Cuando el fondo histórico disuelve a los personajes Los films que tienen como núcleo circunstancias sociales o históricas –o ambas– corren un enorme riesgo: que esas circunstancias o la toma de posición respecto de ella termine transformando a los personajes en meras herramientas para el mensaje didáctico. Cada película, sea La guerra de las galaxias o La batalla de Argelia, plantea un mundo, reglas específicas y comportamientos que reflejan los nuestros: nos importan o no sus habitantes de acuerdo con ese reflejo. En el caso de La canción de las novias, si bien la realizadora Karin Albou hace lo posible para darles dimensión a sus protagonistas, termina sin decidir si lo que más le importan son sus criaturas o su contexto. La historia está ambientada durante la ocupación nazi en Túnez: una joven judía debe aceptar un matrimonio por conveniencia; una musulmana, también. Entre ambas se establece una amistad casi física, al borde de lo homoerótico, que se desliza a enormes tensiones a medida que la vida de los judíos se hace más y más intolerable bajo el régimen de ocupación. La descripción de esta amistad juvenil es precisa y captura la atención del espectador. Pero la tentación de hablar de discriminación y política (mujeres obligadas por sus familias según un orden tradicional, más las diferencias entre judíos y musulmanes, más la opresión de una dictadura dibujan un marco demasiado pesado para el tapiz personal) termina siendo demasiado grande y Albou cae en ella. Es entonces cuando el guión –entendido sólo como un índice de situaciones arbitrarias y calculadas– toma control de la película y diluye el drama personal –que es universal– en el contexto. Sin embargo, mientras la relación entre estas mujeres se desarrolla a partir de pequeños o grandes gestos, y en momentos donde la descripción descarnada de algunas situaciones se vuelve obligada (el caso de una depilación de vello púbico, que conserva sin entrar en lo pornográfico toda su connotación violatoria), el film cobra la necesaria fascinación para continuar con él: logramos creer en las protagonistas y sentir ese lazo que suelen establecer con nosotros los personajes de un film. Pero siempre un encuadre de más, un momento casi sobreactuado por parte de la directora, nos recuerda que debemos valorar este film no tanto por la vida que muestra sino por la utilidad que podemos extraer de él. Por poco, la película termina inclinándose hacia el didactismo. Sin ninguna duda, pues, La canción... es un film justo respecto de los problemas que plantea. Desgraciadamente no lo es, del todo, para las criaturas que lo habitan.
Aventura adolescente sin tragedia griega Lejos de las pretensiones didácticas y las oscuridades prefabricadas, el film es una agradable y vertiginosa aventura de acción que entretiene con nobleza. Grandes nombres en roles secundarios aderezan la producción. No deberíamos condenar la repetición en las artes, ni ponderar la obra original por encima de la variación. Ni siquiera cuando el motor del reciclaje sea el más descarado afán de lucro: no otra cosa impulsaba la fábrica de ficciones que regenteaba Alejandro Dumas, y de allí salió El Conde de Montecristo. En el cine, dada la enorme cantidad de información de cada plano y la inmediatez de su impacto, la repetición es más evidente y se nos hace tediosa al instante. Sin embargo, a veces el azar es feliz y de la fabricación en serie surge una obra disfrutable, incluso más que su molde original. Sí, Percy Jackson es mejor que Harry Potter: el género “adolescente-con-enormes-poderes-sobrenaturales-en-contexto-de-cuento-de hadas” (bueno, aquí mitos griegos) tiene sus reglas, su fórmula y sus necesidades. Sabemos que el niño en cuestión será un marginado en el mundo “real” y un héroe en el mundo “mágico”. Sabemos que aprenderá de sus poderes, que tendrá amigos de su edad (uno cómico y una señorita parece ser el material usual) y enemigos tanto de su generación como más –mucho más– grandes. Ante tal receta, ¿qué puede hacerse? Por una vez, el usualmente inepto director Chris Columbus (los dos primeros Harry Potter, justamente, más algunas cosas como Quédate a mi lado, Rent, Hombre Bicentenario exigen el adjetivo) se dispone a dar una respuesta. Sencillamente pone a sus personajes rápidamente a jugar y vivir aventuras ante criaturas extrañas sin preocuparse en lo más mínimo por la “oscuridad”, esa solemnidad a reglamento que, metida con calzador, lastra las mejores fantasías de los últimos tiempos (salvo la notable Avatar o las creaciones de Pixar, pero son cine de otro mundo). El film cuenta algo bastante sencillo. Los dioses griegos cada tanto tienen hijos con los mortales (primer gran punto a favor: nada de glorificar el matrimonio para la reproducción) pero se les prohíbe tener trato con ellos tras cierto breve tiempo. A Zeus le roban el rayo, su atributo, y acusa a un hijo de su hermano Poseidón. En realidad, el joven, Percy, no conoce su ascendencia divina, es un perdedor nato y vive con una madre oprimida por un esposo alcohólico y violento. Pero eso se disuelve a los cinco minutos y el pibe empieza a recorrer los EE.UU. buscando algunas cosas y enfrentándose a monstruos y peligros con sus amigos, la chica linda y el negrito simpático. Luego, combates varios y fin. Y que la saga siga. Pero todo esto es lo de menos. No hay una secuencia del film que golpee un gancho sentimental ni eluda el humor a veces absurdo (notable la recreación del mito de los Lotófagos en un casino de Las Vegas). Todo es veloz y efectivo, sin didactismos huecos sino, por una vez, la apelación al placer de una película de aventuras que osa decir su nombre. Por muy poco, el film no es una parodia de su modelo británico, aunque hay diferencias: aquí el “mundo real” no es una entidad separada del “mundo mágico”, sino un único universo donde pasan cosas extraordinarias. Y resulta tan fantástica la hidra como el padrastro semilúmpen. Esos hallazgos –más una banda de sonido donde suenan con humor, por ejemplo, AC/DC con “Highway to Hell”– hacen que el valor agregado a reglamento de poner actores muy conocidos y estrellas en roles evidentemente secundarios (hay que verlo a Pierce Brosnan como un centauro, o a Uma Thurman haciendo de Medusa) funcione porque, después de todo, el film tiene mucho más de comedia deportiva que de drama, a pesar de los griegos. Algo que queda claro cuando Hades, señor de los Infiernos, es el comediante Steve Coogan vestido como rocker maduro. Cuando un film deja de lado la fidelidad a la letra para hacerle honor a la diversión vertiginosa que es también propia del cine, gana en nobleza. No hay magia que le gane a la vieja y querida ilusión de movimiento.
En la cima del horror cinematográfico De gran éxito en Estados Unidos, esta película expone de manera casi pornográfica la desgracia de una adolescente negra, obesa, pobre, abusada por su madre, violada y embarazada por su padre, para generar lástima tranquilizadora. En las antípodas del cine. En una historieta de Trillo y Altuna de los 80, un par de viajeros en el tiempo recalaban en el Hollywood de los 40. La intención era satírica: conocían a un intelectual neoyorquino que iba a “cambiar las películas” y se lamentaba de que le hubiesen rechazado su guión. Uno de los viajeros le respondía: “Quizás el hecho de que el protagonista fuera judío, homosexual, negro y comunista les pareció un poco mucho”. Hollywood ha cambiado y, si bien entre sus pliegues se cuela aún la intención clásica del relato, de la épica, de la metáfora (cosas que aparecen en varias nominadas al Oscar, films grandes como Avatar, Vivir al límite, Amor sin escalas y Bastardos sin gloria, que a veces usan lo social-contemporáneo, pero para mostrar otras cosas más universales), existen objetos audiovisuales hechos para “quedar bien” y hacer que el medio pelo se sienta tranquilo por emocionarse ante una desgracia –cuando en realidad sintió una lástima tranquilizadora–. Objetos que se cargan de prestigio por “lo que dicen” y nunca, jamás, por lo que muestran, cuando el cine es un arte del mostrar. Es el caso de Preciosa, sin dudas la peor película estrenada en lo que va del año y unánimemente saludada en los Estados Unidos como valiente obra independiente. Cuando no tiene nada de valiente, hablar de obra es mucho, y la única “independencia” que ejerce es respecto del cine mismo. El film está basado en una novela, pero esto es lo de menos. Trata de la vida y la historia de superación personal de una adolescente obesa, negra, pobre, violentada por su madre y dos veces abusada y embarazada (el primer hijo tiene síndrome de Down, de paso) que, gracias al amor de una maestra, y a la poesía, se descubre a sí misma. La lectura que de la novela hace el director Lee Daniels no interpreta ni un renglón: simplemente ilustra de modo literal. Al punto que los títulos remedan la escritura torpe y mal trazada del personaje protagónico (debajo se los “escribe bien” para que se entiendan). El procedimiento recuerda un chiste de esa cima del humor negro español llamada Torrente: allí el impresentable policía interpretado por Santiago Segura ponía a su padre inválido a pedir limosna con un cartel que tenía faltas de ortografía. “Oye, está mal escrito”, decía el pobre hombre. “Mejor –respondía Torrente–, así te tienen más lástima”. Daniels es como ese Torrente, salvo que se lo toma en serio –o es igualmente cínico–. Porque esto no sería indignante si el realizador “se retirara” de la puesta en escena y no apelara a chiches de cámara y montaje (fotos que hablan, “imaginaciones” de la protagonista como estrella glamorosa –dejando en claro, de paso, una defensa del exitismo entendido del modo más rancio–, uso de la música) o a golpes bajos coreografiados (ver cuando la madre intenta reventar la cabeza de la joven con una sartén, una breve escena tremendamente manipulada desde la actuación, la cámara y el sonido) para sólo mostrar, sin juzgar, el mundo. No: Lee Daniels cree que somos tontos y que su film es “importante”. Es más, cree que un film es importante si dice de modo casi pornográfico –y pedante, señalando con el dedo– lo mal que anda el mundo. Lo que logra es forzar a la lástima en lugar de a la comprensión, a la vergüenza ajena en lugar de a la piedad. Por eso, de paso, usa a estrellas pop (Lenny Kravitz, Mariah Carey) “afeadas”, para dejar bien claro que el asunto “es serio”. Ahí, también, hay una enorme falsificación. El cine es un arte cuando habla de cosas universales, cuando nos deja pensando y soñando, no cuando copia los peores procedimientos de los noticieros demagógicos. Preciosa es, de todas las películas vistas en el último tiempo, la más alejada de ese arte. Una mala producción de América Noticias tiene más verdad y arte que esta hora y media de horror.
Paseo trágico y cotidiano El cordobés Santiago Loza estrenó en el MALBA su cuarto y logrado largometraje. Un hombre camina, solo, por un paisaje evidentemente suburbano. Casi no habla con nadie, salvo con sus interlocutores en un teléfono celular. La cámara lo sigue de cerca: durante casi todo el film, su cuerpo en constante movimiento ocupará de un tercio a la totalidad del fotograma. El resto, el ambiente, las personas que se cruzan en su camino, las pequeñas peripecias del viaje sucederán como un marco a su propia efigie, casi siempre de espaldas. Sabemos que ese hombre no está en ese paisaje entre descuidado y ocasionalmente miserable por gusto: su traje, su barba de no dormir, sus anteojos, su celular, una mochila demasiado infantil, implican improvisación y urgencia. Algunos cruces, los monosílabos dichos al aparato, ciertos rasgos, una secuencia precisa nos obligan a creer en un trasfondo criminal que, hacia el final, se confirma. El título de este film es Ártico: acertado, como veremos. Se trata del cuarto largometraje de Santiago Loza, un director que ha optado, no siempre con buenos resultados, por experimentar con las formas. Logró un film conciso con Extraño; falló con Cuatro mujeres extrañas y cumplió a medias con La invención de la carne. Con Ártico logró, si no su mejor película, sí la más concisa y concreta. Una situación mínima que funciona como índice de una historia mayor –que el espectador se siente obligado a reconstruir– es el dispositivo. Pero esta vez Loza no se queda en él, no se regodea en las posibilidades de una apuesta después de todo técnica, sino que la pone al servicio de algo humano: hay en su protagonista sin nombre algo humano, demasiado humano, que se nos comunica de modo inmediato. Es, de algún modo, el bíblico forastero en tierra extraña en busca de algo imprescindible. Si en La invención de la carne el realizador optaba por secuencias y planos simbólicos que disparaban la atención de espectador fuera del universo del film (y tal es la mayor tara de aquella película, que trataba de construir en torno de una iconografía religiosa poco consistente), aquí decide depurar ese procedimiento y dejarlo en lo mínimo (no falta algún leitmotiv en este sentido, pero es sutil y no entorpece el desarrollo del acontecimiento, único, que desarrolla la película). Lo que importa es que la cámara muestra que cualquier comportamiento humano encierra siempre un misterio. El personaje, como un ser en el Ártico –y de allí la precisión del título– se encuentra solo, incomunicado por obligación de su entorno, sin poder detallar nada, sin poder dar precisiones, congelado en medio de un universo cotidiano que sigue indiferente a su drama. En ese contraste es donde vibra, con mayor fuerza, el trabajo de Loza. Ártico, ese largo paseo trágico, es mucho más que un paso adelante.
La película del placer La obra cinematográfica de Armando Bo e Isabel Sarli, más allá de las discusiones que ha despertado entre fans y especialistas, e incluso más allá de su cuestionable estatuto de juguete pop, es una de las más consistentes que ha dado el cine argentino. No es, en modo alguno, despreciable, más allá de su carácter de films eróticos o vagamente pornográficos. Y no fueron concebidos ni desde la impericia cinematográfica, ni desde el craso interés comercial ni desde el utilitarismo fisiológico, sino a partir de la idea de que existía –y existe– un sustrato cultural sólido en la Argentina, repetidamente enterrado bajo capas de represión ideológica y física. A partir de ese supuesto, Diego Curubeto –crítico, especialista en géneros marginales, dedicado defensor de lo que la Academia, considera “bajo” en el cine aunque no lo sea, erudito desenfrenado y, como si fuera poco, humorista– construye Carne sobre carne, un documental sobre lo que Armando y la Coca han hecho por y desde nuestro cine. El film es una especie de patchwork que, incluso si sigue un recorrido más o menos cronológico, apela a cuanto recurso tiene a mano para iluminar la obra. Desde ficcionalizaciones –quizá lo menos acertado técnicamente de la película, a pesar de apariciones sorpresivas como la de Álex de la Iglesia– hasta material inédito que quedó en el piso de la sala de montajes de varios films, más bellas animaciones del especialista rosarino Pablo Rodríguez Jáuregui, que establecen el puente –simbólico y real– entre el cine de Bo y la clase B estadounidense, vereda de monstruos. También, claro, entrevistas con la propia Isabel Sarli. Es cierto: muchas de las anécdotas que narra son conocidas, pero a esto se le suman la espontaneidad del gesto y el descubrimiento del control estético que estrella y director tenían sobre lo que hacían. El espectador se asombra de que esos films no fueran fruto de la casualidad o la improvisación sino de que hubiera realmente un plan estético detrás, que fuera, realmente, “cine de autor”. De todo lo que incluye el film, la historia de cómo se hizo su película africana La diosa virgen –anécdota que incluye una mirada sobre el apartheid y el racismo en Sudáfrica– es de lo más jugoso. Un verdadero placer de película.
Psicología de acción violenta Kathryn Bigelow es mucho más que la ex esposa y competidora de James Cameron en la próxima entrega de los Oscar: es una directora completa. Quien conozca el nombre de Kathryn Bigelow sabrá que en Vivir al límite encontrará algunos elementos comunes a casi todos los films de la directora, presentes en películas aparentemente distintas, como Punto límite y K-19: comunidades masculinas cerradas, adictos al peligro, una mirada política que excede lo coyuntural, acción y tensión constantes. La Bigelow pertenece a un selecto conjunto de cineastas que, por norma general, narran y muestran el mundo a través de la pura acción física. James Cameron, Michael Mann y en menor medida Tony Scott están, hoy, en ese nivel. Como todo el mundo sabe, es la máxima candidata –junto con su ex James Cameron– a llevarse el Oscar este año. Y si Vivir al límite ganase el premio de Mejor Película o Mejor Director por encima de Avatar, no sería del todo injusto, aunque sí –se sospecha– por las razones equivocadas. Porque lo que Bigelow narra en el film tiene que ver, en última instancia, más con el cine que con el contexto político de hoy, aunque se trate de marines y aunque se trate de Irak. El film muestra varias misiones de un grupo de soldados dedicados a desarmar explosivos. Son tres, uno muere y es reemplazado por otro, llamado William James como el filósofo estadounidense fundador del pragmatismo, aquella escuela filosófica que superaba el dualismo y se concentraba en las consecuencias de cada acto. Casualidad o no, el núcleo del film es la imposibilidad de James para seguir los delicados protocolos de su tarea, para llevar adelante un pragmatismo absolutamente radical que lo pone en un peligro constante. El problema es que es un peligro buscado, que tanto en James como en sus –sólo aparentemente– más atildados compañeros funciona como una adicción. Es por eso que el film no es, precisamente, una acusación sobre la invasión a Irak –aunque en la superficie no carece de tal elemento– sino algo mucho más profundo, más serio incluso. Como lo había hecho en Punto límite o en Días extraños, el núcleo de la película es el descubrimiento de cómo un medio se transforma en un fin y por qué. Los surfers de Punto… roban bancos para seguir surfeando. Pero en realidad surfean para robar bancos, o ambas cosas para ser ellos mismos poniendo constantemente en peligro su propio ser. Johnny Utah, el personaje que encarnaba Keanu Reeves, los busca por justicia pero termina reconociendo que es policía porque ama esa sensación de que la vida puede terminar en cualquier momento. Ese gozoso nihilismo es el que anima sin más a James, el que transforma la guerra en un todo o nada constante donde manda el deseo del propio cuerpo. Por eso éste es un film extraño: un drama psicológico que sólo puede contarse mediante la acción más clásica y llevar al extremo la poética del hombre en peligro. Y allí es donde aparece su verdadera dimensión política: el Estado contemporáneo (aquí es el estadounidense, pero esta tara ya es global) necesita que el hombre viva los medios como fines para que deje de cuestionar su lugar mecánico en la economía de este mundo. El ejército necesita adictos al peligro, porque es esa adicción lo que los vuelve máquinas perfectas que harán cualquier cosa por su dosis. Aquí no importa que la guerra sea Irak ni qué presidente ocupa la Casa Blanca: lo que importa es qué tipo de hombre ha creado el mundo contemporáneo. Metafóricamente, el film muestra al adicto al trabajo en una gran empresa y también al lumpen envilecido que roba matando desesperado, todos funcionales a un poder sin espíritu. De allí que, en la desoladora secuencia final, James –un enorme trabajo de Jeremy Renner– descubre que lo único que lo hace feliz es desarmar bombas, dejando atrás incluso el último jirón familiar de orden burgués. Como el protagonista de Amor sin escalas, está solo y ha descubierto que la soledad es la única lógica de este mundo. Por eso también es el complemento de Avatar: la única forma de superar este estado de cosas (y este Estado de cosas) se encuentra fuera del mundo. Que un film lleno de secuencias de suspenso magistrales, con gran dominio de la acción y con mínimos diálogos vibre a esas alturas está, incluso, más allá de cualquier premio.
El viejo robotito reloaded Ícono de la animación japonesa, primer personaje nipón en cruzar el Pacífico –y el Índico– hacia Europa y los Estados Unidos, la creación de Osamu Tezuka hace años que busca un debut cinematográfico. Esta versión made in USA, bastante lavada respecto de la fábula original del robotito huérfano en un mundo que no termina de aceptar a los seres artificiales, no deja de ser simpática y de basar su diseño en las creaciones a medio camino entre la alta tecnología y el Disney más ingenuo del padre del manga. Aquí la historia sigue más o menos hasta cierto punto el original, pero incluye un humor y una dimensión en los personajes mucho menos brutal de lo que era frecuente en la animación japonesa de los años 60 y 70. En ese sentido, el film consigue combinar logradamente una tradición con la novedad y el “trasplante” cultural a otro contexto más global y más moderno. La corrección política ya pasó por aquí, eso es clarísimo. El verdadero problema de la película es que realizarla en animación por computadoras no termina de ser una elección comprensible. Los personajes, en lugar de parecer reales –paradójicamente, dada la técnica– se distancian tanto de las criaturas que el fan recuerda, nacidas en aquella animación restringida y en blanco y negro, que los vuelve irreales. Tardamos en considerar que esa masa redonda es el Dr. Elephant, o que ese niño con aires de criatura de Disney y demasiado “armado” es el viejo y querido robot que no envejece. A esta limitación surgida de la necesidad comercial de estos tiempos se la contrarresta con humor y con secuencias de acción que, sin alardear demasiado, son efectivas y otorgan a estas criaturas esa humanidad que el diseño les niega. Sin dudas, el prólogo –homenaje al gran Tezuka– es, estilísticamente, el momento más logrado del film. El resto funciona de manera efectiva, especialmente el diseño de los personajes secundarios y la bella profusión de robots rarísimos –otra herencia de Tezuka, dibujante de una enorme inventiva–, y permite que el clima de fábula sobre la integración social (no otra cosa es Astroboy) se disfrute sin vergüenza ni nostalgia forzada. Es otro, sí, pero también el mismo.
Otro derroche de nuevo rico Del mismo director de Chicago, llega una nueva colección de cuadros musicales filmados, con un elenco de lujo totalmente desaprovechado. Digamos que el espectador elige ver una película por razones como la cara de una actriz, el escalofrío que le causa la interpretación de un actor, los paisajes que se pueden ver en pantalla grande, un par de piernas/senos/ojos/labios –o todo junto–, cierta nostalgia, o porque uno de los secundarios le recuerda a un tío al que quiso mucho. Cualquiera de esas razones es válida para ver cualquier cosa: después de todo, una entrada de cine es una inversión en busca de un poco de placer (que puede darse por la risa, por el llanto, por la reflexión o por el motivo que sea: se sabe que hasta el dolor causa placer a algunos). Ahora bien: si de lo que se trata es de que el film en cuestión forme parte del arte cinematográfico, entonces la elección no debería recaer en Nine, nuevo despropósito de Rob Marshall. La invicta carrera de Marshall, que aún no ha hecho un film más o menos pasable, cuenta con tres largometrajes: Chicago –buen mentís para quien aún cree que “Oscar” es sinónimo instantáneo de “calidad”–, la inenarrable Memorias de una geisha –historia de mujeres japonesas donde no hay una sola actriz nipona, colmo del racismo despreciativo– y esta Nine. Que es la versión cinematográfica de un espectáculo teatral basado en 8 ½, el film de Federico Fellini. En realidad, es incluso menos que teatro filmado: apenas un montón de cuadros musicales filmados sin que alguien se parase a pensar cómo se usa una cámara de cine. En la –por decir algo– puesta en escena que perpetra Marshall se sienten las huellas de Bob Fosse. Pero Fosse, que nunca fue un gran cineasta aunque realizó la siempre apreciable All that jazz –y que, curiosamente, debutó en el largometraje con una remake musical de un clásico de Fellini: Sweet Charity está basado en Las noches de Cabiria–, lograba darles a sus películas nervio no sólo a fuerza de montaje crispado (una de sus herramientas) sino de dejar la cámara quieta para captar, de modo casi documental, el acontecimiento. Los primeros minutos de All That Jazz bastan para confirmar ese talento. En cambio, los primeros minutos de Nine alcanzan para saber que ni un solo plano de la película nos dará algún destello de belleza. Nine es como esas casas de nuevo rico donde la dueña, carente de gusto pero no de dinero, decide colocar lo más caro sin pensar en la armonía. Su elenco rebosa de ganadores del Oscar (la Kidman, la Cruz, la Dench, la Hudson, la Cotillard, la Loren, el Day-Lewis), de nombres prestigiosos (¡Oh, Fellini!), pero sin el más mínimo sentido. Nadie sabe realmente qué sucede en el film; aparentemente ni siquiera sus responsables. Nadie pide aquí una historia a la manera clásica, porque el material de base no va por ese lado. Pero sí que, dado lo que se involucra, haya al menos un fotograma con algo bello. Nada: el montaje corta danzas en su mejor momento, confundiendo ritmo con atolondramiento, las mujeres bellas están sobreiluminadas de tal modo que se vuelven caricaturas de sí mismas, y las –vergonzosas– canciones se llaman algo así como “Sea italiano” y “Neorrealismo”, una prueba de que nadie entendió nada. Ni a Italia, ni a Fellini, ni, sobre todo, al cine.
Alegrías y victorias entre racismo y rugby Clint Eastwood, Morgan Freeman y Matt Damon son los nombres de peso pesado que lideran este estreno basado en la historia del presidente Nelson Mandela, en el marco de un campeonato deportivo que sería histórico. El nombre de Clint Eastwood es casi una garantía a la hora de elegir una película. Como pocos realizadores contemporáneos, conoce perfectamente el uso del aparato cinematográfico para crear relatos interesantes. A veces, incluso, toma relatos interesantes por sí mismos para crear películas. Lo hizo con la batalla de Iwo-Jima con el díptico La conquista del honor – Cartas de Iwo-Jima; lo hizo recientemente con El sustituto y vuelve a hacerlo aquí con su visión peculiar de ese subgénero que es el film deportivo, Invictus. En realidad, Invictus, basada tanto en un hecho real como en el libro que al respecto escribió el periodista John Carlin, es al mismo tiempo un film deportivo y un film político. La historia es la del Mundial de Rugby realizado en Sudáfrica durante los primeros meses del gobierno de Nelson Mandela, y de cómo a través del deporte y la adhesión a la Selección sudafricana, los Springboks, se logra algo así como un principio de unidad, un reconocimiento del otro en un país completamente dividido por el enfrentamiento racial. El material tiene dos problemas fundamentales: la historia es tan excepcional que puede resultar increíble; y hay que manejar al mismo tiempo la trama político-social y la historia tradicional del equipo “que viene de abajo” para ganar lo imposible. Eastwood ejerce su talento equilibrando ambos elementos y manteniendo la tensión en ambos frentes. De hecho, es la combinación de ambas tramas la que permite que los aparentes lugares comunes funcionen como si los viéramos por primera vez. Hay un tercer defecto en el material y se llama Nelson Mandela. Es un personaje tan extraordinario que se escapa de cualquier experiencia; de una bondad tan fuerte que puede resultar a todas luces increíble. Un personaje increíble es todo un desafío para un film o cualquier ejercicio narrativo, porque coloca a prueba nuestra credibilidad en el mundo que se nos pone delante. Más cuando sabemos que, efectivamente, Mandela es así como se lo pinta en el film. Eastwood, defensor a ultranza de cierto modo clásico de hacer películas, opta, para hacérnoslo creíble, por la estrategia de que lo interprete Morgan Freeman, el paradigma del negro bueno más férreo que ha dado el cine contemporáneo. Freeman, que es un gran actor, logra además inyectarle el humor y la ironía que distinguen a sus personajes. Curiosamente, esa característica puramente cinematográfica –que también se ejerce en el caso de Matt Damon– hace que el film sea creíble porque transforma la realidad en un cuento. Entramos en esa fantasía que nos inventa cada película y creemos en ella. Aunque no faltan los lugares comunes y ciertas perezas simbólicas, Eastwood nunca pierde el pulso narrativo, que llega a su clímax en los partidos de rugby que ocupan buena parte del tramo final de la película. Allí, sin romper la tradición de transparencia del cine clásico, el realizador aprovecha las posibilidades del cine para hacernos partícipes de la experiencia deportiva. Algo crucial, ya que esa participación es la que dota de sentido a la fábula. A pesar de las alegrías y de las victorias, el film otorga ciertos rasgos para imaginar que no hay soluciones fáciles. Como esos dos guardaespaldas, uno negro y uno blanco, antes enemigos, que, al celebrar una victoria, casi se abrazan, pero no, sólo se dan la mano. Ese pequeño gesto breve es sabio y prueba de un ojo que no sólo sabe filmar, sino, especialmente, mirar.
La triste paradoja de la libertad total Con un guión perfecto y el trabajo impecable de George Clooney, el film narra la historia de un hombre despojado de lazos con sus semejantes que se dedica a despedir empleados de compañías en crisis. Del director de Juno, es una de las favoritas al Oscar. Sería prematuro, con sólo tres largometrajes, pensar que Jason Reitman –hijo del desparejo pero en ocasiones ocurrente Ivan “Cazafantasmas” Reitman– es un autor. También hablar de su originalidad: el ritmo de sus películas, la forma de mantener estáticos en ocasiones a los personajes mientras el montaje imprime vértigo y el oído para el diálogo recuerda a otro cineasta contemporáneo, Wes Anderson (Los excéntricos Tenenbaum). Sin embargo, hay una idea que unifica Gracias por fumar, La joven vida de Juno y Amor sin escalas: investigar por qué alguien extraordinario es, justamente, extraordinario. Sus protagonistas siempre se hablan a sí mismos pero se escuchan poco. El uso de la voz en off funciona a veces como contrapunto y a veces como refuerzo: aquí nadie nos relata algo que ya sucedió, sino lo que está sucediendo. Las diferentes distancias que establecen entre sí voz e imagen generan la emoción y la reflexión, la risa o el llanto, a veces todo al mismo tiempo. Amor sin escalas, uno de los films que suenan fuerte para los Oscar, presenta a un hombre que se dedica a una tarea horrible. A Ryan Bingham lo contratan para despedir gente: va a una empresa y le dice uno por uno a cada nuevo desocupado que es su último día. Lo hace con encanto y tacto, con una técnica psicológica perfecta, con enorme dominio de sí mismo. Parece un detective. No hay una sola emoción que lo afecte: es –como el actor que le da vida, George Clooney– un galán zen. Puede hacer ese trabajo porque vive viajando: de avión en avión, con el secreto sueño de conseguir diez millones de millas como viajero frecuente, siente los aeropuertos (basta del lugar común de citar mal a Marc Augé y llamarlos “no lugares”: son lugares de paso, como cualquiera sólo que más rápido, y Ryan lo sabe perfectamente) y es miserable en su minúsculo –y “no lugar”– departamento. Su hermana menor se está por casar, pero su familia está lejos, en tierra. En un aeropuerto se cruza con otra viajera crónica (Vera Farmiga), que se vuelve amante ocasional y amor posible. La empresa de “despedidores” para la que trabaja el protagonista está a punto de adoptar un sistema de despidos vía computadora diseñado por una joven y ambiciosa psicóloga (Anna Kendrick). Ryan no quiere dejar de viajar, le adosan a la muchacha “para que aprenda” y eso, más los encuentros esporádicos con su amante y la boda de la hermana, tejen la trama del film. Sí, habla del capitalismo salvaje. Pero el tema no es ése sino la relación entre el libre albedrío y la soledad. Ser completamente libre como Ryan y enseñar que hay que dejar de lado todo lazo con las cosas o las personas conspira contra la naturaleza humana. Paradójicamente, esos lazos que construyen la vida de cada uno coartan la libertad absoluta. Ante tal contradicción, el film se limita a presentar no una solución ni una enseñanza, sino cómo cada personaje la resuelve a su manera y cómo esas elecciones alteran la vida de los otros. El resultado es, también, paradójico: Amor... es la comedia más triste del mundo; el film romántico más cínico; el divertimento más amargo. La primera tentación es pensar que se trata sólo de un gran guión –lo es– bien ilustrado. Pero no: George Clooney tiene pocos gestos, sólo un tono de voz, apenas algún mínimo rasgo en el rostro. Con muy poco, como los grandes actores de cine, logran que creamos en la existencia de su personaje y sintamos, en última instancia, el peso carcelario de su libertad elegida. En la manera de retratarlo brilla el cine: Reitman logra crear en Ryan una criatura fantástica, el hombre que es todo el mundo para sí mismo. Aunque el mundo lo despida y lo deje –literalmente– en el aire.