En la soledad del océano y a merced de sí mismo La batalla de un solo hombre consigo mismo. Tema recurrente, que bien vale sobrellevar una y otra vez. El cine es uno de sus mejores exponentes porque ¿dónde plasmar mejor la epifanía supuesta por la gran pantalla? Uno de sus equivalentes es el océano, vastedad sin confines. Por eso, son varios los personajes solitarios que le han atravesado, sumergidos en el cine como escenificación grandiosa, comandados por los capitanes Nemo y Ahab, o James Mason y Gregory Peck. Entre ellos, la instancia al borde de la soledad de Tom Hanks en Náufrago (a pesar de sus marcas de fábrica publicitarias) o la aventura perseguida por Simbad entre las animaciones de Ray Harryhausen y el Pirata Hidalgo de Burt Lancaster. Hay rasgos de todos ellos en este personaje que Robert Redford compone en All Is Lost, sin mayores referencias para el espectador. Porque nada está más claro que lo necesario: solo, en el mar, con su embarcación averiada, y a ver cómo salir con vida durante los días que siguen. El inicio es en negro, con su voz que anuncia desde el nudo argumental, vértice del film. Es uno de los pocos momentos donde se escucha a este hombre sin nombre, resuelto en su accionar, con la calma suficiente como para sortear las pruebas. Si el devenir es inevitablemente peligroso, la tormenta marítima también será espejo de nubarrones interiores. Así, Redford compone a un homo faber, fáctico y pragmático, en quien pareciera comenzar la aventura allí cuando el film inicia, con el agua tocando a la puerta de las decisiones más importantes. No es casual que uno de los primeros gestos de la película sea el de la notebook mojada. Lo que sigue es un desmembramiento progresivo, con este hombre que habrá de recurrir a lo primordial para poder, tal vez, renacer. El planteo, justamente, es similar al de Gravedad, de Alfonso Cuarón. Pero mientras allí una plegaria de autoayuda acudía en beneficio del espacio exterior/interior de Sandra Bullock, en All Is Lost se roza la desazón metafísica, sin mayores explicaciones que la supuesta por un blanco final, desde el cual cerrar e imbricar dramáticamente con el comienzo oscuro. Habrá lugar para algún grito, también para palabras escritas, cuando la necesidad por dejar un legado no pueda encontrar mejor recurso que el papel (mojado o no, pero duradero). Mientras, este hombre mira los cielos y procura comprender, a la vez que traza cruces sobre un mapa que le oriente. Al revés de su film primero, El precio de la codicia (2011), donde un grupo de hombres de finanzas elucubraba sobre la debacle de Wall Street de modo abrumador, gélido, sin cine; el realizador J. C. Chandor logra acá despegarse de lo demasiado y apelar a lo justo. El resultado es suficiente. Con ese grande de todos los tiempos que continúa siendo Robert Redford.
La mentira aceptada si no lastima La sobrevalorada El lado luminoso de la vida hacía temer suerte fílmica con su director, David O. Russell. Aquella película pendular, que oscilaba entre una mirada lúgubre para derivar en comedia de situaciones con piezas de fácil encastre, podría ser vista a la distancia como manera de amalgamar un cariz ácido con intención de película para toda edad. Nadie sale afectado luego de un film semejante. Pero con Escándalo americano no pasa lo mismo. La comedia, o cierto grotesco, la atraviesa de inicio a fin, y si bien puede lánguidamente evocar el film previo, lo que hace es agudizar una propuesta. El inicio mismo es lugar de síntesis para el derrotero a seguir, con la cabeza calva de Christian Bale con el pelo que le queda diligentemente distribuido. La calvicie disimulada dará pie a una sucesión escalonada de disfraces. Nadie nunca será lo que diga ser, en una trama que, más allá de la referencia verídica que la articula, es puesta en escena sobre lo aparente, sobre lo falso, sobre lo cierto. Bale (brillante, mejor que nunca, también muy gordo) es aquí un timador de poca monta, o por lo menos de fraudes calculados. Sabe hasta dónde puede llegar. Encuentra, como pareja dúctil en la faena, a la bella Sidney (Amy Adams). La elección es también bifurcación mayor. Si Irving (Bale) tiene una esposa loca (Jennifer Lawrence), la pregunta por lo que esconde no sólo cabrá a Sidney, sino que adquirirá ramificaciones con la aparición de Richie (Bradley Cooper), un agente del FBI que está, cuanto menos, también loco. El nudo aparece desde la intención de Richie de hacerse con las habilidades de la pareja engatusadora. Utilizarles para pescar peces gordos, cada vez más gordos. Lo que establecerá un juego de gato y ratón donde, cuidado, a no confiar nunca en nadie. Entre ellos, aparecerá el rey del tablero, el alcalde (Jeremy Renner), también con un look capilar que es más que un símbolo de época, la de los '70. Es que el pelo hace de las suyas en esta película, en donde el mismo "afro" es simulado por el agente federal, quien pretende saber bailar como Travolta en Fiebre de sábado por la noche. Lo que se entreteje es una trama de engaños, sin intención de trampear tontamente al espectador, sino en hacerlo partícipe de algo que va más allá del juego de simulaciones, y que tiene que ver con una manera de entender las relaciones, afectivas o políticas, lo mismo da. Lo curioso es cómo se perfilan justificaciones morales, alianzas de palabra, pactos sinceros, cuando la base que da cimiento refiere precisamente a su opuesto. Escándalo americano se detiene en esa línea difusa, nunca demasiado clara, como lazo que parece, de una u otra manera, necesario. El problema es cuando la mentira afecta, si provoca algún daño, mientras esto no suceda nadie tiene por qué -ni tampoco desear- desocultar lo que es. Cuando ello sucede, los gestos de comedia se desvanecen.
La familia mafiosa más previsible De manera previsible, Familia peligrosa toca el tema de la mafia con rostros conocidos y chistes fáciles. Un divertimento sin gracias donde sólo destaca la gran Michele Pfeiffer. Los tics de De Niro y el cine cansado de Luc Besson no son precisamente una invitación. Desde hace bastante -y más- que el francés Luc Besson ha dejado de ser un realizador a seguir, de quien esperar con ganas un nuevo film. No por haber dejado de filmar, sino porque su derrotero le ha vuelto premeditadamente previsible así como atento a una voluntaria "americanización", superficial y oportunista, lejana de la que supusiera, dado el caso, la llevada adelante, reflexivamente, por los cineastas de la nouvelle vague. Si de un último film válido se trata, este cronista prefiere El perfecto asesino (1994), allá lejos, hace tiempo; capaz de filmar los puntos suspensivos que sucedían entre Léon, el asesino (Jean Reno), y la pequeña Mathilda (Natalie Portman). El quinto elemento (1997) no fue lo que de él se esperaba (con los historietistas Moebius y JeanClaude Mézières entre sus artífices artísticos, en nada responsables del mamotreto final), tampoco su Les aventures extraordinaires d'Adèle BlancSec (2010), a partir del cómic maestro de Jacques Tardi: ni siquiera una mínima referencia a esa mirada crítica, de negativa rotunda, que el dibujante francés tiene sobre la guerra, ante la que su Adèle no es indiferente. Ni qué decir de Juana de Arco (1999) y sus gestos bélicos de estilo gore, del engendro que es AngelA (2005), o de la corrección política, sin fisura, de La fuerza del amor (2011). El caso de Familia peligrosa se sabe de antemano: Familia mafiosa ítaloamericana que escapa de la vendetta y recala en un pueblito francés. El padre de familia es Robert De Niro, la madre Michelle Pfeiffer, el agente custodio Tommy Lee Jones, y la película que proyecta el cineclub de la ciudad es...Buenos muchachos. Lo previsible como manifiesto, podría señalarse. Ahora bien, lo que molesta en Besson es la pulsión que lo lleva a un montaje presuntamente hiperkinético, que no aporta absolutamente nada, sin un tono que lo mesure. O tal vez esta elección se encuentre, acá debe estar la clave, en consonancia con la nadería que en su cine pulula a nivel guión. El realizador francés parece empecinado en provocar una especie de sacudón al espectador a través de elipsis abruptas y un verosímil extraño, como lo suponen las golpizas exageradas, de historieta, más cercanas al clima de Sin City que a esta familia de sitcom desarraigada. Este juego frenético está muy lejos, por ejemplo -y por el gusto de citar uno bueno-, del que lleva adelante Martin Scorsese en El lobo de Wall Street: un desborde que, de no ser por esas voces en off que van y vienen (como en La malvada, de Joseph Mankiewicz), harían de ella un cúmulo alucinógeno, lisérgico: algo que la película finalmente (felizmente) es. Tan grande es Scorsese. Pero aquí se está hablando de Besson. Mientras en Scorsese hay puesta en escena, en el francés hay cobertura de torta. Sus guiños al cine no le eximen: Familia peligrosa cita, superficialmente, a Tati y Minnelli, entre otros, desde sus nombres o los carteles de cine. Porque sí. Tan gratuitamente como fácil son de entender las referencias cruzadas, por despectivas, de los americanos a los franceses y viceversa. Desde un prolijo ir y venir de diálogos que nada tienen de incorrecto. Con chistes que pueden ser, calculadamente, "disfrutados". Las gesticulaciones, los tics, de De Niro apuntan en la misma dirección y previsibilidad, digerida en una cantidad ya innumerable de películas olvidables que se empecina en protagonizar. Hay un diálogo interminable entre él y Tommy Lee Jones que aparentemente se sustenta en el gusto de contar con ambos actores. No es para menos. Pero sin embargo, y por contraste, muy lejos del juego dialógico de Tarantino y sus ocurrencias, que Besson parece aquí emular. La única que desprende espontaneidad, frescura, encanto, es la adorable Michelle Pfeiffer, quien aporta una caracterización personal, que sobresale, que la dice gran actriz (cada una de sus apariciones es de una reacción distinta: neurótica, manipuladora, bellísima), aún cuando por obra y gracia del montaje desaparezca repentinamente, durante larguísimos minutos, sin coherencia con el ritmo de permanencia que sus acciones prometían. Hubiese sido más que seductor continuar la línea abierta entre ella y el sacerdote confesor, evidentemente atraído -¿quién no?- por esta mujer, a quien termina por repeler de modo imprevisto, sin ahondar en lo que hubiese sido mucho más interesante de filmar. De haber sido así, no se estaría hablando de esta película. Lo que puede señalarse es que, coherentemente, Besson ha realizado otra película más, así como las que viene haciendo: Sin alma, plena de trucos decorativos y con música oportunista. El cine aparece supeditado. Con gestos de matrimonio entre guiños por todos conocidos y alguna referencia cinéfila "seria". Con la pretensión paradójica de ocupar un lugar pop que ya no puede, tal como lo hiciera, dado el caso, su notable Nikita. La cara del peligro (1990).
Increíble pero hasta ahí En su quinto largometraje como director, a sus cuarenta y ocho años, el comediante Ben Stiller, quien ya ha participado en casi cincuenta films y amenaza en pocas semanas con otro capítulo de "Una noche en el museo", miró hacia un clásico de la narrativa estadounidense, un muy breve relato publicado en las páginas de "The New Yorker" en marzo del 39, "The secret life of Walter Mitty", que nos lleva a un campo de asociaciones lindantes con el que forja sus propios mitos, sus propios sueños. En 1947 Paraumont Pictures dio a conocer un film basado en esta tan conocida y difundida historia y su intérprete era Danny Kaye, este sensible y notable actor de vaudeville y de cafés nocturnos, gran imitador de personajes famosos, cantante, que ya había logrado fascinar al público con su actuación en "Un hombre fenómeno", junto a Virginia Mayo y Vera Ellen y que años más tarde pasaría a interpretar los protagónicos de "El inspector general" de Henry Koster, "El fabuloso Andersen" de Charles Vidor, "El bufón del rey" de Panamá Frank. Y quién es Walter Mitty en el film del 47, film, por otra parte, no estrenado en su momento en nuestro país. El personaje que interpreta el talentoso Danny Kaye es un tímido redactor en una editorial de novelas folletinescas, de exóticas aventuras, dominado por su severa madre y no reconocido por su director. Ante todo esto, ahí están los llamados de su fantasía, ese soñar con los ojos abiertos que lo transforman en un personaje abierto a la aventura, que le permite escapar de órdenes, mandatos y rutina. Y de estar junto a la mujer que ama. En el film que se ha estrenado en estos días, Ben Stiller está a cargo de una sección de la revista "Life" en la que se encuentran los negativos fotográficos. Y ante el inminente pasaje al sistema virtual de esta publicación, ahora, es necesario pasar a buscar esa foto ,"la más perfecta", según su autor, para la portada del último de los números. Sobre esa búsqueda de este personaje que "vive fantaseando" con otras historias, y que ahora se deberá lanzar por tierras lejanas para llegar a encontrar a ese fotógrafo, el film de Ben Stiller recorre un itinerario desde la gran urbe a Islandia, Groenlandia y Afganistán, logrando, sobre todo, una trayectoria de frases hechas y de manual de filosofía de autoayuda, de necesario retorno al medio natural. Si la primera parte saluda al film que lo precede, ya a partir de menos de la mitad del inicio de este viaje, empezamos a reconocer el desmedido peso de una actitud de egolatría, por parte del actor y director, que termina de certificarse en el momento final. Afortunadamente, la gran Shirley Mac Laine nos reserva momentos para el recuerdo. Y como siempre, Sean Penn, prefiere acariciar situaciones de riesgo. Algo a lo que el film no se atreve.
Ética televisiva o dignidad de cine Con su desenfado habitual, el español Alex de la Iglesia logra en La chispa de la vida uno de los mejores comentarios sobre la crisis, el oportunismo televisivo, y la desesperación. Por ahora, en Rosario se la puede ver en DVD. Qué afortunado golpe de suerte y de efecto bienvenido poder ver las dos últimas películas del español Alex de la Iglesia como estrenos simultáneos en dvd. Su última producción, Las brujas (2013), tuvo estreno comercial -así como una lista enorme de Premios Goya pero, así las cosas, sólo una semana de exhibición en las salas de la ciudad. Mientras que La chispa de la vida (2011), si bien con estreno en Buenos Aires el pasado diciembre, no tuvo oportunidad alguna en Rosario. Paradojas, dada la reciente visita fílmica del realizador a la ciudad, con el encargo del documental sobre el futbolista Lionel Messi bajo el brazo. La chispa de la vida tiene a su director en la mejor forma posible; esto es, pleno de ironía, desborde, ingenio y tinte malicioso. Más aún cuando se trata de hacer foco en el mundo del periodismo, de los medios, de la publicidad; ámbitos donde, se sabe, el cine también es parte. Pero el cine es capaz de ser artístico y, nada menos, reflexivo. Vale decir, nunca la televisión tuvo -ni tendrá la autocrítica que el cine ha manifestado. O también, nunca la televisión podrá decir sobre sí lo que el cine ha dicho sobre ella. El referente inmediato es esa obra maestra que se titula Cadenas de roca (Ace in the Hole, 1951), del extraordinario Billy Wilder. En España se la conoció como El gran carnaval. Ambos títulos dicen sobre lo que en el argumento anida, donde Kirk Douglas, un periodista en declive, reencuentra la posibilidad del suceso en un hecho desgraciado, con un hombre atrapado en una cueva, a punto de desmoronarse. El infortunio será reconvertido en noticia y se tirará de su cuerda hasta más no dar. Allí donde el límite amenace con evidenciar lo que se ha trastocado y, honor para el cine, reflexionar sobre la ética o, justamente, su ausencia. Como siempre, hechos posteriores han culminado por dar la razón al arte (o a su intuición): la tragedia y rescate de mineros en Chile fue uno de los programas televisivos más cercanos ?más delirantes al planteo manifestado por Wilder. Queda en el lector agregar casos similares. La chispa de la vida propone un diálogo con aquel film, pero también con lo que inmediatamente le rodea. Ahora se trata de un desempleado, de un hombre desesperado, sin lugar social (José Mota), a quien el infortunio hará su presa. Mientras visita un museo -casi como víctima del atropello ciudadano, mientras recuerda con angustia otros tiempos, otras sensaciones-, la puerta que no debía abrir, el pasillo por el que no debía caminar, le llevan a una caída casi mortal, con una vara de metal incrustada en su cráneo, imposibilitándole movimiento alguno. Como si fuese un suicidio. Familia, prensa y publicistas, ocuparán progresivamente el espacio, rodeándole, atosigándole, con él como figura de un interés concéntrico que creía perdido. El ámbito donde yace es histórico, está en refacciones, y posee intereses económicos en juego. Un lugar que es semántica bisagra entre un proceso histórico en el que inevitablemente se cuela la inmediatez de los tiempos actuales, con una sociedad excitada, en crisis, devota del sensacionalismo. En otras palabras, lo que finalmente aparece como lugar de encuentro preferencial, como reina natural del suceso, es la televisión. Con sus luminarias de cartón pintado, de conductor televisivo empresario, con cachet impresionante, capaz de manejar los contenidos más imbéciles -aún en las situaciones sociales más críticas- como la dieta diaria que la ciudadanía exige. Tal exigencia, tal necesidad de ser visto o vista en televisión, no es el dato menor, sino el acento dentro de la puesta en escena de De la Iglesia. Es la misma víctima, el mismo antihéroe, quien pide a gritos por las cámaras, quien ve allí la posibilidad de ser la estrella fugaz del momento, su carta de triunfo para -acá lo mordaz, lo brillante- el bienestar de su familia (donde Salma Hayek interpreta a su esposa). Hay contratos que el tiempo exige firmar con rapidez, porque el pobre está a punto de morir, o tal vez no. Pero la televisión nada regala, y lo que es noticia debe atravesar el proceder monetario. Y él, allí clavado, casi un Cristo sarcástico, en procura de agilizar trámites, de que las cámaras le tomen en medio de todo ello y no le pierdan de vista, de que la sensibilidad de los espectadores despierte y le acompañe, mientras los anuncios publicitarios se entremezclan con sus frases estúpidas. Porque el desdichado sabe de esto, lo conoce muy bien, dado su cariz de hombre de la publicidad, dueño no reconocido de esa frase de ingenio -"la chispa de la vida"- con la que la gaseosa más famosa hizo su mejor campaña. Pero ahora su importancia ha pasado a ser la de un simple operario olvidado o, como gustan llamarse tales artífices, la de un "creativo" desvencijado, a quien ya nadie recuerda porque, con sinceridad, cuál es la posteridad prevista para los "ingeniosos" juegos de palabras de la venta comercial más que la de ser, con suerte, un eco, una letanía infantil? A este hombre ya nadie le quiere, mientras su alguna vez agencia publicitaria continúa albergando a quienes cuentan la moneda, a financistas o empresarios, o a los nuevos "creativos" inspirados, tal como astutamente lo refiere la caracterización del gran Santiago Segura. ¿Hasta qué limite llega La chispa de la vida? Mejor ver el film y contagiarse de ese estado de ánimo exitista, para llegar al desenlace justo, al momento donde la acción final opera de una manera como nunca la televisión podrá ejercer. Allí cuando el cine se sabe cine porque, precisamente, no es televisión, no es consecuencia de tiempos atropellados, premeditados comercialmente, ni manipulados por sonrisas de dientes blancos. Acá es donde conviene recordar otro gran desenlace, terrible, como lo es el zapping de The Truman Show (1998, Peter Weir). El cine siempre avisó con tiempo.
Esa mirada desangelada sobre una familia roída La satisfacción mayor de Ritual sangriento es la de asistir a un clima enrarecido, de crescendo sostenido, creíble, como si estuviese sucediendo cercanamente. Durante la construcción de esta armonía fúnebre, de familia puertas adentro, es cuando mejor se disfruta de esta película, otra más dentro de la práctica acostumbrada de las remakes; en este caso, a partir de la mexicana Somos lo que hay (2010), de Jorge Michel Grau. El asunto viene dado desde un asedio ancestral, de mandato familiar contenido en un diario oculto, tanto como los "monstruos" que el más pequeño cree entrever en el sótano. La madre -maldita, porque habrá de repetir lo ya sucedido- muere para que la historia sea. Para que el padre delegue la guía dolorosa en la hija mayor. Penar, abstinencia, estallidos de violencia, obediencia a Jesús. Otra hija, la del medio y más perspicaz, completa el grupo de sangre. Y qué es lo que les acongoja, lo que les impele a profundizar un ánimo caído? Lo que ya hubieron de hacer quienes le precedieron: comer para sobrevivir. Sacrificar, para ello y como acto de rigor, otras personas. De tal manera, Ritual sangriento -título engañoso, que oculta al mejor We Are What We Are, traducción literal del original mexicano- es mirada desangelada sobre una familia roída, que se carcome para perpetuarse: así es como debe ser, se dice el padre, porque somos como somos. Adoptar esta misión en quienes siguen supone el desafío mayor, mucho más que los secuestros y muertes y cenas condimentadas. En esta transición de valores, de unidad familiar, es cuando la película oscila entre el clima en el que se hunde -lo mejor- y unos pocos momentos bizarros. Cuando éstos aparecen, hay algo que no termina por funcionar, como si fuesen golpes innecesarios, casi ajenos al alma que recorre el film. De todos modos, ofician como notas de color, que salpimentan con algo de espíritu gore, que grafican lo que está dando vueltas. Una especie de compensación entre lo sonámbulo y la necesidad de vísceras sangrientas. Del grupo familiar, la que mejor expresa lo traumático del asunto es Rose, la hija del medio, interpretada bellamente por Julia Garner: palidez extrema, ojos de noche, miradas de incesto, cuidado maternal incipiente. En ella se cifra el desafío; allí es donde lo que se hace no es lo que parece. Porque en ella surge, como en nadie más, la convicción de seguir y de conservar, como sea, el núcleo bendito familiar. Es ella la guardiana, aún cuando pueda suponerse lo contrario. Julia Garner: actriz precoz, de quien no extraña sea uno de los rostros a disfrutar en la inminente secuela de Sin City, de Robert Rodríguez.
Cuando el cine se sabe mítico El gusto que significa reencontrarse con una película de Walter Hill no tiene precio. Hubiese sido mejor en un cine, pero el dogma cada vez más exclusivo sobre cuáles películas llegan a su estreno, hizo que El ejecutor fuese otro de los muchos títulos anunciados, luego postergado y finalmente truncado. ¿Y por qué es un gusto? Porque se trata de alguien de la vieja guardia, la del cine del Hollywood de los '70, heredero de la estilística de Sam Peckinpah, capaz de hacer westerns de ciudad o en el Oeste, con tipos curtidos, solitarios, duros, pandilleros. Allí, entonces, Peleador callejero (1975, con Charles Bronson), The Driver (1978, con Ryan O'Neal), The Warriors (1979) y Cabalgata infernal (1980, una de las favoritas de Bioy Casares). O las buddy movies que inaugurara con 48 horas (1982, con Nick Nolte y Eddie Murphy), más el clima noir encarnado por Mickey Rourke en Un rostro sin pasado (1989). El ejecutor cumple con el regodeo que significa amar el cine de géneros, mixturarlo, disfrutarlo, con reminiscencias fílmicas que rebotan sobre la filmografía propia. Es que Hill ha filmado tanto y de manera tan apasionada, que un universo de cine le corresponde por derecho propio. Allí dentro caben todas las encarnaciones de sus personajes, entronizadas ahora en el rol de mito de Sylvester Stallone: síntesis que el cineasta logra desde la sucesión de fotos del legajo policial del killer Jimmy Bobo (Stallone), repaso que es guiño para cualquier cinéfilo, capaz de leer en el rostro del actor el paso del tiempo, las décadas sucedidas, las películas protagonizadas. Jimmy es traicionado, y de manera obligada tendrá que hacer dúo con un policía joven (Sung Kang). Lo que en uno es experiencia, en el otro es tecnología, buenos modales, confianza en la misma policía. Una red de sobornos, chantajes, crímenes, atan cabos que resultarán de una manera prevista para lo que significa cualquier argumento similar. Pero acá no se trata de encontrar mayor o menor ingenio de "guión", sino de plasmar una sensibilidad fílmica. Allí, por eso, es donde de veras aparece el guión. No desde la sucesión argumental, sino desde la fibra interior de sus personajes. En este sentido, El ejecutor es una buddy movie y es cine negro. Pero también es un western, con momentos clásicos de saloon. Más la referencia de cómic, o mejor de band dessinée, que tiene por estar basado en el álbum editado por Casterman, obra de Matz y Wilson: por momentos, la fotografía da el tono anaranjado justo, también azul, como si se tratara de fondos de cuadritos de historieta.
Con más y con menos de lo mismo La cosa viene de capa caída. O, a decir verdad, demasiado fue lo que se infló a El Señor de los Anillos. Lo que se lamenta es el lugar pantanoso desde el cual su director, Peter Jackson, decide seguir el juego. El de hacer cine. Pantano que mezcla hordas de fans que saben desde lo más excelso hasta lo más nimio de todo lo que haya sido tocado por la varita de Tolkien. Más la presión de quienes financian. El abandono del barco por parte de Guillermo del Toro (quien habría dado algo de oxigenación al mamotreto). La exageración de tres films. Y la persistencia en la duración exorbitante. El carácter de "precuela" de este Hobbit no es más que anecdótico. Porque en verdad se trata de una remake, con todas las características de su predecesora, tanto a nivel producción como dramático: siempre y cuando se atienda como válido un devenir narrativo que suma situaciones como niveles que trascender, a la manera de un videogame. Desde este entender, serían tres los momentos álgidos de esta segunda entrega: el combate con las arañas, el escape dentro de los barriles flotantes (lo mejor), el duelo con Smaug, el dragón. Al menos, como guiño superficial hacia un cine que alguna vez Jackson supo reverenciar mejor, los cinéfilos atentos encontrarán ecos de El increíble hombre menguante (1957) entre tantas arañas. Si bien ateridos de travellings interminables, de ánimo legendario asumido, ya vistos y revistos en cualquiera de las otras entregas. Hay momentos que son aburridísimos. Explicativos y tendientes a hacer profusa la sapiencia verbal, con códigos que sólo los aficionados en serio pueden descifrar: quién dominó dónde, qué pasó con tal o cual rey, quién quiere más a quién, de dónde es la leyenda no sé cuál, etc. Lo que no hace más que volver a El Hobbit una película obvia, que sabe muy bien quién es su espectador modelo, y al que ya ni siquiera interroga o sorprende. Porque este Hobbit es más de lo mismo. Pero todavía peor, porque su rango jerárquico debiera estar por debajo de toda la serie, ni qué decir respecto de la filmografía del alguna vez mejor Peter Jackson (su cúspide: compartida entre Braindead y Criaturas celestiales). Se podría argüir que con presupuestos millonarios, temáticas que son marcas registradas, un realizador tal no podría distinguir una mirada autoral (porque Jackson, alguna vez, la tuvo). Basta pensar en Sam Raimi o Del Toro para contradecir. También en Tim Burton. Tal vez el último intento de hacer algo alternativo, que regresara a Jackson a sus fuentes, sea Desde mi cielo. Mejor fue King Kong, a pesar de que se la desmerece y sigue hablando de esta interminable serie de anillos en donde, dado el caso, la única en sobresalir es Evangeline Lilly (Tauriel), incorporada como contrapunto de Legolas (Orlando Bloom), si bien para vender un muñequito más.
Ricos y famosos Michael Cera haciendo de Michael Cera es doblemente divertido. Seth Rogen recibiendo a Jay Baruchel con su nombre escrito con porros, adorable. Jonah Hill bobaliconeando, también. Craig Robinson dando grititos aterrados, es un placer. Y James Franco haciendo de sí mismo -esto es: ególatra- logra que se le quiera. En fin, que de lo que se trata es de una reunión de amigos, o de adolescentes tarados y tardíos. En primera instancia, habría algo de irresponsabilidad o facilismo si se entiende tal propuesta de manera rápida, pero lo cierto es que la tontería que recubre a todos y cada uno de los intérpretes de Este es el fin da cuenta de una mezcla que toma elementos de: películas previas -con ellos mismos-, la bobería publicista que les acompaña, el rótulo de la (irregular) "nueva comedia americana", y la consecuente autoparodia. Por ejemplo: Chaning Tatum haciendo de Chaning Tatum... hay que verlo. Por otra parte, nada más serio que saber qué es lo que se está (fílmicamente) haciendo. Y aún cuando en algún momento todo se vaya al cuerno apocalíptico, de lo que trata Este es el fin es de una adolescencia tardía que nada quiere más que su sinfín. Mayores, algo famosos, irresponsables, llenos de dinero, devotos de los video-games, de los livings con marihuana por montones, de las fiestas con drogas en despilfarro. Hedonistas e idiotas. De todo esto, increíblemente, se desprende una lectura de época. Más allá de cuánto le preocupe a sus realizadores (Rogen y Evan Goldberg) este aspecto. Película, dado el caso, mucho más cerebral -y coherente y sin bajada de línea- que Proyecto X (2012), en donde los adolescentes terminan obedeciendo a sus papás. Acá se trata de jóvenes viejos y bobos, quienes si bien nada saben de desobedecer, habrán de llevar su nadería hasta las últimas consecuencias, aún cuando de ello dependa, ni más ni menos, que el ingreso o egreso celestial. Es que Dios, y el Diablo, andan dando vueltas por ahí. Para que las apariciones divinas y malignas tengan cabida, nadie mejor que los maestros de F/X Berger y Nicotero. Que se les convoque significa también un diálogo con el cine de géneros, desde un cruce raro entre el humor estúpido y las apariciones más espectacularmente tórridas. Eso sí, luego de un fuera de campo prolongado que bien podría haber sido el anverso demente de El eternauta. Sexo? Muchísimo y homosexual. Todo el tiempo. Sólo falta la materialización de los personajes fantaseados desde tantas películas. En verdad, algo de ello hay. Emma Watson aparece desencajada, a los hachazos. Pero nadie se le atreve. Mientras las alusiones a lo mucho que entre sí estos amigos -y no amigos- se quieren -y no se quieren- se prolongan hasta alcanzar momentos que son un verdadero clímax. Es decir, un mundo de fantasías nerds. Léase lo predicho -visto el film en su fantástica totalidad- como mejor se quiera.
Todos vamos a extrañar mucho a James Gandolfini Decir que James Gandolfini es increíble, gigante, notable, y que se le extraña todavía más luego de "Una segunda oportunidad", es indiscutible. Porque es él, y sólo él, el eje de esta comedia que suma adeptos al por mayor. Pero que, para este juicio, lejos está de problematizar, escandalizar, transgredir, o por lo menos incomodar. Gandolfini es genial, también Julia LouisDreyfus. Pero tampoco exagerar. No casualmente son dos de los grandes nombres del ámbito televisivo. Gandolfini, eso sí, vuelve a dar cuenta aquí de su pluralidad de registro, algo a lo que la Louis-Dreyfus pareciera negarse. Es decir, quien la conozca (habrá quién no?) por sus andanzas en Seinfeld o The New Adventures of Old Christine sabrá reconocer su catálogo de reacciones o tics gestuales. Ahora bien, por qué reiterarlos en este film? Lo que equivale a emparentar Una segunda oportunidad con una comedia ligera y televisiva. En donde las vicisitudes ocurridas deben contar con una muy necesaria suspensión de la incredulidad por parte del espectador. A través de una serie de coincidencias el relato cubre de incertidumbres la relación otoñal entre sus protagonistas. Situaciones cómicas, o algo así, como consecuencia y motor de avance (o retroceso) de los afectos. Todo esto desde una delineación de clase media acomodada, con conflictos que son adornos, y medidas de vida tendientes a reparar cualquier desequilibrio. Cinematográficamente mediante el empleo de figuras retóricas que el argumento expone para el entendimiento de -dada la calificación- todo tipo de público. Por ejemplo (y espejadamente!): la edad, el nido vacío, los matrimonios fallidos, los rencores, la hija "postiza" de ella (cuyo rol será, por lo menos, subrayado de modo redundante), o elementos y aspectos (la mesita de luz, los cepillos de dientes, la comida repetida, la incapacidad de susurrar) que explicarían algo cuya develación pareciera tarea digna de una psicología de género en contratapa de revista de chimentos. Por eso, no queda claro cuál sería el ingenio planteado por el film de Nicole Holofcener. Una mirada corrosiva? Sobre qué? Dónde hay corrosión cuando de lo que se trata es de evitar malestares? Todavía más, dónde habría cine provocador cuando la puesta en escena no hace más que sostenerse desde el más redundante plano y contraplano? Miradas contrapuestas (él/ella) que habrán, finalmente, acostumbradamente, de convivir en un mismo encuadre. Elocuentemente, nada de preocupación por lo que pueda suceder desde el fuera de campo. Los hijos idos? Habrán de volver al cuadro de familia para la visita o festividad ritual; para más datos, en el "día de Acción de Gracias". Fuera de campo? Ésa es tarea de cineastas.