Los juegos del hambre y del tedio Ante los pésimos ejemplos, mejor los buenos. Porque nada que se proponga, megalómanamente, En llamas no ha sido abordado antes por el (buen) cine de géneros. Que su realizador, Francis Lawrence, sea uno de sus exponentes actuales, no hace sino evidenciar lo que no hace falta explicitar; a saber: Constantine (2005) con Keanu Reeves y Soy Leyenda (2007) con Will Smith, contracaras -conformistas, bienpensantes- de sus fuentes originales: el cómic de Alan Moore/Delano/Carey (y tantos guionistas como dibujantes más, entre estos últimos el rosarino Marcelo Frusin), y la novela insigne de Richard Matheson. Tampoco es que se le deba pedir nada extraño a un realizador que de autor nada, sino antes bien engranaje de películas sin alma, falsamente oscuras, mentirosamente provocadoras. Se excluye del comentario a las novelas de Suzanne Collins, quizás algo más perturbadoras, si bien con deudas evidentes hacia Battle Royale, novela del japonés Koushun Takami, devenida manga y películas. La premisa de En llamas es otra vez (más de) lo mismo. Vuelta al ruedo en este enfrentamiento mortal dentro de un escenario falsamente salvaje, organizado como set televisivo para el consumo idiota de las masas. El futuro ha caído, y el estado de sitio es una costumbre que, de olvidarse, rápidamente se recuerda con golpes, saqueos, torturas y programas de tevé. La referencia hacia este tipo de contenidos, que la televisión actual hace proliferar de manera normal, es evidente. Cada uno encontrará el paralelo que más o menos le guste. Ahora bien, que ello constituya per se una mirada crítica, disfrazada de relato de aventuras pre-revolucionario, es por lo menos un disparate. En este sentido, Katniss (Jennifer Lawrence) habrá de sobrellevar la más pesada de las cargas, sometida como se encuentra entre las exigencias del Presidente (Donald Sutherland), el rating, los amores contrariados, y la miseria de la gente ("su gente"). Violencia y atropello que no podrá eludir y que le llevarán -promesa de una tercera parte- a tomar las riendas del asunto. Como la líder que está destinada a ser. Porque, como de costumbre, nada más preciado que la figura mesiánica, capaz de redimir, salvar, exorcizar, y todo eso. Qué lejos de algo parecido, dado el caso, proponía la notable The Truman Show (1998), de Peter Weir, con su revuelta irónica. O antes bien, la lamentablemente profética Network, poder que mata (1976), de Sidney Lumet. Por último, el gran ejemplo. Lo que significa que, antes que líderes salvadores o promesas de bienaventuranzas, mejor pelear con Rody Piper y sus lentes negros a lo largo de las calles, infestadas por extraterrestres burgueses y publicidades subliminales, de They Live! (1988). Pero es John Carpenter, es un cineasta.
El mundo del dinero y su subsuelo del crimen Es un placer denso, siniestro, el que recorre el realizador Ridley Scott durante 120 minutos monocordes, de diálogos abultados, con sabor de abismo. La sonrisita que dibuja el rostro de Michael Fassbender, el abogado del título (o mejor, el "consejero" -the counselor-, sin otro nombre que le refiera), se desdibuja de a poco, junto con un mobiliario blanco, bien pulcro, de auto y trajes lujosos, con esposa a punto de estrenar (Penélope Cruz), que serán antítesis para las paredes descascaradas, para el vaho fétido, que inevitablemente sobrevendrán. Porque las alertas están dadas, varias veces, a través de los oráculos del tema. Allí, entonces, el incomparable Reiner (Javier Bardem) o el huidizo Westray (Brad Pitt). Dos de los reiterados personajes que el "counselor" habrá de sobrellevar para saber cómo "invertir" en el negocio del narcotráfico. Mientras tanto, los leopardosmascotas entretienen a sus dueños al cazar liebres: movimientos admirables, instintivos, impiadosos. El escenario es el de la zona fronteriza entre Estados Unidos y México, con Ciudad Juárez como lugar nodal. Línea difusa que es mucho más, nolugar que es ámbito para una contienda mayor, que trastoca en juego con la ley, con la profesión misma del "counselor" como paradoja en acción. Misma zona de introspección que Orson Welles tematizara en Sed de mal (1958). La frontera, así, es algo mucho más profundo, y pone que jaque a los contendientes, entre ellos y consigo mismo. Ahora bien, una vez dentro del juego, ya no hay vuelta atrás. Que los diálogos de El abogado del crimen sean profusos, es cierto. Y todavía se tienen ganas de más. Quien está detrás de ellos es la pluma de Cormac McCarthy, el novelista (Sin lugar para los débiles, La carretera) devenido guionista, a las órdenes del gran Ridley Scott. Porque se trata de una de sus mejores películas, en mucho tiempo. Cerebral, impiadosa, con capacidad para ramificar desde puntos suspensivos. Es decir, una vez dentro de este otro mundo, lo que se entabla es otra realidad. Con otros parámetros, con otras reglas. Si bien distintas, las dos realidades se requieren. La plata del abogado -y todo lo que él representa- es causa, es consecuencia, del submundo donde quiere participar. En algún momento alguna manifestación se cruza por entre las calles violentas y la noche. Se pide por justicia. Porque hay muertos sin explicación, porque hay desaparecidos sin investigación. Por allí deambula, sin saber bien qué hacer, el "consejero". Como si nada de eso tuviese que ver con él. Mientras tanto, los movimientos, cada zarpazo, son obra del cálculo. Hasta que la víctima finalmente cae. Y la historia criminal, de cine admirable, puede volver a iniciar.
Brujas españolas que quieren dominar el mundo Sin complejos varados entre la corrección e incorrección, el cineasta Alex de la Iglesia se divierte mientras perfila hombres sometidos y mujeres caníbales durante el robo, fuga y pelea maléfica, de Las brujas. Entonces, como momento diáfano dentro de un cine donde el corsé de lo que puede decirse y cómo es regla, qué mejor que dejarse llevar en esta huida demente, con alianzas de matrimonios fallidos como botín. Es cierto también que, cultor como es de un cine de premisas atractivas, de la Iglesia culmina por desbordar hacia la montaña rusa. Sea El día de la bestia, 800 balas o Balada triste de trompeta, lo que guía al argumento deriva en una acumulación de situaciones absurdas. Con Las brujas sucede otro tanto. Pero, de todas maneras, lo que asoma ya es un rasgo de cine, tan personal como esperable. En este sentido, Las brujas no podía ni debía quedar relegada, y es así como se llegará a descubrir, sobre sus minutos finales, a la gran... madre de todas las madres (o algo así), rodeada de vítores lúgubres y chillidos histéricos. Pero antes de llegar a este aquelarre verdadero, a este festín femenino/feminista, hay toda una progresión más disfrutable, contenida en los diálogos masculinos, en los problemas compartidos, en las desgracias sufridas por las relaciones con el sexo opuesto. Mientras tanto, eso sí, hay un robo. Con un taxista como rehén, finalmente aliado. Uno más para la causa masculina. E infructuosa. Porque por más huida feliz que de la policía se logre, lo que a los cuatro les espera (es que también hay un niño, no por ello menos hombre), es sobrevivir al pueblo de Zugarramurdi, allí donde las brujas habitaban y todavía. Con Carmen Maura como líder de un séquito repartido entre la madre, la hija, el sirviente -un Igor en toda regla- y tías y parientes y amigas portadoras de las más variadas maneras de someter al macho odiado. Hasta el gran Carlos Areces -uno de los "azafatos" de Los amantes pasajeros- es una de ellas. Si en Antes de la medianoche Julie Delpy y Ethan Hawke se devoraban entre réplicas, habrá también de situarse en mismo rango y honor los reproches que son discusión entre Hugo Silva y la bruja que es Carolina Bang. Bruja de nombre Eva. Mientras el personaje de Silva se llama José. Quien apenas horas antes se disfrazara de Jesucristo para robar en la casa de empeños. Es decir, un Cristo a los tiros y blasfemando, así como a los besos y entredichos -que confiesa no terminar de entender- con la brujísima Eva. ¿Qué tal? Si la citada película de Almodóvar aparece como uno de los últimos títulos del cine español dedicado a mirar, con sorna y alegría, la propia realidad del país, con Las brujas sucede otro tanto. Aquí desde la imaginería del cine de terror. Género que supo ser norma cinéfila durante los años franquistas. Humor negro, entonces, para un presente que duele, y desde un cine que evoca otros tiempos, también negros.
Cuando el mundo desaparece El sabor de la guayaba es inolvidable. Tiene gusto a recuerdo de infancia. ¿Dónde conseguir guayabas que no se haya llevado el tiempo? Quizás éste sea uno de los móviles que guarda el mismo realizador, Maximiliano González, oriundo de Puerto Iguazú, a la vez que de afectos cercanos a Rosario, donde cursara sus estudios de cine. En el fruto se intuye un vínculo de afecto, también de desarraigo. A Florencia (Nadia Ayelén Giménez) la guayaba se le deshace entre las estrellas que solía compartir con su hermano pequeño, durante las noches límpidas, en las afueras de Puerto Iguazú. Un ritual que soñaba mañanas, promesas. Ahora dibujadas en el techo de un cuarto putrefacto, donde sus 17 años reiteran otro ritual, el de su cuerpo vejado, ultrajado, víctima de la trata de personas. El film de González se introduce en este otro mundo que no se sitúa en confines exóticos, sino apenas a kilómetros de donde se dormía, vivía, quería. Una propuesta de trabajo que no era, el convencimiento de una familia humilde, la desaparición del mundo tal como se lo conocía. Situación que La guayaba expone desde el cruce de un umbral, la transición hacia el otro lado del espejo, una frontera que se atraviesa para no volver atrás, en donde los ánimos cambian, los rostros se enrarecen, la violencia aparece. Si las noches eran idílicas, asociadas con el silencio de los sueños, ahora se convierten en una sola e interminable. Paredes adentro -entre chicas de suertes similares, víctimas todas de un entorno hediondo-, de a poquito se le dibuja a Florencia el rostro de su nueva casa, con sus cancerberos e inquilinos. Lo que a ella se le borra de una vez y para siempre es la sonrisa. Hasta que un accidente automovilístico sucede, y un rostro le queda grabado mientras curiosea. No sólo a ella. El relato de La guayaba se asume, por momentos, desde un cuidado que casi atenta con el verosímil construido. Frases y réplica de diálogos que aparecen sin nexo con el entorno, dichas para el espectador. Destaca Marilú Marini, capaz de internalizar un umbral que espeja, encarnado un límite que enhebra lo que sucede con lo ya vivido. No es la única, también está allí el "Oso" (Lorenzo Quinteros), cuyos conocimientos médicos han sido útiles en épocas pasadas, con torturas parecidas. Ahora dedicado a anestesiar y drogar niñas. Entre los dos hay miradas, y alguna exclamación que dice mucho sin necesidad de aclarar. Allí se cifra lo terrible del asunto. Y aún cuando Florencia pueda recuperar su vida arrebatada, la sonrisa le queda como un recuerdo ido.
Como esas estelas hipnóticas de sangre blanca El cine es un arte sensorial, estimulante, capaz de provocar efectos imprevistos, poéticos, abstractos. El cine de Wong Kar-wai conoce mucho de estos aspectos. Si se trata de pensar rápidamente cuáles de sus películas han dejado un recuerdo encantado con toda probabilidad aparecerán Happy Together y Con ánimo de amar. Con mayor y menor fortuna, su obra ha transitado un mismo sendero de búsqueda estética, de placer visual, de maneras formales ya características: planos bellos de por sí, con un trabajo de luz que destaca detalles, con variaciones de velocidad en los movimientos y el consecuente falso raccord; en suma, un montaje rítmico donde, podría pensarse -y quizás sea éste el caso de 2046, su continuación de Con ánimo de amar- la belleza visual corre el riesgo de situarse por encima de lo que se narra. Por eso mismo, lo extraordinario del realizador hongkonés ocurre cuando, mientras poetiza y abstrae, cuenta una historia. Y lo que se cuenta en El arte de la guerra es la historia de vida de Ip Man, de quien sobresale como comentario anecdótico -que habla por sí mismo- haber sido el primer maestro de kung fu de Bruce Lee. El film se sitúa en el período previo, en donde Ip Man aparece como síntesis de su contexto, con la Segunda Guerra como telón de fondo bestial. Pero lo que de veras importa, aquello sobre lo que la película dice, como en tanto cine de Wong Kar-wai, es acerca de la relación no consumada, melodramática, de una pareja. Entre Ip Man (Tony Leung) y Gong (Ziyi Zhang) se construye el lugar que el film es: miradas, deslices, decires, que se reprimen desde los lugares sociales que se ocupan o desde la disciplina marcial asumida. Cuando el kung fu los convoque por vez primera, la pelea será una danza de seducción, una sucesión de caricias disfrazadas de golpes, un beso que no es más que su imposibilidad. Pelea que es el nudo del film, y que explica la necesidad de las demás escenas de lucha, previas y posteriores, que la película propone. Cada una, una experiencia a disfrutar. En este sentido, podría situarse a El arte de la guerra en un lugar a ocupar junto a otros films como El tigre y el dragón (Ang Lee) o la trilogía de Zhang Yimou, pero con la diferencia distintiva que significa la poética del realizador. Las artes marciales son parte del espectáculo que la película de Wong Kar-wai propone, pero también, y sobre todo, expresiones sentimentales, plenas de odio, amor y venganza. Una de las mejores será el prólogo que supone el enfrentamiento prometido entre Gong y el traidor a su familia: en el andén de la estación ferroviaria, entre la nieve apilada y su caer, con una espada que traza heridas en los abrigos abultados, para que las estelas del algodón interno dibujen bellísimas líneas de sangre blanca. Algo parecido a la hipnosis sucede mientras la acción transcurre. Para salir del letargo, la película debe terminar. Lo que culmina por demostrar que Ip Man es lo que se vio: una confusión histórica y mítica, el mejor de los héroes de una película de artes marciales, y apenas otro de los personajes sentimentales en la filmografía de este notable cineasta.
Esa fascinación por la superficie de las imágenes Desafectada, superficial, desangelada, cada una de las imágenes de Adoro la fama no puede ser de otra manera, porque así son también sus personajes. Adolescentes de hablar impostado, que están todo el tiempo en pose -atentos a cómo mirar, peinarse, vestir, fotografiarse-, sin tacto compartido, con la energía sexual sublimada en los nombres de las marcas de ropa, con la mirada futura depositada en alguna carrera dedicada a la moda y sus pasarelas o en la administración de empresas: de ésas que, como dice (la admirable) Emma Watson, permitan liderar para hacer cosas buenas, como lograr la paz o ayudar a niños hambrientos. Es tan ridículo lo que se les escucha decir que vale entonces prestar atención al mundo adulto que les rodea: nada diferente, si bien la mayor parte del tiempo ausente. Los adultos de este barrio acomodado de California apenas sobrevuelan por las vidas de estos pajaritos, encerrados como están en sus jaulas de oro. Preocupados por conocer -y robar- las mansiones de sus adorados dioses: Paris Hilton, Orlando Bloom, Megan Fox. Se meten en sus casas con una facilidad pasmosa, y deambulan por un narcisismo fascinado en forma de almohadones y cuadros con el rostro divino (de Hilton), indagan entre los armarios de ropa, los calzados de pares interminables, el dinero escondido (curioso el detalle del cofrecito pequeño, como el que atesoraba el Fagin de Dickens, y que se reitera como figura en las mansiones profanadas). ¿Cómo es que pueden ingresar tan fácilmente? ¿Y por qué no? Es un gran barrio privado, amurado en su clase social, donde todos son tan adinerados como todos. Así, las casas guardan sus llaves de ingreso bajo la alfombrita o dejan sus coches abiertos en medio de la calle. Porque, ¿quién va a robar qué y a quién? Adoptado el robo como práctica, nada tiene de transgresor o provocador. Sino, antes bien, de gesto de admiración. Un hurto realizado con el cuidado suficiente, como para no alertar sospechas, como para participar desde el gesto frívolo y acercar la vida soñada. Pero, la verdad, de sueños nada. En todo caso, fotografías para el facebook. Conexión virtual sin necesidades anticonceptivas. Mecanismos de control cuyas imágenes, finalmente, autoincriminan. Pero ¿cómo resistir la tentación de mostrar la ropa, los adornos, las carteras, los zapatos? Sofia Coppola desliza su cámara sobre la epidermis de estas futuras cáscaras de camas solares. Y siente pena por ellos. Porque son los que podrían -pero no lo parece- hacer algo distinto. Dentro de la mansión de Audrina Patridge, por ejemplo, los chicos corretean y tocan y roban dentro de un único plano, capaz de mostrar la casa completa, vidriada y semejante a una casa de muñecas. Un acto delictivo cuya picardía está apagada, apresados como se les ve dentro de un mundo donde piden, paradójicamente, querer siempre estar.
Un capitán para nada triunfalista Ver una película de Paul Greengrass se parece a ese placer (casi) perdido de disfrutar, ni más ni menos, de un buen relato. Greengrass es un gran narrador. Artífice fundamental de la tríada Bourne, responsable como lo fue de la segunda y tercera partes, absolutamente superiores a la primera así como definitorias de una delineación renovada dentro del cine de acción y espionaje. El eco se sintió en el nuevo Bond, mientras las películas posteriores del director -Vuelo 93, La ciudad de las tormentas- lo han envuelto de un aura que remite, por momentos, al estilo rudo, viril, nervioso, del mejor John Frankenheimer (El embajador del miedo, El tren). Capitán Phillips se suma como ejemplo notable. Desde una lectura apresurada, podría pensarse en una recreación patriota e insoportable de los hechos ocurridos en 2009, cuando el buque carguero del capitán Richard Phillips fuera abordado por piratas somalíes. Pero lo mismo pudo decirse -y nada de eso finalmente fue- de Vuelo 93 y su recreación del 11-S. Por eso, el espectáculo está servido. Es decir, si hay piratas, será porque Capitán Phillips es una película de piratas. Claro que somalíes, pobrísimos, indigentes. Armados hasta los dientes con lo que roban o encuentran. Y con una cadena de mandos tan fantasmalmente siniestra como a la que responde el mismo Phillips (Tom Hanks). Tales asociaciones, Greengrass las plantea desde diálogos sesgados, cuando los militares ordenan detener, como sea, el avance de la embarcación en la que escapan los somalíes. Allí dentro también está Phillips, su rehén. Y si bien el destino final se sabe, nada habrá de victorioso en su desenlace, menos aún cuando las fuerzas abocadas al cumplimiento de la misión estén graficadas -vía Greengrasss- desde un espesor estatuario, de mastodonte, como máquinas humanas sin sentimientos, que velan por la seguridad estadounidense. Que el pirata -escuálido, herido, muy pobre- quede en sus manos provoca, cuanto menos, escalofríos. Pero para llegar a tal instancia, primero el derrotero gradual, in crescendo, con una tensión que no duda en ser contrarrestada con reclamos sindicales, miedos personales, vidas en juego, egoísmos. En medio de todo ello, el gran Tom Hanks, aquí y por fin, en un papel que le sienta perfecto, con una presencia en pantalla que sabe cómo jugar miradas cómplices, sustos, la desesperación, las resoluciones. Aún cuando hay un lamento que pide por la familia, el Capitán Phillips de Greengrass no tendrá ninguna imagen final de reunión cálida, con banderas que flamean o cosa parecida (como sí lo hace Affleck en Argo), sino una intuición de desdicha, de escenario global desesperado, en donde unos piratas raídos y descalzos, saben de memoria cuál frase en inglés deben pronunciar: "No, Al Qaeda! No, Al Qaeda!".
Espacio para la autoayuda El acento desmedido -como siempre, publicitario- que se hace sobre Gravedad, película del a veces notable Alfonso Cuarón (también autor de obras como Y tu mamá también, Niños del hombre) es un grito de coyuntura, que hace del film algo a distinguir entre lo mucho -más bien, poco- que el mainstream ofrece. Un film desarrollado entre dos personajes con el espacio como telón de fondo no es asombroso, sino elección dramática que bien podría cubrirse de cualquier otra investidura escénica. Aquí se elige el espacio. El asombro, en todo caso, vendrá dado por la extraordinaria gracia técnica que Cuarón exhibe. Algo de suyo propio, que ya se sabe y que aquí explota de forma todavía más coreográfica, con planossecuencia interminables, sujetos a una previsión calculada. Es decir, nada está fuera de lugar en ninguno de los planos o movimientos de cámara de Gravedad. Por ejemplo, una lapicera danza reiteradamente ante la cámara. La cita es hacia 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Pero nada más que eso, una artimaña superficial, de rasgo apenas metatextual, junto con otras de índole religiosa, idiomática o "pop" (véase Marvin el Marciano). Si nada está fuera de lugar, si todo está premeditado, el impacto también: atención al después de, justamente, Marvin el Marciano; o al lugar que ocupa el matafuegos. Vale decir, hay una construcción formal que lejos está del intimismo de 2001... o de Solaris, sino más cerca de una carrera a contratiempo. Cómo llegar al desenlace antes de que, por ejemplo, se termine el oxígeno. No es que a Gravedad se le pida algo distinto; es parte de un cine de géneros que, eso sí y hace tiempo, tuvo en Hollywood momentos de gloria. Encallado ahora en la espectacularidad de lo que se ve, en la banalidad de lo que se propone. En un 3D de autoayuda. Por ejemplo: hay una escena crucial, de diálogo, que no es lo que parece pero sí. Es decir, si lo visto en esta escena hubiese sido cierto, Gravedad sería una cursilería. Como la develación lo desdice, parece un giro acertado. Por eso mismo, Gravedad es cursi. Como corolario, el film arriba a una síntesis evidente, que remite a los cuatro elementos. No se trata de que el cine de géneros no pueda plantearse algo semejante, sino cómo se lo plantea. El increíble hombre menguante (1957), de Jack Arnold, es uno de los mejores ejemplos. Nada de ridículo hay en un gato que persigue a un hombre diminuto. Mucho menos en su desenlace. Mientras que sí en las palabrerías de ciertos manuales de instrucción, preocupados por enseñar acerca de cómo vivir mejor.
La encantadora sencillez de Starlet El contrapunto de edad desde el cual Starlet se construye deja entrever un espacio justo como para que sus intérpretes acepten el desafío. Una joven actriz (porno) y una anciana solitaria en Los Angeles. La mediación, la relación, se concreta a partir de un termo que la primera compra a la segunda. Y la sorpresa tiene que ver con el dinero que allí estaba escondido. Una especie de MacGuffin del cual el realizador Sean Baker se vale para ahondar en esta (im)probable amistad. Cuando el acercamiento se produce, cuando las sospechas comienzan a desaparecer, el encantamiento de estar filmando algo cierto asoma de modo fulgurante en Starlet. Por eso, las caracterizaciones de Dree Hemingway y Besedka Johnson son fundamentales. Hay una simpatía -de actriz a actriz- que se comunica. Jane (Hemingway) es toda frescura, de sensualidad despreocupada, con piernas tan largas como su delgadez. El afecto por Sadie (Johnson) aparece de modo imprevisto, como si se tratara de una señal implícita en el dinero encontrado. En este sentido, el guión de Starlet tiene una construcción muy precisa. El dinero, se sabe, es móvil siempre eficaz, y será éste quien ronde, desde la preocupación, entre todos los personajes. Si Jane es en algún momento oportunista, será luego considerada (o algo así), mientras el rol que le cabe a Mellisa (Stella Maeve), su compañera de cuarto, es el más difícil de agradar, a quien más rápido habrá de atribuírsele determinadas responsabilidades. Tales cuestiones la película las plantea desde espacios en blanco que tardan en completarse. Son suspensiones en la acción, que escriben interrogantes que en algún momento se resuelven. Mientras tanto, la sospecha oficia activamente en los espectadores. Porque cuando se trata de dinero, nadie es ajeno. Ahora bien, el cine de Baker apunta a lo que sucede de manera más profunda, con una sencillez que tiene momentos bellos. Si las miradas pícaras, de hablar arrastrado, de Jane, desprenden seducción rápida -como la promesa que también es para el cine porno, las réplicas de Sadie no son menos atractivas. La caracterización de Besedka Johnson -descubierta por el cineasta, fallecida hace unos meses- es maravillosa, capaz como es de depositar su mirada allí donde nadie pueda observar sus ojos, mientras espacia las frases y finalmente profiere algún grito de hastío. Eso sí, cuando murmura apenas un "mmmm...", la sonrisa se le escapa de las comisuras de los labios.
Una forma de pensar que sigue ahí Que Wakolda, la tercera película de Lucía Puenzo, transcurra en las inmediaciones del Bariloche de los '60, entre nazis refugiados, es la anécdota (tenebrosa). Excusa que permite situar la acción históricamente (veramente), pero más aún como disparador de lazos que circulan hacia el presente. En este sentido, antes que una película sobre nazis, Wakolda es una película sobre lo nazi. Para llegar a esta abstracción, es decir, al concepto, el film de Puenzo cuenta su historia a la manera de una fábula: entre bosques, una niña, el lobo feroz. Ella es motivo de fascinación del médico de identidad escondida -se trata de Josef Mengele (Alex Brendemühl)-, quien buscará distintas maneras para acercarse. A la madre (Natalia Oreiro) a partir de su embarazo, al padre (Diego Peretti) desde su fascinación por construir muñecas: todas únicas, pero la tentación aparece. Señalar sobre la actuación sobresaliente de los intérpretes es atinado; pero mejor será pensar en cómo los retrata el cuadro cinematográfico, en cómo se les articula desde el montaje. Así, los cuerpos de Oreiro y Peretti son materia a examinar, a fragmentar, sinécdoques de sí mismos. La cámara de Puenzo los recorta, tanto como a las muñecas su padre diseñador, como si se practicaran las experiencias descriptas entre las páginas del cuaderno de Mengele. Por eso, el delineamiento narrativo, la progresión dramática, son aspectos que se sienten -se disfrutan-, desde una puesta en escena conciente, que sabe hacia dónde dirigirse. El desglose de personajes en Wakolda es consecuente, como no podía ser de otro modo, con el parecer físico de quienes interpretan. Oreiro como la muñeca bonita, de hablar alemán, educada allí donde también enviará a sus hijos; Peretti, preocupado por el corazoncito de la muñeca que diseña, es el rostro de nariz grande: también, como seña física similar, el rostro de Elena Roger en el de la bibliotecaria del colegio. Un desliz de -poca o mucha- lucidez se atisba en ambos. La bibliotecaria sabe dónde se guardan ciertos libros, pero la consulta requiere de una palabra mágica (Übermensch). Acceso privilegiado, que tiene sus cancerberos: hay secretos enterrados en forma de libros, de un rostro vendado, o de un búnker destrozado. También dentro de cajas con fotografías viejas, que la madre guarda celosamente. La nena protagonista, Lilith (Florencia Bado), ha tomado conciencia de su estatura baja. En el colegio, uno de los nenes la ayuda entre las miradas ajenas. Y le explica: "es un juego", mientras la mirada de los pequeños evalúa con números el desfile de sus compañeritas durante la natación. Ellos, también ellas, felices de numerarse. Que Wakolda sea sobre Mengele es lo más pero menos importante. Lo que termina por asomar -en un plano detalle justo, en la incisión de navaja sobre el marco de la puerta, donde los centímetros rubrican su razón valedera- es el despliegue de una manera de pensar que está, que anida, que siempre espera.