Paradojas de parir al niño maldito Si hay un cochecito, de esos que son grandes, con techito, es porque -claro- hay un bebé dentro. Pero también porque, si se trata de una película, la referencia es El bebé de Rosemary. Entonces: Tenemos que hablar de Kevin como secuela -que no es- del film de Polanski. Con Tilda Swinton como Mia Farrow: flaca, taciturna, ojerosa, pálida. En verdad, el vínculo cinéfilo dice y no dice. Por qué el niño, el adolescente, el hijo "querido", hace lo que hace no puede saberse. Sino sólo que lo hace. Como un rompecabezas destrozado, el film de Lynne Ramsay (El viaje de Morvern) dispersa sobre rojo sus piezas: pintura, salsa de tomate, celebración, Malbec, sangre, primer embarazo. Con una gillette, Eva rasca el rojo sucio del vidrio, castigo que sobrelleva sobre sí, sobre su casa, sobre su automóvil. Sola, cree todavía en algo que averiguar. Que le permita entender, o volver a creer; en este sentido, el momento del baile de Navidad, cuando el amigo de oficina se acerca a su oído a decirle lo que dice, quizás sea lo más espantoso de todo lo sucedido o por suceder. De manera tal que Kevin -el bebé, el niño, el adolescente, el primer hijo, el hermano mayor- deba ser ese interrogante que concita tanto, que dice nada, que odia todo. Carita de desdén que encuentra filiación con la niña de La mala semilla (1956), de Mervin LeRoy. Hay algo, en este sentido, que persiste sobre cine y suelo norteamericanos. "Amo Nueva York" dice Eva, "pareces una calcomanía" replica su marido (John C. Reilly). Ironía que luego es estampa, allí cuando Kevin salude a un público invisible, dentro del estadio de básquet del colegio, con la bandera estadounidense como rótulo sobre la pared, minutos antes de iniciar el gran show, su acto final. Colegio que también es nido siniestro, depositario que un mundo adulto prevé para sus adolescentes. Ambito para una violencia adquirida, tal vez, de manera genética. (Hay un diálogo entre madre e hijo de feliz coincidencia al respecto, con los gordos como víctimas). Con tantos ejemplos como noticias de diario se saben, con el recuerdo de Columbine como vector, a su vez, del film de Michael Moore: Una nación bajo las armas (2002), Tenemos que hablar de Kevin se suma a esta lista de títulos dedicados a indagar en el "ser americano". Así como Gus Van Sant también lo hiciera desde su notable Elephant (2003). Con una narrativa dada desde la atracción y repulsión. Las imágenes dicen de maneras imprevistas. Con falsos raccords. Entre tiempos diversos. Tejiendo la historia desde su desenlace y su inicio, como un juego -se apuntaba- de piezas rotas y yuxtapuestas, con el rojo como vínculo adherente, con el sonido como disparador de asociaciones varias. La palabra (roja) "exit" (salida) aparece en varias escenas para dar paso a no más que a otra puerta de laberinto. Y un desenlace que puede entenderse como el relevo emocional y materno respecto del que Polanski ya provocara con aquel -otro- hijo demoníaco.
Todo el aire de un western irlandés De esto se habla cuando se trata de saber contar. Es decir, tener presentes los géneros narrativos para reformularlos, para jugar con ellos y, por qué no, para respetar sus lugares comunes (tan difíciles, a su vez, de manejar). De tal manera que El guardia culmine por ser la película buena que es: por conocer de cine de géneros, por asumirse autónomamente. Es ópera prima, e irlandesa, de John Michael McDonagh. Y está interpretada, espléndidamente, por Brendan Gleeson y Don Cheadle. El primero como policía obeso y cansino de pueblo, el segundo como agente del FBI que llega allí a partir de una pesquisa de contrabando de droga. Entre uno y otro, las fricciones justas como para entramar atracciones y repulsiones que deriven en algo así como la amistad, en algo así como la camaradería. Negro y blanco, gordo y flaco, tantas dualidades como se quieran para emparentar lo que es marca clásica de tantos duetos policiales o westerns. El problema está en que "no sé si eres extremadamente estúpido o inteligente". Desde esa línea se compone el personaje de Gleeson quien, se decía, está estupendo. Al actor se lo recordará también por Escondidos en Brujas, allí junto a Colin Farrell. Gleeson está tan bien que, como usual secundario que es, obliga a recordar que Hollywood estereotipa, y qué disfrute cuando un actor puede salir del rol habitual y lograr que todo un film se construya sobre sí. Porque lo de Brendan Gleeson es insustituible: Bebedor, mal hablado, racista, ignorante. ¿O no? Allí la habilidad, la difícil habilidad que el actor vuelve tan simple. Además, si hay "buenos", hay "malos". Estos últimos perdidos en recuerdos sobre frases de Nietzsche y Schopenhauer, o la nacionalidad de Bertrand Russell. Desalmados al primer tiro, no dejan por ello de ser concientes de la diferencia sutil y aprendida entre ser psicópata y ser sociópata. Los intersticios se multiplican cuando surgen los paquetes de dinero corrupto; mientras, los cuerpos se multiplican, la investigación se confunde, y el lamento del FBI devela su preocupación verdadera: la cantidad fagocitante de billetes que la droga significa. Los duelos son varios. Entre la pareja protagonista. Entre la policía y los ladrones. Entre el pueblo y la gran ciudad. Entre irlandeses e ingleses. Entre el gaélico y el inglés americano. Entonces, el final heroico. Westerniano. Con algo de spaghetti a la Leone. Disparos para la prueba moral y final. Así como la despedida previa a todos los que al héroe hacen: mujer, niño, madre; como si fuere la familia que no es, porque nada une a éstos entre sí más que la figura del policía. En algún momento se comenta sobre la necesidad de un desenlace feliz. ¿O triste? ¿Estúpido o inteligente? ¿Quién sabe?
El viaje lisérgico de la muerte Entrar al vacío o al mundo de Noé. Vértigo circular que acierta objetos con movimientos de cámara. Ciclo que, a su vez, comunica inicio y desenlace, lo que deriva en un cine concebido como bucle a reiterarse. La vida, entonces, como muerte. Final y principio. Algo siempre presente en el cine de Gaspar Noé, así como de manera puntual en Irreversible (2002). Nada hay que pueda evitar lo que deba suceder. Así, el final irremediable de la película. Atrocidades que atravesar para alcanzar la calma primera. Una vez allí, parece que nada fue (o será) tan grave. Ahora bien, difícilmente pueda el espectador olvidar las atrocidades. Entonces, Gaspar Noé parece obligar a un viaje que promete momentos horribles. Explícitos. Tan gráficos como el sexo. Atracción y repulsión como motor de su cámara circular. Vueltas y vueltas de violencia y de paz. Una y otra, caras reversibles. El choque y la muerte luego del momento de gracia. Los padres mueren y los niños no. La nena grita de horror, el chico sólo mira. La cámara, situada en su nuca (el espectador también, por eso sufre de igual manera el choque). Sangre que se verá muchas veces más, con otros ángulos de toma. La sensibilidad puesta al borde de su quiebre. ¿Violencia gratuita? Quizás, y mejor, una estética de la misma. Si no se tiene la voluntad suficiente, mejor no verla. Pero lo cierto, y aquí el acierto ineludible del cine de Noé, es que tal violencia existe. Rojo sangre, rojo pasión. Muerte, aborto, resurrección. Sexo, erotismo, pasión, procreación. Y muerte. Entrar al vacío es la historia de dos hermanos. Los niños sobrevivientes al accidente de tránsito. Ya grandes y en Tokio. Él trafica droga y ella es bailarina profesional. La droga como viaje será prólogo al mayor y último de ellos: la muerte. Con el Libro Tibetano de los Muertos como guía de fe. La muerte como experiencia lisérgica o la droga como viaje mortuorio. Cualquiera de ellos como sinónimo de orgasmo. Atracción y repulsión. Amor e incesto. Con el rostro del personaje de manera negada a la visión del espectador. Así, el espectador es protagonista. Como hermano de esa hermana que es tan sexual (Paz de la Huerta). Cuyo cuerpo desenvuelto hará cualquiera de las fechorías de libido que a Noé se le ocurran. (Cuerpo, el de de la Huerta, que hace transpirar la pantalla, que no recela de sí, que no tiene nada que ocultar; despojado y descarnado. Paz de la Huerta, muñequita de lujo.) El desenlace, el alcance del abismo, será demasiado parecido al que ocurriera también en Irreversible. En otras palabras, Entre the Void como variación de una misma preocupación temática y estética. Película por momentos algo aletargada, como si fuese víctima de una búsqueda que ya no es, convertida ahora en mero ejercicio visual. Un poco disfrutable. Un poco desagradable. No demasiado intensa, o a veces. Como si fuese marca de fábrica ya conocida, de rasgos presagiados. El impacto que provoca se siente. Si bien se desvanece algo rápido. A veces sustentado desde un mostrar que, a algunos o muchos, pueda indignar.
Entre la violencia y el melodrama Drive actualiza al noir desde un rótulo que merece prefijo: neo-noir. Conjunción de una estilística que hereda el abismo trágico de brumas blancas y negras de los films del `40, así como la violencia gráfica de su refundación durante los `70. El cine dispara hacia tantos otros intereses que, cuando aparece un film que gusta, mayor el impacto cinéfilo. Como cuando se sabe que, por ejemplo, un escritor admirado es llevado a la pantalla. Las ganas, entonces, de ver qué pasa con tal o cual libro en su traslación fílmica. Etc. Drive es novela de James Sallis. Y, a decir verdad, no es de las favoritas de este cronista. Mejores, desde este parecer, son aquellas que constituyen una saga melancólica, con New Orleans como telón de fondo, para las peripecias (metafísicas) de Lew Griffin. ¿Habrá Lew Griffin en cine? De todos modos, Drive -editada por RBA? contiene al cine como escenario en sí, en Los Angeles, con su protagonista como doble automovilístico de escenas de riesgo, como chofer de robos, a partir de una escena de sangre y muerte inicial, más la consecuente deconstrucción y desarrollo de la novela. Además. El realizador es Nicolas Winding Refn. Conocido, sobre todo, por Pusher (1996), film de violencia coral que el director danés continuara en dos oportunidades más, con títulos intermedios como Bleeder (1999) y Fear X (2003). Si el intercambio de dinero -entre préstamos y devoluciones que no terminan? es nudo en Pusher, la sangre hará lo propio, entre venas y venas, para el caso de Bleeder. Fear X, en tanto y con John Turturro como protagonista, indaga en la búsqueda interna y sin fin de un guardia de seguridad sobre la identidad del asesino de su esposa. Cámaras de vigilancia guardan, granuladamente, algunas pistas. Luego vendrían Bronson (2008) y Valhalla Rising (2009). Esta última con protagónico de vikingos, y la anterior como responsable del interés del actor Ryan Gosling por el paradero de Winding Refn para su dirección en Drive. Gran acierto. Y, por lo que se sabe, colaboración feliz que se prolonga en la actual filmación de Only God Forgives, con estreno previsto para 2012. Entre tantos títulos, decir que es el alma negra del policial la que corroe -nunca mejor dicho? el alma de estos personajes. La crítica ya lo ha señalado y el galardón en el último Festival de Cannes a Refn lo acredita: Drive actualiza al noir desde un rótulo que merece prefijo: neo?noir. Conjunción de una estilística que hereda el abismo trágico de brumas blancas y negras de los films circa ?40, así como la violencia gráfica de su refundación durante los ?70. Más música de remembranzas posteriores. Drive es lugar de encuentro para esto y mucho más pero, sobre todo, instancia de reformulación. Allí lo mejor. El "driver" (Ryan Gosling) es el hombre sin nombre, de pasado difuso y caminar pausado. Late en él una violencia a punto de estallar, de sonrisa apocada, con escarbadientes mordido, y campera con escorpión dorado. Quién es, qué más da. Lo que importa es lo que hace. Manejar. Lo hace en películas donde tampoco tiene nombre, para ladrones de ciudad, o para cuidar de esa vecina (Carey Mulligan) y su hijo. También porque, parece, se enamora. Caballero romántico, con armadura de siglos pasados, el driver tiene, en este sentido, un cariz chandleriano pero también westerniano, tanto por las referencias a Eastwood/Leone como por lo que concierne a Shane, el desconocido (1953). Drive se perfila, de a poco, como un mundo de caída. Entre personajes siniestros, de intenciones escondidas, víctimas de un mismo entorno que los procrea y cobija. Mundo sin ley porque es pasional e irracional. Las armas podrán, por ello, estar contenidas en objetos mundanos, en un adorno, en la furia dormida. El driver no quiere ?o lo evita? pero al final mata. Y cuando lo hace parece que sabe cómo. ¿Qué más esconde su hacer taciturno, su rostro de a poco derrumbado, su sudar nervioso, su seguridad en el uso del martillo? Cuando la violencia explota no puede decirse que al espectador se lo tome por sorpresa. El hilo, por fino, se corta. Y todo estalla. Son pocas escenas, pero suficientes como para ser indelebles. Así como explícitas, algunas más abstractas. Con un desenlace de sombras que pareciera evocar el hacer de un vampiro. Es que una vez arribada esta instancia, Drive hace bastante que se encuentra en un registro de variación temporal casi surreal. Hay un beso, y ese beso dura lo que no debiera o lo que se quisiera. Luego golpes y muerte. La percepción se altera porque el puente que separa como norma ya hubo de atravesarse, de quebrarse. El registro se vuelve ahora diferente, emocional. Lo que se enhebra, finalmente, es una poética de amor, de vida y de muerte, con tantas gotas de melodrama como merece un relato noir. Con el driver como cowboy anónimo, como doble (o sombra) de tantas estrellas de películas con nombre. Él, en tanto, vive bajo un techo con humedad. Esa mancha dice más que cualquier palabra.
Un agudo juego de traiciones leales Parece mentira. Ver tantos buenos nombres, grandes intérpretes. Con una estilización justa como para, desde la distancia contextual, dar cuenta de la guerra fría y de su tablero de ajedrez. Por otra parte, como plasmación brillante de un texto literario, pieza clave a su vez en la obra de John le Carré y su bienamado personaje George Smiley. El topo es todo esto y más porque se construye desde la narración. Se cuenta una historia compleja, plena de intersticios, con Smiley como pieza devuelta al tablero: agente británico otoñal, encargado de reordenar lo que parece pronto de caos. Y si la actuación de Gary Oldman es (muy) buena, lo es porque, está claro, es un actor notable, pero también y sobre todo porque lo suyo es apenas parte de lo mucho más que la película es. En otras palabras, porque sería reduccionista explicar El topo desde la sola tarea del actor. Aún más: Smiley aparece en escena casi tanto -?muy poco-? como el propio Control (John Hurt). Entre ambos, una suerte de relación amistosa o melancólica que guarda apenas -?sólo apenas-? algo de la que también entablara el agente de la Continental de Hammett con el Viejo, su jefe. Smiley vuelve al ruedo, con dolor en el caminar, la sonrisa y mujer perdidas, el alcohol sin efecto, y una guerra que todavía mantener desde escritorios y escuchas espías. Todo un séquito del espionaje que reparte su abanico entre un lado y otro de una misma cortina, con la habilidad fílmica necesaria como para trastocar su estela de granito en un juego de espejos y de imágenes devueltas. Esta línea a cruzar, dable de traición o de lealtad, requiere de la dualidad misma para sostener lo que, parece o se sabe, es simulacro de muerte o de muertes de veras. Una bala cambia el aspecto físico, una mirada delata otro costado, las emociones traicionan, confiar es imposible, y los fantasmas persisten aún cuando, dicen, han muerto. Esto último tanto en lo que refiera a Control como al mismo Karla, al Circus o al Kremlin. "Estábamos en guerra" dice Smiley a la vieja secretaria. Los personajes se miran entre sí y, por eso, también lo hacen en ellos mismos. El Servicio de Inteligencia británico como mascarada a emplear para un pleito mayor, ajeno a héroes y villanos. Todos, en suma, parte de un mismo escenario así como dependientes del mismo. Un quehacer que los une y divide en aras de una permanencia compartida, de un mismo status quo. Guerra de inteligencias intercambiables. La traición, entonces, como moneda necesaria para la supervivencia propia. La lágrima con la bala conviven pero, llegado el momento, la decisión hubo ya de ser tomada. El topo es del sueco Tomas Alfredson, mismo responsable de una de las mejores películas de vampiros niños de todos los tiempos: Criatura de la noche (2008).
Lejos de los tiburones desalmados ¡Sean bienvenidos (otra vez) al almibarado mundo de Spielberg! Provisto de buenas intenciones, madres de ojos acuosos, hijos límpidos, y padres más o menos malos (pero siempre perdonados). Tradición narrativa vinculada a un esquema ideológico que precede al realizador y en el cual él gustosamente se inscribe. Así lo delata el atardecer naranja, bellísimo, de los últimos planos de Caballo de guerra, a la manera admirada de Más corazón que odio (1956), de John Ford. Ahora bien, mientras con este film Ford producía una obra maestra, capaz de suspender en vilo a tanta mirada reaccionaria previa, con Spielberg sucede un camino inverso. De ser el joven realizador de venas de celuloide ?-rasgo que conserva?-, capaz de dar retratar tempranamente en Amblin' (1968) a una generación novedosa e impulsiva, junto con una artesanía narradora que ya sobresalía en Reto a muerte (1971), se ha vuelto ahora el gendarme de la corrección política, las invasiones militares y, lejos ya de tiburones desalmados, los caballos obedientes. Así las cosas. Basta con ver el trailer, con el caballo recorriendo vicisitudes de Primera Guerra Mundial, más el deseo latente de su muchacho?dueño (Jeremy Irvine) por reencontrarlo. Planteo paralelo que habrá de transitar todo el film, con uno y otro personaje como dos caras de esa misma moneda que, durante uno de los momentos más naif de la película, un soldado alemán y otro inglés habrán de compartir. Cuán distante es el lugar desde el que se asume Caballo de guerra, presumiblemente adulto pero aleccionadoramente escolar, del que supone La invención de Hugo Cabret, de Scorsese, presumiblemente infantil pero profundamente adulta. A no confundir, de todas maneras, la mirada ideológica nada ingenua que el cine de Spielberg profesa, donde aún cuando la guerra pueda ser vista como situación de horror, ningún decir contrario se encontrará hacia el respeto militar. ¿O no recuerdan la escandalosa sustitución de armas de fuego policiales por walkie?talkies para el reestreno de ET? ¡Borró el celuloide para desdecir lo que había dicho! Un ejemplo de otro film será una manera rápida de describir su corrección política y empalagosa: el Capitán Haddock, en Las aventuras de Tintín, se vuelve en sus manos un alcohólico arrepentido, que identifica a la botella como fuente de sus males. El ejercicio será buscar y encontrar una sola viñeta donde Hergé hiciera algo semejante.
El tiempo está suspendido en un paréntesis La trompada de Robert Forster. En verdad, sólo un retazo del film. Pero lo de Forster tiene su alusión porque es un actor que es un gusto ver, creíble en su papel de padre que asiste la situación límite de su hija, de abuelo sin abrazos, de suegro con reproches, de marido cariñoso, de hombre de piña anunciada. Todo lo que haga será siempre bienvenido: desde su participación en la serie Alcatraz hasta el fresco black?setentista Triple traición (2007), de Quentin Tarantino. Otro retazo: los mofletes, whisky, pelo largo y bermudas, de Beau Bridges. Tanto hace que no se le ve y tan parecido como está a su hermano Jeff. Hablar arrastrado, confuso, la mirada caída, mucha panza; baker boy que, ojalá, tenga más aparecer de aquí en más. Uno más: los dos besos que George Clooney da a dos mujeres. El primero de ellos como resolución cinematográficamente feliz para un conflicto que el espectador habrá de revelar. En verdad, ya no se trata de retazos. Clooney compone a un esposo fiel, que ya no habla(ba) con su esposa, que maneja distintas facetas, que trabaja aún cuando el dinero heredado de los tatarabuelos sea suficiente, padre desorientado y superado por sus hijas, más una historia con la que lidiar y que es, en instancia última, oportunidad de resolución personal y familiar. El actor está nominado al Oscar, en el marco de una película que alcanza los rubros de mejor film y mejor guión adaptado (a partir del best seller horriblemente escrito por Kaui Hart Hemmings). También nominada en la categoría mejor dirección. Alexander Payne, a juicio de este cronista, tiene mejores películas. Entonces: Los descendientes es muy prolija, tiene un proceder que ahonda en los conflictos mientras evita lugares comunes o lágrimas torpes. Sabe a la vez cómo exponer la comodidad de una clase ociosa e improductiva que vive de rentas; tal es el caso de la maratón de primos que rodea a Clooney, quienes nada hacen porque otros ya hicieron antes por ellos. Los descendientes, por eso, será título de comprensión doble: tanto por lo que sucede a Clooney e hijas, como por lo respectivo a la oportunidad de venta millonaria de la tierra familiar heredada. El film de Payne provoca, a través del coma sufrido, una ilusión de tiempo suspendido. Como si lo que le pasa a la mamá/esposa/hija/amante constituyese un paréntesis. Dentro de éste sucede todo el film. Valdrá por ello señalar la elipsis dada a partir de la primera imagen de la película. El tiempo podrá volver a suceder cuando el paréntesis se supere y, como consecuencia, se reordenen afectos, se superen dolores, y se pueda despedir, por fin, a la persona querida.
Drama racial redencionista para toda la familia ¡Ha vuelto Hallmark Channel! O algo demasiado parecido. Porque lo que exuda Historias cruzadas se parece más a una remembranza de programación para gente bienpensante y de entrecasa que al cine. Es tal la vacuidad con la que el film de Tate Taylor (protagonista, por otra parte, de la sorprendente Lazos de sangre) expone sus "preocupaciones" sociales que se vuelve capaz de lograr algo situado aún más allá de la corrección política. Vale decir, Historias cruzadas es toda la corrección política junta y peor. Que sea una de las películas mentadas de la próxima entrega de premios Oscar ya es decir bastante. ¿Qué más se puede decir del Oscar? Basada en el bestseller The Help, de Kathryn Stockett ?-amiga de infancia, además, del realizador-?, la película retrata amenamente la relación blancos/ negros en el pueblito de Jackson, Mississippi, circa años '60. De Jackson, de hecho, es oriunda Stockett, lo que amerita referir que el personaje de Skeeter, encarnado por Emma Stone, vendría a ser la carnalidad misma de la autora. O algo así. Patito feo de un villerío de mansiones blancas, Skeeter estudia en la universidad y vuelve a Jackson con ganas de ser periodista y escritora. Comienza entonces a dar lugar a su proyecto: dar voz a las criadas, tradicionalmente legadas al patio de atrás del sur estadounidense, en la forma de un libro. Su propia historia de vida colisionará con los relatos que de a poco obtiene, a sabiendas de que la misma ley impide un trato de equidad entre negros y blancos. Hasta aquí la historia. El problema está en cómo se la cuenta. Y la manera de hacerlo radica en una exposición retórica, plagada de lugares comunes; es decir: amigas vueltas esposas, de vestiditos de color saturado, con hijitas rubias de ojos acuosos, pendientes de criadas que les usan el baño, amén de las lágrimas correctas, las miradas de odio, y las redenciones tontas, porque cuando se trata de una madre mejor recordarla con cariño: así es que como salen indemnes los personajes de Allison Janney y de Sissy Spacek, madres respectivas de Skeeter y de Hilly (la mala de la película, interpretada con ceño fruncido por Bryce Dallas Howard). El libro será publicado y los negros comenzarán a hacer oír su voz en la Estados Unidos de los sesenta así como en la de Obama. Poco importa el contexto de ambientación, toda película es consecuencia de su momento histórico de producción. Historias cruzadas se pliega, así, a la mediocre "toma de conciencia" hollywoodense, que nada tiene que ver con el hacer fílmico, incorregible, del gran Spike Lee. Si en algún momento Skeeter es capaz de decir que con Margaret Mitchell (Lo que el viento se llevó) se instituyó el estereotipo de la criada obediente y simpática de rótulo "mammy", lo que Historias cruzadas logra no es más que un decir obvio, mientras justifica los mismos estereotipos al contemplarlos como parte de un supuestamente necesario desenvolvimiento social.
Nada más que momentos sensibles Un interés repentino o coincidente ha hecho que varios títulos recientes tuviesen al cáncer como eje temático. Sirvan como ejemplos Amor por siempre -con Gael García Bernal y Kate Hudson-, Cuando el amor es para siempre -el último y bellísimo film de Gus Van Sant, disponible en dvd-, y también 50/50, en clave comedia y con Seth Rogen como factótum. Es decir, Rogen es este comediante grandote y con cara de buenazo, que provoca la producción de películas como El avispón verde o la que ocupa el interés de esta nota. El film no funcionó demasiado bien en Buenos Aires, y en Rosario ni siquiera tuvo su oportunidad. Pero lo cierto es que no está tan mal. Su estreno en dvd, al menos, permite reparar la promesa sin cumplir del trailer cinematográfico. Pensar la temática del cáncer entre dos amigos, de trabajo coincidente (redactores/productores de informes radiales o algo así), maneras sociales diferentes, con/sin novia, con/sin padres, etc., no deja de ser, en última instancia, lo mismo de siempre pero con el aditamento delicado que la enfermedad significa. Lo que equivale a preguntar de qué manera, entonces, poder jugar la buddy?movie habitual pero sin traspasar ciertos límites o afectar la tolerancia. En este sentido, 50/50 sabe cómo pararse en esa línea que separa, justamente, a los dos 50 del título. Línea que significa mitad de posibilidades de vida para este joven de 27 años (Joseph Gordon-Levitt), afectado por un cáncer en su espina dorsal. Allí entonces la contraparte que significa Seth Rogen, bravucón y mujeriego, capaz de dar consejos tales como hacer valer la enfermedad misma como artilugio de seducción. Pero, como se decía, el film nunca transgrede la línea "correcta", conciente en todo momento de que no se trata de cualquier asunto. Entonces, 50/50 es políticamente correcta (tiene golpes bajos, amoríos sosos, una muerte prudente) pero, al menos, posee ciertos momentos de lucidez. Algunos: Gordon-Levitt "confunde" el título original de la pintura de su novia -"Liberación"- por el de "Opresión"; el efecto "mardi?grass" que el paciente sufre entre los pasillo del sanatorio; los diálogos entre los enfermos y sus códigos; el galgo "Skeletor"; el papel de madre de Anjelica Huston; el Alzheimer del padre; la frialdad médica. Si 50/50 no culminara como debiera, sería mejor película. Es decir, hacer de cuenta que puede pedirse lo imposible: que el film no sea lo que se sabe, de antemano, es. Entonces, a no desesperar por su desenlace costumbrista sino, antes bien, ver qué es lo que más o menos mejor se entreteje entre sus costuras. Allí donde anidan momentos de comedia o, casi, de humor negro. Así como cuando, también, aparecen ciertos instantes de sensibilidad. La "nueva comedia americana" no es nada digno de celebrar. Sino, para este cronista, sólo de nominar. 50/50 sería, casi, intrascendente. Pero hay algo que la vuelve, casi, "real". Apenas. Algo es algo.
Parejas de conflictos impostados y anodinos Un abordaje insustancial, sobre cualquier tema, coincide con una puesta en escena igualmente sosa. O al revés. Y éste es el modus operandi del cine norteamericano, salvo excepciones honrosas y marginales, que lejos están de ser interpretadas por "luminarias" como Keira Knightley. A propósito de Knightley. Se la recordará como parte de Orgullo y prejuicio (2005), Expiación, deseo y pecado (2007) o como partenaire justo --por igual de anodino-? de Orlando Bloom en la saga de Piratas del Caribe. Es cierto, hay excepciones, están la notable Nunca me abandones (2010) o, más o menos, Regresiones de un hombre muerto (2005) del inglés John Maybury, en donde se despoja de sí misma y hace, un poquito, hervir la pantalla. Es decir, el problema con la Knightley es que enciende tanto deseo como sus uñas cortadas al ras. En el otro ángulo: Eva Mendes. Aquí sí. Morena que es reguero de fuego. Pero con tantas condiciones de actriz como las del estereotipo que es. Los rasgos geométricos --físicos, actorales-? de Sam Worthington (Avatar) completan un primer triángulo que habrá de volverse montaje paralelo entre dos noches: Worthington tiene viaje de trabajo con la Mendes, la Knightley sospecha la atracción entre ellos y lo reta, mientras por azar repentino aparece un antiguo amante suyo (Guillaume Canet). Ambas noches, entonces, narradas simultáneamente, desde un montaje lastimero, que pretende jugar los diálogos mantenidos por las parejas como réplicas de un mismo diálogo general. ¡Y los lugares comunes! A saber: la Knightley es escritora y su oculto amigo de la sonrisa afable... ¡también! Eso sí, no se sabe muy bien qué escriben, solo "libros". Visten con las mejores galas y parlotean del modo más banal. Worthington, en tanto, forma parte de una empresa seguramente exitosa, provista de empleados orgullosos de sus trajes y la pertenencia social, que miran con disimulo las curvas de la Mendes e invitan a alargar la noche con un "trago". Las idas y vueltas entre las parejas, sus decires y flirteos, son tan "incentivadores" como el demorado final de la película (si bien ésta dura sólo noventa minutos). De todas maneras, algo de reconocimiento habrá que señalar al desenlace "inspirado" de La última noche, cuya ambigüedad cierra mejor desde el título original, ya que Last Night puede remitir tanto a la noche de anoche como a la última y terminal. En fin, mejor recordar aquella máscara que escondía y desocultaba lo inconfesable, es decir: Ojos bien cerrados (1999) y su mirada de grieta y abismo. Pero se trataba de Kubrick.