Por debajo de aquella falda blanca Marilyn es cine. Tan fuerte su influjo y cariño de la cámara hacia ella que son varias las anécdotas que lo corroboran, desde Billy Wilder hasta Laurence Olivier. Éste último aquí interpretado por Kenneth Branagh, y ella, tan bien, por Michelle Williams. Cine dentro del cine. Con el inicio mismo como propuesta de espejos, con Marilyn desde otra pantalla, ante la mirada del joven Colin Clark (Eddie Redmayne), aristócrata inglés embelesado por el misterio del cine, apasionado por saber cómo es el detrás de la magia para trabajar allí, junto a sus queridos Hitchcock, Welles, Olivier. A despecho del mandato familiar, de mansiones inglesas con raigambre histórica, Colin se dirige a Laurence Olivier Productions. Con el fin, conseguido, de participar en el próximo rodaje: El príncipe y la corista, película que el propio Olivier dirigiría con la participación de Monroe. Tan fuerte es la experiencia de vida (y de cine) en Colin, que escribe un diario, fuente del film que aquí se reseña. Pero esa Marilyn que desde el inicio se ve, apresada, por el encuadre de una primera cámara, se verá liberada ?pero vuelta a apresar? desde el encuadre de la segunda cámara que significa Mi semana con Marilyn. Un desdibujar que es vuelta a dibujar. Con el rostro y cuerpo siempre de Michelle Williams, quien es capaz de ser Marilyn y de no serlo, para casi lograr que nos olvidemos de que "es" Marilyn: tal el acierto de su interpretación, capaz de evocar a la actriz legendaria desde ciertas maneras gestuales, así como de rehuir esta máscara para una interpretación distendida, que se retroalimenta de los vaivenes dados entre la impaciencia de Olivier, la guía consentida de Paula Strassberg y el "método" (al que Olivier odiaba furibundamente), las grietas en su relación con Arthur Miller, el alcohol y las pastillas, y la mirada serena de Colin, embelesado y prontamente enamorado. Marilyn es, así, punto de encuentro que significa retruécanos respecto del film que dentro del film interpreta: príncipe y corista tanto en celuloide como por fuera de él, sea respecto de Miller, Olivier o Strassberg, a la par de la simetría que provocan el cultivado Colin con la pequeña vestuarista (Emma Watson).
Lejos de las grietas y los pantanos de Poe De manera paradójica, el ánima de Edgar Allan Poe está a salvo. La película El cuervo, desafortunadamente, no es otra cosa que cualquier cosa. Menos Poe. En otras palabras, una película que nada tiene que ver con su literatura. ¿Con qué tiene que ver El cuervo? Con un entramado "policial" que encuentra su modus operandi en situaciones puntuales así como referidas a los cuentos del gran Poe. Motivo por el cual, policía y escritor, en pleno Baltimore 1849, se ayudarán mutuamente en esta búsqueda literaria/criminal. Así dicho, todo muy atractivo. Entonces, ¿por qué no se vincula El cuervo con la literatura de Poe? Porque nada hay en el film que se contagie del desasosiego de sus historias, de la humedad de sus páginas, de sus féretros de sangre vieja y madera desgarrada, del clima de pantano sobre el que descansa una mansión en grietas, del maullido de la muerte, del miedo que no puede decirse, o del graznido poético de un cuervo viejo. Claro que Poe es esto, pero es mucho más. Es también la génesis del relato policial, es la analítica de Dupin, es el desafío intelectual, es el misterio contra la razón; es la permanencia, en suma, de lo irresuelto una vez resuelto. (O no habría habido, de lo contrario, Conan Doyle y descendencia). Imposible sería entonces confundir en esta película sus citas a los cuentos con la evanescente angustia de sus lecturas. Esta última es la tarea más difícil de procurar. Muchas veces posible. Allí el trío Corman/Matheson/Price en los '60, El gato negro de la Universal en los '30, la vanguardia lírica de Epstein (de fundamento para el futuro Buñuel), la maestría checa de Svankmajer, o el Toby Dammit de Fellini. Responsabilidad cinemática?moral que El cuervo resueltamente evita pero tramposamente plantea. Es por eso que cualquier película del laureado -?por clase B-? realizador italiano Lucio Fulci será muchísimo mejor que este Cuervo endeble; su Gatto nero (1981), de hecho, supera con creces bizarras a la parodia de interpretación histérica de John Cusack. En El cuervo, como si no fuese suficiente, no faltará el momento donde el asesino salte por el aire con un atuendo demasiado parecido al "anarquista" de V de venganza (2005), film anterior del mismo realizador. Cualquier cosa. Se dijo sobre lo histérico de Cusack -?¿y lo taciturno, melancólico, y romántico? ¿dónde??-, pero también habrá de decirse sobre lo desaprovechado que está el gran Brendan Gleeson, del anodino detective interpretado por Luke Evans, y del generoso escote de Alice Eve: gran momento en el que emerge del ataúd, voluptuosamente vuelta a la vida. Casi un toque Hammer. Pero no alcanza. Inscripta en el sesgo dado por la vuelta al cine de Sherlock Holmes, las fusiones transgénero de Abraham Lincoln: Cazador de vampiros, y las balas disparadas en planos detalle, El cuervo resulta una pálida mixtura. Tan torpe como pésima.
Puertas secretas y cajones cerrados ¿Cómo dar cuenta de la mirada y los silencios femeninos, del persistir de su misterio, a la manera de puntos suspensivos? El cine puede hacerlo, puede filmarlo. Aún cuando existan -y existen- pautas premeditadas para la interpretación, para la puesta en escena. Siempre hay algo más que escapa y que dice y que la cámara registra. No se trata de palabras dichas sino, antes bien, de lo que no dicen. Tampoco de atrapar en planos-detalle miradas en raccord, de por sí bellas o sugerentes. El desafío es descansar en lo que anida, en su mostrarse inasible, en los gestos apenas. Abrir puertas y ventanas tiene su sostén de argumento. Pero no es éste lo que de veras importa. No porque carezca de interés para el film -la abuela ha fallecido y las tres nietas, hermanas, habrán de convivir sin ella y entre ellas-, en todo caso mejor será indagar, reconocer, los espacios vacíos que aparecen, como grietas que recorren a los personajes, que los tensan, que les dibujan sonrisas de malestar, con contención, algo de mesura, entre reacciones violentas y gritos callados. Las tres mujeres habitan la casa grande. Que la abuela ya no esté será información posterior, intuida de a poco, sin subrayados. La casa vieja, también, como gota de tiempo, sin nexo claro con el afuera: ¿cuándo transcurre la acción?, ¿dónde queda el "centro"?, ¿quién es la "pueblerina"?, ¿papá, mamá?, ¿adoptada?, ¿y el aeropuerto? Vivir entre paredes -toda la película se inscribe en este adentro- con discos de vinilo, juguetes escondidos, puertas secretas, cajones nunca abiertos. Todo dice sobre un tiempo pasado. Por un lado, Marina (María Canale), presta a la organización, a evitar el declive del hogar, de equilibrio alicaído, de enchufe roto o de botón dañado (¿cuál de los dos es motivo del lavarropas quieto?); por el otro, Sofía (Martina Juncadella), de piel al descubierto, sensualidad manifiesta, mirada torcida, y teléfono celular nuevo (pero esto, claro, tiene un precio, y no es sólo económico); y finalmente, Violeta (Ailín Salas), de silencios prolongados, espontaneidad oculta, niña tratada como niña, capaz de volar para, por fin, hacer música (y dar un corolario de canción, aunque también con un "no entendí" dicho de manera justa). Por todo esto, nada de moraleja ni de frases dichas. Sino de entramado irregular, tanto como lo que puede y no puede suceder entre tres personas, en una casa grande y vieja, y con un hombre que aparece para provocar un deseo de ventana oscura. El, el único capaz de entrar y de salir libremente -"¿vas para el centro?"- de este caserón pantanoso, que parece haber engullido a sus tres tristes mujeres en un lamento de dolor que, cuando encuentre su remedio, sabrá cómo poner fin a la melancolía.
Tan blanca y remozada como aburrida Erase una vez, una Blancanieves remozada. Con fantasías de asidero más o menos histórico, reminiscencias a personajes puntuales ?Juana de Arco?, un cazador/leñador superhéroe, y enanos mineros desempleados. Blancanieves y el cazador encuentra una de sus matrices de argumento en el diálogo femenino entre la madrastra malvada, reina despótica ?cortesía de Charlize Theron, bellísima, caricaturesca?, y una Blancanieves de cara lánguida y piernas siempre cubiertas. A propósito y a la hora de la verdad, ¿qué espejo descerebrado podría preferir a Kristen Stewart antes que a la Theron? Es que en el principio todo era armonía. Hasta que llegó el día negro, de un ejército maldito, que engañara al amor del rey tan querido. Traición de serpiente femenina, que habrá de encerrar bajo murallas húmedas la tierna "belleza" de Blancanieves. (Ah... Recordar mismas situaciones pero en películas Hammer; concretamente: el destino perverso que sufre el escote desbordado de la progenitora de La maldición del hombre lobo, 1961. En fin, de vuelta a Blancanieves...). A la espera de un clavo torcido que la ayude en la huida, Blancanieves reza el Padre Nuestro. Sí, el Padre Nuestro. Luego, el devenir de una persecución que habrá de arrastrar con un manto de desgracias a quienes sin querer Blancanieves conozca. Pero, se sabe, nada de recompensas sin nada de tristezas. El cazador (Chris Hemsworth), ha cambiado el martillo de Thor por un hacha igualmente diestra. Se sabe, y no es esto revelación alguna, que no habrá de cumplir con su cometido, encandilado como se encuentra ante ella, tan parecida a su esposa perdida. ¡El ciclo de lo siempre mismo! Pero sin filosofía demasiada, sino mucho de teología barata. Si Blancanieves reza el Padre Nuestro, no sorprenderá verla en un paraíso extraterreno ?mundo Disney, de verdes fosforescentes y conejitos?, donde caminará sobre el agua al encuentro del "gran Ciervo" o algo así, salido como parece de un relato de Narnia (por si las referencias cristianas no eran suficientes). El séquito de apóstoles enanos acompaña la promesa de la luz venidera, con la posterior muerte y resurrección anunciada. Sí, la Hija del Padre. Y con gesta final à la Juana de Arco. Y va de nuevo: entre el rostro pálido en armadura de Blancanieves y el sudor sexual que desprende la reina, ¿quién osaría elegir a la niña de carita de porcelana? Nada mejor que morder la manzana. Y dejarse de embromar con tanto rey o reina de besos para siempre. El artilugio final de cambiar al besador está claro desde el vamos, y en nada altera lo siempre contado. Está bien, es ésta característica de todo mito, de todo cuento de hadas. Pero también, dada la cristiandad del asunto, es mirada de claridad actual, devota de una mística ordenadora.
En busca del sueño del mito propio La voluntad de trilogía pareciera forzar esta "última" entrega de Hombres de negro. Cómic de trascendencia mayor a partir de su versión al cine, Men in Black tuvo un momento de esplendor con su primer film (1997), una secuela previsible (2002) y ahora, visto el capítulo tercero, un desenlace cíclico. Barry Sonnenfeld sigue en pie como realizador, responsable también de los buenos momentos vividos por Los locos Addams, con Raúl Julia y Anjelica Huston en sus protagónicos, así como de esa incombustible mirada sobre Hollywood que significa El nombre del juego (Get Shorty, 1995), sobre novela de Elmore Leonard. Entonces, Hombres de negro otra vez. Y nada que sorprenda. O, en todo caso, la virtud argumental cíclica a la que se ha aludido. El ciclo, figura temporal justa, deviene lugar preciso para delinear al mito. Cualquiera de sus puntos es final, también principio. Al buscar su lugar en esta rueda de tiempo, Hombres de negro 3 ubica su trasfondo mítico. Alcanzado éste, su historia podrá ser contada otra y tantas veces como sea necesario. Ahora bien, esto como desprendimiento de análisis del film, o como lugar primario desde el cual el guión hubo de ser escrito. Pero en lo que a cine refiere, esta nueva Hombres de negro no ofrece más que una aventura ramplona, con protagónico exclusivo de Will Smith. El agente J (Smith) sale en busca temporal del asesino del agente K (Tommy Lee Jones). Al menos desde lo que le supone su recuerdo inmediato del ayer, cuando K estaba allí donde ahora no, mientras todos dicen que hubo de morir hace cuarenta años. Así, el viaje en el tiempo. Año 1969. Con la luna a punto de ser visitada. Un villano que permite, justamente, un origen lunar (y rojo: su nombre es Boris). Y un K muy joven, con rasgos del gran Josh Brolin. (Puntos a favor para el actor, preciso en su recreación del personaje, con gestos que recuerdan de manera creíble al K "del futuro".) Si Hombres de negro tuvo uno de sus puntos de (re)encuentro felices en la interacción humorística con alienígenas (de historietas, de portadas de revistas de ciencia ficción), aquí poco y nada de ello. A excepción de algún cameo en segundo plano, con un extraterrestre colorido al teléfono. O la despedida a Z (Rip Torn), en palabras hoscas según K, o con jerga de otro mundo según O (Emma Thompson). Pero poco hay de gags, mientras mucho de acción à la Will Smith. Correrías diversas, con el fin de componer una duración de largometraje. Con efectos digitales que mejor si hubiesen sido especiales. La excusa del viaje retro podría haber permitido jugar con la imaginería de aquellos años, así como con la técnica de sus películas. Pero nada hay de ello, sino en todo caso más de lo mismo y peor. Es decir, es tan mala la calidad digital de la truca que, por qué no, podría dirigirse el dedo acusador al genio malvado de su productor: Steven Spielberg.
El esqueleto de un dinosaurio doliente La película se sitúa en el adentro de la villa, dando marco a una historia de lucha que es paréntesis entre lo hecho y el devenir. El reconocimiento al sacerdote Carlos Mugica no desde la estampita, sino desde la acción cotidiana. Entre lo mucho que el último film de Pablo Trapero ha provocado, aparece una dimensión que, si bien no exclusiva de esta película y relacionable al cine todo, aparece aquí de manera relevante. Esto es: el diálogo o el nexo -o límite difuso- entre ética y estética. En otras palabras, ¿cómo adentrarse fílmicamente en lo que se entiende como ?realidad? O también y mejor, ¿qué realidad es la que se construye desde la recreación cinematográfica? Entre uno y otro ámbito toda película se concibe. Quizás sea éste un tema más patente cuando se trata de dar cuenta de una realidad social que existe de manera cierta, evidente, acerca de la cual lo mucho que se dice -o escucha- aparece teñido, sobre todo, por una discursividad mediática superficial. Es decir, ¿de qué manera plantear una película sobre la "realidad" de la villa? ¿Cómo retratar este ámbito desde el cine? Más aún cuando -situación ésta explicitada en entrevistas por el propio realizador- la procedencia social de quienes filman es ajena al ámbito elegido. Lo que se extiende, claro, de cara al espectador, ya que, a diferencia de un ayer no demasiado lejano, el precio de entrada para Elefante blanco o cualquier otra película se ha vuelto económicamente prohibitivo. Todo esto como un preámbulo que la película de Pablo Trapero decide felizmente enfrentar. Y desde un primer aspecto que resulta fundamental. En Elefante blanco la cámara está emplazada dentro de la Villa 31. Para lograr esta situación, esta elección narrativa que es, por ello, esencia del film, existen a su vez maneras de instalar o acompañar al espectador hacia este adentro. En tal sentido, los personajes encarnados por Ricardo Darín, Jérémie Renier y Martina Guzmán, ofician de manera imbricada, sea entre ellos, sea con el mismo espectador. Por un lado, el rostro conocido de Darín, simpatía a la que el espectador adhiere y que permite la vivencia del conflicto: eso sí, su primer aparecer, que es a su vez imagen primera de Elefante blanco, remite a un primer plano invertido, índice extraño para, justamente, la complicidad aludida. Por otro lado, los lazos establecidos entre estos personajes, repartidos entre los sacerdotes (Darín y Renier) y la asistente social (Guzmán). Ellos, amigos de tiempo atrás. Uno en Buenos Aires, otro en el Amazonas. Una misma situación de miseria aúna conflictos que se reparten, así, en un mismo continente. Un mismo retrato de miseria que conoce aristas distintas pero desde un mismo escenario, kilómetros más, kilómetros menos. La figura de Martina Guzmán, en tanto, oficia como vector entre ambos. Figura femenina que sirve de péndulo entre fe y razón, entre sexo y beatitud. Mujer se presume solitaria, plena de vida en su tarea, en sus enojos, en su afecto. Ella es quien vuelve de carne cierta a estos hombres, si no respecto de ellos mismos, sobre todo para recuerdo del espectador. Es decir, no se trata de una película de ceremonias religiosas donde lo que dicta es la costumbre del ritual, sino de personas en medio de un conflicto que han decidido asumir internamente, para el que viven y sufren, pelean y mueren. Allí la carne, allí el sexo, allí la vida, allí el amor, allí los odios. El gran edificio que los aúna, como promesa incumplida por décadas y en forma de osamenta de dinosaurio, es el "Elefante blanco". Entre sus escombros y paredes al viento se reparten las esperanzas y el fraude, las drogas, la fe, la solidaridad, el socialismo, el peronismo, las dictaduras, los escombros, la democracia. Entre estas piedras la película de Trapero se asume como tal, mientras construye un peldaño más -entre los muchos que esta Babel raída contiene- hacia la figura de Carlos Mugica. No se trata aquí de retratar a curas de estampitas, con santos de pies besados, sino de rememorar de modo activo la tarea del sacerdote tercermundista, al inscribir a sus personajes desde este ejercicio vivo de la memoria. Sin necesidad de recurrir al decir -porque las palabras son sólo un elemento más del cine, y las peores cuando se trata de dar moralejas-, sino de contar, de narrar, Elefante blanco expone un retrato social que es sismo violento de solidaridad, de reclamo social, de la necesidad de ánimos volcados hacia la organización de una voluntad común. En algún momento, habrá el film de sumirse en su momento cúlmine, con un destino particular para cada personaje. Entre lo que a cada uno de ellos pase, también es mucho más lo que pasa a quienes aparecen con sus rostros más o menos distinguibles que lo supuesto por la fotogenia de Darín. Son quienes circulan por la película de manera sagaz, sapiente, porque pisan un mismo suelo, la misma tierra embarrada de todos los días. La cámara de Trapero los filma todo el tiempo, los hace presentes. Y es por tal decisión como el realizador puede, una vez logrado este pisar compartido, dar cuenta de una realidad -cinematográfica, al fin y al cabo- que no requiere de declamaciones, brillos retóricos, o explicaciones moralistas. Sino sólo del buen oficio de contar una historia. Y de una manera tan lúcida como para no perder sensibilidad ni como para tampoco perderse en ningún regodeo estéticamente vacuo. Etica y estética, de eso se trata.
La mano que se vuelve hormiguero Minimalista desde su planteo, Essential Killing redimensiona los vejámenes de la guerra en Medio Oriente. Va aún mucho más allá. Allí donde la palabra ya no tiene sentido. Un afgano que huye perseguido por tropas norteamericanas. Que sean muchos los títulos, buenos y variados, que no llegan a la exhibición comercial en Rosario es noticia lamentable. Emilio Bellon supo dar cuenta de ellos en una nota no muy lejana, al señalar el privilegio que acompaña, en este sentido, a los denominados blockbusters. Es por eso que la posibilidad del dvd permite saldar deudas, apenas, respecto de lo que supone el espectáculo cinematográfico, pensado para la pantalla grande y la sala oscura, aspectos si no perdidos al menos negados para muchas películas recientes. El malestar es todavía mayor cuando, dado el film que aquí se reseña, hubiese significado la oportunidad de volver a ver a un gran director, devuelto al cine en pleno ejercicio de su mejor hacer, rodeado de reconocimientos y críticas elogiosas. Essential Killing ha sido premiada en Venecia así como, por ejemplo, en el Festival de Cine de Mar del Plata 2010 dentro de los rubros Mejor Película y Mejor Actor (Vincent Gallo), lo que equivale a una paradoja todavía mayor, dada la publicidad que, se supone, el mismo festival argentino debiera provocar de cara a la distribución de cine en el país. En cuanto a la tarea del polaco Jerzy Skolimowski, recordar que, superado el hiato que lo alejara del cine durante diecisiete años hasta Cuatro noches con Ana (2008), su quehacer lo ha reconocido como parte de la renovación cinematográfica de los '60, a partir del trabajo conjunto con Roman Polanski ?fue guionista de El cuchillo bajo el agua (1962)? y como director de films de relieve como Walkover (1965), Barrera (1966), El alarido (1978), o la traslación al cine de la novela de Arthur Conan Doyle Las aventuras de Gerard (1970), películas que la amabilidad cinéfila de la señal televisiva Europa Europa suele tener en cuenta. Essential Killing es, dado el recorrido del cineasta, lección de maestro, sabiduría de cine, planteo minimalista. Vincent Gallo interpreta aquí a un afgano envuelto en una persecución, víctima del ejército norteamericano. Unos soldados muertos, él el responsable, y desde una instancia casi fortuita. A partir de allí la captura, la huida, la carrera por vivir, en el marco de un "essential killing" cuya semántica de origen dice y esconde: asesinar por mandato religioso, matar para sobrevivir, muerte/vida como esencia sola, todo esto y tanto más. ¿Es un terrorista? Poco importa. Hay algo anterior, más inmediato, profundo, que trasluce desde el jadeo, los gritos de dolor, la mirada perdida, las visiones místicas. O a través del cine dentro del cine. Es decir: los dedos de Vincent Gallo escarban la montaña de tierra helada para encontrar hormigas. Las hormigas caminan en su mano durante unos instantes. Un lapso breve, surreal, de referencia cinéfila obligada. Luego son comidas. Cine dentro del cine pero, también, cine que se come al cine. La película de Skolimowski devora a Buñuel y Buñuel, así, revive en Skolimowski. También cuando el fugitivo, que no habla durante toda la película, con un pitido de explosión que le tortura los tímpanos, encuentre asilo en la casa de la sordomuda (Emmanuelle Seigner). O al decidir beber del pecho materno, mientras madre y bebé gritan, lloran. Desde un mismo proceder, también cuando los norteamericanos "confunden" reiteradamente sus diálogos bélicos con insinuaciones sexuales. Excitación, ganas de matar, deseos de eyacular, y una llamada telefónica que habla de gemelos por nacer para una voz que se emociona y dice estar "contento". Sin olvidar, claro, la tortura con sus "juegos previos". Todo esto como transgresión pero, sobre todo, como denuncia ?en suma? de un estado de cosas delirante, aterrador. Instrumentado por fuerzas vivas, ciertas, que sobrevuelan en helicópteros, burlan al "tercer mundo", justifican muertes por precios más baratos de mercado, y esconden bases militares en Europa del Este. (Nada de esto como retórica vacía sino que, antes bien, el film lo refiere desde lo apenas dicho o, mejor, desde lo no dicho/lo no mostrado). Essential Killing adquiere una puesta en escena dual, repartida entre el calor primero y el frío de la nieve después. En el caso inicial, serán las grietas entre las rocas y sus cuevas el hábitat fugitivo, para dar luego paso a los pies ralentizados por la nieve, con trampas para animales. En este pasaje climático la lengua cambia ?él sigue sin hablar? pero permanece un mismo clima de escape hacia ningún lado. Así como les pasaba a Robert Shaw y Malcolm McDowell en Figuras en un paisaje (1970), del gran Joseph Losey. O como le sucede al espectador, sometido a vivenciar la huida en tanto prófugo él también, de acuerdo con el proceder narrativo que el film profiere. Lo surreal aludido tendrá en las ensoñaciones místicas otro de sus aspectos, a través de visiones que dejan entrever un pasado, un legado, una misión, una promesa. En este sentido, flashbacks y flashforwards retraen y adelantan lo que sucede. De una manera casi profética por poética. Frutos que alucinan, una herida que sangra, el manto celeste en la nieve, la mujer, Alá, el espejo, el reflejo, el caballo blanco. Y la sangre. Todo blanco, pacífico, pero con sangre. Hermoso caballo blanco manchado de sangre. La visión y la realidad se miran desde un espejarse literal. En el primer caso, la mancha roja desde un costado. En el segundo, desde el otro costado. ¿Dónde comienza uno y dónde termina el otro? ¿Cuál de los dos lados es el más cierto? ¿Se trata del término de la huida o del término de la cacería?
Un Buenos Aires que ha sido legado No decir más que lo ya dicho y coincidir: Anima Buenos Aires es canto animado de despedida, melancólica, de Caloi. De manera doble: como película posible (dado su estreno), pero también desde el porteño malevo, de efigie caricaturesca, que queda adherido al viejo farol oxidado de su segmento: "Mi Buenos Aires Herido". Allí, con él, todas las historietas hermosas, y la mucha animación de los muchos mundos posibles que Caloi en su tinta diera a conocer. (Jan Svankmajer ?entre muchos? como nombre a la admiración que este cronista sintió, cuando niño y para siempre, gracias a Caloi). A todo ello sumar esta veta nueva, de proyección inmediatamente internacional, que significa Anima Buenos Aires. Caloi y María Verónica Ramírez, Carlos y Lucas Nine, los hermanos Faivre, Pablo Rodríguez Jáuregui, y los intermedios tangueros en stencil de Juan Pablo Zaramella. Todo un equipo de equipos, cada uno un segmento particular, con Buenos Aires como telón de fondo, para tematizar y retratar las maneras distintas del ser porteño o de lo que se presume como tal. Al compás del stencil, entonces, adentrarse en la carnicería stop?motion fotográfica de los Faivre (de momentos sublimes por incomestibles, admirable), la gracia desatada de Carlos Nine en fusión con Lucas, a partir de una historieta del primero (desparpajo temático y gráfico, demencial, de espíritu fleischeriano y noir, una fiesta), el retrato del bar de barrio y sus habitués caloianos (con Pelusa Suero en voces ajadas de tanto decir "el cuuuulo", "las teeeetas", otra fiesta), y la resultante rosarina aporteñada, esto es: Pablo Rodríguez Jáuregui como director de grupo donde participan Flor Balestra, Max Cachimba, Silvia Lenardón, Luis Lleonart, más integrantes de Cooperativa Animadores de Rosario. Entonces y rosarinamente: la historia de un pibe de ciudad gris, perdido entre autos muy altos y edificios grises, atrapado por las imágenes de aerosoles en colores de una niña. A seguir sus rastros y tratar de dar con ella, mientras la policía vigila y los padres mandan al niño al cuarto. En el peregrinar la fusión o alternancia entre los estilos distintos; es decir, Caminito, El Colón, subte, Tortoni, a través de la estilización gráfica de los artistas. De manera tal que la importancia de Anima Buenos Aires es superlativa. Como film integral pero también como eslabón más para la tarea del cine de animación que en Rosario se desarrolla. Jáuregui ha sido parte del equipo de Caloi en su tinta desde sus inicios. Con la Escuela para Animadores como lugar actual, concreto, ha logrado un punto bisagra entre lo hecho y lo por hacer. En este intersticio, a su vez, la participación colectiva en la película de Caloi.
Cuando el terror es toda una ironía Si la española [Rec] (2007) podía pensarse como un paréntesis entre un antes y un después de un argumento sin descifrar, las consecuencias "lógicas" fueron entonces contar con una segunda parte y, ahora, con una tercera y anterior. El film primero, entonces, como bisagra entre un ir y venir que, en última instancia, habla del divertimento que supone hacer cine de terror entre charcos de miel roja y las cursilerías gore que mejor y más se prefieran. Ahora bien, y a no confundir, no significa ello justificar cualquier cosa en aras de un "pasarlo macabramente bien", sino en ver cuál propuesta anida en el film en cuestión. Es así que esta tercera parte -y precuela- del universo [Rec] viene a cerrar, o abrir, una trilogía que nace como maldición bíblica o que cierra como vuelta de tuerca humorística. ¿El escenario? ¡Un casamiento! Iglesia, familias, vestidos nuevos, filmaciones "sociales", chistes y lágrimas oportunas, en fin, todo un círculo de lugares comunes que hacen a la ceremonia nupcial, entre arroz y cosas parecidas. Tan empalagosa es la situación, con tantos besos de "te amaré para siempre", con muchos bailes de coreografía pueril, que -especulación mediante- habrá sido esa la razón por la que al tío Víctor comience a crecerle cada vez más esa mordida rara que tiene en la mano. "Otro borracho" dirán de él, mientras lo que vomita no es vino espumante sino síntoma de infección. Al traste con todo lo que parecía una fiesta, y a vérselas ahora con una epidemia de mordidas zombies. Dentelladas a granel con textura de video digital. Cruce entre "un toque de Renoir y mucho cinéma vérité", al menos desde lo que las palabras del videasta de sociales promete. Si [Rec] había sido un muy buen film de terror, con ánimo coincidente en tanto propuesta con la argentina Fase 7 (2011), es ahora el humor de ésta el que contagia a [Rec]3. Terror divertido, con algo del primer Peter Jackson (antes que Renoir, claro), héroes freaks en armaduras medievales, una novia de piernas descubiertas, y un sacerdote que entiende todo y rápidamente desde -ironía mediante- las consignas más celestiales. Si todo está enfermo, nada es lo que era. Las normas caen, los instintos prevalecen, los asesinos asesinan, los caníbales muerden. La novia pierde sus modales, acorta su falda, enciende la motosierra, y olvida a la madre en la que pronto estaba por convertirse.
Desafiantes aullidos en territorio blanco Líderes enfrentados, humanos versus lobos. Con Alaska como escenario níveo. Sobrevivientes de un accidente aéreo, este grupo de trabajadores de pozos petroleros, rústicos y malhablados, habrán ahora de convivir de modo forzado para enfrentar el desafío de los aullidos y de la orina que marca su territorio. La mirada vigía de Ottway (Liam Neeson) procura lo mismo o parecido a lo que hacía con el arma en mano: disparar a la amenaza para mantenerla a raya, tal su función en los pozos de petróleo. Pero ahora los tantos han cambiado, ya no hay arma, sino sólo recuerdos de algo que se ha vivido hace poco tiempo, cuando había calidez alrededor y sonrisas de mujer amada. (A destacar la participación del rostro de encanto de la actriz Anne Openshaw, esposa envuelta en sábanas, de semánticas blancas -y ambivalentes- también.) El líder puede pensarse como versión en reverso de El vuelo del fénix (1965), de Robert Aldrich. Allí, bajo la égida delgada de James Stewart, un grupo de actores formidables (Peter Finch, Ernest Borgnine, George Kennedy, Richard Attenborough) enfrentaban la inclemencia del desierto en busca de agua. En El líder lo que rodea es hielo y es gris (tal su título original). Un manto que cubre toda posibilidad de horizonte. Y un grupo humano que se ve reducido paulatinamente. Arrojados a una situación violenta por primaria, serán ahora los instintos los que manden, mientras atisbos de razón todavía resisten. A la par, un coro de aullidos lúgubres acompaña la huida, distorsiona la mente, llena de miedos el corazón, y mata. En este sentido, el montaje sonoro es pretendidamente extraño. Los aullidos mutan en distorsiones. Con lobos de aparecer fragmentado, aludidos desde el fuera de campo: brillo de ojos, dientes afilados, jadeos de rabia, o la huella animal que la sangre que se congela dibuja. Más la artesanía de Gregory Nicotero en la construcción de animatronics (desde Creepshow y Bride of Re?Animator hasta Lord of Illusions y los Vampiros de Carpenter), lo que equivale a decir que en El líder los lobos han sido construidos para parecer reales y para morder de verdad. Experiencia que el espectador sabe sentir, más aún cuando son tantas las películas con trucos de ordenador y con dentelladas que no son. No es que se trate de un film extraordinario. Sino sólo de una película de género, contada con la suficiente firmeza como para alcanzar algo más que un simple desenlace, aún cuando alguna "hipérbole" pueda forzar su verosímil. El líder, por ello, sale con buen y suficiente aire como para lograr compartir el regusto salvaje de sus lobos con el ánimo cavernario de la platea. Las relamidas de miel (o de sangre falsa) se vuelven así más sabrosas.