Las melosas aventuras del empresario iluminado Inevitablemente, la película sobre Steve Jobs finalmente es. ¿Y qué es? Una algarabía sin disimulo hacia el genio detrás de Apple y Macintosh. O también: un film dedicado a celebrar con buena memoria al gran empresario. A diferencia del abordaje expuesto por David Fincher en Red Social (2010), con Mark Zuckerberg como figura eje pero también excusa desde la cual localizar una transición de época, en donde Facebook aparece como bisagra -extraordinaria pero delatora-, en Jobs el planteo se reduce al recorrido almibarado, idealizado, sobre su personaje emblema. En este derrotero, el Jobs de Ashton Kutcher -de poses y andar miméticos con el original, sin matices, sin dramática- se corresponde con una película preocupada por trazar el recorrido de un iluminado, de un marginal provisto de ideas para el mañana, casi imposibles. Manipulador, obsesivo, seguro de sí, inclemente pero genio. Ah, y gran empresario. De esta manera, con referencias puestas en su caminar descalzo y las prédicas de gurú de los '70, más el ácido y la comprensión de unos padres siempre amables (mamá tiene lista la fruta para el nene, papá el garaje donde éste arme sus juguetes computarizados), Jobs sobrevendrá como líder de un grupo de "marginales" que tomarán por asalto el mundo de las computadoras personales. Pero nada es tan fácil, harán falta mecenas y también algún demonio; aquí entonces: Bill Gates. La exposición argumental es tan sencilla, banal, didáctica y babosa por la figura que reseña, que mal podría pensarse en un retrato de vida que exponga fisuras, sino en todo caso en la plasmación de un "visionario", de alguien que ha "cambiado el mundo", cuyas armas hubieron de asomar desde el empeño, la persistencia, etc. Para arribar, por último, al panteón mayor: el éxito económico. Porque la película es esto y nunca otra cosa. Exito económico. Jobs es quien es porque hizo ganar dinero. Y el slogan final de la película lo corrobora. Slogan y no frase cualquiera, porque se trata de un film eminentemente publicitario, enamorado de la lógica a la que pertenece. Jobs, así, es la marca registrada mayor, a respetar, a querer seguir. Va el slogan: "Apple se convirtió en la empresa más valiosa", del mundo seguramente. Qué importante. Qué grande Jobs. Cuántos son los que, seguros de tal superioridad, eligen seguir su ejemplo, idolatrarle, tenerle fe. A la par de libros como Maquiavelo y la empresa o cosas similares. Nada de lo dicho es estrafalario. Sino que está implícito en "el mensaje" del film. Por ejemplo: Jobs habla y un contraluz del más allá le ilumina, Jobs presenta el iPod y la multitud queda boquiabierta, Jobs vuelve al garaje paterno y papá le asiste comprensivo (ay, Jesús carpintero...), más una resolución que permitirá equilibrar responsabilidad familiar con obsesión por su trabajo. Insoportable.
Redford demuestra que es un cineasta en forma La tarea cinematográfica de Robert Redford continúa, incansable. Repartido entre películas que confían en su rostro y cualidades como vehículos de atracción -aspectos que con sus 77 años siguen vigentes, y que lo llevan, como ejemplo, a ser uno de los agentes SHIELD que el Capitán América conocerá en su próxima película-, a la par de sus proyectos personales, que abarcan la realización continua de largometrajes y la presidencia del Sundance Institute. Su anterior título -El conspirador (2010)- abordaba, a partir del asesinato de Lincoln, la injusticia sobrellevada sobre Mary Surratt, dueña de la pensión donde John Wilkes Booth y amigos se hospedaran. El detenimiento en un hecho nodal para Estados Unidos, pero desde el margen, hizo del film una película maldita, más aún desde el desembarco megalómano, políticamente correcto, que supuso el posterior Lincoln (2012) de Spielberg. Desde una línea similar, Causas y consecuencias centra su mirar en otro episodio significativo, que tuvo como protagonista a los "Weather Underground", grupo activista, de proceder terrorista, que tuvo como escenario la década del '70. El guión elige el tiempo presente -desde su entrega a la policía de una de sus integrantes- para adentrarse en el recuerdo casi remoto de lo que fue, de lo que sucedió, para de alguna manera -y como tanto cine negro enseñó- devolver lo sucedido a lo que ahora toca. Redford interpreta aquí a un abogado obligado a escapar: literal y alegóricamente, porque el viaje en el tiempo comienza junto con la búsqueda de los viejos compañeros de tareas, repartidos ahora entre actividades diferentes. El cometido tendrá vínculo completo en un fantasma final, aquél que de a poco corporiza mientras la mayoría prefiere eludir los recuerdos. Para llegar allí -es decir, a la extraordinaria Julie Christie- primero habrá de suceder un reparto también brillante: Susan Sarandon, Nick Nolte, Richard Jenkins, Chris Cooper, Stanley Tucci, Sam Elliott; lo que equivale a pensar en la adhesión que todos -también Shia LaBeouf, claro- profesan por lo que en el film se expone. En este sentido, y más allá de la sencillez de la trama, lo que mejor importa es la utilización de palabras, situaciones, nombres, que adquieren una mirada divergente. El terrorismo es aludido y no hay personaje que no sea norteamericano. Las invocaciones "malditas" que significan Karl Marx o Frantz Fanon son dichas, a viva voz y en un aula, como si fuese un mantra raído. (A propósito, ¿cuál fue la última película norteamericana en aceptar, por lo menos, la existencia de personas como Marx o Fanon?). Más un desenlace que es también vínculo generacional, de necesidad urgente, que requiere del pensamiento sobre lo sucedido para la reflexión y accionar de quienes seguirán. Todo esto desde el juego supuesto por el género, por el suspense, por la persecución, por un rompecabezas policial con enigma que resolver. Redford, qué bien, sigue en plena forma.
Aventuras en el espacio multióptico Visto el paisaje crítico, hay varios periodistas que disfrutan al revelar detalles fundamentales, que provocaron resentimiento entre lectores/espectadores. ¡Pero es que tienen razón! ¿Dónde radica la sapiencia del que refiere si se detiene en la develación de misterios? En fin, una pena. Salvado un primer párrafo de discordia, hay que decir que En la oscuridad: Star Trek está muy bien. Porque asume el carácter de nuevo capítulo fílmico y porque remite al vínculo televisivo de origen. Televisión que es también lugar relacional con el hacer del realizador J.J. Abrams: Lost, Fringe, Person of Interest, Alcatraz, entre otras series. En ellas, el quiebre o la duplicación temporal como lugar coincidente, si no desde la ciencia ficción y los mundos paralelos, sí desde la paranoia espía o los flashbacks vueltos flashforwards y viceversa. En esta manera identitaria se inscribe también el nuevo universo Star Trek, ya plasmado de manera genética en el episodio primero y su replicación espaciotemporal, ahora con una profundidad mayor, que remite aún más a la serie de origen, como espejo sobre el que se mira, se reconoce y se distancia. En este sentido, Abrams produce un prisma multióptico, que va y viene entre los capítulos de los años '60, las películas previas y el desarrollo actual. Entre los límites que los distinguirían es donde se tejen miradas cómplices, guiños, transgresiones, trucos dramáticos. En este sentido, cualquiera de los personajes de Star Trek puede ser remitido a lo que era, a lo que es, a lo que podrá ser. Puesto que entre versión y versión algo se pierde, algo se gana, será posible entonces ver a Spock actuar como nunca antes --es él la imagenespejo mayor, capaz de verse a sí mismo, viejo o joven, todo depende desde dónde-, o ver a Kirk más desaforado que de costumbre. El inicio es nodal: con la ley como lugar de encuentro y desencuentro, de obediencia y desobediencia; los personajes se cuestionan y desgarran, de cara a un planteo que tendrá ramificaciones mayores. Dentro y fuera de la ley, explorador o soldado, patriota o terrorista. Todo esto está dando vueltas en la nueva Star Trek, con un ingenio lo suficientemente hábil como para lograr dislocar los lugares acostumbrados y alterar el tablero de juego. Capaz, por eso, de lograr una de las recreaciones más directas del 11S pero sin la cursilería discursiva habitual. El terrorista, claro, es peligroso. Y necesario. Allí la dualidad. Y allí otra vez la puesta en escena de imágenes espejadas, con las que Abrams gusta pensar sus tramas. Si Spock puede mirarse a sí mismo (Zachary Quinto/Leonard Nimoy), Kirk y el misterioso John Harrison (Chris Pine/Benedict Cumberbatch), así como los mandos superiores que encarnan Bruce Greenwood y el gran Peter Weller, son otras de las variaciones de anverso/reverso con las que se construye el film.
Fútbol de retórica familiar El film animado del exitoso director alcanza un nivel técnico notable, con una trama que recorre líneas ya reconocibles en su filmografía: el barrio, personajes eclécticos, lugares de encuentro y la tensión entre pueblo y progreso. La anunciada película de Juan José Campanella, con Fontanarrosa y el fútbol como lugares de referencia argumental, alcanza un nivel técnico notable, de una calidad suficiente como para estar compartiendo, y disputando, cartelera con tantas otras animaciones de presupuestos millonarios. De esta manera, Metegol es acierto estético, concordante con muchos de los rasgos presentes en algunas de estas películas de taquilla, lo que da cuenta de la habilidad comercial de su director, atento siempre a lo que en cine se ve -demasiado- para encontrar un lugar cinematográfico también. Ahora bien, desde esta situación astuta -a la que seguramente ayuda el desempeño de Campanella en el exterior, su sapiencia sobre la urdimbre cinematográfica más enrevesada, su desazón ante tantas trabas-, Campanella construye una película que es otro de los capítulos dentro de esa obra mayor que sus demás largometrajes conforman. La distinción viene ahora dada por la animación, lo que hace de Metegol una rareza a la vez que ratifica un mismo pulso narrativo, de un control que aquí -virtud del cine animado- es todavía mayor. En Metegol no demorarán en aparecer marcas argumentales ya conocidas: el ámbito barrial, los personajes eclécticos, sus lugares de encuentro (el bar, el metegol, la plaza y la pelota); aunados por las miradas compartidas entre Amadeo y Laura, juego metalingüístico que en verdad es expresión del relato que un padre hace a su hijo. Es ésta, en última y primera instancia, la historia de Metegol: la de un padre que narra una historia "imaginaria" a su hijo. Allí dentro, entre el relato del papá y la imaginación del niño, se juega el partido. Ahí tienen cabida los jugadores de este metegol que es habilidad de Eusebio y motivo de bronca para Grosso. Pasado el tiempo, la revancha de un Grosso adolescente será la de volver al mismo "pueblo", con dinero y manager (y ojo porque éste era también parte del "pueblo"), para implantar con estridencia el fútbol del megaespectáculo, con experimentos comerciales de toda clase. El metegol, el del bar, será disputado como manera de resistencia, como motivo de orgullo, como móvil -en suma- para la consumación de la vida en pareja. (Si la historia la cuenta papá, mientras mamá está en fuera de campo -pero alerta-, el resultado del "partido" no podía ser otro.) De esta manera, Metegol se sitúa en la vertiente que trazara Luna de Avellaneda, la de los valores familiares expresados en la nostalgia por un club de barrio pretérito. Pero con la confianza de que "el pueblo unido" puede. Se habrá notado la reiteración de este término -pueblo- entrecomillado a lo largo de la nota, esto es así porque es la misma película la que lo utiliza varias veces, en alusión a la reunión que hace posible una tarea tan improbable como la de desarmar el negocio obsceno en el que se ha convertido el fútbol. En este sentido, Metegol dice algo, si bien obvio, quizás molesto; desde otro lugar, ratifica su prédica con una retórica que mezcla jerga de fútbol con las buenas intenciones de la clase media. Pero nada de esto es sorpresa, es algo que ya estaba en el cine anterior de Campanella. Mientras que es el "progreso", en clave irónica, señalado como motivo explicativo de la situación. El desafío futbolístico pondrá en evidencia la importancia de los buenos sentimientos antes que los supuestos por la fama, el dinero, el poder. Moralejas claras -habituales en Campanella- para un film que encuentra simpatía espiritual en García Ferré, posee un destacado reparto de actores y actrices de voces (entre las que sobresale Horacio Fontova), más una recreación de escenarios extraordinaria (fondos exteriores e interiores variados, entre el día y la noche, que logran hacer comulgar la caricatura y lo tecnificado), que habilita a la plasmación de un lugar ilocalizable, sólo presente en la materia del relato y pasible de ser distribuido, claro, entre los "pueblos" de otros países.
Gigantes de hierro contra Lovecraft Monstruos marinos gigantes contra robots gigantes. Una premisa tal podría ser excusa sin sentido para muchas películas; entre ellas, claro, Transformers o cosa parecida. Pero acá se trata, por suerte, de Guillermo del Toro. Y si Del Toro tiene ganas de algo semejante, entonces, a rememorar las viejas series televisivas japonesas, las películas de Godzilla o afines, y a agarrarse. ¿Sobre qué es Titanes del Pacífico? Sobre monstruos marinos gigantes contra robots gigantes, claro que sí. Pero por fuera del militarismo fascinado de cualquier Transformer, más cerca del cine de matiné y acorde, por eso, con el espectador fascinado que es todo niño. Porque sólo en este tipo de imaginación podría funcionar la colaboración humana y tecnológica total para enfrentar la amenaza que surge desde el fondo del mar. De esta manera, parejas de pilotos se enlazan mentalmente desde el cerebro de gigantes de hierro para combatir, a puño limpio, con misiles y armas varias, las criaturas extraordinarias que prometen conquistar el planeta. Efectos digitales deslumbrantes para recrear un clima que tiene entre mucho más de Ultraman, Mazinger Z, Evangelion, y para el recuerdo de este cronista, la iconografía de algunos de los muchos cómics británicos de los '70 de la legendaria 2000 AD. Pero también y sobre todo, Titanes del Pacífico es reelaboración desde una mirada, una poética que corresponde ya de modo indeleble a su realizador. Por eso, los monstruos marinos son imposibles seres que evocan la gomaespuma contra la que peleaba Godzilla, pero también hermanos cercanos o lejanos de los que vienen ya poblando las muchas historias de Del Toro. Con Lovecraft, eso sí, como eje fundante. En este sentido, la raigambre lovecraftiana viene en ayuda mitológica, dando motivo a las desgracias así como consistencia a los temores que suscitan. La tecnología, como es costumbre en el cine de Del Toro, aparece como una mezcla indecisa, en donde lo digital predomina pero con pequeños detalles de laboratorio de un científico loco. Con mucho de hierro herrumbrado y, por eso, humano. Acá hay una paradoja que la película asume, al ser prácticamente una animación digital que, sin embargo, no deja de exponer virtudes argumentales en defensa del viejo esquema analógico. Con esto, justamente, tendrá algo que ver el mayor y más viejo de los robots, cuyos protagonistas habrán de tener, cada uno, una historia personal que cargar y, dado el riesgo, también compartir.
El rostro detrás del antifaz Una de las preguntas es: ¿Se escuchará la obertura de Guillermo Tell? La respuesta es sí y por partida doble. Sobre el inicio y sobre el desenlace. En cada una de las oportunidades desde un lugar narrativo, para nada gratuito, que permite desandar para desarmar el personaje y, justamente, devolverlo como mito. Por eso, y por varios aspectos más, este Llanero Solitario es digno y mejor que muchas películas actuales de empeño solemne, personajes de cómic, y prédica reaccionaria. Algo tendrá que ver el rol determinante de Johnny Depp, empeñado como estuvo en ser el indio Toro (Tonto, su nombre original), con el fin de desarticular la mirada de desdén que sobre el indígena la narrativa norteamericana, si bien con excepciones, construyó. Entre tantos ejemplos que citar, con el western como género predilecto, El Llanero Solitario es una de sus expresiones: primero como programa radial, luego como protagonista de cómics, films, animaciones. Así las cosas, el título del film debió haber sido el del indio comanche, vector verdadero que habrá de lidiar con las torpezas de este hombre blanco, Ranger de Texas y lector de John Locke (Armie Hammer), con el fin de cumplir una redención que es historia personal y síntesis de un cambio de época. Porque en Toro se sintetiza el camino que el progreso señala, con las vías ferroviarias como sinónimo de expansión. En este sentido, si Toro devela de a poco sus propósitos, el Ranger texano habrá de descubrir gradualmente también los suyos propios. De esta manera, la desconfianza entre los personajes es mutua, hasta que confluyan de modo equivalente y, por fin, la obertura de Rossini se escuche otra vez. Será allí cuando los móviles de cada quien queden expuestos, a la luz de los acontecimientos, para dar razón de ser a la existencia de, justamente, El Llanero Solitario. No está demás decir que una vez sucede esto, el espectador podrá entonces disfrutar como si se tratase de cualquiera de las mejores películas que vio de niño, en el cine o durante los sábados de súper acción. Es decir, si El Llanero Solitario es, en esencia, acción con clima de historieta, la película de Gore Verbinski también. Allí lo mejor. Con la suficiente nostalgia como para permitir al indio evocar la película desde el lugar que le asigna el naciente siglo XX el del "noble salvaje".
Un periplo de años vividos en apenas tres días ¿Cómo acercarse desde las palabras a la (hasta ahora) última película del trío Linklater/Delpy/Hawke? Seguramente, sin la revelación de absolutamente ninguno de sus detalles argumentales. Cualquiera de los espectadores de las anteriores Antes del amanecer (1995) y Antes del atardecer (2004) huirían despavoridos, así como ofendidos, ante la mera posibilidad de que esto ocurriese. Algo que, lamentablemente, hubo de suceder entre páginas y decires de algunos comentaristas. Tal situación dice, mucho, acerca del culto que estos films despertaran, desde un boca a boca que ha provocado un seguimiento íntimo, de relación personal con las películas. Porque con Antes de la medianoche se completa un recorrido, un periplo de años vividos en, apenas, tres días, es decir, tres películas. Todas y cada una ocupadas por el relato de lo sucedido durante, apenas, veinticuatro horas. Con el planosecuencia (toma de imagen sin cortes) como recurso justo para esos diálogos sin fin, espontáneos y atentos a un guión que, naturalmente, transgreden hacia una continuidad de desenlaces aparentes. Sólo se referirá aquí un momento de sol que cae, de sentimiento fugaz que cualquiera puede, si quiere, experimentar, mientras la luz todavía está y la noche apenas no es. Ese instante inapresable, que desde la palabra trata de retener a la bola de fuego que se oculta. La melancolía, inevitable, está allí, mientras se codea con tantas otras situaciones y estados de ánimo como los que afloran en Jesse (Hawke) y Celine (Delpy). Para ellos, sean los intérpretes, sean los personajes, hubo de suceder realmente tanto tiempo como el que separa a cada una de las películas. También para el espectador. Por eso, mirar las arrugas, escucharlos decir, observar sus cuerpos, es también diálogo que anuda las elipsis entre cada uno de estos tres días, de estas tres películas, que vuelven palpable y fugaz al tiempo que ha sido. En este sentido: los intérpretes, el realizador también, se vuelven personajes de sí mismos, tanto como los que habitan dentro de cada uno de los libros que Jesse escribe para inmortalizar lo que hubieron de vivir o vivirán. Aspectos que entre sí se confunden, a la vez que sitúan a la pareja en el estadio generacional intermedio. Allí se sitúa una de las mejores escenas de la película y, tal vez, del cine de Linklater: en la mesa del almuerzo, entre las experiencias de amor, dichas desde el recuerdo: "algo que nunca olvidaré", se escucha; "rasgos que me esfuerzo por evocar", se replica. A la par de una madurez transgresora que para saberla habrá que, inevitablemente, haber vivido. Entonces, Antes de la medianoche no hace falta sea referida más que desde sus capítulos previos. Si el encanto no hizo efecto entonces, tampoco lo hará ahora. Si sí, ¿qué más decir? Que la intimidad entre Jesse, Celine, y el espectador, sigue allí, tan bella como inasible.
El remedio contra las epidemias Si caminaban lento o con poco maquillaje, entonces hacerlos más rápidos, digitales, y de a montones. Guerra mundial Z es: montañas de zombies que fluyen por la pantalla como si de un río brutal se tratase. Es eso y no sólo eso. Por un lado -y de manera acorde a la invasión demente, por los cuatro costados de la pantalla, de una epidemia imparable, de vértigo, en medio de Filadelfia, pero también en todo el mundo-, un montaje acelerado, que inmediatamente lleva a la acción, sin necesidad de presentar demasiado sus personajes, estipulados desde pautas claras, asumidas en el espectador por tantas más películas similares: el héroe/padre de familia (Brad Pitt), que es una especie de ex-agente de algún "grupo de tareas" de la ONU, dedicado ahora a sus hijas y esposa, pero obligado a rescatar al mundo por entero. Por el otro, la construcción discursiva que la acción -se repite, sin freno, de impactos rápidos, sin lugar para el respiro- propone. En este sentido, también sumar a Guerra mundial Z a la mirada política que los zombies han propuesto desde la figura raíz del cineasta George Romero. Pero, mientras que en Romero hay espíritu B, mirada desde el margen y zombies corrosivos, a Guerra mundial Z le interesa el ritmo trepidante, los muertos-vivos de a millares, y las balaceras sin escrúpulos por "justificadas". Tampoco pensar con espanto nada de lo expuesto, que los zombies en tanto encarnaciones variables habilitan a catarsis de todo tipo. Eso sí, resumida a su quintaesencia, Guerra mundial Z es la historia del padre que salva a la familia, y en este tipo de "aventura", se sabe, el héroe se sale siempre con la suya (preocupaciones que, para el caso, nunca interesaron más que desde su transgresión al gran Romero). A la par, el contexto discursivo que moviliza al héroe se tiñe de correcciones y manipulaciones. De esta manera, Jerusalén aparecerá como tierra prometida y de misericordia, de puertas abiertas para todo el que quiera ingresar, mientras una muralla la cierra de manera medieval (niñas cabizbajas, mujeres con turbante, tendrán allí asilo). Por otro lado, un plano puntual -sobre el cierre del film- dialoga, desde su gigantismo de cadáveres arrastrados por una pala mecánica, con aquellas mismas películas testigo del Holocausto. De acuerdo con la frase "es una película para ver en el cine", Guerra mundial Z sería título indicado. Siempre y cuando se entienda que el cine es sólo espectacularidad, consejo que el dictamen mercantil ha estipulado de manera fuerte. Así y todo -y sin acuerdo con semejante falta de juicio-, siempre habrá construcción discursiva. El gran cine de géneros se construyó de esa manera, ahora devenido cáscara grandilocuente, pero nunca sin mirada ideológica: tan conservadora como el más "banal" de los entretenimientos.
Herida que sabe esconder su cicatriz A partir de una violencia progresiva, y contenida, el danés Thomas Vinterberg trama una historia de secretos, silencios, acusaciones, mentiras, delaciones. El supuesto abuso sexual sobre una niña como disparador argumental. Es difícil olvidar aquel momento de La celebración (1998), donde uno de los comensales pedía silencio con golpecitos de cucharita en la copa. El grupo familiar estaba, finalmente, reunido en la mesa de la gran casona. Pero había algo "raro" entre tanto gentío, entre tanto saludo de bienvenida. Como si las paredes de la casa dieran asilo a la vez que contención, obligados todos por el ritual de la comida. Porque una vez se escuche lo que el sonido de la cucharita prologa, ¿qué oscuros designios habrán de sobrevenir para proteger, justamente, al nido familiar y su historia? Con aquella película, el realizador danés Thomas Vinterberg respondía a las normativas del Dogma 95, cuyos lineamientos cinematográficos darían luz, por parte de Lars von Trier el otro miembro fundador junto con Vinterberg del Dogma, a la película Los idiotas (1998). La celebración es también una de las mejores películas del cineasta, así como espejo retroactivo sobre el cual mirar su filmografía posterior. En este caso, La cacería no es la excepción. Ya no se trata del entorno familiar (cerrado), pero sí del pueblo pequeño, de bebedores atorados de cerveza, con rituales ancestrales entre rifles y venados, donde la mirada dura de la esposa se mixtura con las trompadas masculinas. Un equilibrio de relaciones que tiene tradiciones, casas con más o menos dinero, sonrisas de ocasión, y el deber de educar a quienes nacen dentro de las mismas costumbres. Todo cubierto por un manto de bienestar compartido, en donde prevalecen unos buenos modales esforzados por ocultar las fisuras, que serán inmediatamente visibles allí cuando la oportunidad lo propicie. En medio de ello está Lucas, vive solo, separado de su mujer, en pelea por la tenencia de su hijo adolescente. Tiene un trato de apego con los niños que es también conducta ritual en ellos, que le esperan cada mañana escondidos entre los árboles del patio de recreo del jardín. Lucas llega y la situación divertida se reitera, entre gritos y juegos. Más la relación próxima con la hija de su mejor amigo, una rubia pequeña, de carita bella, con tics reiterados, afectada por las líneas que dividen el suelo en tantas baldosas como bloques de cemento. La relación entre los dos es de afecto pero, de pronto, habrá un quiebre, un golpe de suerte para que la fisura se muestre y se abra al abismo. Si en La celebración el golpecito de cucharita desencadenaba la violencia sofocada como la que escondía el césped entrecortado en Terciopelo azul, de Lynch, aquí habrá equivalencia en uno de los comentarios casuales de la pequeña. Con una picardía que confunde lo ingenuo con lo adrede, que tendrá la lección más clara en la impronta materna, contenida en los diálogos, donde la madre sabrá cómo ratificar a la hija dentro del entorno. Porque, en todo caso, de lo que se trata es de sostener lo dicho, de señalar el desvarío, y de reventarlo como signo de cura. En La cacería hay, en este sentido, toda una serie de rituales que respetar. Solamente a partir de ellos, el funcionamiento social y la aceptación dentro del seno serán posibles. Pero Lucas es, también, una anomalía. Vive solo, tiene amoríos con una de las maestras. Nadie mejor como excusa donde cebar los odios contenidos, en donde provocar tanto ruido como sea suficiente para pode tapar, justamente, los comentarios de los demás niños, persistentes en descripciones que destaparían a un demonio mayor y, ahora sí, verdadero. Pero Lucas se debate entre él y la pertenencia al grupo. Insiste en sus propósitos de vivir allí, entre amigos o familiares, donde el demonio ha sido aparentemente ahogado en vahos de cerveza compartida. Volver al ruedo le hará ocupar la situación límite, la del cordero sacrificial en la celebración mayor de todas: la misa navideña. Nadie mejor que Mads Mikkelsen para interpretar a este hombre que desvaría de modo paulatino, mientras un hijo le brinda afecto y el medio le escupe a trompadas. Su actuación le valió el galardón en el Festival de Cannes, y lo orienta de manera sutil respecto de su rol demente en Pusher (1996), de Winding Refn, o de Le Chiffre en la puesta al día de Bond en Casino Royale (2006). Ahora, de hecho, se ha vuelto encarnación del joven Lecter en la serie televisiva Hannibal. Mikkelsen guarda en su rostro lugar para la simpatía, el desconsuelo, el rencor, las cicatrices. La cacería es, así como nexo oscuro con el film antes aludido, también vínculo con preocupaciones que Vinterberg ha tematizado en títulos como Todo es por amor (2003) y Dear Wendy (2004). Lazos sociales entre los cuales, a veces, al amor es posible, mientras los vínculos generales se sostienen desde secretos que roen por su momento de aparición, preñados de violencia. De hecho, La cacería tendrá su posibilidad de reunión, de reorganización, para la cual el ritual debe necesariamente otra vez estar. (Así como ocurría en la extraordinaria película inglesa El ojo del diablo, 1966, de J.Lee Thompson, con David Niven y Deborah Kerr). Y por si ello no fuera suficiente, habrá también alertas perfectas para dejar bien en claro que aquí nada pasó y que ¡cuidado! porque, dadas las contingencias, mejor estar a cubierto. Como si del fátum griego se tratase, aunque sin metafísica poética.
Un héroe para forjar la pedantería ideológica "Este hombre no es enemigo" dice el militar, y por fin Superman respira aliviado. Porque lo que durante toda la película este alienígena ha perseguido estaba allí, en este reconocimiento. Como si de un espejo extraño se tratase, el guión de Christopher Nolan y David Goyer reitera lo que su triada sobre Batman hubo de exponer, donde The Dark Knight ofrecía una construcción formal precisa: así como el dueto Joker/Batman o las dos caras de Harvey Dent, el film mismo se partía al medio entre dos argumentos. En El hombre de acero, la dualidad aparece entre Krypton y la Tierra, con Superman (Kal-El/Clark Kent) como bisagra entre los mundos. Si Krypton conoce su caída, la Tierra abraza el nacimiento del héroe. Si la Tierra (Estados Unidos, se entiende) posee militares abnegados, Krypton sucumbe ante la figura despótica del General Zod. Luz y noche como juego de tablero que nada tiene de angustia expresionista (el Batman de Nolan lejos está de esta dolencia metafísica). El Superman de Zack Snyder se asume como arquetipo platónico -una de las lecturas, de hecho, del joven Clark-, venido de los cielos, con dudas en el confesionario, mientras un cristo de vitraux destella por detrás. Envuelto en su manto rojo y azul, el héroe sabrá cuándo caer crucificado desde el espacio. Las lecturas religiosas en Superman han sido referidas siempre, pero nunca de manera tan obvia, como también lo es su sujeción voluntaria a las fuerzas de seguridad del gobierno norteamericano. Tampoco sorprenderse tanto, el Batman de Nolan ya hacía explícita, en su último film, su predilección por la policía mientras elegía bombardear a la gente. Lo que ha quedado por el camino es, justamente, la raíz misma del personaje. Expresión de un mito judeo-cristiano que, en todo caso, podría pensarse desde las figuras de dos jóvenes hijos de judíos inmigrantes: Jerry Siegel y Joe Shuster. Superman, circa 1938, antes que preocuparse por la simpatía militar, supo ser justicia de cómic para las víctimas de la Gran Depresión, mirada gráfica futurista (Metrópolis, trenes, velocidad, rascacielos), y placer lector de pocos centavos. Pero la diversión parece ya no tener lugar en el mundo de Superman, rasgo que es marca de rutina en el cine de Nolan y también en el de Snyder, tan afecto a los espartanos-maniquíes de 300 o a su almibarada, nada ácida, Watchmen. Superman ya no juega su magia desde el desafío del vuelo, sino que ahora se ha vuelto solemne, rígido, estatuario. Bien lejos de los gags lunáticos de Richard Lester o de la caracterización encantadora de Christopher Reeve. Cuando el alto mando lo acepta, la bandera con barras y estrellas flamea por detrás, así como el Cristo del vitraux. Prólogo para el despliegue de unos efectos especiales devastadores. Edificios como dominó para el Superman de los nuevos tiempos, asumido vértice de fundamento junto con Dios y la Patria. Espectacularidad visual que no esconde su pedantería ideológica.