto justo que los dos supieron tener, al haber calado hondo en eso que dicen es el imaginario colectivo. Cada uno desde su lugar, literario y cinematográfico, construyeron un personaje que es muchos, pero a la vez, único. Sue Lyon fue el rostro elegido por Kubrick para el devaneo del profesor Humbert Humbert (James Mason). Luego habría remake en 1997 (a cargo de Adrian Lyne) y si bien a nadie en su sano juicio se le ocurriría compararla con el film de 1962, lo cierto es que nada mal estuvo Dominique Swain, mientras Jeremy Irons era ahora quien tramaba las excusas (casi) perfectas para conseguir para sí, y sólo para sí, al motivo de sus desvelos; uno de sus momentos es perfecto, allí cuando Irons necesita sumergir su cabeza dentro del congelador de la heladera; también otro: cuando Irons mira estólido caer la espuma que limpia el parabrisas de su automóvil. Lo también cierto es que la Swain y su chicle globo estaban pensados para Natalie Portman; pero no hubo caso, la irresistible Mathilda de El perfecto asesino (1994, Luc Besson) no dio brazo a torcer, aún cuando ahora ya se la vea más desprejuiciada. Los padres, parece, tuvieron que ver. Pero si de chicle se trata, nadie olvidará aquél que masticara, piano de por medio, una púber Winona Ryder ante la incontinencia gestual de Jerry Lee Lewis (Dennis Quaid) en Bolas de fuego (1989). O la sensualidad que desprendiera Juliette Lewis en Cabo de miedo, de Scorsese. Más ese rol de adultez prematura que cumple Jodie Foster en Taxi Driver. Junto a la candidez que destilara Mariel Hemingway en Manhattan, de Woody Allen. ¿Más? Tantas más: Brooke Shields (Niña bonita), Carroll Baker (Baby Doll) Marine Vacth (Jeune & Jolie), Anna Paquin (Historias de familia), Mena Suvary (Belleza americana), así como la incorrectísima niña-vampiro interpretada por Kirsten Dunst en Entrevista con el vampiro. También, con sus curvas animadas, la caperucita roja despampanante que baila en el night-club de Red Hot Riding Hood (1943), el corto de Tex Avery donde el lobo chifla desesperado, se golpea la cabeza con martillos, y se dispara en la sien. Y por qué no, dada la selección, esa alma resplandeciente de vida que significa Clarisse McClellan, el contrapunto que Ray Bradbury introduce en la apocada vida del bombero Montag, en la novela Fahrenheit 451. Tanto preámbulo para introducir a Felicity Jones y el film del que todavía no se habló. En verdad -el lector lo habrá sospechado-, se volvía mucho más seductor dar pie al recuerdo antes que toda la atención a Pasión inocente. Aquí es donde se inscribe esta nueva lolita y la sonrisa siempre a punto (la comisura de los labios de la Jones dicen lo que toda la película no puede), lejos están de causar indiferencia; pero de lo que se habla es de cine y sí, lamentablemente, la gracia oscura de la Jones poco agrega. Para ser preciso, Pasión inocente recuerda las películas televisivas de Hallmark Channel. El argumento presenta a un padre de familia (Guy Pearce), profesor y músico, que lidia con la angustia que le acompaña. Una esposa conformista y una hija adolescente le completan el cuadro. Pero, lo que primero le parece una molestia, termina en verdad por seducirlo: una niña inglesa, de intercambio, viene a hospedarse en su casa. Y se arma. Bueno, no se arma demasiado. Porque para que algo semejante suceda una película tiene que ser cine. Como acá no hay nada de esto, lo que se ofrece es una concatenación de situaciones insípidas. Tanto es así que la "seducción" referida no tiene eco alguno en la totalidad del film, tan banal que hasta indigna. Porque para que dos personajes fílmicos se seduzcan es necesaria una artesanía fílmica, preocupada por involucrar a ese tercero ansioso que es el espectador (así de turbias son las relaciones en el cine). Como nada de esto pasa, lo que queda es una exposición de estampitas explicativas, que no sólo enuncian lo evidente, sino que son subrayadas por un montaje previsible. Por ejemplo: Sophie (Felicity Jones) esconde sus virtudes de pianista hasta que se ve obligada a tocar en la clase de Keith (Guy Pearce), y se despacha con un ejercicio de Chopin que no sólo es inverosímil, sino que sabe hacerse acompañar por el vértigo de las imágenes (como el de los videos aficionados en fiestas de quinceañeras). Otra: la hija sale de su desengaño amoroso para ??acto seguido!? encontrar que su padre (ese otro hombre suyo) está con otra. Y también: allí cuando, al fin, podrá suceder lo que tuerza las barreras (auto)impuestas, siempre aparece el llamado al orden. Y nunca, nunca, la película transgrede nada. Lo que queda es mera cobertura, satisfecha de sí misma por no tener la menor idea o atención hacia lo que el cine posibilita. Para el caso, y porque algo vale rescatar luego de casi dos horas de suplicio, bien viene devolver el rostro de Kyle MacLachlan a la gran pantalla. Si bien acá cumple el papel de esposo de un matrimonio de imbéciles, amigos de la pareja, su breve momento hace que aparezcan esperanzas de revuelo. Pero sólo desde la imaginación, ya que lo sucedido fue lo que sigue: la cabeza de este cronista otra vez prefirió divagar, tomar como excusa al gran actor, volver sobre la serie Twin Peaks y alcanzar otra de sus relaciones turbias, como la que virtualmente sostenían el agente Cooper (MacLachlan) con la precoz Audrey (Sherilyn Fenn). Mmmm, Sherilyn Fenn...
Nada de western y nada de cine No llamarse a engaño, que la música primera y sus reminiscencias a Elmer Bernstein (Los siete magníficos) nada parecido presagia. En verdad, nadie vinculado con el cine -o el western, su sinónimo- va a estar desprevenido ante A Million Ways to Die in the West. Tampoco buscará nada de western -o de cine- quien vaya a ver un film de Seth MacFarlane, algo parecido a un niño mimado dentro de la difusa "nueva comedia americana". Lo que sí puede destacarse es que MacFarlane es coherente consigo mismo, con el mundo de chistes animados de las series Family Guy y American Dad!, y con el sesgo escatológico que destila Ted (2012), su largometraje anterior. Es decir, su cine tiene una manera de entender el humor que es literal: no es suficiente con aludir a la flatulencia, sino que se la escucha y, corolario, se la ve. El chiste (su cine) es eso, nada más. Que A Million Ways sea un "western" es accidental, podría ser cualquier otra cosa. Que sea "paródica" no es dato que la disculpe. Una parodia puede ser gran exponente del género aludido: El joven Frankenstein (1974, Mel Brooks), Crimen por muerte (1976, Robert Moore), Rápida y mortal (1995, Sam Raimi); en esta última, el western (el cine) está desde el primer hasta el último plano. En la de MacFarlane, no hay nada. Lo que en todo caso hay es televisión. Si el parecido con los diálogos "afilados" de Family Guy se nota es porque lo que se ve se escucha es televisión. Acá con Charlize Theron y el propio MacFarlane en réplicas que, evidentemente, hasta guardan algo de espontaneidad. Pero sólo eso, aportan tanto como las imprevistas sucesiones de muertes accidentales, molestas no por inconexas, sino por dispersoras, aún cuando una de ellas (en la feria, con el toro) tenga una dosis surreal imprevista. Además, o sobre todo, el recorrido que propone el film no es más que el previsible: Albert (MacFarlane) se debate consigo mismo para superar su cobardía, vencer al malvado, recuperar su mujer. Hace cada una de las tres cosas; no confundir: que la mujer cambie de rostro no altera lo sustancial: esposa y familia. Si el camino propuesto es éste, no se entiende dónde habría transgresión o cosa parecida en cine o comediante semejante. Por eso, A Million Ways se encuentra decididamente cercana al espíritu edificante de series como Bonanza y La familia Ingalls, no es más que uno de sus retoños. Pareciera que lo "subversivo" radicaría en ver hasta dónde tensar la cuerda del "mal gusto". El mal gusto no es para cualquiera, hay artesanos que saben muy bien qué hacer con él (John Waters), mientras que otros (MacFarlane) lo integran con moño de torta como adorno. Un punto a favor, de todos modos, para el actor Neil Patrick Harris, cuya composición odiosa, con mostacho ladino, es mucho más que la diarrea que le victimiza.
Caricias de un encierro cotidiano Filmar el encierro ?con la ironía supuesta por el título, Aire libre? es rasgo estético en Anahí Berneri. Ya en su anterior film, Por tu culpa (2010), se detenía de manera insoportable en roces de ambigüedad física, entre caricias que son golpes. Laceraciones también presentes en las miradas que atravesaban Encarnación (2007) y en el cuerpo de Juan Minujín en Un año sin amor (2005). El cine de Berneri se introduce en estos intersticios, en los detalles de una cotidianeidad brutal e invisible, cercana al espectador. Hay un tacto perfecto en el modo de llegar a tal instancia. Un proceder pausado, que erosiona de a poco lo que rodea a los protagonistas porque son ellos, justamente, quienes alteran lo que les orbita. Acá, como fusible, el hijo. El niño que es vaivén entre sus padres (los admirables Celeste Cid y Leonardo Sbaraglia). Cuando están juntos, un zumbido insoportable los embarga. Como si fuesen dos globos que se hinchan de a poco, en cualquier momento prestos a explotar. Así, las cosas se caen, se rompen. Es la lámpara que se estrella. Es la moto que se derrumba. Las casualidades quieren que nadie salga herido, sólo superficialmente. Las palabras apenas pueden decir lo que pasa porque es tan hondo el resentimiento que no hay posibilidad de encontrarlas. Eso sí, mejor es simular, que la argamasa no se note quebradiza, ante el hijo, ante los padres. Ella, de hecho, es arquitecta. Y la casa donde deposita sus sueños de un living lleno de libros ya es otra, por fuera de la ciudad. Le pega al paredón con la masa de una manera que hace confundir risas con odio. Con un cuerpo varado entre el derrumbe y el erotismo velado. Celeste Cid brilla de manera inconmensurable, odiosa y perturbadora. Camina de modo enojado, drástico, a la vez que seductora dentro de su vestido pequeño. Él, ingeniero, recupera la moto, en un ir y venir que le permita cumplir con las obligaciones de la ciudad, con el hijo como recado que entregar. Sumido en su silencio, introspectivo, adormecido en sueños de luces estroboscópicas, con noches recuperadas para hacerle hacer al cuerpo todo lo que ya casi no puede. Las escenas de sexo son desaprensivas, los cuerpos desnudos de los intérpretes están cansados, sin deseo, con el goce puesto en un duelo perverso. La guía actoral con el niño protagonista (Máximo Silva) debe ser resaltada, capaz de lograr una zozobra de impaciencia, de gestos superpuestos, de movimiento continuo y, de pronto, de una quietud angustiante. Es en el niño donde se cifra lo que sucede, nadie tiene tan claro como él lo que sus padres no dicen aceptar.
Los superhéroes andan a los saltos por el tiempo Si hay que encontrar alguna virtud a la nueva X-Men es la de hacer partícipe de su desbarajuste temporal a los espectadores. Seguramente, nadie debió pensar, pocos años atrás, siquiera "filmable" un argumento en donde convivieran distintas versiones -pasadas/futuras- de superhéroes prácticamente desconocidos para el gran público. Ejercicio empresarial que Marvel/Disney supo cómo implementar para, así, entrometer en la cabeza de espectadores desprevenidos nombres como Wolverine, Xavier, Jean Grey, Magneto, Cíclope, entre otros. Quedan a salvo las magníficas historietas fuente, las de los '70/'80, donde moran todas y cada una de las vueltas argumentales que incorpora la serie cinematográfica. Ésta es la aventura más famosa de los X-Men del cómic, también la más triste, ya que el futuro no les depara nada mejor, y aún cuando los vericuetos de guión les permitan salir airosos, lo cierto es que la persecución al diferente continuará peor. Todo esto más o menos presente en el film de Bryan Singer, el encargado "oficial" de X-Men. Allí cuando la serie parecía tocar cierto límite con su tercera entrega, la renovada X-Men: Primera generación (2011) devolvió bríos y encontró relevos perfectos en James McAvoy y el gran Michael Fassbender. Con Días del futuro pasado se encuentra un enlace generacional justo, capaz de despegar hacia una renovación de casting definitiva, que unos cansinos Ian McKellen y Patrick Stewart ya no pueden sostener. Pero sólo eso. Tampoco es que haya que pedir tanto, sólo se trata de otra película de superhéroes, con su fórmula ya trillada por tantos títulos fugaces. Lo que llama la atención es cómo ciertos directores no pueden desplegar otros rumbos. Que Bryan Singer deba seguir en lo mismo de siempre (nombre ya previsto para otra secuela) y no retome propuestas cercanas al espíritu de sus tempranas Los sospechosos de siempre y El aprendiz (según novela de Stephen King) da cuenta de cierto corsé (auto)impuesto. Lo que queda, entonces, es un ejercicio narrativo destinado hasta al espectador más distraído. Con el eje puesto en quien sigue como estrella del reparto: Hugh Jackman, obligado acá a hacer lo habitual, si bien presa de muchos diálogos explicativos, pero con las garras feroces de siempre. Algunas pequeñas notas agregan valía: la caracterización irónica de Peter Dinklage (el Tyrion Lannister de Game of Thrones), la interacción entre Jackman y Fassbender, la desnudez azul de Jennifer Lawrence (cuando Mystique, su personaje, no es un dibujito digital), la adicción alcohólica y de LSD disimulado de Xavier (McAvoy), y los registros en súper-8: cuya textura y colores saturados recuerdan el offset de los cómics de origen. Hay momentos fugaces donde el viaje a los '70 tiene cierto encanto, pero enseguida perdido. Lo digital irrumpe rápido. Y estos personajes, antes que hijos del átomo, lo son de los cálculos por ordenador. Allí es donde todo este cine termina. En los números.
Un monstruo amigo de los marines Hubo un tiempo donde Hollywood se poblaba de guionistas devenidos cineastas; el paso lógico, gran cine. Ahora se trata de especialistas en efectos visuales/digitales vueltos realizadores. Entonces? Entonces, Juliette Binoche y Bryan Cranston como una (gran) dupla mentirosamente protagónica. Un mero ardid, Japón mediante, para llegar a lo que de veras importa: al retoño ahora marine (Aaron Taylor-Johnson) que no puede estar con su familia porque, así las cosas, hay que salvar al mundo. Es la imbecilidad de siempre, está claro. Pero pareciera que, dado el acento en los benditos efectos especiales, esto sería lo subsidiario, lo meramente anecdótico, cuando, antes bien, es el alma del film. Uno: el científico japonés (Ken Watanabe) muestra al militar estadounidense su reloj de bolsillo con la hora detenida en la explosión de... "Hiroshima", le dice. El yanqui mira mudo. Dos: el marine recupera su muñequito de juego infantil al visitar las ruinas de su casa japonesa, para luego regalarlo al niño haitiano perdido, al que devolverá presto -sin necesidad de revelarse como responsable a sus padres. El muñequito, desde ya, es un soldadito. Tres: el marine está desconcertado; mira a otro marine para saber qué es lo que sucede, éste le responde: "Ahora cazamos monstruos". Cuatro: su esposa es enfermera o doctora o algo así, esto es, otra elección de vida abnegada. Cinco: Papá, mañana vas a estar en casa?; papá marine, qué ejemplo. Seis, siete, ocho, y así. ¿Y Godzilla? Extraordinario, nunca tan verazmente destructor para el verosímil de determinado cine; es decir, un cine que nada tiene que ver con el Godzilla de origen: goma espuma, Tokio de maquetas, serie B, complemento de matiné. Ni qué decir sobre lo que le moviliza en tanto monstruo, consecuencia de tests atómicos y bomba nuclear. Con qué tiene que ver este Godzilla? Con el otro bodrio estadounidense que se estrenó en 1998. Sólo con ese film se puede entender un diálogo afín; en tal sentido, la nueva Godzilla no hace más que remozar una misma mirada bélica, jactanciosa de sí misma, en franco diálogo con Transformers y similares. La película que no se llama Godzilla pero que tiene todo su espíritu es Titanes del Pacífico (2013), de Guillermo del Toro. La diferencia está en que se trata de un cineasta. Allí hay un placer lúdico que no necesita de correcciones políticas ni, mucho menos, de bajadas de línea. En Godzilla hay toneladas de edificios, tsunamis imparables, vómitos flamígeros, pero ningún cadáver a la vista. La muerte, ese gran personaje, acá bien escondidito, que no se note. Godzilla, un héroe para toda la familia.
Como arcilla entre las manos Ganadora del Oso de Oro en el Festival de Berlín, el film del rumano Calin Peter Netzer construye su trama de telaraña a partir de un accidente de tránsito, un episodio medular que asocia a la vez que desoculta -y miente- afectos, relaciones familiares y sociales. La mirada del hijo tiene su fuerza centrípeta en la figura férrea de Cornelia (la estupenda Luminita Gheorghiu), madre del responsable al volante: hijo de edad avanzada, mirada caída, como si de un sonámbulo se tratase. Para llegar a su punto crítico, el film mantiene un prólogo premeditadamente disperso, que permite entrever un añorado vínculo de madre. El accidente llega como noticia imprevista, para ella y para el espectador. El fuera de campo es total, no hay necesidad de descubrir en flashbacks qué es lo que sucedió, el hecho será mucho más sentido por las reacciones circundantes, por los pequeños datos que asoman. Lo que golpea rápido es el comportamiento estoico de esta familia con su hijo en apuros, quienes evidentemente saben muy bien dónde guardar sus afectos para priorizar lo que se debe: abogados, medicamentos, dinero, todas piezas de un ajedrez al que más vale agilizar. Ninguna lágrima, nada de caricias. Tampoco un mínimo de pesar por la vida que se ha perdido: la de un niño cuya familia es reverso social de la de Cornelia: ciudadanos de la periferia, de extracción humilde, sin contactos ni relaciones. El comportamiento de Cornelia es ejemplar: lo que sea por su hijo. Las fisuras son lo mejor del film. Allí cuando el hijo, siempre harto, cansino, da un portazo tras despacharse con su padre: "Eres arcilla entre sus manos" le dice a él. "Sí, eres arcilla", le ratifica ella a su marido. Las maniobras a atravesar no tendrán límites. Porque, como se dijo, cualquier cosa por un hijo. Además, es el único hijo. Ustedes tuvieron, al menos, dos; explica Cornelia a los padres humillados por "la voluntad de Dios". Éste es uno de los momentos más sorprendentes del film, donde se cruzan lágrimas, palabras, de un asidero flotante, cambiante, que obliga al espectador a estar más atento, a preguntarse qué es lo que de veras sucede. Por todo esto, la escena final es magistral. El espejo retrovisor del auto de Cornelia devuelve el diálogo entre su hijo y el padre del niño fallecido. Antes, él tuvo que pedir a su madre que le dejara bajar del auto. Para luego volver al mismo asiento de siempre, el de atrás. Como cuando era un niño, el de toda la vida. Sus lágrimas parecen ciertas. Las de Cornelia, en todo caso, son tan sinceras como se lo permite su amor de madre, amparado en su apellido de relieve y un ahorro en euros.
Manzana envenenada de blanco y negro El encanto de toda Blancanieves debe ser opacado, como corresponde, por el de su reverso, un personaje que condense toda maldad. En este caso, la malvada es Maribel Verdú, en blanco y negro, con intertítulos, y de manzana envenenada. La revisión del cuento Blancanieves no puede menos que estimular un diálogo cinéfilo entre tantas versiones, donde la mirada de Walt Disney ocupa el lugar de piedra de toque con su largometraje de 1937. Como mito, conoce una vivificación constante, que suma -con la película que aquí se reseña- tres ejemplos recientes, con mismo año de producción (2012): Blancanieves y el cazador, y Espejito, espejito, estos dos títulos repartidos entre un mundo adolescente pasteurizado y malvadas bien malas, de esas por las que bien valdría la pena ser castigado; a saber: Charlize Theron en el primer caso, Julia Roberts en el segundo. (Es inminente el estreno de Maléfica, con la villana Disney de La Cenicienta en la piel de Angelina Jolie; pero, a decir verdad, ¿qué villanía seductora podría esperarse de alguien con Oscar "humanitario" y colección de hijos coloridos?). Pero el caso de Blancanieves, segundo film del español Pablo Berger (Torremolinos 73), busca una fisonomía propia que le ampare de tanta variación apenas distintiva. En este sentido, su apropiación del cuento de los hermanos Grimm se españoliza y la localiza en la Sevilla de los años '20, entre plazas de toros y cine silente. Es decir, la propuesta encuentra pie en los recursos de la mímica, los intertítulos y el blanco y negro. Tal elección también le acerca a otras producciones, entre las cuales sobresale la oscarizada El artista(2011,Michel Hazanavicius). Pero también habrá que pensar en La antena(2007), donde Esteban Sapir recrea un mundo de cine entre sombras expresionistas y telepatía televisiva; todo un hallazgo por parte de su director, en una película que permanece como rara avis, sin ser lo suficientemente referida. Un mismo tono, quizás más aberrante, capaz de preñarse de sombras nuevas, amenaza en Las mariposas de Sadourní (2012), del rosarino Darío Nardi, premiado internacionalmente y con estreno pendiente en Argentina. El film de Berger, en tanto, juega con estas posibilidades pero con un potencial intrínseco que parece agotarse demasiado pronto. Como si la seducción inherente a las voces mudas chocara con un aletargamiento argumental pronunciado, que vuelve a la historia fácilmente accesible, sin nexo mayor con el blanco, el negro, y sus gesticulaciones excesivas. De todos modos, la propuesta es llamativa, indaga -con mayor y menor suerte- en los recursos expresivos elegidos, y fue saludada con el benéplacito de diez Premios Goya, entre muchos otros galardones internacionales. Ahora bien: la historia tiene eje en Carmencita (Sofía Oria), cuya madre muere tras el parto. Su padre, el gran torero Antonio Villalta (Daniel Giménez Cacho), permanece paralítico tras las paredes de una gran mansión. Su dinero ha ido a parar a las manos perversas de su enfermera, ahora esposa y, claro, madrastra de Carmencita. Bien, acá lo mejor, Maribel Verdú: de blanco, de negro, siendo retratada por un pintor -con su amante sumiso en cuatro patas-, encorsetada, escotada, con látigo, entre tules y manzana envenenada, pendiente de la portada de la revista social, pálida y carmín negro, émulo superador de Barbara Steele; como sea, Verdú es todo lo que se espera y, qué lástima, los momentos más escabrosos -los suyos, siempre- apenas se avizoran, cuando debieran ser mucho más explícitos y prolongados antes que esa vista espía, de cerradura insuficiente: ninguna mujer más mala que la Verdú, nunca madre, siempre madrastra, nunca esposa, siempre amante, toda ella es lo que todo cine quiere filmar. Además, se llama Encarna, hallazgo de nombre, capaz de conjugar dolor, placer, y alguno de esos misterios sufridos que guardan las estampitas. El contrapunto, níveo inmaculado, será Carmencita, ya crecida (Macarena García), cuya boca le salvará la vida: no por palabras, la película es muda, sino por ser el abismo de su rostro, donde elegirá hundir su lascivia el secuaz de Encarna. Los enanos aparecen al rescate, como compañía de tauromaquia ambulante. Carromatos donde estos siete conviven y suman a esta bella amiga con la cual celos y deseos se entremezclan. Es en este punto cuando la película de Berger se encuentra más cercana a Freaks(1932), la obra maestra de Tod Browning, así como al mundo marginal de la fotógrafa Diane Arbus. "Blancanieves" y su consorte recorrerán plazas de toros como si fuesen de juegos, para la diversión de la muchedumbre, para la admiración de sus encantos de mujer naciente, para el reencuentro -en última instancia- de Carmen con su historia, con su legado. Luego, la venganza de una Verdú que bien razonados tiene sus motivos, al atacar la dulzura, la ingenuidad, y la diversión negada que bien podría haber tenido Carmencita con sus siete compañeritos, en lugar de sublimar lo que se empeña en ignorar, entre tantos toros esquivados y olé, olé. Lo mejor del film, para este juicio, es su desenlace, un epílogo que funciona como cortometraje autónomo, entre fenómenos de feria, atracciones bizarras, presentadores gritones, miedos de cine. Como si toda la película hubiese sido necesaria para llegar a este momento, feliz (y triste). Antes la sombra taurina sobrecoge a Encarna. A no confundir, es lo que su perfidia hubo de buscar todo el tiempo, toda la película. Es su celebración final, el sacrificio personal último, la consumación total, disfrazada de ajuste de cuentas. Todo depende de dónde se sitúe el ojo de quien mira. El a través de la cerradura. Por todo eso, por tanta entrega -sin manzana, se sabe, no hay película- Encarna es mucho más que cualquier Blancanieves.
Un Hombre Araña para nada sorprendente Sorprendentemente previsible. Claro que no se trata de pedir demasiado donde hay tan poco. Como botón de muestra, ya fue suficiente con la entrega anterior, encargada de borrar de un plumazo al mundo arácnido pergeñado por Sam Raimi. Allí donde hubo juego de cruces entre cómic y cine, ahora hay una comedieta imbécil con dibujitos animados. En este sentido, El sorprendente Hombre Araña 2 parece partida al medio entre las secuencias reales y las animadas. Aún cuando éste fuera un rasgo ya preestablecido por Raimi, lo que había era carnadura fílmica: la composición de los personajes recaía en sus intérpretes, mientras los efectos digitales eran su consecuencia. El reinicio a cargo de Marc Webb (500 días con ella) es su reverso calculado: privilegio efectista y caracterizaciones sin alma (huecas, demasiado huecas). Si los momentos animados en el cine de Raimi eran remedo alegre de tardes televisadas con revistas colorinches, el caso aquí es el inverso: el Peter Parker y la Gwen Stacy de Andrew Garfield y Emma Stone semejan los más triviales momentos de cualquiera de las peores series de la TV teenager. Como si fuese Glee con la abulia maniquí de Dawson's Creek más la pizca infaltable de (un hiperkinético) Archie. Se podrá argüir que la relación entre ambos es traumática y que la película no lo esconde, y sí, es cierto. Todo lector del cómic sabe que a Gwen no le espera la mejor suerte y a ver cómo es que esta película se atreve con lo ya leído, allá lejos, en cómics circa años '70. Tal vez, pero no lo parece, aplaque esto un poco la correría de tonterías que el Parker-Araña de Garfield dice y hace sin freno. La composición de Jamie Foxx, en tanto, es la de un cuerpo troquelado, cuyo rostro ha sido superpuesto sobre el resto de Electro, su personaje villano. Sus maneras impostadas sólo son superadas -en su profundidad fingida- por las sonrisas en pose de Dane De Haan, el Duende Verde. En serio, ¿hacía falta un realizador sensible a las boberías adolescentes de cuño publicitario? Pero así las cosas y otra película de superhéroe más dentro de lo que ya debe asumirse como la edad infantiloide de Hollywood. Un retroceso que nada tiene de trivial sino, antes bien, de empresarial. Porque no se trata de films construidos para públicos juveniles, sino pensados para una mentalidad infantil, más allá de toda edad. Situados en un limbo de nadería donde la sobreestimulación golpea rápido y no deja huella. De tal manera, el otrora luminoso paladín aniñado, de trazos ágiles (Steve Ditko, qué placer), relegado entre sus pares, con un poder a cuestas y persecución mediático-policial, ha relegado sus pesares para ser el símbolo de paz y todo eso que la gente neoyorquina espera encontrar. De sorprendente, ya nada.
El arca y los animalitos obedientes Pocos momentos más lamentables -por didáctico, moralista, reaccionario, lleno de "mensaje"- del cine último como el montaje por asociación entre la familia de osos -entre otros animalitos- y la de Noé, reunidos tras el diluvio. Es decir, si Hollywood es decadente, Noé lo rubrica, a la vez que expone el gesto genuflexo de su realizador, Darren Aronofsky. La propuesta de Aronofsky ubica la historia bíblica de Noé y su arca en un contexto cinematográfico de eco fácil con ejemplos cercanos. Es decir, aún cuando (la cada vez mejor) Emma Watson ya sea de un espíritu ajeno a la serie Harry Potter, su presencia la vuelve nexo ineludible, junto al leit motiv juvenil, con barbas prolijas y miradas publicitarias, que cunde entre tanta novelita sobrenatural. El Noé de Russell Crowe se mueve entre estas aguas, de reconocimiento rápido para el espectador. En este sentido, la apariencia "Señor de los Anillos" que la película propone, no llama la atención, sino que opera en relación a lo señalado. Hay un mundo de cine de fantasía (digital) al que este profeta viene a sumarse. La obra de Tolkien, a su vez, no deja de ser lugar de encuentro perfecto, dado su catolicismo asumido. El film de Aronofsky lo expone en sus ángeles petrificados, caídos y monstruosos, ayudantes de Noé en la construcción del arca, así como en los travellings aéreos, que remedan la Nueva Zelanda, "postdiluvio", de Peter Jackson. Dado el cariz fantástico, Noé plantará una habichuela mágica con la que encontrar, entre tanta desolación, un bosque que talar. Quien mete la mano en esto es el legendario Matusalén (Anthony Hopkins), su abuelo, quien guarda secretos de tiempos del Edén así como gestos y rituales conceptivos. Que la pátina mágica se cuele en el relato es, dado el caso, lo mejor. Pero, de manera acorde con una sapiencia conciliadora, la prédica final habrá de volver coherente el mito bíblico con el ejercicio de la razón. Este es, justamente, el relato que Noé hace a sus hijos, el de la creación, el de los siete días, mientras el montaje apela a nociones visuales cercanas al Big Bang, a la teoría de la evolución, y a la comprensión de que "allí donde se dicen tantos días en realidad se apela a muchísimo tiempo". Llegado este punto, nada más fácil que explicar acerca de la maldad de los hombres, de los peligros ecológicos, y de una primera oportunidad perdida. Es increíble que se trate del mismo realizador de Réquiem para un sueño (2000), allí donde los vínculos se disgregaban porque nunca nada es demasiado fácil, los gritos de ayuda suelen ser ignorados, y quien vive una adicción sobrevive a un infierno. Sin arcas salvadoras a la vista.
La dura fragancia del recuerdo Con El pasado se produce una réplica inevitable con La separación (2011), anterior film del iraní Asghar Farhadi. Nuevamente la problemática de pareja, ahora desde el nexo y desunión entre París e Irán, entre Marie (Bérénice Bejo) y Ahmad (Ali Mosaffa). Ella le solicita venir para el divorcio. Le hospeda en su casa -no le reserva habitación de hotel-, donde Ahmad descubre la nueva pareja -e hijo putativo- de Marie, junto a un tiempo que ha transcurrido y alterado la convivencia entre ella y su hija mayor. Ese lapso sucedido, hiato desde el cual el film elige iniciar y eclipsar, esconde demasiado. No sólo entre ellos, sino también desde lo supuesto entre Marie y su nuevo prometido, Samir (Tahar Rahim, mismo actor de la formidable Un profeta). Lo que se antoja como demasiado complejo, entre tantos personajes, historias compartidas y desunidas, entre hijos cuyos padres y madres oscilan, de a poco sintetiza en algo mucho más profundo, que rebotará una y otra vez en lo sucedido, en lo pasado. Cada una de las acciones, en cualquiera de los personajes, permite su contradicción. Marie aloja absurdamente a su ex en su casa, las peleas tiñen en risas de melancolía, los amores encontrados no pueden jactarse de auténticos, los padres y madres cambiantes tampoco. Si cada uno de ellos queda atrapado en una espiral sin fin, entre todos ofrecerán imágenes de referencia mutua. Marie entre Samir y Ahmad, tironeada. Pero también Samir entre Marie y su esposa, en coma, luego de un intento de suicidio. Cada una de las piezas esconde subtramas, todas tan importantes porque ninguno de los detalles es, por pequeño, menor, sino decisivo sobre lo que sucedió y, sobre todo, habrá posiblemente de ocurrir. Ahmad se encuentra en una telaraña mucho más compleja que la solución supuesta por el trámite de divorcio. Ningún papel termina definitivamente con nada. Y él, de todos modos, tampoco renunciará a pasar unos pocos días en una casa donde supiera vivir, donde ahora mora otro. Será padre de quien no lo es. Será pareja de quien ya no lo es. Será confidente y consejero. Y cuando sea momento tal vez oportuno de abrir un poquito aquel pasado, mejor cerrar la posibilidad, dejarlo allí. Como si fuese asunto concluido, mientras todo demuestra lo contrario. En este sentido, el desenlace que el film elige es notable. De ninguna manera debe leérselo como nota literal sino, antes bien, como nota poética. El gesto último del film no es tanto lo que muestra, es lo que sugiere. El perfume de una fragancia puede ser más fuerte que cualquier otro remedio. Puede sanar pero, aludida la contradicción, también enfermar. El recuerdo, justamente, es también un perfume. El pasado, una tenaza.