Inusual cruce de gaucho y samurai Ya en El desierto negro (2007), Gaspar Scheuer delineaba un espacio insondable, cubierto de abismo, desde un gaucho fugitivo: a la manera de un no-lugar, cuyos límites refractaban en las asociaciones múltiples provocadas por el montaje. Así, las imágenes evocaban un cruce extraño entre la figuración y su extrañamiento, como si se tratase por momentos de texturas, de abstracciones paisajísticas o mentales. Un recorrido similar es el que el realizador propone ahora con Samurái, a través de la amistad entre un gaucho rechazado y un samurai inexperto. El primero (Alejandro Awada) responde a un nombre que ya le cifra interés de leyenda: Poncho Negro, sobreviviente de la guerra del Paraguay, portador de una cicatriz que es el cuerpo todo; el otro, Takeo (Nicolás Nakayama), hijo de una familia inmigrante, heredará del abuelo samurai la katana para persistir en la búsqueda de Saigo: líder samurai de la revuelta derrotada, escondido quizás en Argentina. Entre los datos ciertos, el enfoque histórico y los trazos de leyenda, Scheuer embarca a sus personajes en un periplo hipnótico, a través de un campo que metamorfosea lugares, temperaturas, tonos, días, noches. El color y el blanco y negro podrán convivir en un mismo plano-secuencia. Tal como en su film anterior, lo espacial existe más allá de lo visto, sobre todo a partir de lo oído: aquí la artesanía particular de Scheuer, sonidista que ha participado en más de cuarenta títulos. En este sentido, es un clima sensorial el que Samurái propone: la película como experiencia vital, donde arrojarse junto a sus personajes para dejarse embriagar por una atmósfera sonámbula. En contacto con los elementos, el gaucho y el samurai se mixturan con el medio, capaces de encontrar la pequeña brasa aún humeante o de confundirse entre la lluvia que arrecia. El contraste con estas maneras vitales, con esta forma de vivir el cine, aparece en las caracterizaciones del terrateniente, de la clase gobernante, de la fuerza militar: donde antes no había necesidad de parlamentos, aquí surgen palabras y retórica, compañía para los gestos impostados, sean aristócratas o de rango bélico. Como si un trompo fuese el recorrido enhebrado, habrá el film de encontrarse consigo mismo hacia su desenlace. Gaucho y samurai sabrán mirarse el uno en el otro, a la manera de un espejo difuso. Guerras, intereses económicos, aristocracia, no parecen ser privilegio de país alguno, así como tampoco la condición de parias de algunos. En ese lugar, mejor situar la mirada de Poncho Negro, gracias a su actor insustituible: todo está en esa manera torva, en la que se dice con los ojos. Algunas palabras agregarán más o menos datos, pero ninguna podrá -ni querrá- explicar lo que ahí se esconde.
No mucho más que una única imagen hipnótica O Danny Boyle se ha vuelto poco cineasta o quizás nunca lo fue demasiado. Nada raro pasa en sus últimas películas, tan conformistas, tan pendientes del gusto mediático. Quizás el momento bisagra si es que algo así es pensable lo ofrezca Slumdog millionaire ¿Quién quiere ser millonario?, con sus piruetas hindúes coloridas, tan turísticas como oscarizadas. Después, 127 horas, llena de buenas intenciones, aleccionadora, moralista. Posteriormente, el nombre de Boyle como atracción de marquesina para la puesta en escena de los juegos olímpicos en Londres. Y ahora: En trance. El devenir expuesto ya prefigura algo; sintéticamente: pirotecnias varias para entrelazar juegos mentales que den con el escondite de la famosa pintura robada. A ver: James McAvoy es empleado en subastas de arte, acuerda con el malandra de Vincent Cassel un robo perfecto, pero un golpe en su cabeza termina por inutilizarle los recuerdos. Finalmente, la experta en hipnosis Rosario Dawson (o hipnótica, lo que es más cierto) es contactada para dar con el recoveco mental, allí donde McAvoy guarda su celoso secreto. Hasta ahí, todo bien. Es más, el gusto por lo que sucederá prende de inmediato. Las secuencias iniciales son elípticas, con un montaje a veces caprichoso, sin raccord necesario, lo que permite entrever alguna falta de lógica que, en todo caso, augura una explicación mayor, para la que habrá que saber esperar (allí la trampa o, mejor, la sinceridad del film, porque no habrán más que sorpresas falsas). Además, la acción se plantea de forma brusca, desde un plan cuya ejecución es una suma de engranajes. Y también porque Cassel está justo, tiene el rostro más curtido en años, afilado y bien demarcado, como si lo hubiese dibujado Chester Gould (el creador de Dick Tracy). Ahora bien, cuando el viaje de recuerdos comienza y el entrevero de memorias sucede, la película se vuelve más y más falsamente abstracta (acá la pseudo-sorpresa). Allí lo que no puede aceptarse, porque si de sustraerse a lo figurativo se trata, permitiendo al montaje procurar sinsentidos o resoluciones fortuitas, nada que hacer tienen las voces normalizadoras. Entre todas ellas, una se erigirá gradualmente, como voz total que será explicación final, razón para lo sucedido. Cuando se arribe a la conclusión, el espectador sabrá que nada de lo visto estuvo por fuera de otro plan tan premeditado como el del robo primero. Y lo que es peor, desde una justificación que -en teoría bienpensante- debiera ser atendible, de no ser porque se escuda en su corrección política.
Tony Stark, un inmenso personaje Desde el primero de sus capítulos fílmicos, Iron Man se perfiló como oportunista, antihéroe, ególatra, vanidoso, millonario, alcohólico, y finalmente héroe. Todo eso y más, secuela mediante, para la tercera y mejor de todas. Porque más allá -o a propósito- del bagaje de títulos con los que Disney/Marvel ha inundado e inundará las pantallas, el Iron Man de Robert Downey Jr. es la mejor de sus creaciones porque, se sabe, nadie como Robert Downey. Por un lado, entonces, el actor; pero por otro y todavía mejor, el planteo mismo del film. Aquí desde el enfrentamiento con quien ha sido némesis de cómic para el Hombre de Hierro. El Mandarín (Ben Kingsley), en este sentido, es villano clásico pero también reformulación de miedos xenófobos ya encarnados en el Oriente lejano o cercano que significaran Ming el Despiadado o Fu Manchú. Ahora teñido del aura terrorista que azota tanto cine y prédica mediática. Pero, se decía, aquí lo mejor. Porque nada es lo que parece y todo es lo que debía ser. Primero: a desconfiar de quien dice ser quien es. Sin embargo y segundo: los lugares comunes que son estructura para el personaje siguen en su sitio. En otras palabras: todo se conmueve y tiembla hasta casi caer, pero sólo para resurgir desde las cenizas de siempre. Muerte y resurrección de lo mismo porque, se sabe, nada puede cambiar demasiado; pero, entre medio, algunas cosas ya no serán tan ingenuas. Será tarea obligada, entonces, salvar al Presidente norteamericano, aún cuando él sea responsable de lo que sucede. Minutos antes de ser crucificado ni más ni menos que en petróleo. Por eso, Iron Man 3 es mirada cáustica sobre su entorno, con un personaje casi herrumbrado y, a veces, de armadura impecable. También con ataques de pánico. Más la diversión que de este tipo de cine se espera. Acá otro rasgo, que es respuesta válida para la frivolidad y solemnidad que exponen los Batman de Christopher Nolan. Antes que aleccionar, amenazar, o creerse un film de prestigio autoral -aspectos que increíblemente se le han adosado a las últimas Batman-, Iron Man es tan sólo una película de superhéroes. Con pasos de comedia, problemas de alcoba, ingenio imposible, personajes ridículos, y -gracias a Robert Downey- heroicidad obligada. Entonces, hay divertimento seguro, efectos especiales notables, pero todo en función de un nudo que sobresale. Que gana por ironía, por astucia, por incorrección. Es sólo otro producto más. En forma de película y con marca de franquicia. Pero con la habilidad suficiente como para ser lo que debe ser. Y por las dudas y como rúbrica: Tony Stark, gran personaje.
Con la sonrisa de Tom Cruise en primer plano Nada peor que Tom Cruise clonado. Pero si bien esta sola pesadilla sería motivo suficiente, mejor explicar más. A ver cómo. Oblivion aparece como la nueva incursión del actor en otra vez lo mismo de siempre. Porque poco es lo que pueda decirse de Cruise por fuera de su estampita de gelatina dura, con sonrisa de soldadito feliz. Quizás algunas excepciones, pero que lejos están de alterar su lugar en tanto emblema de actorcito pedante, repleto de dinero, capaz de expulsar directores de sus películas, así como de decidir el corte final de montaje. Ello no significa negar su carisma, acorde con lo que una estrella de Hollywood, más o menos, debiera ser. Potencial descubierto tempranamente, y que fuera también señalado por el propio Billy Wilder a Cameron Crowe, en el magnífico libro Conversaciones con Billy Wilder. Pero de allí a justificar sus films, hay una distancia de abismo. Al menos en lo que respecta a la mayoría, encargada de acentuar su sonrisa de primer plano, así como de respaldar aquí lo verdaderamente molesto una misma concepción de mundo. Esta mirada, este lugar que organiza semánticamente e ideológicamente, se traduce en la figura de un héroe que, al menos, la serie Misión imposible tuvo el buen gusto de parodiar. O, por lo menos, la primera de ellas, capaz de desarticular lo que tan ordenado parecía para descubrir su cara oculta. Pero ese es cine de Brian De Palma. Mientras que Oblivion es un refrito, pobre, de ciencia-ficción. En este sentido, agregar todas las películas que se recuerden y mezclar bien. Entre ellas, por ejemplo, citar Blade Runner, Mad Max, El planeta de los simios. Pero no desde la coincidencia temática o el espíritu afín, sino desde la cita hueca, en tanto rasgo de superficie, que adorna a una historia que es contada con todos los vicios aburridos del cine de acción contemporáneo, para el lucimiento físico de su actor, desde la réplica pobre hacia el mundo paranoico de Philip K. Dick. Tanta y tan buena supo ser la ciencia ficción norteamericana, pareciera decir Oblivion con sus ecos de lo que alguna vez fue un gran cine. Todo esto porque, entre otras cosas, si algo hizo tanta narrativa brillante como la que el género tuvo, fue denunciar, criticar, alertar, filosofar, acerca de la relación entre ser humano-máquina-naturaleza. Todo un abanico de autores se abre desde este vínculo. Mirada de desencanto -James Ballard mediante- que Oblivion atrae hacia sí para vaciar de contenido, llenar de "vueltas de tuerca" argumentales, y culminar con la reinstauración de la familia feliz. Algo de develación argumental esta nota contiene, pero, la verdad, ¿qué película de Tom Cruise podría terminar sin él? ¿Y encima estando clonado? Lo que significa, ¿de qué buena ciencia ficción se podría hablar en estos términos?
Una auténtica aplanadora sangrienta Se reitera la propuesta que realizadores de renombre hacen sobre otros en ciernes. Así como Guillermo del Toro con el argentino Andrés Muschietti en Mamá, también Sam Raimi con el uruguayo Fede Alvarez en Posesión infernal. Uno y otro autores de cortometrajes célebres en Youtube, germen de sus respectivos debuts fílmicos. Y a juzgar por el nivel y la conciencia de género que ambos manifiestan, la apuesta no sólo salió bien, sino que presagia mucho más y mejor. El caso de Alvarez debe ser soñado: ni más ni menos que responsable de la remake de ese monumento de culto que es Diabólico (The Evil Dead, 1981). La primera película de Raimi (amén de otra previa, muy amateur), de presupuesto escaso, efectos justos, narración precisa. Tanto como para posibilitar secuelas y una filmografía que han despuntado a Raimi como una de las pocas figuras capaces de oxigenar el cine norteamericano. Entonces, y vista la discusión que acompañara durante años la posibilidad de la puesta al día de The Evil Dead, que sea desde el calibre de un realizador desconocido, bendecido por el propio Raimi, con su nombre en la producción junto al del venerable Bruce Campbell, nada mejor, nada más acorde con el espíritu B del original. Y lo que resulta es extraño. Porque revuelve en el foso de gestos que el espectador sabrá recordar del film previo, pero para una gradual exposición revertida. Tanto como para instalarse a la manera de un nuevo capítulo uno, o como continuación inadvertida de lo que supone la trilogía. Así, no hay pero también hay equivalente para el gran Ash (Bruce Campbell), héroe de Raimi: por un lado, porque nadie como él; por el otro, porque todo remite inexorablemente a él. En ese hiato, se juega la película. Y lo hace con toda la furia del cine más gore y visceral. Quedan algunos restos de humor negro, pero atravesados por una aplanadora sangrienta, que deja bien atrás a las más o menos malogradas vueltas a la pantalla -en remakes, precuelas, secuelas- de Freddy Krueger, Leatherhead, Jason Voorhees. Aquí, a diferencia de aquellas, hay un disfrute sentido, que da cuenta de las ganas que tiene el realizador de hacer lo que hace, en un film que está plagado de todos los lugares comunes al género pero que sabe, por conocerlos, cómo reactivarlos. Así, el pseudo-Necronomicon se vuelve el mejor McGuffin, capaz de guardar muchos más secretos que los que expone, en una historia que fácilmente podría reducirse a esta consigna: cómo una adicta sobrevive a su adicción. El terror, en todo caso, no es más que un manto que recubre. Que divierte, asesina, destripa, y asusta. Posesión infernal se sitúa espiritualmente cercana al original, con una potencia capaz de vitalizar el género y de devolverle un aura bestial.
Tan bestial como sorprendente Diment sabe lo que hace porque lo disfruta. Esto es así: cuando se va al cine y se sale satisfecho, es porque el deseo ha sido --por el momento- colmado. Con el cine de terror sucede esto y de una manera más clara. Porque para ver cine de terror hay que quererlo. Querer dejarse llevar hacia el interior de lápidas, disfrutar con algún miembro revoleado, degustar maldiciones, invocar las sombras, esperar gustoso la noche, preferir las brumas, adorar los borbotones de sangre, tener simpatía por los monstruos, amar el cine B. Al ver La memoria del muerto aparece la sintonía. Entre (este) espectador y la película, así como entre ella y su realizador. Porque tales encuadres, tales diálogos, tales situaciones, tales imaginerías, sólo podían suceder desde el disfrute. Que ha reconocido el propio Diment desde la palabra: Argento, Fulci, Raimi, Carpenter; pero que, en verdad, valida la película por sí misma, en tanto manera privilegiada desde la que todo cineasta, en última instancia, piensa el cine. Ahora bien, tal regurgitación requiere de una reelaboración suficiente, que logre ser verosímil, no en tanto película con ecos de ultratumba italiana o española, sino --aquí el riesgo- argentina. Y lo cierto es que, cada vez más, el género de terror construye un espacio propio, que ha abierto el juego para una proliferación mayor. Con una marca distintiva que encuentra en el film de Diment una búsqueda formal que es en absoluto gratuita. En este sentido, habrá que pensar muy finamente cuáles películas más podrían decir de una manera tan bestial como sorprendente sobre el recuerdo tortuoso que acompaña a Pamela Rementería, víctima de un padre abusador. Su escenificación da cuenta de lo terrible, lo magistral, que el cine de género puede ser. Y que vuelve innecesario el parlamento siguiente de la actriz, quien explica lo sucedido para, dado el caso, dar pie a otra resolución. Lo dicho, apenas, como una de las varias piezas del juego mayor, contenido por la casona de noche, con la memoria de un muerto (Gabriel Goity) a quien se busca recordar, evocar, llorar, resucitar. Pero, como siempre, engaños de por medio y enfrentamientos cruciales, personales, violentos, de todos contra todos porque, de lo que se trata, es de enfrentar cada uno sus propios fantasmas. Cuando todo se resuelva, podrá ocurrir la previsible vuelta de tuerca. Pero, se sabe, lo difícil es saber cómo utilizar los lugares comunes. Y lo que hacen Diment y guionistas (entre quienes destaca Nicanor Loreti, responsable de Diablo) es sorprender para retrucar y señalar que un abordaje inteligente no depende de cine "serio" alguno o que, en todo caso, el género es una de las maneras más serias de entender el cine.
Gigantes muy juntos y apretados Señalar una película como "infantil" no es lo mismo que atender a su presunto público cautivo. En verdad, la segmentación de audiencia poco importa en esta nota. Lo que interesa, en todo caso, es si se trata de una película digna, más allá de si está pensada para un público mayor, menor, o de cuantos años se quiera. En este sentido, nada podría justificar el infantilismo de un film como Jack el cazagigantes. Lo dicho porque se trata, también, de la última película de Bryan Singer, responsable de títulos como Los sospechosos de siempre, XMen, El aprendiz (de lo mejor que se haya hecho a partir de un relato de Stephen King), productor de la serie televisiva House, entre tanto más. Hay un recorrido de interés que acompaña a Singer, y que etiqueta cualquier emprendimiento suyo con una cuota de relieve. Al menos para quien aquí firma. De modo tal que, al momento de iniciar un film como el que aquí se refiere, entre cuentos de hadas narrados a niños, entre relatos imbricados que promoverán, como se debe, la irrupción de la fantasía más allá de las páginas... Nada mejor. Todo muy bien. Situados en el reino de Albión, entre triquiñuelas de palacio, con el hijo de un campesino como héroe, al rescate de la princesa, provisto de habichuelas mágicas, y tan astuto como para patear gigantes. Pero, para ser sinceros, esto es lo que se verá: vértigo de acción superflua, cortes de pelo a la manera de un programa de Disney Channel, superposición de gigantes (nada de sorpresa o miedo o algo parecido), un anillo/corona de poder (muy, pero muy, Tolkien), adolescentes en apuros al estilo Narnia, etc. Es decir, una sumatoria de golpes de efecto que ya se conocen y se consumen de modo habitual en el cine hollywoodense, con la tropelía de cuentos de hadas clásicos "modernizados". ¿Por qué infantilismo? Porque no se trata de pensar que un film, por estar "dirigido" a los "pequeños", deba ser así; sino porque es una película que subestima al espectador al maltratarlo por poco inteligente. Reducido expresivamente, Jack el cazagigantes es poca cosa, casi uno de los tantos capítulos de series televisivas teenagers norteamericanas, con más efectos digitales, y con grandes intérpretes que nada aportan: Ewan McGregor, Stanley Tucci. En un no muy lejano artículo, Ray Bradbury se quejaba ante la proliferación de momias en la nueva La momia, con Brendan Fraser. Contraponía el detalle de la venda suelta, caminante, tras los pasos de Boris Karloff, en el film pionero de Karl Freund, de 1932. Allí estaba, y todavía, la artesanía para contar y saber cómo provocar, estimular, al espectador. Lo mismo para estos gigantes, tantos que poco importan, que nada suscitan, que poco peligro significan. Si no es el espectador quien vive las peripecias, tampoco podrán los personajes hacerlo. Allí el acento mayor, el que tanto se descuida mientras se justifica un mismo proceder fílmico, aburrido pero comercialmente exitoso.
Anna Karenina como artificio escénico La recreación de la Rusia de Anna Karenina despliega un juego de ingenio que no pierde esencia. La película de Joe Wright se mueve entre el desenfreno de la pasión y los decorados perfectos. Y a pesar de Keira Knightley, su actriz. Es comprensible que una nueva versión de Anna Karenina se realice. Por un lado, porque ninguna fuente literaria podría tener expresión cinematográfica consumada; por el otro, porque el cine mainstream hace refrito todo el tiempo. Y también, porque la tarea del inglés Joe Wright es recurrente en lo que a películas "de época" refiere. Es el mismo nombre detrás de títulos como Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación, deseo y pecado (2007). Dosis de romance con atisbos de melodrama, que contagian también a otro de sus films: El solista (2009), con Jamie Foxx como un músico callejero que captura la atención del periodista Robert Downey, Jr. La única "excepción" sería Hanna (2011), film de espionaje y acción desmedidos, cercanos al espíritu del cómic Kick Ass. Todas, eso sí, películas demasiado frívolas. Frívolas porque hay una exposición de formas que, antes que construir maneras de pensar el cine, no son más que florituras retóricas. En estas películas pueden observarse, según el caso, reconstrucciones almibaradas, besos demorados, buenas intenciones y -pensar en Hanna- balaceras y patadas de coreografías sin nervio. Ni qué decir de El solista, donde la corrección política se disfraza de parábola y se convierte en una lágrima cada vez más gorda por sentimentaloide, difícilmente emocionante. Ahora bien, con Anna Karenina hay más de lo mismo pero no. O, por lo menos, un manto de ambigüedad hace que la película tenga mejor suerte. Tal vez sea la plasmación de la Rusia zarista, que baña de frigidez a los personajes y, en este sentido, pueda justificar la usual falta de emoción del cine de Wright. Es decir, la fastuosidad de cuento de hadas adinerado que significa el zarismo habilita la dosis correspondiente de imaginería de palacios o casas fastuosas. También de campesinos segando durante una luz amarilla. Pero, en vistas de lo que de veras importa, en el film hay una grieta que aparece y que responde a la obra de Tolstoi. Entonces, y de cara al acento que significa el personaje principal, todo lo demás se explica desde allí. Y por atender al lugar que el régimen zarista destina al amor, a la pasión, es que la película sabe salir airosa. Aún cuando la responsable de encarnar este malestar incurable sea Keira Knightley, ya presente en las anteriores películas del director, de un mantra algo rústico en lo que refiere a despertar deseos. Aspecto del cual, vale recordar, tan buen partido supo sacar David Cronenberg en Un método peligroso. En este sentido, la Knightley tiene una figurita acorde para la cobertura de torta de casamiento que el cine de Wright suele ser. El lector habrá tomado cuenta de la ambivalencia de esta nota. Pero, aún cuando se mencione lo dicho, Anna Karenina está bien y mejor que cualquiera de los films citados. Porque encuentra una manera formal que sorprende, al asumir un juego fílmico de mixtura teatral. La Rusia de esta Anna Karenina es el resultado de bastidores, intérpretes, libretistas, proscenio, plateas, escenario, maquetas, cine. El primer momento del film obliga a un maremágnum de situaciones, que dislocan espacialmente la pantalla para develar las convenciones de lenguaje y finalmente construir la ilusión espacial. Hay un trabajo casi de filigrana en este aspecto, pleno de detalles, tantos que hacen necesaria una nueva visión para captarlos plenamente. Es cierto que avanzado el film la sorpresa inevitablemente mengua, pero no pierde acierto: como lo supone la carrera de caballos o el baile de salón, todas instancias resueltas desde una misma sala teatral, capaz de ser moldeable de tantas maneras como se quiera. Como si se tratara de una gran casa de muñecas hecha película, dentro de la cual, de hecho, aparecerá otra, como juguete y como referencia metalingüística. El detallismo del film aparece, como ejemplo, en el reflejo sobre los cristales de los anteojos de Karenin (Jude Law), durante el viaje en carruaje con Anna. Allí, apenas, puede vislumbrarse el fuera de campo, el paisaje que atraviesan, recortado por el cuadradito mismo de la ventanilla, mientras la cámara sólo atiende al plano y contraplano del diálogo, dentro del carruaje. Situaciones como ésta hay muchas. Otra más, y de cita cinéfila: en el momento de la siega, la cámara adopta el punto de vista de la misma hoz para reproducir su movimiento y tarea, es decir, al ras del suelo; mismo recurso que empleara Sergei Eisenstein en Lo viejo y lo nuevo (1929). (Por las dudas, eso sí, un paralelismo como el que se refiere sólo llega hasta allí, hasta el guiño cómplice, lejos de la búsqueda formal e ideológica practicada por el cineasta soviético). Mientras tanto, en el medio de esta Rusia de cartón pintado se mueve, atrapada, Anna. Entre el matrimonio, la paz social, el deseo reprimido, el deseo liberado, el desafío imperdonable. Hay una alusión rápida a su destino, con un trencito de juguete bañado de nieve falsa. También una coincidencia de malestar, que será espejada y dará cuenta del desequilibrio en la escala social, allí cuando el operario del tren quede cercenado por la locomotora, pero también antes, cuando su rostro negro de carbón espante el blanco inmaculado de Anna. Presagios de desenlace que articulan la tragedia y dan cuenta de la esencia del melodrama. Lo que no se pierde en el camino es el declive de una manera social que ya es decadencia, que se rodea de esplendor pero entre paredes algo descascaradas. Dada la obsesión del realizador para su recreación, estos aspectos adquieren suma importancia.
Entre recuerdos odiosos y cariñosos Vale destacar que Villegas tuvo su momento de exhibición en el marco de la última edición de Bafici Rosario, organizado por Calanda Producciones. No sólo por lo que significa la presencia de la película, sino también por la de su realizador, Gonzalo Tobal, quien en mesa de diálogo con el público hubo de compartir experiencias junto a otros realizadores de cine "independiente" (un mote, se sabe, que genera hoy más discrepancia que acuerdo). Es un dato de relieve, porque junto con Mauro Andrizzi, Maximiliano Schonfeld y Luis Ortega -cuyas películas bien vendrían también a la propuesta de la cartelera comercial-, Tobal hubo de exponer su parecer, problemas y búsquedas cinematográficas, desde una modalidad de actividad -la de mesa redonda- casi inédita para el quehacer audiovisual local. Precedida por premios en Bafici 2012 y de un recorrido internacional, Villegas es título así como locación para la ópera prima de su realizador. Desde lo inmediato, distinguir argumentalmente que se trata de dos primos (Lamothe y Bigliardi) que deciden volver al pueblo a raíz del fallecimiento del abuelo. Primero, entonces, la gran ciudad, Buenos Aires y sus ritmos; luego, la road-movie de paisajes cambiantes, que ralentiza de a poco la aceleración inicial; finalmente, la llegada a Villegas, el reencuentro con familiares, y la propia historia de los personajes que entra en crisis, de cara a un conflicto que tendrá desenlace pero que, sobre todo, posibilitará puntos suspensivos. Para llegar a tal instancia, cada una de las secuencias contiene momentos de tensión, que se conectarán hacia un rumbo imprevisible. Presentes, por ejemplo, en las maneras de vestir y hablar de los dos primos, en el viaje y sus paradas -plenas de recuerdos cariñosos u odiosos-, en las frases que esconden alguna broma y, en ellas a su vez, alguna bronca que parece no tardar en estallar para poder, así, calmarse. Un vaivén emocional que tendrá conexión de esencia con lo que cifra la palabra Villegas, sea como ciudad, sea como prócer a quien debe su nombre, sea como escenario donde las decisiones habrán de ser tomadas porque es allí, justamente, hacia donde todo remite.
Una cáscara con forma de película Con una puesta en escena frívola, el film es un recitado de lugares comunes que aleja lo que dice pretender: ser cine negro. El noir como esencia y pesadilla. Pero nada de esto termina ocurriendo en la obra del director Allen Hughes. ¿Será posible el cine negro? ¿Todavía? Esta nota prefiere creer que sí, que hay maneras formales válidas, que el noir es -antes que una época- una construcción discursiva y práctica, que permite pensar el cine y que permite al cine pensarse. Lejos está de agotarse, siempre aparecen variables, grietas, fisuras por donde la mirada oscura, de tinte neoexpresionista, persiste. En este sentido, toda una estela de películas se ha propagado, ramificado, como consecuencia de una fascinación que ha trascendido su manto epocal. Se trata de los años '40, con la sabiduría e intuición que significa situarse entre la Gran Depresión y el Macarthismo. La Segunda Guerra, el éxodo europeo, el gran cine de Hollywood, 1944 como cónclave fílmico: Laura (Otto Preminger), Pacto de sangre (Double Indemnity, Billy Wilder), El ministerio del miedo (Ministry of Fear, Fritz Lang), El enigma del collar (Murder, My Sweet, Edward Dmytryk). Héroes caídos, herrumbre moral, calles llovidas, luz de luna, cigarrillos, paranoia, alcohol, crisis institucional (dice Noël Simsolo, teórico en el tema, que una película negra no puede serlo si habla bien de la policía). Ocurrido el momento genial, ahogado por el clima de delación ante el peligro rojo, cuyo signo de ocaso será la cárcel para el escritor Dashiell Hammett, desprovisto de los derechos sobre su obra (ver: Tiempo de canallas, de Lillian Hellman), el cine negro -definición francesa para un ánimo fílmico americano, antes que un género- rubricaría su mundo de películas en el dilema de frontera mexicana, de falibilidad moral, que entre Shakespeare y Orson Welles propone Sed de mal (Touch of Evil, 1958, Welles). Hammett, alma y paradigma, moría en 1961. Excusando las excepciones (desde Blade Runner a ¿Quién engañó a Roger Rabbit?), decir que a partir de allí al cine negro le quedaron dos posibilidades, todavía presentes: remitir a la iconografía pasada o reelaborarse desde otros contextos. Cualquiera de las dos elecciones tiene ejemplos muy buenos y no. Sin hacer la lista extensa, sintetizar en la clave maestra que significa Contacto en Francia (1971, William Friedkin), la implosión de los hermanos Coen en Simplemente sangre (1984), el abismo de David Lynch en Terciopelo azul (1986), la puesta al día à la Ellroy de Los Angeles al desnudo (1997, Curtis Hanson), sus variaciones hitchcockianas en La dalia negra (2006, Brian De Palma), la melancolía solitaria de Drive (2011, Nicolas Winding Refn). Todo un mundo vuelto a nacer y renacer. Entonces... llegar al film en cuestión, estreno local, con ínfulas de serie noir. Algo parecido promete. Porque su argumento es afín: el alcalde de Nueva York contrata a un detective para que investigue los amoríos de su mujer. La tríada es: Russell Crowe, Mark Wahlberg, Catherine ZetaJones. Política y policía se dan de la mano desde la figura de la alfombra que tapa la tierra. El primero ayuda al segundo para que después la situación se espeje. Porque el detective que encarna Wahlberg tuvo que dejar el cuerpo policial luego de un asunto que no ha quedado del todo claro. Pero la memoria persiste en tanto pacto, para reaparecer cuando corresponda, allí donde puedan devolverse favores pero, argucia de toda trama noir, nada culmine por ser como aparentaba. Dicho así, parece todo bien. Más el aliciente supuesto por ser la primera película en solitario de Allen Hughes, hermano de Albert, con quien dirigiera, entre otras, Desde el infierno (2001), a partir de la historieta de Alan Moore sobre Jack el Destripador. Pero, se decía, nada es lo que parece. Porque para ser noir una película tiene que tener espíritu noir. No basta con la neooficina de privateeye, la secretaria avispada, el político corrupto, el alcohólico reincidente, el desamor, las trompadas, y el etc. Todo esto puede ser no más que un baño de repostería. Lo que importa es que la torta esté podrida. Que su gusto sea malsano y que la boca hieda luego de escupirla. Para asumir que el destino será trágico porque lo es. Condena con la que se carga pero, a pesar de todo, se camina. En víspera de un fantasma fatal que no será, empero, nadie más que el mismo protagonista. Amanecer de un relato que desfallece, de sol sin gracia, que anhela una luna de desgarro, que espera como canto final su lápida olvidada. El cine noir es estado poético alienado. Nada de esto en Broken City, sino sólo una trama tonta que enuncia al cine negro desde lugares comunes. El desafío está en asumir lo que se expone. En animarse a caer dentro del abismo, en bajar una escalera de caracol, en dibujar una sombra insondable. Puesto que no es éste el propósito, lo que queda es una cáscara más que tiene forma de película, que responde a los parámetros de una intriga convencional, para recaer en una resolución con vuelta de tuerca final. Las interpretaciones son, por eso también, convencionales, sin ganas de ser lo que dicen, puestos a recrear lo que la letra del guión les pide, sin el alma lo suficientemente sucia como para quedar atrapados en la vorágine oscura. No es tarea fácil. Se trata de un estado del alma hecho cine. Provocarlo voluntariamente es tarea ímproba. Lo constata el cúmulo de películas de los años '40, ninguna de ellas desde el rótulo conciente que el noir habrá de significar. ¿Cómo entonces conjurarlo? Otra verdad: el alma negra estuvo en la producción B norteamericana. Esta estela parece que se ha mudado a la televisión, en algunas series. El alma del cine en la televisión. La pantalla grande queda sin esencia, se difumina, pero no como un sueño, sino como trivialidad. Pero, también verdad, la televisión no permite soñar. El cine sí. Es hora de que vuelva el sueño a las salas de cine. Sueños bellos, también pesadillas. Estas últimas, el mundo onírico del cine negro. Quizás sea, ésta, una época desalmada. Sin alma. Sin sueños.