Las buenas intenciones por sí solas no hacen una buena película. Podríamos afirmar que prácticamente todas las películas que comienzan con la leyenda “basada en una historia real”, guardan dentro de sí tantas buenas intenciones como una fuerte dosis de drama, la mayoría de las veces indigerible. Tal vez el mayor mérito de Extraordinary measures sea el de saber sortear el golpe bajo, un poco gracias al exceso de optimismo que se desprende de la propuesta, otro poco debido a que posee la pericia narrativa de un telefilm. La película muestra a un padre capaz de abordar a quien sea con tal de salvar la vida de dos de sus hijos, afectados por un mal genético que los mantiene postrados y les reduce drásticamente la capacidad de sobrevida. John Crowley, el padre, decide en determinado momento acercarse al doctor que ha publicado importantes investigaciones en torno a la enfermedad, y se encuentra con uno de los tópicos máximos del científico según Hollywood, el sujeto huraño que vive encerrado en su laboratorio y es incapaz de salir de sus teorías para pasar a la práctica, una imagen sólo superada en el imaginario hollywoodense por la del científico desquiciado. Brendan Fraser es quien mejor se adapta al relato. Aquí consigue ocultar hábilmente su habitual histrionismo, pero a su vez, sabe esparcir una mínima dosis de sano humor, y con ello sobrellevar el drama que carga su personaje. Incluso en los momentos más dramáticos que transita, su interpretación no pierde dignidad, ni cae en la sobreactuación o en la sensiblería. Keri Russell, en cambio, no llega a estar al nivel interpretativo de Fraser, probablemente porque sigue estando atada a la imagen que dio durante años con Felicity, y es probable que si hubiese continuado por un camino acorde a su imagen, como el de las comedias románticas, este tipo de papeles le habrían llegado a una edad más adecuada, con la madurez actoral que sólo dan los años. Sin embargo, quien más descolocado está en el elenco principal es Harrison Ford. Cuando lo vemos enfundado en el guardapolvo, no hay modo de no considerar que cualquier otro actor resultaría más convincente que él en ese rol. Muchos años interpretando al héroe de ocasión lo han convertido en un actor prácticamente incapaz de abordar un personaje “real”, mucho menos un científico, por más particular que sea. Prueba de eso es cuando lo vemos enojarse con su equipo profesional, sus arranques de furia dan cuenta de su afectada interpretación, llegando a ser el elemento menos creíble de toda la película. Lo que sí vale la pena rescatar es la trama que explora el proceso de investigación y fabricación de un medicamento, el único aspecto original del film, que a la vez logra establecer una crítica inteligente respecto de la especulación financiera de los laboratorios al momento de lanzar un nuevo producto, una crítica que no ahorra subrayados (como cuando se habla del porcentaje de “pérdidas aceptables”), pero que tampoco intenta demonizar inútilmente a las corporaciones. Pese a esto, lo que prima en Extraordinary measures es un relato edulcorado, con evidentes desaciertos en el elenco y con algunos errores particulares en la dirección y en el montaje. Elementos que terminan por acercar a la propuesta al estándar de un telefilm, antes que consolidar un drama con buenas intenciones, que las tiene, y buen pulso narrativo, un elemento que no se destaca en esta propuesta.
Los lugares comunes son una tradición de Hollywood, su salvavidas. A tal punto es importante el lugar común para el cine americano, que es fácil afirmar que el público no sólo consume relatos plagados de clichés, sino que además los demanda. En una industria que hoy no muestra signo alguno de renovación, que reprocesa todo lo que ya se ha hecho demasiadas veces, no hay lugar para las historias capaces de huir del cliché. También se sabe que una película no debe estar obsesionada por escapar a los convencionalismos, porque lo más seguro es que esa obsesión la lleve a desembocar en ellos, y la mejor forma para esquivar el cliché es partir de él para generar otra cosa. Esto último ha sido una de las máximas trascendentales expresadas por Hitchcock en la serie de entrevistas realizadas y compiladas por Truffaut, y quién mejor que el maestro del suspenso para hablarnos de cómo se puede partir de los lugares comunes para construir un film con identidad propia. Crazy heart es una muestra cabal de que a Hollywood, en última instancia, no deberíamos demandarle que nos deje de contar la misma historia, sino que tenga la habilidad para saber partir de ella y para contarnos lo mismo de siempre, pero con elementos distintivos capaces de enaltecer la propuesta. El desarrollo de este film atraviesa todos los tópicos dramáticos que enmarcan la historia de un sujeto en busca de redención, intentando sobreponerse a años de decadencia y apelando a la dignidad que perdió. Ya sea en biopics de seres reales o en dramas enteramente ficcionales, esta historia, con las correspondientes adicciones o estigmas del personaje y con el motivo amoroso que definirá su redención, se ha visto demasiadas veces. Si aún nos atrae no sólo es por la esencia cinematográfica de este trayecto, sino por la pintura de personajes que puede surgir de allí. Muchísimos artistas han protagonizado ese recorrido narrativo, y allí hemos visto incluso a varios personajes asociados a la música country, tal vez porque la Norteamérica árida, de rutas y parajes inhóspitos, y la soledad intrínseca de esas personas, encaja perfectamente con ese camino de redención. Bad Blake es un sujeto de estos, un cantante country que supo contar con cierta fama, pero que pocos lo recuerdan. Entre ellos, un joven y famoso cantante que llena estadios y que tiene a Blake como su maestro (Colin Farrell, en un papel secundario acorde a su talento), un viejo amigo (Robert Duvall, en clave entusiasta) y una chica que se enamora de Blake y le da la posibilidad de experimentar lo que significa integrar una familia. Pero Bad Blake tiene su propio demonio, un alcoholismo que lo lleva a vivir en constante turbulencia, alejado del mundo y de todo lo que puede ponerlo en contacto con sus sentimientos. Al comienzo del film, Blake parece estar de vuelta de todo, pero allí donde el personaje parecía signado a un destino ruin, aparece la joven en cuestión que le devuelve las ganas de vivir, con una madura interpretación a cargo de Maggie Gyllenhaal. Todo aquello que se ha descripto hasta aquí parece extraído de un manual de tópicos de esta clase de películas. Sin embargo, hay algunos elementos que distinguen enormemente a la película. En primer lugar, la actuación de Jeff Bridges, felizmente consagrada con un Oscar que viene mereciendo desde hace tiempo. Bridges encarna a Blake con un desparpajo similar al célebre Dude de El gran Lebowski, envolviendo el dramatismo por el que atraviesa el personaje con iguales dosis de ternura y patetismo. Bridges es capaz de dotar de humor incluso las escenas más dramáticas, y con esos elementos consigue encarnar a la perfección la figura de un músico decadente, ya que es en las acciones más patéticas de su personaje donde consigue expresar la sensibilidad de Blake, y el accionar adictivo que constantemente lo pone en jaque. Por otro lado, más allá del acierto, no sólo de Bridges sino de todo el elenco principal, nos encontramos con un desenlace que, afortunadamente, se aferra al devenir de su personaje y no intenta ser complaciente con él. Lo mejor del film radica tanto en el retrato del ambiente que refleja la música country, como en su necesidad de expresar, sin facilismos condescendientes, la recuperación de la dignidad de su protagonista, expresada a través de la estupenda actuación de Bridges, cuya estatura interpretativa le permite evitar que la sensibilidad de la historia y del personaje se conviertan en mera sensiblería.
Esta película parece ser, desde su título, una tardía declaración de principios de Luc Besson, curiosamente no firmada por él (al menos en la dirección, aunque la historia es de su autoría y ha oficiado de productor de la cinta). En veinte años de carrera se ha esforzado por realizar un cine francés a la americana, con importantes incursiones en el cine acción y en el de ciencia ficción, y en el último tiempo hasta se atrevió a probarse como director en una saga de animación (la que comenzó con Arthur y los Minimoys), y lejos de limitarse a la dirección, ha intervenido como productor y guionista en innumerable cantidad de producciones europeas de género, dejando su sello distintivo en prácticamente todas. Esta huella se nota en From Paris with love, film con actores americanos, un signo típico de la marca Bessoniana (no confundir con Bressoniana), que coquetea con el absurdo característico de algunas películas de acción, particularmente de las “buddy movies”, aunque bastante atenuado por el trabajo en la dirección de Pierre Morel (Venganza), un cineasta que, a diferencia de Besson, posee más oficio que talento. La introducción anticipa un thriller de espionaje clásico, hasta que aparece en pantalla John Travolta, que en este film se muestra furiosamente desatado, capaz de cualquier cosa. Gracias a la acción de Charlie Wax, su personaje, la película pasa del mundo de los espías al narcotráfico, y del narcotráfico al terrorismo, como si todo eso pudiese caber en una sola película. From Paris… logra soportar todas estas líneas sin que el argumento se desmadre. Por supuesto, siempre y cuando se la tome como lo que es, un entretenimiento absolutamente liviano. Si intentamos dilucidar las razones del comportamiento de algunos personajes, o el sentido de algunos giros narrativos, ahí sí podemos encontrarnos con un producto sin pies ni cabeza. Eso sí, capaz de transitar feliz por los caminos del desquicio, un camino que le sienta bien a este Travolta, quien llega a citar en algún pasaje de la película a su famoso Vincent Vega de Pulp Fiction. No sucede lo mismo con Jonathan Rhys Meyers, lejos todo atisbo siniestro o ambiguo, algo habitual en sus roles más convincentes. Aquí llega a dar en la tecla cuando el guión le demanda transitar por caminos similares al de Charlie Wax, como en la escena en la que lo vemos completamente drogado. El personaje medianamente ingenuo que se ve en el resto de la película no rescata lo mejor de su estilo interpretativo. From Paris… posee una buena cuota de delirio, que en manos de Besson podría haber sido mejor explotada. Por lo demás, el film intenta imitar algunos tics del cine de acción americano (el título alude directamente a una vieja entrega de Bond, lo que supuestamente ubica a esta película como una más en el nutrido cine de espías), y en algo de ello acierta, quedándose obviamente en la mera imitación, el resultado final está demasiado lejos de las películas que le han servido de referencia. From Paris… se desarrolla como un torbellino veloz, en poco tiempo intenta arrasar con todo, pero lo consigue a medias, y al terminar la película poco rastro significativo queda de aquel supuesto torbellino. ¿Adónde quedó París y el amor? Sólo Besson y Morel saben la respuesta, por lo que se ve, no la han sabido dar al público.
Se entiende que una película no está obligada a aferrarse a cánones genéricos. Ahora bien, ¿qué sucede cuando en una película los apuntes genéricos se encuentran cristalizados pero sin definirse por un género en particular? Al ver Love happens, lo concreto sería preguntarse ¿Qué es esta película? ¿Es una comedia romántica? ¿Es una comedia dramática? Una película no tiene por qué optar entre un género u otro, se puede transitar por ambos géneros, e incluso se puede entrecruzar innumerable cantidad de géneros. El problema surge cuando esta indecisión genérica atenta contra la historia. En Love happens tenemos al exitoso escritor de un libro de autoayuda que carga con la muerte de su mujer. A Burke Ryan se lo ve desde el principio esforzándose por inspirar un entusiasmo que no siente, y el bueno de Aaron Eckhart sabe cómo componer un personaje que transita por esa contradicción entre lo que muestra exteriormente y lo que guarda en su interior. Después aparece el encuentro con Eloise, ese esperado romance que se anuncia incluso en el título y en el afiche de la película, y el amor sigue su curso hasta que entra en crisis cuando se reflotan los fantasmas del pasado y hace su aparición, flashback mediante, el secreto cuidadosamente guardado Burke, que terminará explotando sobre el final para que el protagonista pueda reconcilarse consigo mismo y para que el amor pueda volver a dar sus frutos. En esta película de la que parece destacarse su componente dramático, lo romántico, el género casi excluyente en su promoción (que se decanta por lo que indica falsamente el título), se acota a algunas escenas y a la historia del vínculo con Eloise que recorre tibiamente toda la película, hasta resolverse en una breve escena al final. Vale decir que las expresiones comedia romántica y comedia dramática hacen alusión a algo que es, en primera medida, una comedia. Esto es, que posee un entramado cercano a lo cómico o a cierta gracia o levedad, algo que aquí tiende a brillar por su ausencia. ¿Es drama? Lo lógico sería decir que es un film romántico que deriva en un drama, prácticamente olvidándose del romance en su clímax. Pero tampoco es una película desarrollada en función del drama, ya que al comienzo depende demasiado del vínculo amoroso que se origina entre Burke y Eloise. Si dicho romance hubiese tenido el desarrollo narrativo necesario, si la elaboración del personaje de Eloise no se hubiese atado exclusivamente a la trama romántica, privilegiando así su historia, sus dramas y su personalidad, estaríamos ante una película capaz de integrar coherentemente lo dramático con lo romántico. Love happens intenta ir por un lado, luego se define por otro y a último momento recuerda el primer camino que transitó, y de esa manera se queda a mitad de camino de todo. ¿Comedia dramática? ¿Comedia romántica? Por momentos drama y por momentos romance, pero sólo por momentos. De comedia ni hablar.
Más allá del indudable talento de Fernando Trueba, probado en más de una oportunidad y con un Oscar cosechado en su larga trayectoria, al ver El baile de la victoria uno podría afirmar que la combinación de un cineasta español como Trueba y un argumento anclado en el Chile post-Pinochet no ha sido de lo más feliz. Al romanticismo de la historia de la novela de Antonio Skármeta, que confronta con los antecedentes históricos y políticos que describe, se le complementa la puesta en escena de Trueba, enfocada en maximizar todo el lirismo de la trama. Si no se jugara la carta del drama con visos políticos, tal vez ese lirismo que le aporta Trueba sería uno de los aspectos más valiosos del film. Lo que sucede es que a la hora de combinar lo poético con un drama que surge de las heridas abiertas por los desaparecidos en Chile, el film apela a una suma de elementos que nunca llegan a integrarse, y que terminan desequilibrando el relato. Algo parecido ocurría con el film inglés sobre los desaparecidos con Antonio Banderas y Emma Thompson, Imagining Argentina, sólo que aquel le sumaba el componente fantástico, con lo que terminaba generando un collage espantoso y forzado, principalmente por la extranjerización del fenómeno de las torturas y desapariciones. En El baile de la victoria el resultado es mucho más digno, tanto Darín como Abel Ayala (referencia para los argentinos, es el protagonista de El polaquito) se muestran convincentes en la historia, aunque Darín parece estar en piloto automático, su rol nunca llega a tener el peso dramático que aparenta, y el vínculo errático con su mujer y su hijo no se acerca a la fuerza protagónica del vínculo entre Ángel Santiago (Ayala) y Victoria. En tanto, a Abel Ayala le ayuda el hecho de tener mucha más presencia en el relato, y por momentos le aporta el dramatismo adecuado, aunque suele acercarse demasiado a la sobreactuación. Dentro de los roles principales, resta Ariadna Gil, con un personaje que no llega a justificar su presencia, mientras que la revelación de la película es, sin duda, Miranda Bodenhöfer, la Victoria con la que juega el título. Sin embargo, lo que hace a esta película quedarse a mitad de camino entre las intenciones y los resultados, es la mezcla de tonos y registros, desde el lirismo buscado por Trueba, con varias escenas “embellecidas” y realzadas por una música que fuerza esa búsqueda poética, hasta el policial que se asoma por momentos pero que no se desarrolla como debería (si esto no fuese así, no nos chocaría el cambio brusco de las charlas de café de Vergara Grey/Darín y Ángel Santiago, a la escena del robo protagonizado por ambos) y escenas que, en su pretensión dramática, desembocan en el patetismo, como la de los miembros del jurado que reprueban a Victoria mientras Ángel les narra su traumático pasado. Se nota que las intenciones de Fernando Trueba y del elenco han sido las mejores, y el lirismo que le aporta Trueba al relato podría ser la base de alguna otra gran película. Aquí, sin embargo, estas pretensiones poéticas deben lidiar con un todo que hace trastabillar a la película, quedando en el medio de un prisma con demasiadas aristas, el intento de narrar las “venas abiertas” de la dictadura pinochetista.
Entre la aventura de Tres reyes y las comedias delirantes de los Coen, se instala este trip lisérgico y absurdo dirigido por Grant Heslov (un hombre con mucha más experiencia en la actuación que en la dirección) y protagonizado por George Clooney, Jeff Bridges, Ewan McGregor y Kevin Spacey. Las influencias de la película se manifiestan notoriamente en la elección del elenco. Clooney y Bridges vuelven al registro de películas como O Brother! y El gran Lebowski, mientras que Ewan McGregor es un puente deliberado a Star Wars, que no actúa como una influencia estilística o narrativa, sino como una referencia directa a través de la alusión a los Jedis y a la acción psíquica a través de la mirada. Desde el trasfondo bélico y las teorías conspirativas hasta el ejército “new age”, todo sirve para una comedia tan desatada como drogada, que no pretende en ningún momento ser una sátira antibélica, sino una mera farsa. Dentro de este registro es donde por momentos funciona y divierte, mientras que en buena parte del film prima el exceso y la excentricidad, volviéndose un entretenimiento amorfo y pesado. Cabe destacar el aporte cómico a cargo de Bridges y Spacey, quienes funcionan mucho mejor que Clooney y McGregor, con más presencia en pantalla, pero ambos víctimas de los giros disparatados del film. Si bien The men who stare… es una película para mirar con mucho desprejuicio y sin tomársela muy en serio, su vacilante registro de comedia hace tambalear la propuesta, convirtiéndola en un subproducto demasiado deudor de sus influencias directas, antes que en un film con enormes cualidades y méritos propios. La coherencia de su desmesura es admirable, no así sus fluctuantes resultados cómicos.
Los niños malévolos aparecen cada vez con mayor frecuencia en el cine de terror. Hay un par de posibles razones para este fenómeno: El horror que esconde un envase aparentemente inocente aún sorprende y vende, o simplemente se debe a que faltan muchas ideas en el cine de terror americano, y hay que seguir extrayendo ideas de películas taquilleras para sobrevivir. Lo curioso de este caso es que Case 39 salió casi en paralelo a La huérfana, otra película con niñita pérfida (La huérfana se estrenó en julio de 2009, mientras que Case 39 comenzó su recorrida de estrenos en agosto, sin haber sido estrenada en Estados Unidos, según información recogida en IMDb), y mientras La huérfana es un ejemplo de thriller sólido, con buen pulso narrativo y sin las obviedades del cine de terror actual, Case 39 es justamente lo opuesto. Lo primero que llama la atención es la presencia de Renée Zellweger, que hace tiempo no acierta un protagónico decente, y viendo esta película uno piensa que está mal asesorada, o que por alguna razón elige adrede esta clase de proyectos que no la favorecen. Cuando uno la ve en esta clase de films, es difícil no extrañar su histrionismo cómico, el único aspecto que sabe aprovechar su habitual tendencia a la sobreactuación. Sin la carta de la comicidad en la mano, simplemente actúa de tal manera que nos hace imposible creerle una palabra, mucho menos cuando comienzan los sustos de ocasión. A Zellweger no le sirven esta clase de protagónicos, y a la película tampoco le sirve su presencia. Por otro lado, también llama la atención la espantosa previsibilidad de su desarrollo. Case 39 parte de un caso de violencia de los padres hacia una hija, y luego de la terrible escena climática del caso (con ellos encerrándola en el horno), uno puede establecer dos hipótesis: O los padres están poseídos y/o tienen algo que los hace intentar destruir a su hija, o ella es la causante de esa reacción irracional en ellos. Si la primera fuese la hipótesis correcta, la película terminaría a la media hora. Lamentablemente, sólo nos resta pensar que es la segunda, y ahí se acaba toda posibilidad de sorpresa que podía guardar el film. Si volvemos a la comparación inicial, notamos que en La huérfana se sabe de entrada cómo se desarrollará la trama, pero aquella no pretende apelar a las sorpresas repentinas y a los bruscas vueltas de timón. Antes que en el terror, La huérfana funciona dentro de la lógica del suspenso, y por ello no precisa más que una minuciosa construcción de personajes y cierta inteligencia a la hora de exponer la tortura psicólogica de la villana que da título a la película. En Case 39, en cambio, la propuesta, que apela permanentemente al efectismo y al susto fácil, que cuando se mete con aspectos psicológicos apela a los traumas del pasado de la manera más llana posible (la escena en la que Lilith, la niña, fuerza a Emily/Zellweger a recordar a su madre es un claro ejemplo de esto), demandaba un desarrollo capaz de interactuar con los recursos efectistas que se ponen en escena, y a los notorios defectos y facilismos del film se le suma un argumento carente de sorpresas y de un mínimo de originalidad. Si había algo que Case 39 podía llegar a aportar al género, Christian Alvart (quien luego de esta dirigió la también mediocre Pandorum) se ocupa de despejarnos toda duda. No hay nada peor para un director que pretende hacer películas de terror que olvidarse de todo tipo de recursos o ideas visuales mínimamente originales, o de una convincente construcción de personajes. Por eso, en medio de semejante sobreproducción de películas de este género, películas como La huérfana no abundan. Y ni hablemos de Let the right one in, el último exponente internacional que barre con la idea de que el cine de terror es un género bobo e irreflexivo, idea a la que claramente abonan películas como Case 39.
An education es una suerte de prototipo de cierto cine europeo (británico en particular), que apunta a brindarnos, con cierta discreción formal, historias de enseñanzas de vida, habitualmente enmarcadas en épocas de profundos cambios sociales. La década del sesenta, por el cambio de mentalidad que supuso en los jóvenes, es una época recurrente en este tipo de películas. Este film narra el vínculo que establecen una joven estudiante de 17 años y un elegante bon vivant que la dobla en edad, a comienzos de los sesenta. La vida de Jenny parece reducirse al tiempo que le queda hasta poder ingresar a la Universidad de Oxford, hasta que se cruza con David, un hombre que la lleva a conocer la “educación de la vida” (el lector sabrá disculpar, pero no hay forma de eludir aquí esta trillada expresión). Como estamos ante un film británico, esta educación no se reduce a la iniciación sexual (que, afortunadamente, tarda en llegar), sino a la posibilidad de probar el sabor de la vida adulta, de acceder a los lugares prohibidos, de viajar sin preocupaciones. Jenny sabe que ya llegará el momento de encerrarse en la vida universitaria, y antes de acceder a ella, aprovecha para asomarse al mundo, un mundo que se aproxima a una revolución sociocultural que definirá una nueva dimensión de libertad para los jóvenes. Para este relato autobiográfico de Lynn Barber, la directora Lone Scherfig presenta una puesta prolija y delicada, y consigue que la película se sostenga, en buena medida, gracias a la dupla conformada por Peter Sarsgaard y Carey Mulligan, y especialmente gracias a la candidez de esta última. El guión del reconocido autor Nick Hornby (Alta fidelidad, About a boy), cumple pero no llega a brillar, y lo mismo sucede con el resto del elenco, muchas veces víctima del esquematismo de algunas situaciones. La ingenuidad que recorre el film por momentos es su carácterística más preciada, y por momentos, la causa de un relato carente de riesgos, que sólo demuestra cierta complejidad cuando pone en paralelo las dos formas de educación y de vida, en ese preciso momento previo al inicio del quiebre generacional. Es precisamente eso lo que se aprecia en el cambio de comportamiento de Jenny. Al final, importa mucho menos la forma en que evoluciona el vínculo amoroso entre ella y David, que las experiencias que ha acumulado Jenny antes de volver a la rigidez de la educación formal.
Confieso que no siempre logro dilucidar lo que proponen algunos films. Tal vez porque la capacidad de observación ha sido domesticada por el facilismo del cine norteamericano, o quizás haya alguna otra razón por la cual a veces aflora este inconveniente. De cualquier manera, no hay nada más bello que entregarse a una película con una actitud ingenua, virginal, carente de pretensiones juiciosas, y de los preconceptos que estas llevan en la mano. Aunque, es válido aclarar, cuanto más uno se entrega a propuestas ambiguas, desconcertantes o arriesgadas, más probabilidades hay que uno se empantane en el mar de dudas en el que nos puede sumergir una propuesta de este tipo. François Ozon es un caso atípico en el cine francés, porque sabe cómo jugar con las fórmulas y cómo subvertirlas en función del relato que está contando. Sabe ser perturbador sin distanciar de entrada al espectador, sin apelar a una frialdad infranqueable. Es capaz de llevarnos por caminos seductores y sinuosos. La piscina, una de sus películas más conocidas a la fecha, es un ejemplo de esto, un relato que combina misterio con una vuelta de tuerca necesaria, que no desconcierta, un giro que es un elemento más en el rompecabezas del film. Ricky, su última película, genera estupor, fundamentalmente porque no se sabe bien para qué lado va. Por un lado tenemos el realismo que se desprende del drama de la madre soltera obrera que debe poner su mejor cara a la hora de enfrentar sus problemas económicos. Por el otro, el relato fantástico, que hace su aparición desde que al bebé de la mujer comienzan a crecerle alas. Ozon narra con suma rapidez lo primero para poder adentrarse en lo segundo, partiendo del encuentro entre Katie y Paco, la relación, el embarazo y el nacimiento del bebé que vendrá a transformarlo todo. Los conflictos posteriores (los celos de la hermana mayor de Ricky, el abandono del padre del hogar por la acusación de haber golpeado al bebé, cuando Katie confunde las manifestaciones de las futuras alas con moretones), desembocan directamente en el fantástico que origina la posibilidad del bebé de remontar vuelo. Ahí es donde Ozon comienza a desorientarnos. Ahí comienzan a aparecer escenas como la del supermercado, con varios adultos intentando atrapar al bebé volador, escenas muy puntuales que pretenden generar algo de comedia pero que carecen de toda gracia (principalmente porque Ozon duda a la hora de elegir la mejor manera de filmar las aventuras aéreas de este bebé, algo que nos hace extrañar el piloto automático de Hollywood). Cuando el aspecto fantástico comienza a ostentar su dramatismo, la película se abre camino hacia la metáfora. Lo fantástico parece aludir al complejo tema de la maternidad y los conflictos que ella acarrea. Cuanto más se acerca la fantasía al drama, más esfuerzo se nota por exponer su componente simbólico. A diferencia de otros films, como La piscina, Ozon toma partido por el realismo, pero no termina de darle al relato fantástico el lugar que le corresponde, deja que ambas formas cohabiten en un mismo espacio y que conformen una nebulosa a la que es prácticamente imposible intentar desenmascararla, ni siquiera con la carta de la metáfora en la mano. Ricky posee grandes momentos cuando lo fantástico comienza a manifestarse en la realidad de Katie y sus dos hijos, volviéndose un aspecto más de ese realismo agobiante. Pero cuando la fantasía da pie al drama, Ozon se pierde en su propia propuesta, y nos vuelve víctimas de un desconcierto que se sostendría incluso si el director hubiese expuesto desaforadamente sus pretensiones en el desenlace de la película. Entre la pintura realista, las aventuras de un bebé con aires a Cuidado, bebé suelto, pero con alas y mal filmada (sólo en esas partes), y la metáfora consecuente, Ricky apunta a mucho, pero no nos entrega nada, o nos entrega un mar de dudas, lo mismo da.
Desde 2003 que a Mel Gibson no lo veíamos en un papel importante en el cine. En el medio, se dedicó a alimentar su faceta de director, con la polémica La pasión de Cristo y con el fracaso comercial de Apocalypto. Como no podía ser de otra manera, su regreso también es una vuelta al género que le dio mayores satisfacciones, el policial, con esta cinta dirigida por Martin Campbell, un especialista en películas policiales y de acción (Goldeneye, Casino royale, las últimas del Zorro, Vertical limit, entre muchas otras). Para esta ocasión, Campbell reflotó una prestigiosa miniserie británica de los ochenta denominada, como el título original de esta película, Edge of darkness, de la cual fue su director, y la exitosa remake del film policial The italian job, originalmente escrita por el guionista de la citada miniserie, debe haber contribuido a la puesta a punto de esta remake de aquel producto televisivo. Lo que empieza como un film de acción más para Mel, en la línea de Ransom y Payback (es decir, a partir del asesinato de la hija de su personaje, y mientras se sostiene la teoría de que su muerte puede haber sido en venganza por alguna acción cometida en el ejercicio de su trabajo como policía), desemboca en un thriller político con una buena dosis de paranoia vinculada al accionar nuclear, un giro algo interesante si se lo compara con la acción más convencional de los films anteriormente mencionados. La paranoia política relacionada con lo nuclear comienza a hacer su aparición en el cine en los cincuenta, con potentes films alegóricos (Invasion of the body snatchers es una de las tantas joyas surgidas en aquella época), otros mucho más explícitos, y algunas películas capaces de ironizar sobre el tema (como Doctor Strangelove, la inolvidable pieza cómica de Stanley Kubrick). Coincidiendo con la guerra fría en sus inicios, esta tendencia en el cine volvió a hacer su aparición en la Norteamérica reaganiana de los ochenta, y ha regresado en los últimos años de Bush al poder, con las amenazas mutuas entre Estados Unidos e Irán, y el terrorismo, a veces manifiesto y otras veces latente. Lo nuclear siempre es un elemento a temer desde la mitad del siglo pasado, una buena excusa para relatos cargados de paranoia, y para reflotar viejos productos relacionados con el tema. El problema que arrastra este film es el mismo que ostentó hace un tiempo State of play, otra remake reciente de un thriller político televisivo, con mucha paranoia y verdades que pugnan por salir a la luz. Una trama muy compleja que comienza a hacerse presente para acechar al protagonista en el desmantelamiento de los secretos que han acumulado cadáveres, que encontraba su cauce perfecto en la extensión de una corta miniserie, pero que, reducida a dos horas, se vuelve pesada y confusa. El accionar conspirativo en el que se involucra el inspector Thomas Craven (Gibson) para entender la razón del asesinato de su hija, es tan pesado, que para desmantelarlo se precisa demasiado diálogo y mucha menos acción, lo que hace que el thriller carezca del ritmo necesario. Uno puede asumir, sin haber visto el producto original, que la miniserie lograba combinar ambas cosas, pero al intentar apretar toda la información de seis capítulos en una sola película, se hace imposible que ambos aspectos funcionen a la par. Ahora bien, como Campbell sabe funcionar mejor entre disparos, nos deja una tremenda descarga de sangre hacia el final, un par de balaceras que involucran a todos los intervinientes, un gesto completamente delirante e inconexo con la frialdad con la que se desarrolla el resto de la película. Para un film de estas características, en el que uno espera persecuciones y tiros por doquier, la abundancia de diálogos que intentan desentrañar un plan maquiavélico restan más de lo que suman, y el violento delirio del final merecía una coherente dosificación durante su desarrollo, para no quedar en el límite del absurdo, y para sostener, a fuerza de balas y ritmo ajustado, un thriller paranoico efectivo. Lo que hubiera sido un feliz regreso del mejor Mel Gibson a su salsa, ha quedado a mitad de camino, sumergido en la telaraña de su argumento, una pesada trama que termina volviéndose el enemigo de la acción propia de este relato policial.