El Basada en un caso real, esta historia sobre un diplomático francés acusado falsamente de un crimen en Siberia y parte de un ajedrez político casi inextricable muestra algo kafkiano: el hombre frente al poder absoluto, poder creador incluso de mundos de mentira. Bien actuada y con un excelente ritmo que permite comprender lo complejo de la situación.
Hace unos años, Chris McKay (con Christopher Miller y Peter Lord detrás, todo hay que decirlo) construyó la mejor adaptación de Batman al cine: “Lego Batman”. No es exagerado, porque reunía toda la mitología y los temas de manera lúdica y cómica. Sigue siendo una joya. En Renfield, ya no en el campo animado, McKay intenta lo mismo con el mito de Drácula a través de su asistente por siglos, el aquí joven Renfield. Y sí, hay terror y sangre por todos lados, pero con una sensibilidad pop que hace que cualquier elemento inquietante se disuelva en el conflicto personal de sus criaturas. Sin embargo, la idea de tocar absolutamente toda la iconografía que funcionaba en aquella Batman (basada en un juguete y una historieta) aquí patina ante la necesidad de narrar una historia que requiere de otras dimensiones, de otra profundidad de caracteres. Entretiene y funciona de a ratos.
La serie Evil Dead, creada hace tres décadas por Sam Raimi (y no poca ayuda de sus amigos los hermanos Coen así como del alocado Bruce Campbell) nació como una mezcla de horror sobrenatural absolutamente sangriento y comedia disparatada. Las versiones de Raimi llegaron más cerca de Los tres chiflados que de Lovecraft, mientras que estos “reboots” (este es el segundo film sobre el libro maldito de nueva generación) se concentran más en el horror y en que se aplique el tema como metáfora de otra cosa. Aquí el asunto es la maternidad y el libro maldito desencadena una aparición de monstruosidades que otorgan velocidad -casi hasta el vértigo- al desarrollo de la acción. En ese punto, la película se acerca a sus orígenes: de hecho, es notable que el realizador Lee Cronin comprenda qué es lo que funcionó siempre alrededor de esta franquicia y lo actualice con elementos que son propios del lenguaje de este tiempo. Aunque allí hay otro detalle que vale la pena subrayar: el hecho de que lo novedoso de Evil Dead (que le dio un giro al género que duró bastante tiempo) ya no lo es tanto. Y entramos, entonces, en esa tendencia actual de “fan service”: quedar bien con los fanáticos para poder proponer algo nuevo. El cine “de franquicias”, hoy dominante, parece requerir de ese pacto no tan de caballeros.
Un joven que practica para llegar lejos con el piano se enamora de una chica hija de un señor de otra clase social. Lo que lleva a tensiones varias y a que nuestro héroe corra una peligrosa competencia en motos. En el haber, una sana pretensión de utilizar el género para contar un cuento. Algunos diálogos poco creíbles y una deriva narrativa que no termina de ser del todo creíble. Por cierto, el paisaje -belloacompaña la historia, otro punto a favor.
No es la primera vez que se intenta llevar al patriarca de los juegos de rol a la pantalla. Pero sí es la primera vez en la que el espíritu lúdico de D&D, donde cada jugador puede interpretar un personaje, recorrer territorios fantásticos y ejercer la magia y la fuerza, se contagia de manera efectiva. Aquí hay un grupo de aventureros con una misión enfrentados a hechiceros espantosos, bestias tremendas y, sobre todo, a un tipo inescrupuloso. El protagonista (notable Chris Pine en su humor clásico, un Erroll Flynn del nuevo siglo) tiene, además, un problema familiar que resolver. Lo interesante es que cada aparición de lo maravilloso, de los “poderes”, permite la construcción de un gag, de una especie de mirada de soslayo, burlona pero amable, a todo este cine de fantasía que parece haber colonizado definitivamente las salas. Hay un espíritu clásico, de “no importa mucho lo que contamos”, que se utiliza para sostener, sobre todo, a los personajes. De hecho, los diálogos son un sostén más inteligente (¿cómo conversan los jugadores de rol mientras juegan? parece ser la pregunta a responder con ellos) que los efectos especiales, perfectos pero ya estándar en casi toda producción grande que se precie. Esta D&D no apuesta al asombro de dragones y laberintos, sino a involucrarnos en un lazo de amistad con sus criaturas. Como cuando éramos chicos y jugábamos en la puerta
Ay, estos adolescentes de hoy... en lugar de hacer algo normal como ir a una fiesta electrónica y tomar pastillas, un par de niñatos decide hacerse los espiritistas y, ¡zácate!, una de las chicas resulta poseída. Lo sabemos porque pone los ojos en blanco, aunque a lo mejor es una alergia o un glaucoma pasajero, vaya uno a saber. En fin, luego vienen crímenes y maldades de la chica. Ante la impotencia de la psicología, qué mejor que Pepe Sacristán como cura exorcista (lo que, para un sacristán, no implica otra cosa más que un ascenso). Y han de ser los trece exorcismos del título el tratamiento indicado. En fin, que había un tema (la lucha entre la fe y la razón) o dos (la relación padre-hija) pero en el afán de copiar cada lugar común del subgénero “¡Demonio, andá pallá, bobo!” se lo han olvidado a vuelta de guión. Qué va'cé, todo no se pude. La protagonista María Romanillos y el cura Sacristán son bastante creíbles y eso hace que no sea del todo
Hay algo de Atrápame si puedes (y bastante de Spielberg, en general) en esta historia de un joven judío de 21 años que sobrevivió durante el régimen nazi en Berlín gracias no solo a falsificar documentos para salvar otras vidas sino a falsificar su propia persona. La historia es real y tiene varias aristas interesantes: por ejemplo, cómo era la vida cotidiana bajo la dictadura de Hitler; qué es justamente eso que llamamos “felicidad” y dónde y cómo aparece, más allá de las circunstancias; cómo se construye una puesta en escena para poder vivir o sobrevivir. Hay otro elemento: el tono, si bien el film abunda más en diálogos que en acciones, tiene cierta ligereza y nos atrae, melodrama aparte, la simpatía de los protagonistas. En el fondo, es sobre la despreocupación de ser joven y tener toda la vida por delante, y de cómo esa juventud se transforma también en un arma de supervivencia.
Humor negrísimo y desaforado: un poco de respiro ante el miedo que reina en los cineastas a la hora de pensar, primero, en no ofender a nadie. Elizabeth Banks, cada vez mejor directora, cuenta aquí cómo un oso por accidente consume kilos de cocaína y desata un desastre sangriento, vertiginoso, violento y, sobre todo, cómico. A través de esta historia mínima, lo que vemos es una sociedad paranoica a merced de una amenaza impensada (¿les suena a algo reciente?) y Banks decide ir a fondo y mezclar la sangre y los pedazos de carne con la risa gigante y despreocupada. Lo que, considerando el estado melindroso del cine de hoy, es ya un valor a respetar. Hay algo de esas comedias corales a lo El mundo está loco, loco, loco en lo que Banks logra realizar aquí, inspirada -créalo o no- en una historia real. Una película que además nos ofrece una sana reflexión: pensar qué es aquello que nos desencadena la carcajada, cómo la peor desgracia puede ser, desde la distancia justa, un motivo para la comedia.
Una pareja profesional en crisis con más de 20 años de casados parte en yate con pareja mucho más joven. Y en algún momento, aparece la tormenta que los deja en problemas físicos, más allá de los ya evidentes problemas emocionales. La comedia dramática funciona pero pretende abarcar demasiadas cosas y tonos, desde la comedia de costumbres hasta el suspenso. Un concurso actoral con buenas performances, pero al que le sobra algún lugar común.
Quién hubiera adivinado que la historia de un tipo al que le matan el perro y busca venganza podía llevar a una saga de películas a cual más exitosa. Quién hubiera pensado que la historia del vindicador canino terminaría en un épico film de casi tres horas en el que es imposible aburrirse. Bueno, nadie: es de esos pequeños grandes milagros que a veces pasan con el cine, sobre todo con el cine popular. John Wick es quizás el personaje mejor sincronizado con el mundo actual: violencia estilizada, toda clase de artes marciales, patadas y piñas, guiños al pasado tradicional del cine de aventuras, una historia que bien podría haber firmado Alejandro Dumas, secuencias de acción realizadas con la mejor tecnología y, sí, una mitología propia (la cofradía de asesinos, el hotel donde curan sus heridas, las reglas de un mundo por debajo del mundo). Si esta película es mejor que las anteriores no es porque haya alguna novedad en este universo, sino porque amplía lo conocido y lo vuelve más amplio. Pero lo que importa es el puro movimiento: de eso se trata a esta altura John Wick, de un cine completamente abstracto realizado -paradoja de paradojas- a partir de secuencias hiperkinéticas y barrocas. Es quizás lo que hoy se le pide al cine, y funciona: por ese largo rato, nada más importa que el destino de ese Keanu barbado capaz de cualquier hazaña, de los puros cuerpos en movimiento.